viernes, 8 de agosto de 2008

GABRIEL BRENNER

APPASIONATA

Entre las décadas del 20 y el 30 se funda en la ciudad de Buenos Aires, un centro cultural y social, al que llaman Sociedad Hebraica Argentina. La sitúan en un primer piso, encima de un local de camisería, al trescientos de Callao. Ilustres personalidades de la vida cultural del país y del extranjero, ocuparon su tribuna en memorables charlas, conferencias y debates sobre temas de la época. Muy digna de mención fue la charla que dio allí Albert Einstein, que colmó totalmente la capacidad de la S.H.A, siglas de la institución.
También en sus salas se escucharon las interpretaciones de los grandes virtuosos musicales que venían contratados por el Teatro Colón a por la Asociación Wagneriena y no dejaban de presentarse en la S.H.A. en inolvidables conciertos.
Antes del fin de la década de los treinta, comienza a construirse una nueva sede, en un enorme terrero sobre la calle Sarmiento cerca de José Evaristo Uriburu, donde primordialmente se prestó mucha atención a los deportes, como una forma de captar a jóvenes, adolescentes y menores, que en esta nueva etapa podrían desarrollar actividades deportivas, acompañando a la parte social y cultural. Una gran pileta reglamentaria para formar nadadores que se destacaron en distintas pruebas. Una cancha de pelota a paleta para los adultos que venían jugando desde los viejos tiempos de la Av. Callao. Un enorme gimnasio y también un salón social, lindando con la confitería y el restaurante, y por último una sala teatral con buena capacidad en butacas repartidas entre la platea y el pullman. Muy importante de nombrar es la muy surtida biblioteca, dirigida por dos eruditos, laureados en las letras, que aconsejaban sobre todo a los jóvenes que se iniciaban en la lectura.
Toda este introducción la voy a coronar con un importante concurso de piano que alrededor de mediados de los años 40, se realizó en este club. Se presentaron los mejores candidatos el premio que eran futuros concertistas, alumnos de diferentes maestros. El jurado estaba compuesto por grandes del arte musical: Directores de orquesta, concertista consagrados, críticos musicales, de cuyos nombres sólo recuerdo el del gran maestro Juan José Castro.
Voy a relatar lo que ocurrió cuando tocaron los finalistas. Yo me pude ubicar en un asiento de las primeras filas en la sala del certamen, frente al gran piano de cola y a un costado de los miembros del jurado, con la mesa llena de papeles. Ya habían pasado dos concursantes y ver la en la cara del Maestro, un gesto de aburrimiento, mirando hacia todos lados, alzando la cabeza, como contando cuantas luces estaban encendidas o mirándose las manos comparando una con la otra y acomodando la silla. Al finalizar el ejecutante, hubo aplausos y se anuncia que a continuación le correspondía el turno a una joven alumna del maestro Raúl Spivak, preparador de muchos grandes concertistas, de renombre universal. Esta pianista se llamaba Dora o Eleonora Spivak (no recuerdo bien) Ella se acercó al piano, no parecía tener más de veinticinco años. Alta, delgada, saludó al público y luego al jurado y se sentó ajustando la altura de la banqueta y anuncia que tocará la sonata Appasionata de Beethoven. El público aplaude aprobando efusivamente la obra elegida.
La cara de Juan José Castro impenetrable, hasta se le puede adivinar un gesto como dando por sentado que seguirá su aburrimiento. Ella comenzó con las primeras notas y en menos de cinco minutos, yo no dejaba de mirar de tanto en tanto, que iba pasando con Castro, le habla cambiado la expresión y apoyando un codo sobre la mesa, no le quitó la vista a la joven. Poco tiempo después tenía los dos codos sosteniendo su cabeza. A medida que se iba desarrollando la obra yo no descuidaba el creciente interés por vela. Y el Maestro Castro, miraba asombrado la creciente capacidad de la pianista que acompañaba con gestos de admiración.
Pocas veces he visto, un certamen de este tipo, que el jurado entero con Casto al frente se hayan levantado de sus asientos y gritara los bravos acompañados de fuertes e interminables aplausos. Ni hablar de los presentes. Mientras la joven Spívak, muy emocionada, saludaba inclinando su cabeza hacia el público.En sus ojos brillaban las lágrimas junto a su risa nerviosa. El jurado la abrazó sobre el escenario y ganó el concurso. A partir de allí comenzó su exitosa carrera artística haciendo giras por el país y el mundo. Más tarde se casó con otro discípulo de Raúl Spivak, un joven de apellido Krausz, de origen húngaro y el matrimonio terminó radicándose en Europa donde establecieron una academia de música.

1 comentario:

Anónimo dijo...

te felicito por tu cuento, me gusto mucho
hectro maruioni