SERÁ JUSTICIA
A Shakespeare le hubiera reservado la mejor platea, bien cerca de la euforia de aquella noche en el Madison Square. Afloraban sin límite las pasiones humanas en el recinto oscuro y húmedo donde me encontraba por primera vez en mi vida. Rostros tensos, alterados, puños amenazantes y aquellos gritos violentos disfrazados de impaciencia.
Los minutos se volvieron estáticos liberando el temor por todo mi cuerpo, vivencia dura para un joven reportero en su primera nota para el Daily News. Encorvado, en un rincón, quiero pasar inadvertido, pero sé de las miradas torvas que me recorren cada tanto.
Una ovación sacude el lugar: Ortega, el lince de Avellaneda, entra al ring con desenfado. En pocos minutos, un verdadero trueno de voces recibe a Kurt Lewoni, campeón americano por cinco años consecutivos. El rugido de la multitud se sostiene por un largo rato, enardecida por la presencia del favorito.
Sentí la campana, y en segundos los dos estaban frente a frente. Lewoni esquivó un potente derechazo, justo para sorprender a Ortega con un golpe bajo. Los gritos atronaban en mis oídos. Un desagradable olor a tabaco rancio se filtraba por mi nariz. Sentí náuseas. Sospeché que la nota era la gran excusa para que no quedara efectivo, en pocos días se cumplían los tres meses de prueba en el diario y el jefe de Deportes estaría encantado de no verme más. Tenía que resistir, en menos de una hora estaría de nuevo en la calle, aspirando el aire fresco de la noche.
Volví a los dos contrincantes, mi vista quedó detenida sobre Lewoni sin que lo quisiera. Recorrí su rostro, anguloso, hosco, de nariz aplastada por tantos golpes, donde apenas pestañeaban dos ojos diminutos, perdidos entre ojeras prematuras. Percibí una invisible sonrisa mientras su cuerpo respondía ágilmente a los ataques, una sonrisa que parecía marcar un hábito de egolatría, como si su sola presencia diera por segura cualquier victoria. Una imagen penetró en mis huesos: un hombre soberbio, violento, estaba frente a mis cinco años, burlándose de mis lágrimas. Me esforcé en mirar el rostro, desdibujado por la niebla espesa que nos separaba, y sólo vi sus manos, cuadradas y duras, sosteniendo pedazos de un oso de peluche.
Acurrucado en sus brazos, siento a mi madre, regando de lágrimas mi cabello. Violencia de gritos apagan las velas celestes, rodeadas de crema y chocolate. Frente a mis pies, el canario naranja, mi pequeño amigo, con sus alas destrozadas sobre la baldosa.
Se disipa su rostro, un último portazo lo sacó de mi infancia para siempre, pero es sólo una trampa... Una carcajada brutal se extiende como un reguero de pólvora a mi alrededor. Me lanzo con furia para disipar la niebla. Pero el rostro se escurre de mis manos, en un juego cruel.
Una bilis amarga pugna por salir de mi garganta, vuelvo a sentir la desesperación de mi madre para que trague el jarabe de las habituales crisis de asma. Allí, en la pequeña pieza, con la ventana encarcelada con gruesas gotas de lluvia, me parece ver su rostro, furtivo, espiando mi impotencia.
Finaliza el primer round y apenas oigo la campana. Pregunto por el resultado, me miran con desprecio, sin contestar. Quiero comprar una gaseosa, creo llamar al pibe, creo que estoy donde estoy. Creo.Una sabiduría extraña calza los guantes en mis manos, con precisión. El cuadrilátero se entrega con sus potentes luces y apenas me esfuerzo en subir, animado por una energía que desconozco. Siento las ovaciones, gritan por mí hasta que el piso tiembla. Una sed largamente demorada me hace anhelar el sudor y la sangre que va a derramarse. Espero con impaciencia a mi rival con la euforia de un guerrero. No necesito que lo anuncien. Sé que la larga cita postergada hoy se cobrará su rostro. Y será justicia.
