LIDERAZGO
.............Con particular afecto y
.............admiración, al escritor africano,
.............Mohamed Ahmed Bennis - Marruecos,
.............desde el secreto e inconfesable deseo de que,
.............este relato, pueda algún día
.............incorporarse al libro.
"Y dijo: haré que la soberbia y la avaricia sea la locura de los cuerdos…".
Mientras el cuerpo se hallaba despezado en la vereda, y el flujo de autos seguía su marcha rutinaria por la gran avenida que bordeaba al edificio, aquel hombre enjuto y de negro traje, como un guardaespaldas del Vaticano pero de rostro aguileño y ojos achinados, se dedicaba con destreza y rapidez a tomar la mayor cantidad de sangre que manaba como un torrente entre los órganos desquiciados y alguna de sus partes diseminadas sobre la ancha acera, con peatones que sólo de reojo osaban mirar aquel acto repugnante pero sin atinar a nada; hasta que, alguien, quizá conmovido por la horripilante escena, tomó su celular y a los diez segundos el sonido de una ambulancia o de un comando policial se hizo escuchar a lo lejos dirigiéndose al lugar. Fueron los instantes suficientes para que el hombre de negro concluyera su tarea, escribiera un número de tres cifras con dicha sangre sobre el tapiz pérsico legítimo en que, se suponía, había sobrevolado el muerto en su caída, y desapareciera de la vista sin dejar rastros…
Ahora bien: ¿cuándo se dio cuenta el jeque árabe Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar que, verdadera e incomparablemente era… un líder poderoso, una joya preciosa del management planetario, en estos difíciles tiempos de prepotencia, autocracia y competitividad? ¿Donde el fin justificaba a ultranza los medios, y los lobos se disfrazaban más que nunca de corderos? ¿Y los corderos no aprendían nunca a disfrazarse de lobos o de leones, haciendo de la astucia la mejor arma de su prudencia?
En realidad, era una sensación que venía poseyendo desde la cuna de una familia feudal. Pero esta vez, estaba exultante. Hubiera sido capaz, con ese tapiz que sostenía entre sus manos oscuras y adquirido para vestir la prepotencia de aquel limbo, de abrir una ventana y echarse a volar sobre ella como alguno de los protagonistas del antiguo libro persa de los Mil Mitos…
De hecho, la alfombra que tenía entre sus manos no era una cualquiera: heredera de la magia de los primeros fabricantes afincados en Kermán de manos del gran macedonio, Alejandro Magno (330 a.C.), y comprada en el reciente mes de abril -como récord mundial- en la casa de subastas Christie's de Londres -y en la friolera de 9,4 millones de dólares-, estaba seguro de que el encanto, sutileza y equilibrio que trasuntaba traducía sólo una cosa: ¡volaría! ¡Podría volar! ¡Y… volaría! ¡Volaría! ¡Volar…!
De todos modos, si alguien hubiera podido aproximarse hasta él, habría podido apreciar que, su atesorado perfume francés, olía a azufre por aquellas alturas; y, su delgada figura -engalanada con un mantón de seda púrpura-, puesta en el extremo máximo de la punta vidriada y mirador de aquella torre de épicas proporciones, parecía -reflejada al sol amanecido en su revestimiento de aluminio- un Ángel Rojo de imperecedero contorno, difuminado entre las primeras estelas de nubes que vagaban por el cielo oriental e interactuando con cautela en las mentes de los principales inversores de las grandes Bolsas de Valores del Asia …
¿Y cuándo se dio cuenta? ¿Cuándo se dio cuenta de que era, al fin, verdadera e incomparablemente poderoso?
Fue el silencio de Alá quien le dio, en lo más alto, la temeraria respuesta.
Miró a su alrededor y, obviamente, no vio a nadie cerca suyo. Ni arriba, ni al lado, ni adentro, ni afuera… Ni siquiera a sus guardaespaldas había dejado subir con él. Su torre medía 800 metros y alardeaba 160 pisos: el Burg Dubai, con núcleo y plantas de hormigón, cuya estructura se convertía en acero a partir de los 500 metros, acababa de ostentar la cúspide más imponente y elevada de la tierra. Y él era su dueño. Y había dibujado (¡por fin!) en el cielo la efigie de su Poder.
Todos estaban (a) bajo y (de) bajo de él. Y él, en su omnipotencia, no podía verlos. Su cuello había quedado tieso de tanto imaginar horizontes y olvidar entornos. Primero se había dado el lujo de comprar la mayoría accionaria de las Torres Gemelas de Kuala Lumpur, para convertirlas en sede de su ("estatal") compañía de petróleo "Petronás", símbolo orgulloso de Malasia. De hecho, sino en belleza, el Burg Dubai las casi duplicaba en altura y esbeltez; así como sacaba amplias ventajas al Rascacielos 101 de Taipei (Taiwan) (a quien había desechado en sus compras, ni bien tomara contacto del inminent eproyecto arquitectónico de Dubai).
