DE LO QUE ACONTECIÓ AL MOLINERO Y QUE JAMÁS FUE VISTO NI OÍDO
................................"...ves allí, amigo Sancho Panza,
................................donde se descubren treinta o pocos
................................"...ves allí, amigo Sancho Panza,
................................donde se descubren treinta o pocos
................................más desaforados gigantes...”
..............................."El ingenioso hidalgo Don quijote de la Mancha.
..............................."El ingenioso hidalgo Don quijote de la Mancha.
..............................................Miguel de Cervantes
El viejo molinero quedó quieto y asustado. Aquella voz, más propia de demonios que de hombres, se acercaba acompañada del ruido de cascos de un caballo que galopaba como si temiera ser alcanzado por alguna ánima perdida. Más alejado, alguien voceaba algo sobre molinos y gigantes.
- ¡Ay, señor, señor, templa la ira de semejante hijo de Satanás! - decía entre lágrimas el molinero, el cual temeroso de Dios se persignó y se dejó caer de rodillas para rezar el Pater Noster.
En acabando sus oraciones, sintió un tremendo golpe contra las aspas de su molino y sin poder contener por más tiempo su curiosidad, subió con paso atropellado hasta la segunda planta para asomarse con cautela por la ventana de la camareta. En esto descubrió a un hombre, más bien seco de carnes y vistiendo una vieja armadura de caballero, tirado en el suelo junto a un desventurado caballo, al que llamaba Rocinante, que yacía patas arriba sin saber siquiera lo que le había acontecido. Más allá una lanza hecha pedazos se esparcía por el campo. A la sazón, otro hombre, este de escasa envergadura, iba a todo el correr de su asno arrojando al aire cuantos ruegos sabía. Cuando llegó al lado del caballero se apresuró a bajar del fatigado animal para acudir presto a socorrerle. El desdichado señor no atinaba a menearse, pero mostraba una gran gallardía pues de su boca no salió quejido alguno. Más bien hablaba sobre hechos extraños obra de un tal sabio Frestón que, al parecer, era hacedor de malas artes.
- ¿Qué malas artes serán esas? - se preguntó el molinero.
En lo que se detuvo el contrariado molinero en dar vueltas a su cabeza, volvió el caballero, no sin la ayuda del que llamaba Sancho, a tomar las riendas de su maltrecho rocín. Y así, partieron lentos y algo afligidos, por donde habían venido.
Salió de su molino el pobre hombre, confuso y con el alma agobiada, dispuesto a correr de regreso a la aldea y referir a todo el mundo los asombrosos hechos que sus ya gastados ojos acababan de presenciar. Sintió la bravura del sol que le miraba grande y cálido desde un cielo limpio de nubes y sus pies tomaron el polvoriento camino que todos los días, desde que no era más que un zagal, le conducía fiel hasta su casa. No quiso que su mente, castigada por los muchos años que tenía, olvidara nada y tornó a hacer memoria, una y mil veces, de todo lo sucedido, hasta que el recuerdo de una palabra le apremió a detenerse: Gigante.
El molinero había oído historias de gigantes que devoraban hombres y destrozaban cuanto se encontraban a su paso; historias que bien podían ser verdad, pues su padre, aún siendo discreto de entendimientos y de escasa retórica, le narraba mientras atendían las faenas del campo. Espantado por ese último pensamiento, decidió desandar lo andado y retornar al molino, no fuera que uno de esos monstruos transitara aún por aquellos campos y le diera por quebrarle alguno de sus ya medio quebrados huesos.
Bajaba el sol por el poniente, templando el aire y tiñendo el cielo de rojo, cuando, en esto, alcanzó con gran fatiga el molinero a su molino. Quedose en oración ante la portezuela, esperando alguna señal divina que le indicare cómo obrar ante el posible ataque de desaforados gigantes, pues él sólo era un humilde molinero y no estaba cursado en combates ni en armas. Viendo que los signos de Dios tardaban en llegar y que las sombras ya se extendían por doquier, decidió entrar en el molino no fuera que los vientos de la noche acordaran darle tormento y lo agitaran como si se tratara de una más de las grandes aspas.
Era la noche oscura, aunque de vez en cuando, una pizca de luna asomaba por entre los ventanillos, dándole al lugar un aspecto aún más tenebroso. En esto, el viento que no dormía, empezó a volverse más furioso haciendo que las aspas comenzaran a girar emitiendo un ruido que producía verdadero espanto. El hombre, que en realidad era más bien de poco ánimo, deseó que aquel bravo caballero estuviera con él para asistirle. Pero no; era él, sin más compañía que su soledad, el que debía estar preparado.
Tornó otra vez al segundo piso, tanteando el suelo para no caer, y poder así asomarse por la ventana. El campo se veía negro como un pozo y los rayos de la media luna caían tan mustios que apenas sí alcanzaban a dibujar los molinos más cercanos. En esto que oyó un estruendo seguido de unas poderosas voces que se alzaban hasta sus desdichados oídos. Las lágrimas ascendieron a sus ojos y las plegarias a su boca, mientras aquel incesante vocerío se hacía cada vez más fuerte. Con asombro observó cómo los molinos que había enfrente del suyo eran ahora gigantes.