A Shakespeare le hubiera reservado la mejor platea, bien cerca de la euforia de aquella noche en el Madison Square. Afloraban sin límite las pasiones humanas en el recinto oscuro y húmedo donde me encontraba por primera vez en mi vida. Rostros tensos, alterados, puños amenazantes y aquellos gritos violentos disfrazados de impaciencia.
Los minutos se volvieron estáticos liberando el temor por todo mi cuerpo, vivencia dura para un joven reportero en su primera nota para el Daily News. Encorvado, en un rincón, quiero pasar inadvertido, pero sé de las miradas torvas que me recorren cada tanto.
Una ovación sacude el lugar: Ortega, el lince de Avellaneda, entra al ring con desenfado. En pocos minutos, un verdadero trueno de voces recibe a Kurt Lewoni, campeón americano por cinco años consecutivos. El rugido de la multitud se sostiene por un largo rato, enardecida por la presencia del favorito.
Sentí la campana, y en segundos los dos estaban frente a frente. Lewoni esquivó un potente derechazo, justo para sorprender a Ortega con un golpe bajo. Los gritos atronaban en mis oídos. Un desagradable olor a tabaco rancio se filtraba por mi nariz. Sentí náuseas. Sospeché que la nota era la gran excusa para que no quedara efectivo, en pocos días se cumplían los tres meses de prueba en el diario y el jefe de Deportes estaría encantado de no verme más. Tenía que resistir, en menos de una hora estaría de nuevo en la calle, aspirando el aire fresco de la noche.
Volví a los dos contrincantes, mi vista quedó detenida sobre Lewoni sin que lo quisiera. Recorrí su rostro, anguloso, hosco, de nariz aplastada por tantos golpes, donde apenas pestañeaban dos ojos diminutos, perdidos entre ojeras prematuras. Percibí una invisible sonrisa mientras su cuerpo respondía ágilmente a los ataques, una sonrisa que parecía marcar un hábito de egolatría, como si su sola presencia diera por segura cualquier victoria. Una imagen penetró en mis huesos: un hombre soberbio, violento, estaba frente a mis cinco años, burlándose de mis lágrimas. Me esforcé en mirar el rostro, desdibujado por la niebla espesa que nos separaba, y sólo vi sus manos, cuadradas y duras, sosteniendo pedazos de un oso de peluche.
Acurrucado en sus brazos, siento a mi madre, regando de lágrimas mi cabello. Violencia de gritos apagan las velas celestes, rodeadas de crema y chocolate. Frente a mis pies, el canario naranja, mi pequeño amigo, con sus alas destrozadas sobre la baldosa.
Se disipa su rostro, un último portazo lo sacó de mi infancia para siempre, pero es sólo una trampa... Una carcajada brutal se extiende como un reguero de pólvora a mi alrededor. Me lanzo con furia para disipar la niebla. Pero el rostro se escurre de mis manos, en un juego cruel.
Una bilis amarga pugna por salir de mi garganta, vuelvo a sentir la desesperación de mi madre para que trague el jarabe de las habituales crisis de asma. Allí, en la pequeña pieza, con la ventana encarcelada con gruesas gotas de lluvia, me parece ver su rostro, furtivo, espiando mi impotencia.
Finaliza el primer round y apenas oigo la campana. Pregunto por el resultado, me miran con desprecio, sin contestar. Quiero comprar una gaseosa, creo llamar al pibe, creo que estoy donde estoy. Creo.Una sabiduría extraña calza los guantes en mis manos, con precisión. El cuadrilátero se entrega con sus potentes luces y apenas me esfuerzo en subir, animado por una energía que desconozco. Siento las ovaciones, gritan por mí hasta que el piso tiembla. Una sed largamente demorada me hace anhelar el sudor y la sangre que va a derramarse. Espero con impaciencia a mi rival con la euforia de un guerrero. No necesito que lo anuncien. Sé que la larga cita postergada hoy se cobrará su rostro. Y será justicia.
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