CULPABLE
¿Le seguían? No lo sabía. En la pequeña ciudad, iba, andaba, caminaba, sigiloso, por las noches en las callejuelas, todas eran casi callejuelas, más concurridas. Había luces, muchas luces. La gente aquí y allá tomaba cerveza en las terrazas de los bares. Todo era, parecía, ocio y felicidad. No muy lejos, el mar de los griegos y de los fenicios, allí en el Mediterráneo, rompía, y se despedazaba, lento, muelle, contra la costa limpia y de arena clara. Pero le seguían.
A veces, casi que se metía como en el medio de la gente, entre luces, pizzerías, heladerías, mesones, pero nadie le hacía caso, nadie le hablaba.
-Oiga- dijo a uno, una vez-, es que a mí me están siguiendo.
El interlocutor rió, no dijo nada, y se fue caminando por otro lado.
El abogado, en los juzgados, apenas se movió de su silla, cuando dijo su, acostumbrada, inútil frase:
-Es que, letrado, me están siguiendo.
El abogado le llenó de respuestas burocráticas, de trámites burocráticos y de largas burocráticas, le tendió la mano, le dijo que "nadie le está siguiendo, señor", y le dio la dirección de, palabras más o palabras menos, una residencia para el favor de las infrecuencias en el sentido de los pernicios neuroemocionales. O sea, un asilo para lunáticos, palabras más, palabras menos.
Nuestro hombre tomó la dirección, la guardó, y se despidió, claro, con estas palabras:
-Pero es que me están siguiendo, señor.
En los días posteriores, anduvo más vigilante que nunca. Y una vez, en su apartamento, no se cortó la luz, no, mejor dicho que se cortó… sospechosamente… la luz.
A tal punto, que nuestro hombre, muy presto, muy urgido, salió de su miserable apartamento, y anduvo de aquí para allá y, al fin, se encontró con su más dilecto vecino, hombre afable y solitario, quien le saludó de muy buen humor.
-Me están siguiendo- se sinceró, a diferencia de otras veces, con su vecino-. Es que me están siguiendo.
El vecino, para su gran sorpresa, fue receptivo al temblor de sus palabras, y más todavía, a las palabras mismas. Le invitó a su propio apartamento, le sirvió una copita de coñac, otra, luego otra.
Estaban, no muy luego después, digamos que muy alegres los dos.
-A mí también- dijo, casi distrayéndose el anfitrión- me están siguiendo, sí. Eso se puede decir en estos momentos.
-A mí ya no, quizá- dijo nuestro hombre.
Dicen que luego sonó algo, algo así como un disparo, quiero decir, y que después un señor apareció, muerto, asesinado, en un apartamento.
Así, desde luego, murió el anfitrión. Así, desde luego, asesinó: el hombre a quien querían chantajear y asesinar.
Lo había visto en efecto- y siempre el pobre anfitrión asesinado le había creído engañar con su compañerismo de apartamento, con su afabilidad- en muchas ocasiones en la calle, con alguna mirada de más, con algún encuentro, casual, ja, ja, ja, de más, con alguna pregunta de más, en la confraternidad y compañía de la soledad apartamental.
-Ya no me buscan, ya no me siguen- dijo, algunos meses después, en el tiempo de las visitas, y en un ámbito carcelario.
El abogado, muy quieto, casi ni respiraba.
-Me seguía- dijo, nuestro hombre-, me seguía, me seguía, me seguía. No quise aceptar su chantaje. No quise.
-Bueno- le dijo el abogado, el mismo de la otra vez- ¿y ahora qué? Ahora está usted aquí.
-Y usted también, señor.
-¿Se va a declarar culpable?
-Sí, me voy a declarar culpable. Soy culpable.
-Bien.
El abogado apuntó algo en una libreta.
-¿Lo dice usted?
-No- dijo, insidioso, nuestro hombre-. Declárelo usted por mí, o dígalo usted por mí, o represénteme, pues, de verdad en estos momentos: porque así sí quizá estemos, al fin, usted y yo, los dos, ante la justicia….
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