Sin embargo, las Torres Gemelas de Kuala Lumpur habían capturado su obsesivo interés por las Torres de Babel del Mundo, tras la alcurnia de su imponencia bifronte, con forma de minarete de mezquita -comunicada ambas por una pasarela aérea de 58 metros de longitud-, puesto que había sido construida bajo el sello de los cinco pilares geométricos del Islam, con reminiscencias de pagodas y templos hinduistas -aunque, íntimamente, sólo para feliz regodeo de su verdadero hacedor: César Pelli, un laureado argentino nacionalizado en el Imperio de Occidente, con medalla de oro del The American Institute of Architects, y, en su país de origen (2006), con el Premio a la Vida y Obra (galardón otorgado por el Premio Obras Camex)-.
Pero a él poco importaba quien los hubiera diseñado y construido. Su pragmatismo era el propio de los Tigres Asiáticos: no importaba si el gato era blanco o negro; lo importante era que cazase ratones. Y todos esos complejos le dejaban fortuna hasta para donar al paraíso de Alá... Así, desde la Aguja de Burg, en Dubai, Tokio, Seúl, Shangai, Yakarta, Bangkok, Singapur y hasta la mismísima Kuala Lumpur, le guiñaban un ojo cómplice. Desde allí, el mundo estaba controlado. ¡Volaría!
Entonces fue cuando advirtió también, aunque tardíamente, que la soberbia y la avaricia era la locura de los cuerdos…Y un tenebroso escozor le reveló -mientras creía volar- que, en el Olimpo, Alguien había perdido la paciencia y contagiado su furia a Otros, quienes no dudaron en decretar su madura e insana demencia irrevocable...
Por su parte, y, al mismo tiempo, desde los estudios SOM de Chicago, A. Smith, principal arquitecto de rascacielos del mundo, celebraba junto al experto de Cristeie's, William Robinson, el triunfo de la ingeniería, la arquitectura y el arte infernales, y contaban con su Amo los petrodólares que sólo el estúpido orgullo humano sería capaz de producir por los siglos de los siglos, amén y amén, amén. Tanto Smith como Robinson sabían quién que era el verdadero e incomparablemente poderoso en este mundo. Y habían aprendido que, con Él, era mejor ser cola de león que cabeza de ratón. El Amo no admitía competidores. Pero disfrutaba de las alianzas. Sí, en política y negocios no había amigos ni entenados; sólo buenos o malos aliados. Así que dieron un mordisco al fruto del Árbol de la Vida, y brindaron con sangre fresca traída desde Dubait por un efímero pero próspero estilo de vida...
Mientras el cuerpo se hallaba despezado en la vereda, y el flujo de autos seguía su marcha rutinaria por la gran avenida que bordeaba al edificio, aquel hombre enjuto y de negro traje, como un guardaespaldas del Vaticano pero de rostro aguileño y ojos achinados, se dedicaba con destreza y rapidez a tomar la mayor cantidad de sangre que manaba como un torrente entre los órganos desquiciados y alguna de sus partes diseminadas sobre la ancha acera, con peatones que sólo de reojo osaban mirar aquel acto repugnante pero sin atinar a nada; hasta que, alguien, quizá conmovido por la horripilante escena, tomó su celular y a los diez segundos el sonido de una ambulancia o de un comando policial se hizo escuchar a lo lejos dirigiéndose al lugar. Fueron los instantes suficientes para que el hombre de negro concluyera su tarea, escribiera un número de tres cifras con dicha sangre sobre el tapiz pérsico legítimo en que, se suponía, había sobrevolado el muerto en su caída, y desapareciera de la vista sin dejar rastros…
Ahora bien: ¿cuándo se dio cuenta el jeque árabe Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar que, verdadera e incomparablemente era… un líder poderoso, una joya preciosa del management planetario, en estos difíciles tiempos de prepotencia, autocracia y competitividad? ¿Donde el fin justificaba a ultranza los medios, y los lobos se disfrazaban más que nunca de corderos? ¿Y los corderos no aprendían nunca a disfrazarse de lobos o de leones, haciendo de la astucia la mejor arma de su prudencia?
En realidad, era una sensación que venía poseyendo desde la cuna de una familia feudal. Pero esta vez, estaba exultante. Hubiera sido capaz, con ese tapiz que sostenía entre sus manos oscuras y adquirido para vestir la prepotencia de aquel limbo, de abrir una ventana y echarse a volar sobre ella como alguno de los protagonistas del antiguo libro persa de los Mil Mitos…
De hecho, la alfombra que tenía entre sus manos no era una cualquiera: heredera de la magia de los primeros fabricantes afincados en Kermán de manos del gran macedonio, Alejandro Magno (330 a.C.), y comprada en el reciente mes de abril -como récord mundial- en la casa de subastas Christie's de Londres -y en la friolera de 9,4 millones de dólares-, estaba seguro de que el encanto, sutileza y equilibrio que trasuntaba traducía sólo una cosa: ¡volaría! ¡Podría volar! ¡Y… volaría! ¡Volaría! ¡Volar…!
