miércoles, 25 de octubre de 2017

Julio César Silvain



                                           La mancha de aceite  
                                             Julio César Silvain

El hombre estaba sentado en el jardín, ojeando el diario y escuchando la radio, esa tarde de domingo.   Era apasionante el relato de la llegada de las naves espaciales a Venus y arrasamiento total del planeta. Como una guerra, pensó, pero sin lucha. 
La eliminación sistemática de los venusinos y el dominio total del planeta. 
Venus es nuestro pensó. Era una sensación semejante a cuando terminó de construir la casa y se instaló en ella. Lanús es mío, había pensado.
Continuó leyendo el diario y ajustó un poco el micrófono en el oído, para escuchar mejor el noticioso en la radio a transistores. Venus es nuestro. 
El cielo estaba tormentoso, eléctrico. Zigzagueó un rayo, estalló un trueno. Luego otro rayo. 
Levantó la vista del diario. Lo vio, lo sintió caer. Otro rayo. Pensó. Y enseguida la luz vívida, fulgurante. Otro rayo, se repitió.
Descendió velozmente, girando en círculos concéntricos hasta posarse allí, a cincuenta metros, al borde de la ruta, brillando en su pequeñez. Se sacó los anteojos de leer para verlo mejor y, en ese instante, bajó el otro, atrás, al borde de la huerta. Y enseguida el tercero, a pocos metros del galponcito. 
El primero ya estaba abriendo sus diminutas escotillas, por donde asomaban unos zigzagueantes tubitos anodizados, brillantes y opacos al mismo tiempo. Dobló el diario mientras descendía el cuarto, en el último costado libre, junto a la cerca. Mecánicamente ajustó el micrófono auricular. Venus es nuestro, repetía. 
Se lo sacó despacio, escarbó el oído, apagó la radio y encendió un cigarrillo. Terminando de doblar el diario entró en la casa. 
¿Te decidiste a entrar? Claro, es la hora de la comida. Gritó desde adentro su mujer. 
Cierto. Pensó. Habían vuelto a discutir por la mañana. ¿Sobre qué? Ya no se acordaba. 
Sentados a la mesa, la mujer volcaba en los platos el contenido humeante de la olla, sirviendo la cena.
Por la mañana podía ver bien uno de los aparatos.
Otro, el de al lado del galponcito, apenas se veía, pero el movimiento era igualmente evidente, los casi hombrecitos bajaban, colocaban, apuntaban.
Era fascinante ese movimiento, esa actividad. ¿De donde serían?
Pensó en el teléfono. Levantándose lo descolgó.
¿A quién vas a llamar a estas horas? protestó la mujer. 
A Jorge, para contarle. 
¿Contarle qué? 
Contarle algo. Explicó mientras descolgaba el auricular.
no funciona, dijo.
Recién entonces se miraron. Ella encogió los hombros, él esbozó una sonrisa y volvió a sentarse. Tocó su camisa, pensando que era una linda camisa nueva. Y la acarició un poco.   
¡Vas a cenar con la camisa nueva! Rezongó la mujer. Te la vas a manchar, como siempre.
Era verdad siempre se manchaba, pero la furia le creció como otras veces, pronto a discutir. La miró y sin querer miró afuera. Vio el vehículo metálico, las pequeñas figuras desconocidas, los zigzagueantes cañitos extraños.
Por lo menos prepará la ensalada, dijo ella, alcanzándola.
El tomó la aceitera y la vinagrera. Ella encendió la radio. 
¡Venus ha sido arrasado! ¡Venus es nuestro! Informó, eufórico el locutor.
¿Así que conquistamos Venus? Comentó la mujer. ¡Mientras eso no haga aumentar el costo de vida! 
No, respondió él, mientras destapaba la aceitera.  Cada planeta arrasado permite una mayor expansión, aumento de la producción 
Esa es la idea, pro lo menos. 
Primero Marte, ahora Venus. ¿Y después? 
Después otros mundos.
Cierto, hay tantos mundos.
Sí, hay muchos mundos.
Es una suerte, digo, que haya tantos mundos, aclaró ella.
Sí, dijo él, Y la Tierra también es un mundo.
Sí, dijo él, Y la Tierra también es un mundo.
Volvió a mirar por la ventana los aparatos metálicos, los largos caños zigzagueantes y dijo: Hace calor.
Bastante, contestó ella. 
Al inclinar la aceitera sobre la ensalada golpeó el borde del recipiente y una gorda gota salpicó su pecho, a la altura del corazón.
Me manché, dijo. 
Siempre serás un inútil, rezongó ella. ¡Te ensuciaste la camisa nueva! La compraste para los festejos del domingo y ahora no la podés usar. ¡Cuánto hay que aguantar! 
Perdoname, dijo él, y miró por la ventana los ondulados caños que comenzaban a enrojecer. La mancha de aceite crecía sobre el pecho de la camisa sin poder evitarlo. 
Cuando ella se levantó para traer el postre, él también se levantó. Apenas tuvo tiempo de apoyar la frutera sobre la mesa, cuando él, acercándose le tomó la cara con las manos.
Me vas a ensuciar con la mancha de aceite, dijo ella, apartándose. El se separó un poco, Tenés razón.
Afuera los caños zigzagueantes estaban al rojo vivo. El, un poco alejado, la besó.
Siempre te he querido, dijo, De todos modos, siempre te he querido. Y sonrió.
Entonces desde la boca de los caños, de los cuatro ángulos, brotó un fuego violento, inexplicablemente frío, mientras la besaba tiernamente.
De la casa no quedó nada. Sólo, sobre la tierra arrasada, dos grandes manchas de aceite, un poco separadas.

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