POEMAS
EL SILENCIO
Heme aquí, madre.
Busqué a gatas las palabras de tu silencio
en la piedra sangrante de estos cerros
Anduve por ríos amargos y agrias selvas
arenas traicioneras en mares quietos
¿Dónde tu voz? Eran otras las voces.
IRREDENTOS
Era mes de fiestas, febrero, y venías hacia mí
arrastrando tu sed bajo ese sol agudo.
Un torrente de palabras idiotas,
desconocidas, me borbotearon filosas
como salivazos redentores
Desbocados latigazos catequistas
¿Acaso era mía esa mesiánica voz
que te hablaba de dignidad bien pensante?
Si sólo querías un poco de vino para tu sed
que apagase la mano gigantesca
de tu padre desgarrada despeñándose
precipicio abajo hacia la muerte?
Un hombre, un barranco y una mula
soles abrasadores y piedra yerma
Y la rueda del carro girando en el aire
para siempre ¿qué petulancia salvacionista
invadió tu sed y la mía?
¿Cómo? ¿Y la soledad? ¿Y la muerte?
¿Y el desamor? ¿Y el frío? ¿Acaso era yo?
¿Y los atardeceres que no te prometen nada,
ni una changa para apagar con tu sed
lo que no tiene forma ni puedes nombrar?
Ese sábado era también yo quien eligiera
el salto de la muerte hacia la vida?
Sábado de manteles de hule brillando
en las mesas de campo, la mesa de Jesús.
Febrero se deshojaba como si fuera abril
Todos te miramos. Venías del infierno.
Ojos turbios de alcohol y oscuridades
apenas pedían el olvido por dos pesos.
En mí, la imposible esperanza de redención.
Sólo una copa en un mostrador gastado
para juntar el desprecio de los satisfechos
como quien barre las hojas de un otoño cualquiera.
"Dos pesos para un vino", suplicaste,
"y me voy pa´ las casas". Sabíamos los dos
que no era cierto. Todos nos escucharon en silencio
Las palabras se agitaron entonces en el limpio patio
como corolas revolviéndose en los tiestos
Palabras viejas. Viejas promesas.
¿Valentía y amor? ¿Cuándo? ¿Para qué?
Mi hacha por un tinto. Ni cerveza, ni whisky,
ni ginebra. Sólo dos pesos para un trago.
La garganta de piedra donde habitan los soles
raspa todavía en mi cerebro y el abismo sinuoso
de tu noche bebe y marchita tu voz
en un grito arenoso de acre agonía eterna.
Es tu noche. Mi noche. Mi abismo. Tu silencio.
¿Cómo pude atreverme a intentar empujarte
hacia esta insoladora luz que deshilacha
el amor viejo oliendo a nube rancia,
avinagrando las mieles en que reposara
embriagada tu alma al embebecerse
hacia dentro de unas copas?
Y te di los dos pesos… Éramos dos irredentos.
INDIO MUSIQUERO
INDIO MUSIQUERO
A la memoria de Don Pachi
Su corazón es un río de notas y de pájaros blancos
Dicen que hay verdades de piedra
Digo que hay verdades de canto
y de manos que trabajan
verdades que acarician cuerdas
como las manos del Indio
a quien llamamos Don Pachi.
Su corazón es una guitarra inmensa
que abraza la tierra, iluminándola
con vidalas, gatos, chacareras
Su corazón palpita entre las piedras y el río
con el plañir antiguo de los vientos
viene en rasguidos tiernos
acariciando el cháguar y la doradilla.
Su corazón es una llave de sol
en la vigilia de los pájaros
un árbol de estrellas encendidas
hechizando el silencio.
Las vidalas del alma,
de su corazón jamás cansado
sueltan azules tardes y palomas
en el río que riela enamorando el Cerro.
Cuando la rosada boca de la noche
viene trayendo su canto
Indio Pachi allí sentado,
es eco, es aura, es leyenda,
es un corazón de arpegios
sigue sonando en el tiempo.
- ¿Quién dice que ya no está?
- Maestro, siga tocando.
Leído por la autora en Cerro Colorado, Córdoba, en la semana
del bicentenario, el 24 de mayo de 2010, en el homenaje
del bicentenario, el 24 de mayo de 2010, en el homenaje
al compositor Don Pachi, nativo del lugar.
ERA UNA BELLA TARDE…
Recostada en las piedras del Cerro
oí la voz de una corzuela que decía:
- Aquí es donde habitan los dioses.
La voz retumbó quebrándose, hasta perderse.
No vi sombras, ni árboles, ni hombres
Vi un cielo azul y llamitas de espuma blanca
corriendo por un inmenso espacio rojo.
Oí entonces el canto del cardenal
resonando en la piedra como un poema alado
De pronto, se hizo un silencio eterno.
El hechizo de los cascabeles, inocentes
cencerros de la muerte, irrumpió en el alero,
soberbio y letal como el orgullo, fatal
y oscuro como la obsidiana. Era la sierpe.
Nuevamente se oyó la voz de la corzuela
Dulce y grácil voz entre las piedras:
-Es la sierpe sagrada custodiando
el templo de los dioses, dijo. Desde aquí
observa el mundo con sus ojos oblicuos.
Me adormecí enseguida y el valle serrano
se ocultó tras mis párpados.
Un brujo azul me murmuró al oído
historias ocultas, memoria del tiempo
aquél en que su fin se acercaba.
Una larga noche de fuego, sangre y gritos
fue invadiéndome. Y el olor acre de la muerte
me envolvió entonces como una siniestra túnica.
Miembros arrancados, hombres desollados,
Lenguas calladas para siempre. Voces,
humo y lágrimas. Abrí los ojos
y entonces comprendí todo aquello,
piedra sumida ahora en el silencio.
Allí corrían solas, eternas, las llamitas blancas.
Vi otros brujos bailando. Vi los flecheros
preparándose para la lucha (ya perdida)
No vi mujeres ni niños. Ellas, cautivas?
Ellos, esclavos, muertos?
La sierpe serpenteó hasta perderse
El cardenal clavó sus trinos en el cielo
Era una bella tarde…
¿Y ellos? ¿Dónde?
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