De todos modos, si alguien hubiera podido aproximarse hasta él, habría podido apreciar que, su atesorado perfume francés, olía a azufre por aquellas alturas; y, su delgada figura -engalanada con un mantón de seda púrpura-, puesta en el extremo máximo de la punta vidriada y mirador de aquella torre de épicas proporciones, parecía -reflejada al sol amanecido en su revestimiento de aluminio- un Ángel Rojo de imperecedero contorno, difuminado entre las primeras estelas de nubes que vagaban por el cielo oriental e interactuando con cautela en las mentes de los principales inversores de las grandes Bolsas de Valores del Asia …
¿Y cuándo se dio cuenta? ¿Cuándo se dio cuenta de que era, al fin, verdadera e incomparablemente poderoso?
Fue el silencio de Alá quien le dio, en lo más alto, la temeraria respuesta.
Miró a su alrededor y, obviamente, no vio a nadie cerca suyo. Ni arriba, ni al lado, ni adentro, ni afuera… Ni siquiera a sus guardaespaldas había dejado subir con él. Su torre medía 800 metros y alardeaba 160 pisos: el Burg Dubai, con núcleo y plantas de hormigón, cuya estructura se convertía en acero a partir de los 500 metros, acababa de ostentar la cúspide más imponente y elevada de la tierra. Y él era su dueño. Y había dibujado (¡por fin!) en el cielo la efigie de su Poder.
Todos estaban (a) bajo y (de) bajo de él. Y él, en su omnipotencia, no podía verlos. Su cuello había quedado tieso de tanto imaginar horizontes y olvidar entornos. Primero se había dado el lujo de comprar la mayoría accionaria de las Torres Gemelas de Kuala Lumpur, para convertirlas en sede de su ("estatal") compañía de petróleo "Petronás", símbolo orgulloso de Malasia. De hecho, sino en belleza, el Burg Dubai las casi duplicaba en altura y esbeltez; así como sacaba amplias ventajas al Rascacielos 101 de Taipei (Taiwan) (a quien había desechado en sus compras, ni bien tomara contacto del inminent eproyecto arquitectónico de Dubai).
Sin embargo, las Torres Gemelas de Kuala Lumpur habían capturado su obsesivo interés por las Torres de Babel del Mundo, tras la alcurnia de su imponencia bifronte, con forma de minarete de mezquita -comunicada ambas por una pasarela aérea de 58 metros de longitud-, puesto que había sido construida bajo el sello de los cinco pilares geométricos del Islam, con reminiscencias de pagodas y templos hinduistas -aunque, íntimamente, sólo para feliz regodeo de su verdadero hacedor: César Pelli, un laureado argentino nacionalizado en el Imperio de Occidente, con medalla de oro del The American Institute of Architects, y, en su país de origen (2006), con el Premio a la Vida y Obra (galardón otorgado por el Premio Obras Camex)-.
Pero a él poco importaba quien los hubiera diseñado y construido. Su pragmatismo era el propio de los Tigres Asiáticos: no importaba si el gato era blanco o negro; lo importante era que cazase ratones. Y todos esos complejos le dejaban fortuna hasta para donar al paraíso de Alá... Así, desde la Aguja de Burg, en Dubai, Tokio, Seúl, Shangai, Yakarta, Bangkok, Singapur y hasta la mismísima Kuala Lumpur, le guiñaban un ojo cómplice. Desde allí, el mundo estaba controlado. ¡Volaría!
Entonces fue cuando advirtió también, aunque tardíamente, que la soberbia y la avaricia era la locura de los cuerdos…Y un tenebroso escozor le reveló -mientras creía volar- que, en el Olimpo, Alguien había perdido la paciencia y contagiado su furia a Otros, quienes no dudaron en decretar su madura e insana demencia irrevocable...
Por su parte, y, al mismo tiempo, desde los estudios SOM de Chicago, A. Smith, principal arquitecto de rascacielos del mundo, celebraba junto al experto de Cristeie's, William Robinson, el triunfo de la ingeniería, la arquitectura y el arte infernales, y contaban con su Amo los petrodólares que sólo el estúpido orgullo humano sería capaz de producir por los siglos de los siglos, amén y amén, amén. Tanto Smith como Robinson sabían quién que era el verdadero e incomparablemente poderoso en este mundo. Y habían aprendido que, con Él, era mejor ser cola de león que cabeza de ratón. El Amo no admitía competidores. Pero disfrutaba de las alianzas. Sí, en política y negocios no había amigos ni entenados; sólo buenos o malos aliados. Así que dieron un mordisco al fruto del Árbol de la Vida, y brindaron con sangre fresca traída desde Dubait por un efímero pero próspero estilo de vida...
Aunque la carcajada del Amo
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