MI TATA
...................................Buenos Aires, 18 de julio de 1866
Mi querido Tata:
Los hijos somos muy desagradecidos, eso ya se sabe, y yo no soy esepción á esa regla. Hace ya cuatro años que partí de Fraile Muerto para probar fortuna en Buenos Aires y en estos cuatro años no ha tenido usté noticias mías. Hoy siento que debo escrebirle.
Ante todo quiero decirle que establecí comercio y que en poco tiempo he logrado una buena posición. Pero quiero contarle todo, desde el principio.
La eleción de la nueva compañía de dilijencias, la de del español Ramos, no fue acertada. Caballos viejos, postas decididamente malas y un carruaje que parecía se iba a partir en cada balquinazo del camino, son un buen resumen de una travesía que, de haberla hecho con la compañía de don Timoteo Gordillo, hubiera demorado una semana y á mí me tomó el doble.
Ocho nos acomodamos en la dilijencia. Don Juan Azumendi, el patrón de la estancia "El Porvenir", viajaba hasta el Rosario con su mujer y tres hijas. Los otros dos pasajeros eran dos gauchos que iban por conchabos á Arequito y Correa.
Del viaje hubiera tenido poco que relatar que no fuera bien sabido. Todo trascurrió normalmente hasta que estuvimos cerca de la Guardia de la Esquina.
Normalmente, como usté bien sabe, es hablar á cada ratito de los mismos temas, sufrir los inconvenientes de siempre, atravesar pantanos, ríos y guadales, soportar las roturas de los elásticos de la dilijencia y de los tiros y cinchas de los cabayos, esperar luego en las postas las reparaciones, discutir los precios de las comidas y conversar acerca del peligro de los indios, del progreso que teníamos con el ferrocarril y el telégrafo y de otras macanas de menor importancia.
En eso estábamos le decía, mi Tata, ya acercándonos á la Guardia de la Esquina, tal vez á una legua, cuando desde la ventana de la diligencia la mujer de Azumendi pegó un salto y un grito de espanto: un grupo de forajidos venía al galope tendido en direción a nosotros. Sin perder tiempo alguno eché mano al pistolón que, precavidamente, llevé en mi cinto todo el viaje, dispuesto á utilizarlo sin preguntar siquiera á qué venía esa jente. Don Juan me disuadió. Sacó de abajo de su asiento dos Remington, martilló uno y me dió el otro. Para colmo, habíamos pasado Arequito y Correa, por lo que los otros pasajeros ya se habían apeado.
Seguramente el mayoral y los postillones, á quienes no podíamos ver, también tendrían, pensé, sus armas preparadas. Eramos cinco bien pertrechados, dos defendiendo desde el interior de la dilijencia, y tres desde ajuera.
La cosa fué menos complicada de lo imaginao. Sólo se trataba de unos veinte indios rotosos que, á pesar de su aspeto amenazante, tenían por único ojetivo hacer trueque de lo que llevaban por los vicios que pudieran conseguir. Como de costumbre requerían vino, azúcar y yerba.
Entonces ocurrió lo que cambió mi vida. En el anca de un picazo de quien parecía ser el capitanejo, iba montada una mujer tan linda como yo nunca creí que pudiera esistir. La cautiva tenía unos ojos azules que me prendaron para siempre. Ojos asi, sólo supe por mentas que los tuviera el Restaurador. Quedé engualichao.
En el techo del carruaje llevaba cinco damajuanas de carlón, tres arrobas de azúcar y cinco de yerba. Le ofrecí al indio cambiar la cautiva por todo mi cargamento. Ante mi sorpresa, aseptó inmediatamente.
Desmontó del picazo con la gracia de una princesa. Ensubió á la dilijencia y proseguimos con el viaje. Yo con mi cautiva, los Azumendi con dos ponchos pampas en más, unos patacones en menos y todos mui contentos de estar con vida, y buena salú.
No me habló en toda la travesía. Sus ojos azules me miraban tierna y agradecidamente, pero no me hablaba. En estos cuatro años nunca me ha hablao, ni tampoco ha hablado con naides. Seguramente la pobrecita perdió la palabra con el susto del malón y las vejaciones de la toldería, ansí era, tata, lo que yo pensaba.
Al año tuvimos un gurí que sacó los ojos azules de la madre y el pelo renegrido del padre. Tiene la boca suya y camina como usté, mi tata. Lo pienso y se me enllenan los ojos de lágrimas. Se que el llorar no es hombres, pero no puedo evitarlo.
Desde el momento en que se ensubió á la dilijencia sólo viví para ella. Es que esto del amor, recién se entiende cuando a uno le pasa.
Todo era felicidá mi Tata y todo cambió de golpe.
Hace unos días se ajuntaron en mi casa el Juez de Paz, el Comisario del barrio de Monserrat, donde vivo, y el cónsul de Ynglaterra. Los hice pasar. Pidieron hablar con ella. Les dije que era muda, pero insistieron. Cielo, que ansí la había acristianao yo por las mías al inorar su verdadero nombre, se presentó ante ellos.
