viernes, 8 de agosto de 2008

NEGRO HERNÁNDEZ


ABEL, EL ACARICIADOR DE BARRACAS

Hasta hace pocos años no creía en los poderes sobrenaturales de los que prometen, a través de espacios televisivos o las páginas de diarios y revistas: curas milagrosas, encuentros de pareja, revelaciones astrales, destinos numéricos, tiradas de cartas, runas y todo el repertorio esotérico que uno pueda llegar imaginarse para acceder a los milagros. Son unos chantas, pensaba, que lucran con la ingenuidad de la gente.
Tampoco simpatizaba con las medicinas alternativas, como la homeopatía, la acupucuntura, el reiki y demás técnicas provenientes de oriente como la relajación, la imposición de manos, la transmisión de energía, el yoga y no sé cuántas más. Siempre fui un convencido del conocimiento científico clásico, aquel que ha sido experimentado y probado tanto empírica como racionalmente. Así fue, hasta que mi madre se enfermó de cáncer.
Es en los huesos, dijo Jorge, mi amigo de la infancia, que hoy es un prestigioso médico del Hospital Argerich. Lo único que podemos hacer, es acompañarla para que sufra lo menos posible. La medicina tiene sus limitaciones, pero en confianza, te voy a recomendar un tipo que va al café, uno alto, pelado que viste siempre una campera de gamuza. Se llama Abel, y dicen que sabe como aliviar el dolor de la gente. Sí, lo conozco de verlo en el "Tres Amigos" (el café de Barracas donde nos encontramos con Sandoval, el Gordo, el Mirón y muchos más), contesté. Bueno, yo le mandé algunos pacientes con el mismo problema que tu vieja y sé que es muy serio en su oficio, es una especie de Padre Mario, pero laico, al que los enfermos acuden por referencias de boca en boca y además no te cobra un mango, pero tenés que donar algo para un hogar de chicos de la calle que él mismo dirige.
Seguí los consejos de mi amigo y lo encontré en el café una mañana de mucho frío. Antes de presentarme Abel me extendió la mano. Ya sé por qué viene usted. Anoche me apareció su imagen en un sueño y presentí este encuentro, porque si hay un encuentro es que hubo una cita, dijo. Es un gusto para mí conocer al Negro Hernández, y agregó, voy a tratar de ayudarlo en todo lo que pueda. Lo acompañé hasta la casa de mi madre que vive en un ph del barrio y lo dejé a solas con ella. Mire, me dijo Abel, yo no soy manosanta ni hago milagros, su mamá no tiene cura, lo único que puedo hacer es acariciarla. Y ante mi gesto de ignorancia, agregó: Sí, yo me dedico a acariciar, y le aseguro que ella no sentirá dolor.
Mi madre murió unos meses después. Recuerdo que antes de despedirse ella me dijo: Me trajiste a un santo, hijo. Este hombre me va llevar a las puertas del cielo. Y sonrió.
A partir de allí lo invité a nuestra mesa de amigos para compartir entre todos buenos momentos en un ir y venir de anécdotas, amores desencontrados y anhelos irrealizables. Una mañana de invierno estábamos solos y aproveché para comentarle mi preocupación por los dolores en la espalda de Marta, mi compañera.
Mirá Negro, continuó Abel, yo no tengo una receta, todo depende del tipo de relación que tengas con ella y es todo muy subjetivo. Me ha pasado, de encontrarme con gente buena con la que sentís un cansancio dulce, y con otras muy complicadas con las con las que terminás agotado; es como es como si te chuparan la sangre y te cargaran con toda su maldad. Como te dije antes, no hay una técnica y si la hay, no la conozco. Lo importante es la relación que se establezca con el otro. Tenés que aceptarla, sin juzgarla, poniéndote en su lugar, dejadote llevar, es la única forma de conocerla y poder ayudarla.
Mientras lo escuchaba me imaginaba a Marta desnuda boca abajo en la cama, y a mí junto a ella lleno de ternura, acariciándola. Pensé a mi madre entregándole todo su dolor a este hombre sabio que trataba de transmitirme con generosidad su conocimiento y seguí escuchándolo atentamente.
Le ponés la mano así, sin tocar el cuerpo todavía, y poco a poco la vas acercando lentamente unos centímetros hacia la superficie recorriendo toda la piel. Vas a darte cuenta dónde sufre, gene-ralmente no es en el lugar que el paciente cree. La piel de ella te lo va a decir, vas a escuchar como un grito en las yemas de los dedos y allí recién vas a apoyar tu mano que estará tibia por el reconocimiento anterior. Eso sí, no se te ocurra nunca caer en la tentación erótica, porque es para su bien, no para tu placer. Te vas a encontrar con zonas que se resisten, que se cierran a tus caricias, y otras que se entregan mansamente. No te dejes engañar porque allí donde está la resistencia esta el padecer.
Te puedo seguir describiendo paso a paso como lo hago, siguió diciendo Abel, pero el secreto está en descubrir cómo ella quiere ser acariciada. Si lo lográs te ofrecerá un lugar dentro de su alma que no se lo ha mostrado a nadie, es un lugar vacío, misterioso, desértico, donde sufre, gime, es como un nudo que tendrás que desatar en un lugar que nunca ha sido amado. Y te va a pedir, sin palabras, que te ocupes de él, que repares eso que alguna vez fue dañado.
No seas impaciente, ni tratés de forzar tus caricias. Ahí dejarás descansar la mano un rato para hacerla girar como las agujas de un reloj, despacio, muy despacio y volverás sobre la piel en el sentido contrario. El cuerpo te va a entregar su dolor entero y vas a sentir en tu mano como un, calambre y tus dedos se endurecerán. Después, la tensión se afloja, el cuerpo se relaja, casi con placer, volviendo a su equilibrio. Entonces levantás tu mano cansada y la sumergís en un recipiente de agua caliente con sal.
Me fui a trabajar pensando en la charla y sentí agradecimiento y a la vez admiración por Abel. En el diario tuve un día muy agitado por causa del conflicto del campo con el gobierno. Sin embargo, me hice tiempo para llamar varias veces a Marta, pero no me animé a contarle nada.
Cuando volví a casa caminé las cuatro cuadras que me separaban de la avenida Montes de Oca, tratando de quitarme el estrés de la jornada y la ansiedad por llegar a casa. Las palabras del acariciador todavía resonaban en mi cabeza como un eco. La neblina de la noche me hizo recordar mi infancia en Barracas cerca del río y al doblar la esquina creí ver a mi madre, acariciando la cabeza de un pibe morocho parecido a mí, diciendo: Sana, sana culito de rana, si no sana hoy, sanará mañana. Y me atravesó la duda ¿Podré llegar a ese lugar nunca acariciado de Marta? ¿Ella querrá entregármelo para consolarlo o sólo le interesará mostrarlo por el simple placer de exhibirlo? Entonces todas mis caricias serán en vano.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

me gustaron las imagenes reflejadas en el relato y los sentimientos puestos en palabras!!!
marizta lopez

Anónimo dijo...

MUCHOS SENTIMIENTOS, ME GUSTÓ.
FELICITO AL AUTOR.
ELSA GARRIDO

Anónimo dijo...

ES MUY INTERESANTE LO DEL NEGRO HERNNDEZQUISIERA SABER SI ES VERIDICO YA QUE UN SERVIDOR HACE CASI CASI LO MISMO CON SUS MANOS ME INTERESARIA SE CONTACTARA CONMIGO POR SU ATENCION GRACIAS.