Señoras decentes
Era
una aldea campesina de pocas casas y pocos negocios: la farmacia, el almacén de
ramos generales, el correo y una pequeña mercería.
En
la plaza la Iglesia, una oficina representando al municipio del pueblo cercano
y un pobre dispensario que atendía de urgencia para derivar al hospital del
conurbano.
Las
mujeres del lugar se dividían como en castas: las casadas, las solteras y
solteronas, las prostitutas que vivían al final de la villa, las engañadas, las
infieles y el grupo de “señoras decentes”.
El
conjunto de las “señoras decentes” lo conformaban señoronas viudas de avanzada
edad: Juana, Etelvina, Rosario, Manuela
y Amalia. Éstas se reunían todos los sábados a tomar el té y jugar a la
canasta, era la excusa
que
usaban en realidad para chusmear del resto de los habitantes, Amalia era la dueña de casa..
Parloteaban
sobre Sofía, que engañaba a su marido con el gasolinero, mientras el esposo
estaba en el campo; del médico, el adusto Dr. Ronco, de sus amoríos con las
pacientes jóvenes, fueran casadas, solteras o las “boquitas francesas” como
llamaban a las mujeres que prestaban sus servicios a los hombres, también de
Clotilde que tenía cinco críos de distintos padres, dueña de la mercería con
que mantenía a los niños, decían que era fácil abrirse de piernas, total después” Dios proveerá... “De Justina
la solterona que había dejado pasar los años cuidando a sus padres enfermos y
ahora ya no tenía ni la lozanía y belleza de joven y que Venancio el compañero
de Magdalena la visitaba desde hacía más de veinte años atrás, pero sin ninguna
ilusión de casamiento.
La
Sra. Amalia, dueña de casa siempre bien vestida, peinada y teñida de un rojo
fuerte, las esperaba con ansias porque era rara vez que salía de su morada.
Las
otras se vestían y adornaban sus cuellos con coloridos collares. Todas lucían
sus cabezas teñidas y peinados con los ruleros que usaban durante todo el día
hasta la hora de salir de casa.
Ellas
las “decentes” cuchichiaban de todos porque no provocaban escándalos, iban a misa
todos los días confesaban y comulgaban con fervor, única salida de Amalia. El
párroco al que llamaban Padre Juan. oficiaba la misa ayudado por un muchacho
llamado Benito en honor al santo.
Una
noche hubo griteríos en la casa de Amalia, salió desesperada de su casona
apenas articulando palabras diciendo que el Padre Juan estaba muerto en su
casa, a quien había llamado para confesarse temprano y luego lo había invitado
a la comida de la noche .Benito alertado corrió a lo de Amalia y trataba de
calmarla, pero ella no tenía consuelo.
Entraron
los de la policía llamados por la gente. Ella desesperada no lograba calmarse,
les dijo que descompuesto el padre lo había llevado a su dormitorio. Entraron
casi a la fuerza porque Amalia en un ataque de nervios se interponía entre la
puerta y los hombres de la ley. Llegó un forense y el fiscal del condado
vecino.
El
forense dijo que había muerto de un infarto masivo y el fiscal anunció que el
cura efectivamente estaba en la cama matrimonial de la sra. Amalia y que se
encontraba denudo en el lecho..
Entró
Benito llorando gritando -Papá, papá-
Benito tenía 25 años, Amalia había enviudado
10 años atrás.
Ella
la “decente” había pecado con su confesor. y abrazando a Benito en un gemido
dijo: ¡¡¡hijo mío!!!
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