El cónsul le habló largo rato. Ella lo miraba con sus ojos azules, sin responder, sin un jesto. Entonces ocurrió lo que yo creí un milagro: ella pudo hablar, al principio pareció costarle mucho, tartamudeaba. Demás está decirle que yo no sé inglés, pero alvertí que ella lo conversó en inglés. Así, durante una media hora, hablaron él y ella. El Juez parado a la izquierda del cónsul. Yo, dos pasosdetrás de ella. El Comisario, sentado en una sillita muy cerca de la puerta.
Terminaron la plática y Cielo se dió vuelta, bajó la cabeza y se fué corriendo a su habitación. Fue la única vez en que los ojos azules esquivaron mi mirada.
El cónsul se me acercó. El sí me miró fijo, también con ojos azules y autoritarios.
El hombre se me puso a decir que Cielo no era Cielo sino Lisabe Roberson. Que vino con su marido y otras familias ynglesas a trazar la línea del ferrocarril de Córdoba al Rosario. Que un tardío malón arrasó el campamento y que los salvajes se la llevaron cautiva. Que por milagro el marido salvó su vida y que, repuesto de las heridas, la compañía lo envió nuevamente a Ynglaterra.
Ella va a volver a su patria a riunirse con él, y se va a llevar a su hijo." - me notificó el mui hijo e puta.
Cielo regresó del cuarto con una valija y el gurí de la mano. Sólo los ojos implorantes del pequeño me miraron, con amor y pena.
Ansí quede desgarrao Tata, para siempre.
Por eso quiero contarle que he decidido que lo mejor pa' mí es volver de atrás la historia.
Ayer saqué del baúl dos pesos juertes y una moneda de plata y con ellos compré las cinco damajuanas de carlón, las tres arrobas de azúcar y las cinco de yerba que había entregado al indio.
Volví á tener el carlón, el azúcar y la yerba y también el pistolón en mi mano esquierda y ahora también, como en ese momento, estoi dispuesto a usarlo. Sólo que ahora no está don Juan Azumendi para impedir que lo use. No veo, ya no puedo ver el par de ojos azules. Sólo veo el par de huecos cañones del pistolón escupefuego.
Sepa mi Tata que siempre lo he querido y respetao.
Su hijo de usté Zenón.
...................................Buenos Aires, 18 de julio de 1866
Mi querido Tata:
Los hijos somos muy desagradecidos, eso ya se sabe, y yo no soy esepción á esa regla. Hace ya cuatro años que partí de Fraile Muerto para probar fortuna en Buenos Aires y en estos cuatro años no ha tenido usté noticias mías. Hoy siento que debo escrebirle.
Ante todo quiero decirle que establecí comercio y que en poco tiempo he logrado una buena posición. Pero quiero contarle todo, desde el principio.
La eleción de la nueva compañía de dilijencias, la de del español Ramos, no fue acertada. Caballos viejos, postas decididamente malas y un carruaje que parecía se iba a partir en cada balquinazo del camino, son un buen resumen de una travesía que, de haberla hecho con la compañía de don Timoteo Gordillo, hubiera demorado una semana y á mí me tomó el doble.
Ocho nos acomodamos en la dilijencia. Don Juan Azumendi, el patrón de la estancia "El Porvenir", viajaba hasta el Rosario con su mujer y tres hijas. Los otros dos pasajeros eran dos gauchos que iban por conchabos á Arequito y Correa.
Del viaje hubiera tenido poco que relatar que no fuera bien sabido. Todo trascurrió normalmente hasta que estuvimos cerca de la Guardia de la Esquina.
Normalmente, como usté bien sabe, es hablar á cada ratito de los mismos temas, sufrir los inconvenientes de siempre, atravesar pantanos, ríos y guadales, soportar las roturas de los elásticos de la dilijencia y de los tiros y cinchas de los cabayos, esperar luego en las postas las reparaciones, discutir los precios de las comidas y conversar acerca del peligro de los indios, del progreso que teníamos con el ferrocarril y el telégrafo y de otras macanas de menor importancia.
En eso estábamos le decía, mi Tata, ya acercándonos á la Guardia de la Esquina, tal vez á una legua, cuando desde la ventana de la diligencia la mujer de Azumendi pegó un salto y un grito de espanto: un grupo de forajidos venía al galope tendido en direción a nosotros. Sin perder tiempo alguno eché mano al pistolón que, precavidamente, llevé en mi cinto todo el viaje, dispuesto á utilizarlo sin preguntar siquiera á qué venía esa jente. Don Juan me disuadió. Sacó de abajo de su asiento dos Remington, martilló uno y me dió el otro. Para colmo, habíamos pasado Arequito y Correa, por lo que los otros pasajeros ya se habían apeado.