- ¡Qué razón tenía el caballero! Debe ser obra de esas malas artes de las que tanto hablaba, pues en verdad, veo gigantes donde antes había molinos.
No pudiendo contener el castañeteo que el pavor había puesto en sus escasos dientes, se tumbó besando el suelo con el propósito de no ser descubierto; aunque, con mucho temple, miraba de cuando en cuando por ver si esos gigantes se movían. Le llegó de pronto un pensamiento que por descabellado lo tomó por bueno y, haciendo caso a la ocurrencia, subió con tiento hasta alcanzar la Rueda Catalina que giraba lenta moviendo las aspas. De esta manera, se encaramó a la dentería y púsose el molinero a quitarle, uno por uno, los cuarenta dientes, ya desgastados por el roce, con los que contaba. Tiraba los tacos de madera al suelo y en viéndoles pensaba que bien le servirían para lanzarlos, si era menester, contra cualquier cabeza de gigante que asomara. Mas, no conforme, siguió mutilando la maquinaria, arrancando los husillos de la linterna, los cellos de metal y hasta la uña de freno. Las aspas, despojadas de trozos de su corazón, cesaron de girar y el molinero, agotado, cejó en su desatinado empeño.
Sucedió, pues, que un lamento salió de entre las tripas del molino, lo que provocó que el alma cristiana del hombre se encogiera de puro miedo.
- ¡Enhoramala, molinero, has dañado a tu molino! Que si ayer yo era gigante de estas tierras, ahora me has convertido en pedazos de madera y hierro.
Recobró el molinero parte de su aliento y con la voz más bien apagada dijo:
- ¡Oh, señor, quienquiera que seáis!, tened piedad de esta humilde ánima que no deseaba más que proteger su molino de los monstruos que rugen fuera.
- El daño está, molinero, en que no debiste quedar de noche en estos lugares; pues si de mañana molemos trigo, con el ocaso las sombras nos visten de gigantes y renacemos para recordar los sucesos de antiguos héroes que anduvieron por estas tierras, no sea que se olvide la historia de quienes los vivieron. Sin saber qué decir y creyendo que su envejecido seso se había perdido a causa de las malas artes de las que hablaba el caballero, corrió a bajar por las escaleras que, por venganza o por añejas, se rompieron, provocando que el molinero cayera golpeándose la cabeza y quebrándose las costillas. Quedó malherido el hombre en el suelo y rogándole a Dios por la salvación de su alma. En esto, apesadumbrado y sin aliento, imploró perdón a su molino, que viendo las lágrimas del arrepentimiento, recogió el espíritu del cuerpo extinto y lo unió al suyo para poder, así, renacer juntos cada noche y recordar las maravillosas historias de aquellos que, por ventura, transitaron esas tierras, ya fueran héroes, villanos o caballeros andantes.
El viejo molinero quedó quieto y asustado. Aquella voz, más propia de demonios que de hombres, se acercaba acompañada del ruido de cascos de un caballo que galopaba como si temiera ser alcanzado por alguna ánima perdida. Más alejado, alguien voceaba algo sobre molinos y gigantes.
- ¡Ay, señor, señor, templa la ira de semejante hijo de Satanás! - decía entre lágrimas el molinero, el cual temeroso de Dios se persignó y se dejó caer de rodillas para rezar el Pater Noster.
En acabando sus oraciones, sintió un tremendo golpe contra las aspas de su molino y sin poder contener por más tiempo su curiosidad, subió con paso atropellado hasta la segunda planta para asomarse con cautela por la ventana de la camareta. En esto descubrió a un hombre, más bien seco de carnes y vistiendo una vieja armadura de caballero, tirado en el suelo junto a un desventurado caballo, al que llamaba Rocinante, que yacía patas arriba sin saber siquiera lo que le había acontecido. Más allá una lanza hecha pedazos se esparcía por el campo. A la sazón, otro hombre, este de escasa envergadura, iba a todo el correr de su asno arrojando al aire cuantos ruegos sabía. Cuando llegó al lado del caballero se apresuró a bajar del fatigado animal para acudir presto a socorrerle. El desdichado señor no atinaba a menearse, pero mostraba una gran gallardía pues de su boca no salió quejido alguno. Más bien hablaba sobre hechos extraños obra de un tal sabio Frestón que, al parecer, era hacedor de malas artes.
- ¿Qué malas artes serán esas? - se preguntó el molinero.
En lo que se detuvo el contrariado molinero en dar vueltas a su cabeza, volvió el caballero, no sin la ayuda del que llamaba Sancho, a tomar las riendas de su maltrecho rocín. Y así, partieron lentos y algo afligidos, por donde habían venido.
Salió de su molino el pobre hombre, confuso y con el alma agobiada, dispuesto a correr de regreso a la aldea y referir a todo el mundo los asombrosos hechos que sus ya gastados ojos acababan de presenciar. Sintió la bravura del sol que le miraba grande y cálido desde un cielo limpio de nubes y sus pies tomaron el polvoriento camino que todos los días, desde que no era más que un zagal, le conducía fiel hasta su casa. No quiso que su mente, castigada por los muchos años que tenía, olvidara nada y tornó a hacer memoria, una y mil veces, de todo lo sucedido, hasta que el recuerdo de una palabra le apremió a detenerse: Gigante.
