FONDO DE NOVELA
Se sentó al lado de la ventana, frente al mar. Ya es otoño, pero aún no sopla el viento patagónico. Ha escrito más de cuatro páginas de su novela y ya se siente cansado, como si hubiese tenido que atender a sus personajes, darles el almuerzo, servir el café, conversar de cosas intrascendentes, como el tiempo y el paso de los años. Algo irreversible.
Prende su pipa y se sirve la última copa de vino. Extraña el porro, pero está lejos del pueblo. Se conforma con el tabaco. Mira hacia afuera, hay luna. La luz se proyecta desde el horizonte hasta la costa, un amplio camino plateado que resalta la espuma.
En el centro de la mesa ratona, están los binoculares. Recuerda el día anterior, a pleno sol, las olas gigantescas sobre el horizonte. Le da placer y temor. Eso es océano, lo que ve ahora es mar. Y es tan distinto...
Tiende a agarrarlos, a mirar a través de ellos, pero le da una larga pitada a su pipa y vuelve a pensar en la novela. Los personajes se han alejado un poco, no están tan metidos en este instante de soledad que tanto necesita. Apaga el celular y se levanta del sillón amodorrado. En la heladera sólo hay dos tomates y una chuleta de cerdo. No tiene ganas de cocinar, por lo tanto vuelve a su pipa y a su copa de vino ,que ya está llegando al final.
Recién ahora da cuenta de las pequeñas y múltiples estrellas que pueblan el cielo patagónico, que parece estar más cerca de la tierra que otros cielos. La luna había invadido toda su visión, pero ahora está más pequeña, aunque el camino plateado no cesó. Es hermoso ver bailotear la espuma de las olas en la orilla. Esta sensación de placidez, sólo la encuentra después de haber escrito algunas páginas, aunque sean pocas, aunque la novela que tiene en mente sea su única compañía.
Piensa, una casa tan grande ,un ventanal mágico y nadie conmigo, pero no está solo. Los personajes rondan su mente y también su corazón. Esto último es lo más importante, al fin y al cabo, él eligió esta vida. Un escritor es un ser solitario. Escuchó por ahí que se puede pintar a dos manos, tocar el piano a dos manos, pero jamás escribir. Escribir es un salto al vacío. Y ahí, tan cerca, el mar.
El océano, lejos, por suerte, porque es de noche y todo se agiganta, hasta los miedos, hasta lo que el día hace desapercibir. Un animal, corre por la arena, no se distingue bien, pero su atención es lábil.
Otra vez el impulso de tomar los binoculares, pero en vez de eso, espía casi de costado computadora, que quedó encendida y con el personaje principal indeciso. Ahí lo dejó, esperando que haga su vida, que tome el rumbo, que no lo interrumpa.
Se sienta, piensa en su hijo, que a esta hora debe estar preparándose para salir, allá en la ciudad lejana, bulliciosa y feroz. Qué suerte estar acá y no soportar ninguna demanda, salvo la propia.
Un aullido corta el silencio y las palabras comienzan a fluir, tiende a sentarse nuevamente en el ordenador, a plasmar en la pantalla todo ese cúmulo de ideas que sólo asaltan en la noche; pero desiste. No es tiempo, ya pasó, debe esperar hasta mañana, los duendes se han ido a dormir y ahora son los demonios los que gimen las palabras.
Cree en sí mismo más que en cualquier mortal y ahora sólo sabe que debe tomar los binoculares y mirar.
El horizonte se acerca, una línea blanca, las olas del océano, gigantescas. Se queda sí unos minutos, no importa cuántos y hasta se olvida de la novela.
Enfoca un punto cualquiera, bañado apenas por el reflejo lunar. Sin mediaciones, lo ve. Ve salir de las entrañas de ese mar tumultuoso, el gigantesco animal negro, casi azulado, bellísimo, la aleta temible, erecta, las fauces abiertas a la luna. Un solo salto, uno solo, negro, azul, vientre de las profundidades, un grito de terror que no alcanza a oír. Y luego desaparece. Las olas siguen fantaseando a lo lejos, con esa orilla y con él, que se desploma, su cara extasiada, bella , iluminada apenas por la luz azulada de la pantalla que se dispone a esperarlo por siempre.
Afuera es noche y parece que hace frío.