Seguramente el mayoral y los postillones, á quienes no podíamos ver, también tendrían, pensé, sus armas preparadas. Eramos cinco bien pertrechados, dos defendiendo desde el interior de la dilijencia, y tres desde ajuera.
La cosa fué menos complicada de lo imaginao. Sólo se trataba de unos veinte indios rotosos que, á pesar de su aspeto amenazante, tenían por único ojetivo hacer trueque de lo que llevaban por los vicios que pudieran conseguir. Como de costumbre requerían vino, azúcar y yerba.
Entonces ocurrió lo que cambió mi vida. En el anca de un picazo de quien parecía ser el capitanejo, iba montada una mujer tan linda como yo nunca creí que pudiera esistir. La cautiva tenía unos ojos azules que me prendaron para siempre. Ojos asi, sólo supe por mentas que los tuviera el Restaurador. Quedé engualichao.
En el techo del carruaje llevaba cinco damajuanas de carlón, tres arrobas de azúcar y cinco de yerba. Le ofrecí al indio cambiar la cautiva por todo mi cargamento. Ante mi sorpresa, aseptó inmediatamente.
Desmontó del picazo con la gracia de una princesa. Ensubió á la dilijencia y proseguimos con el viaje. Yo con mi cautiva, los Azumendi con dos ponchos pampas en más, unos patacones en menos y todos mui contentos de estar con vida, y buena salú.
No me habló en toda la travesía. Sus ojos azules me miraban tierna y agradecidamente, pero no me hablaba. En estos cuatro años nunca me ha hablao, ni tampoco ha hablado con naides. Seguramente la pobrecita perdió la palabra con el susto del malón y las vejaciones de la toldería, ansí era, tata, lo que yo pensaba.
Al año tuvimos un gurí que sacó los ojos azules de la madre y el pelo renegrido del padre. Tiene la boca suya y camina como usté, mi tata. Lo pienso y se me enllenan los ojos de lágrimas. Se que el llorar no es hombres, pero no puedo evitarlo.
Desde el momento en que se ensubió á la dilijencia sólo viví para ella. Es que esto del amor, recién se entiende cuando a uno le pasa.
Todo era felicidá mi Tata y todo cambió de golpe.
Hace unos días se ajuntaron en mi casa el Juez de Paz, el Comisario del barrio de Monserrat, donde vivo, y el cónsul de Ynglaterra. Los hice pasar. Pidieron hablar con ella. Les dije que era muda, pero insistieron. Cielo, que ansí la había acristianao yo por las mías al inorar su verdadero nombre, se presentó ante ellos.
El cónsul le habló largo rato. Ella lo miraba con sus ojos azules, sin responder, sin un jesto. Entonces ocurrió lo que yo creí un milagro: ella pudo hablar, al principio pareció costarle mucho, tartamudeaba. Demás está decirle que yo no sé inglés, pero alvertí que ella lo conversó en inglés. Así, durante una media hora, hablaron él y ella. El Juez parado a la izquierda del cónsul. Yo, dos pasosdetrás de ella. El Comisario, sentado en una sillita muy cerca de la puerta.
Terminaron la plática y Cielo se dió vuelta, bajó la cabeza y se fué corriendo a su habitación. Fue la única vez en que los ojos azules esquivaron mi mirada.
El cónsul se me acercó. El sí me miró fijo, también con ojos azules y autoritarios.
El hombre se me puso a decir que Cielo no era Cielo sino Lisabe Roberson. Que vino con su marido y otras familias ynglesas a trazar la línea del ferrocarril de Córdoba al Rosario. Que un tardío malón arrasó el campamento y que los salvajes se la llevaron cautiva. Que por milagro el marido salvó su vida y que, repuesto de las heridas, la compañía lo envió nuevamente a Ynglaterra.
Ella va a volver a su patria a riunirse con él, y se va a llevar a su hijo." - me notificó el mui hijo e puta.
Cielo regresó del cuarto con una valija y el gurí de la mano. Sólo los ojos implorantes del pequeño me miraron, con amor y pena.
Ansí quede desgarrao Tata, para siempre.
Por eso quiero contarle que he decidido que lo mejor pa' mí es volver de atrás la historia.
Ayer saqué del baúl dos pesos juertes y una moneda de plata y con ellos compré las cinco damajuanas de carlón, las tres arrobas de azúcar y las cinco de yerba que había entregado al indio.
Volví á tener el carlón, el azúcar y la yerba y también el pistolón en mi mano esquierda y ahora también, como en ese momento, estoi dispuesto a usarlo. Sólo que ahora no está don Juan Azumendi para impedir que lo use. No veo, ya no puedo ver el par de ojos azules. Sólo veo el par de huecos cañones del pistolón escupefuego.
Sepa mi Tata que siempre lo he querido y respetao.
Su hijo de usté Zenón.
1 comentario:
Que buena historia, y relatado a la usanza de aquellos años........que bien pudo haber sido verdad, en los años que corrían y formas de vida........
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