LA CUEVA
Castillos de fuego resplandecían en la llanura desierta, dando un aspecto fantasmal al ocaso de la tarde. Si era real o lo imaginaba, la pupila de Frederik ya no podía distinguirlo. El agotamiento lo hubiera paralizado de no contar con la fuerza de un espíritu brioso que lo impulsaba hacia delante, igual que a su fiel caballo Duque, llevándolo al galope por esas tierras de nadie.
Los castillos seguían ardiendo. Frederik se refregó los ojos porque amaba la verdad, amor que pagaba con soledad y peligros envuelto en la oscuridad de lo desconocido. Su enemigo era poderoso, bien lo sabía, una lucha desigual entre verdad y mentira.
A las siete en punto de la tarde, Asturián se refregó las manos. Un gesto de satisfacción se dibujó en su boca carnosa, el tonto del bodeguero había dicho más de lo que imaginaba. Ahora sabía que contaba con el arma más poderosa para terminar de una vez por todas con su rival. Desenvainó la espada y jugó una batalla imaginada, clavándola con fuerza sobre un poste de madera. Era tiempo de ser amo y señor de ese maldito pueblo. Todos deberán pagarme tributo, gritó en voz alta.
Lucrecia Antelo sintió como una puntada en su corazón. Inquieta, dejó de arreglar las frescas rosas amarillas que unos minutos antes había recogido del jardín y miró hacia la ventana. Era un hermoso día de sol, los pájaros parecían saludarla con su constante trinar, los árboles se mecían suavemente, y pensó que se preocupaba demasiado. Con delicadeza, colocó los largos tallos en el florero de cristal azul, tratando que sus manos no temblaran. Y fue entonces cuando sintió que alguien la agarraba por la espalda, tapando su boca con violencia.
Las preguntas caen como flechas, una tras otra. Pero nada responde. Llora por dentro, pero su mirada se clava altiva sobre el intruso. Asturian la observa sin lástima, le gustaría arruinar ese rostro perfecto, ese cuerpo delicado que trata de soltarse sin suerte de las fuertes ataduras. Pero por ahora sus planes son otros. Una risotada quiebra el silencio de la cueva hostil, la luz titilante de la vela dibuja un rostro demoníaco y Lucrecia queda sola con sus palabras: Cuando termine con ese maldito me voy a ocupar de vos.
La distancia separa los cuerpos, pero no los espíritus. Un mensaje de alarma llega rápido como el viento y detiene los cascos de Duque. Frederik mira en todas direcciones, buscando la respuesta a su inquietud y sin saber por qué aprieta fuerte el medallón que cuelga de su pecho, el que ella le regaló para que lo proteja. Ni un sonido a su alrededor, sólo noche cerrada, oscura y desafiante. Siente la angustia subir hasta su garganta, la valentía que lo animaba parece disolverse, no sabe adónde va ni cuál es su destino, sólo una debilidad que lo va inundando de a poco.
Y entonces, un relincho vibrante lo sobresalta. Ve unas enormes alas en su caballo y cree haber caído en el delirio. Pero Duque corcovea sacudiéndolo en su montura. Apenas tiene tiempo para agarrarse fuertemente de las riendas cuando se ve alzado en el aire, surcando la noche tenebrosa en un vuelo suave, delicadamente mágico. Inclina la cabeza sobre el cuello de su caballo y se deja llevar; la fortaleza de su compañero comienza a animarlo.
A escasos metros de la cueva, los cascos se asientan sobre la tierra. Frederik baja, mientras el hocico de Duque parece empujarlo hacia la entrada. Desenvaina su espada, atento al peligro, y ésta se convierte en una luz brillante que ilumina sus pasos. No sabe qué va a encontrar, pero entra con paso decidido. Orienta su espada hacia cada rincón de la cueva hasta que ve un bulto, se acerca cauteloso, dispuesto a todo, y con la punta de su arma toca al supuesto enemigo. Unos cabellos rubios lo sorprenden, en un instante Lucrecia levanta la cabeza y sus miradas se encuentran. Hay lágrimas en el rostro de ella y al mismo tiempo una sonrisa de felicidad. No hay mucho tiempo. Frederik lo sabe; corta rápidamente las rústicas sogas y tomándola de la mano la lleva hacia fuera.
Asturián ha hecho correr la noticia por todo el pueblo. La tristeza ensombrece los semblantes. Pocos días atrás confiaban en la victoria del joven, acaso el único capaz de vencer al opresor de sus esperanzas, pero ahora la victoria del joven, acaso el único capaz de vencer al opresor de sus esperanzas, pero ahora la vida de Lucrecia valía la aceptación de la derrota. Las puertas de las casas se cierran. Un silencio fantasmal recorre las calles. En la taberna, tres hombres llenan sus vasos de alcohol sumiéndose en el olvido.
Se refriega las manos, saboreando la victoria por anticipado. Asturián sabe que en poco tiempo, Frederik caerá a sus pies rogando por la vida de Lucrecia. Al calor del fuego, juguetea con la espada, imaginando cómo atravesará el corazón del que se atrevió a desafiarlo. Un leve ruido a sus espaldas lo sobresalta, y de pronto lo ve, frente a él. Nada sumiso, como lo pensaba, su espada lo apunta dispuesta al combate.Nunca se supo si la muerte fue invitada a esa pelea. Algunos dicen que Frederik le perdonó la vida echándolo del pueblo. Otros, que le cortó la cabeza, colgándola de un árbol cercano a la cueva. Pero poco les importó a los felices habitantes cuando tuvieron la certeza de que la libertad había vuelto a su territorio para siempre.
