EL VERDE OLIVAR
Hechicera colmada de encantos, conjuro de brujerías. Piel oscura, pelo negro ensortijado; ojos vívidos con chispazos de arreboles, lunas llenas de madrugadas insomnes de adulterios y pecados. Brazos danzantes en vuelos de palomas extraviadas cuando no encuentran el palomar de sus deseos. Manos finas, dedos largos, dolidas uñas moradas de apretarse y clavarse en otras pieles.
Dagas, facas de su mirada, siempre altiva y provocante. Dos grandes aretes de oro bailotean en sus orejas y dos anchos brazaletes contienen sus ardientes pulsos de gitana.
Hombros desnudos, lechosos, rebozando su blusa de puntillas y volados, pechos erguidos, turgentes y dos oscuras cucardas por pezones. Cintura estrecha de avispa picando y despertando codicias, muslos deseosos de sexo, ebrios de calentura, satisfechos al final de su danza sin bata de cola.
Esa noche tenebrosa, con la oscuridad de la luna nueva, a escondidas de su marido que roncaba las faenas de todo el día en el campo, salió descalza, en puntas de pies, dejando el lecho y la casa.
Serpenteando los senderos, llegó a la cita acordada con un soldado, en el monte de los olivos. Él le arrancó sus blancas enaguas armadas de almidones y las tiró sobre la hierba del suelo para ver mejor su cuerpo oscuro. Escuchaba su crepitar y sentía su calor como las llamas del fuego. Ella le quitó el capote y la espada. Él mordía sus aretes y amasaba todo su pelo.
En sus grandes ojos negros veía dos lunas blancas y atrapaba sus palomas para dejar un mensaje sin palabras. Ella clavaba sus uñas en la espalda como si fueran diez dagas.
Ambos quedaron exhaustos, dormidos sobre las enaguas ajadas y estrujadas por la danza.
Los ganó la madrugada, el ladrido de los perros y el asalto del marido.
Ella, nunca más volvió a la casa. Él, nunca más entró al cuartel.
En el pueblo sólo dicen: -Quince cuchilladas cada uno, treinta chorros de sangre y el puñal de ese gitano que malgastó sus dineros regando un verde olivar colmado de buenos frutos.
Hechicera colmada de encantos, conjuro de brujerías. Piel oscura, pelo negro ensortijado; ojos vívidos con chispazos de arreboles, lunas llenas de madrugadas insomnes de adulterios y pecados. Brazos danzantes en vuelos de palomas extraviadas cuando no encuentran el palomar de sus deseos. Manos finas, dedos largos, dolidas uñas moradas de apretarse y clavarse en otras pieles.
Dagas, facas de su mirada, siempre altiva y provocante. Dos grandes aretes de oro bailotean en sus orejas y dos anchos brazaletes contienen sus ardientes pulsos de gitana.
Hombros desnudos, lechosos, rebozando su blusa de puntillas y volados, pechos erguidos, turgentes y dos oscuras cucardas por pezones. Cintura estrecha de avispa picando y despertando codicias, muslos deseosos de sexo, ebrios de calentura, satisfechos al final de su danza sin bata de cola.
Esa noche tenebrosa, con la oscuridad de la luna nueva, a escondidas de su marido que roncaba las faenas de todo el día en el campo, salió descalza, en puntas de pies, dejando el lecho y la casa.
Serpenteando los senderos, llegó a la cita acordada con un soldado, en el monte de los olivos. Él le arrancó sus blancas enaguas armadas de almidones y las tiró sobre la hierba del suelo para ver mejor su cuerpo oscuro. Escuchaba su crepitar y sentía su calor como las llamas del fuego. Ella le quitó el capote y la espada. Él mordía sus aretes y amasaba todo su pelo.
En sus grandes ojos negros veía dos lunas blancas y atrapaba sus palomas para dejar un mensaje sin palabras. Ella clavaba sus uñas en la espalda como si fueran diez dagas.
Ambos quedaron exhaustos, dormidos sobre las enaguas ajadas y estrujadas por la danza.
Los ganó la madrugada, el ladrido de los perros y el asalto del marido.
Ella, nunca más volvió a la casa. Él, nunca más entró al cuartel.
En el pueblo sólo dicen: -Quince cuchilladas cada uno, treinta chorros de sangre y el puñal de ese gitano que malgastó sus dineros regando un verde olivar colmado de buenos frutos.
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