Publicado en la revista virtual “La Iguana”
Se sentó al lado de la ventana, frente al mar. Ya es otoño, pero aún no sopla el viento patagónico. Ha escrito más de cuatro páginas de su novela y ya se siente cansado, como si hubiese tenido que atender a sus personajes, darles el almuerzo, servir el café, conversar de cosas intrascendentes, como el tiempo y el paso de los años. Algo irreversible.
Prende su pipa y se sirve la última copa de vino. Extraña el porro, pero está lejos del pueblo. Se conforma con el tabaco. Mira hacia afuera, hay luna. La luz se proyecta desde el horizonte hasta la costa, un amplio camino plateado que resalta la espuma.
En el centro de la mesa ratona, están los binoculares. Recuerda el día anterior, a pleno sol, las olas gigantescas sobre el horizonte. Le da placer y temor. Eso es océano, lo que ve ahora es mar. Y es tan distinto...
Tiende a agarrarlos, a mirar a través de ellos, pero le da una larga pitada a su pipa y vuelve a pensar en la novela. Los personajes se han alejado un poco, no están tan metidos en este instante de soledad que tanto necesita. Apaga el celular y se levanta del sillón amodorrado. En la heladera sólo hay dos tomates y una chuleta de cerdo. No tiene ganas de cocinar, por lo tanto vuelve a su pipa y a su copa de vino ,que ya está llegando al final.
Recién ahora da cuenta de las pequeñas y múltiples estrellas que pueblan el cielo patagónico, que parece estar más cerca de la tierra que otros cielos. La luna había invadido toda su visión, pero ahora está más pequeña, aunque el camino plateado no cesó. Es hermoso ver bailotear la espuma de las olas en la orilla. Esta sensación de placidez, sólo la encuentra después de haber escrito algunas páginas, aunque sean pocas, aunque la novela que tiene en mente sea su única compañía.
Piensa, una casa tan grande ,un ventanal mágico y nadie conmigo, pero no está solo. Los personajes rondan su mente y también su corazón. Esto último es lo más importante, al fin y al cabo, él eligió esta vida. Un escritor es un ser solitario. Escuchó por ahí que se puede pintar a dos manos, tocar el piano a dos manos, pero jamás escribir. Escribir es un salto al vacío. Y ahí, tan cerca, el mar.
El océano, lejos, por suerte, porque es de noche y todo se agiganta, hasta los miedos, hasta lo que el día hace desapercibir. Un animal, corre por la arena, no se distingue bien, pero su atención es lábil.
Otra vez el impulso de tomar los binoculares, pero en vez de eso, espía casi de costado computadora, que quedó encendida y con el personaje principal indeciso. Ahí lo dejó, esperando que haga su vida, que tome el rumbo, que no lo interrumpa.
Se sienta, piensa en su hijo, que a esta hora debe estar preparándose para salir, allá en la ciudad lejana, bulliciosa y feroz. Qué suerte estar acá y no soportar ninguna demanda, salvo la propia.
Un aullido corta el silencio y las palabras comienzan a fluir, tiende a sentarse nuevamente en el ordenador, a plasmar en la pantalla todo ese cúmulo de ideas que sólo asaltan en la noche; pero desiste. No es tiempo, ya pasó, debe esperar hasta mañana, los duendes se han ido a dormir y ahora son los demonios los que gimen las palabras.
Cree en sí mismo más que en cualquier mortal y ahora sólo sabe que debe tomar los binoculares y mirar.
El horizonte se acerca, una línea blanca, las olas del océano, gigantescas. Se queda sí unos minutos, no importa cuántos y hasta se olvida de la novela.
Enfoca un punto cualquiera, bañado apenas por el reflejo lunar. Sin mediaciones, lo ve. Ve salir de las entrañas de ese mar tumultuoso, el gigantesco animal negro, casi azulado, bellísimo, la aleta temible, erecta, las fauces abiertas a la luna. Un solo salto, uno solo, negro, azul, vientre de las profundidades, un grito de terror que no alcanza a oír. Y luego desaparece. Las olas siguen fantaseando a lo lejos, con esa orilla y con él, que se desploma, su cara extasiada, bella , iluminada apenas por la luz azulada de la pantalla que se dispone a esperarlo por siempre.
Afuera es noche y parece que hace frío.
Publicado en la revista virtual “La Iguana”
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