Los castillos seguían ardiendo. Frederik se refregó los ojos porque amaba la verdad, amor que pagaba con soledad y peligros envuelto en la oscuridad de lo desconocido. Su enemigo era poderoso, bien lo sabía, una lucha desigual entre verdad y mentira.
A las siete en punto de la tarde, Asturián se refregó las manos. Un gesto de satisfacción se dibujó en su boca carnosa, el tonto del bodeguero había dicho más de lo que imaginaba. Ahora sabía que contaba con el arma más poderosa para terminar de una vez por todas con su rival. Desenvainó la espada y jugó una batalla imaginada, clavándola con fuerza sobre un poste de madera. Era tiempo de ser amo y señor de ese maldito pueblo. Todos deberán pagarme tributo, gritó en voz alta.
Lucrecia Antelo sintió como una puntada en su corazón. Inquieta, dejó de arreglar las frescas rosas amarillas que unos minutos antes había recogido del jardín y miró hacia la ventana. Era un hermoso día de sol, los pájaros parecían saludarla con su constante trinar, los árboles se mecían suavemente, y pensó que se preocupaba demasiado. Con delicadeza, colocó los largos tallos en el florero de cristal azul, tratando que sus manos no temblaran. Y fue entonces cuando sintió que alguien la agarraba por la espalda, tapando su boca con violencia.
Las preguntas caen como flechas, una tras otra. Pero nada responde. Llora por dentro, pero su mirada se clava altiva sobre el intruso. Asturian la observa sin lástima, le gustaría arruinar ese rostro perfecto, ese cuerpo delicado que trata de soltarse sin suerte de las fuertes ataduras. Pero por ahora sus planes son otros. Una risotada quiebra el silencio de la cueva hostil, la luz titilante de la vela dibuja un rostro demoníaco y Lucrecia queda sola con sus palabras: Cuando termine con ese maldito me voy a ocupar de vos.
La distancia separa los cuerpos, pero no los espíritus. Un mensaje de alarma llega rápido como el viento y detiene los cascos de Duque. Frederik mira en todas direcciones, buscando la respuesta a su inquietud y sin saber por qué aprieta fuerte el medallón que cuelga de su pecho, el que ella le regaló para que lo proteja. Ni un sonido a su alrededor, sólo noche cerrada, oscura y desafiante. Siente la angustia subir hasta su garganta, la valentía que lo animaba parece disolverse, no sabe adónde va ni cuál es su destino, sólo una debilidad que lo va inundando de a poco.
Y entonces, un relincho vibrante lo sobresalta. Ve unas enormes alas en su caballo y cree haber caído en el delirio. Pero Duque corcovea sacudiéndolo en su montura. Apenas tiene tiempo para agarrarse fuertemente de las riendas cuando se ve alzado en el aire, surcando la noche tenebrosa en un vuelo suave, delicadamente mágico. Inclina la cabeza sobre el cuello de su caballo y se deja llevar; la fortaleza de su compañero comienza a animarlo.
A escasos metros de la cueva, los cascos se asientan sobre la tierra. Frederik baja, mientras el hocico de Duque parece empujarlo hacia la entrada. Desenvaina su espada, atento al peligro, y ésta se convierte en una luz brillante que ilumina sus pasos. No sabe qué va a encontrar, pero entra con paso decidido. Orienta su espada hacia cada rincón de la cueva hasta que ve un bulto, se acerca cauteloso, dispuesto a todo, y con la punta de su arma toca al supuesto enemigo. Unos cabellos rubios lo sorprenden, en un instante Lucrecia levanta la cabeza y sus miradas se encuentran. Hay lágrimas en el rostro de ella y al mismo tiempo una sonrisa de felicidad. No hay mucho tiempo. Frederik lo sabe; corta rápidamente las rústicas sogas y tomándola de la mano la lleva hacia fuera.
Asturián ha hecho correr la noticia por todo el pueblo. La tristeza ensombrece los semblantes. Pocos días atrás confiaban en la victoria del joven, acaso el único capaz de vencer al opresor de sus esperanzas, pero ahora la victoria del joven, acaso el único capaz de vencer al opresor de sus esperanzas, pero ahora la vida de Lucrecia valía la aceptación de la derrota. Las puertas de las casas se cierran. Un silencio fantasmal recorre las calles. En la taberna, tres hombres llenan sus vasos de alcohol sumiéndose en el olvido.
Se refriega las manos, saboreando la victoria por anticipado. Asturián sabe que en poco tiempo, Frederik caerá a sus pies rogando por la vida de Lucrecia. Al calor del fuego, juguetea con la espada, imaginando cómo atravesará el corazón del que se atrevió a desafiarlo. Un leve ruido a sus espaldas lo sobresalta, y de pronto lo ve, frente a él. Nada sumiso, como lo pensaba, su espada lo apunta dispuesta al combate.Nunca se supo si la muerte fue invitada a esa pelea. Algunos dicen que Frederik le perdonó la vida echándolo del pueblo. Otros, que le cortó la cabeza, colgándola de un árbol cercano a la cueva. Pero poco les importó a los felices habitantes cuando tuvieron la certeza de que la libertad había vuelto a su territorio para siempre.
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