El molinero había oído historias de gigantes que devoraban hombres y destrozaban cuanto se encontraban a su paso; historias que bien podían ser verdad, pues su padre, aún siendo discreto de entendimientos y de escasa retórica, le narraba mientras atendían las faenas del campo. Espantado por ese último pensamiento, decidió desandar lo andado y retornar al molino, no fuera que uno de esos monstruos transitara aún por aquellos campos y le diera por quebrarle alguno de sus ya medio quebrados huesos.
Bajaba el sol por el poniente, templando el aire y tiñendo el cielo de rojo, cuando, en esto, alcanzó con gran fatiga el molinero a su molino. Quedose en oración ante la portezuela, esperando alguna señal divina que le indicare cómo obrar ante el posible ataque de desaforados gigantes, pues él sólo era un humilde molinero y no estaba cursado en combates ni en armas. Viendo que los signos de Dios tardaban en llegar y que las sombras ya se extendían por doquier, decidió entrar en el molino no fuera que los vientos de la noche acordaran darle tormento y lo agitaran como si se tratara de una más de las grandes aspas.
Era la noche oscura, aunque de vez en cuando, una pizca de luna asomaba por entre los ventanillos, dándole al lugar un aspecto aún más tenebroso. En esto, el viento que no dormía, empezó a volverse más furioso haciendo que las aspas comenzaran a girar emitiendo un ruido que producía verdadero espanto. El hombre, que en realidad era más bien de poco ánimo, deseó que aquel bravo caballero estuviera con él para asistirle. Pero no; era él, sin más compañía que su soledad, el que debía estar preparado.
Tornó otra vez al segundo piso, tanteando el suelo para no caer, y poder así asomarse por la ventana. El campo se veía negro como un pozo y los rayos de la media luna caían tan mustios que apenas sí alcanzaban a dibujar los molinos más cercanos. En esto que oyó un estruendo seguido de unas poderosas voces que se alzaban hasta sus desdichados oídos. Las lágrimas ascendieron a sus ojos y las plegarias a su boca, mientras aquel incesante vocerío se hacía cada vez más fuerte. Con asombro observó cómo los molinos que había enfrente del suyo eran ahora gigantes.
- ¡Qué razón tenía el caballero! Debe ser obra de esas malas artes de las que tanto hablaba, pues en verdad, veo gigantes donde antes había molinos.
No pudiendo contener el castañeteo que el pavor había puesto en sus escasos dientes, se tumbó besando el suelo con el propósito de no ser descubierto; aunque, con mucho temple, miraba de cuando en cuando por ver si esos gigantes se movían. Le llegó de pronto un pensamiento que por descabellado lo tomó por bueno y, haciendo caso a la ocurrencia, subió con tiento hasta alcanzar la Rueda Catalina que giraba lenta moviendo las aspas. De esta manera, se encaramó a la dentería y púsose el molinero a quitarle, uno por uno, los cuarenta dientes, ya desgastados por el roce, con los que contaba. Tiraba los tacos de madera al suelo y en viéndoles pensaba que bien le servirían para lanzarlos, si era menester, contra cualquier cabeza de gigante que asomara. Mas, no conforme, siguió mutilando la maquinaria, arrancando los husillos de la linterna, los cellos de metal y hasta la uña de freno. Las aspas, despojadas de trozos de su corazón, cesaron de girar y el molinero, agotado, cejó en su desatinado empeño.
Sucedió, pues, que un lamento salió de entre las tripas del molino, lo que provocó que el alma cristiana del hombre se encogiera de puro miedo.
- ¡Enhoramala, molinero, has dañado a tu molino! Que si ayer yo era gigante de estas tierras, ahora me has convertido en pedazos de madera y hierro.
Recobró el molinero parte de su aliento y con la voz más bien apagada dijo:
- ¡Oh, señor, quienquiera que seáis!, tened piedad de esta humilde ánima que no deseaba más que proteger su molino de los monstruos que rugen fuera.
- El daño está, molinero, en que no debiste quedar de noche en estos lugares; pues si de mañana molemos trigo, con el ocaso las sombras nos visten de gigantes y renacemos para recordar los sucesos de antiguos héroes que anduvieron por estas tierras, no sea que se olvide la historia de quienes los vivieron. Sin saber qué decir y creyendo que su envejecido seso se había perdido a causa de las malas artes de las que hablaba el caballero, corrió a bajar por las escaleras que, por venganza o por añejas, se rompieron, provocando que el molinero cayera golpeándose la cabeza y quebrándose las costillas. Quedó malherido el hombre en el suelo y rogándole a Dios por la salvación de su alma. En esto, apesadumbrado y sin aliento, imploró perdón a su molino, que viendo las lágrimas del arrepentimiento, recogió el espíritu del cuerpo extinto y lo unió al suyo para poder, así, renacer juntos cada noche y recordar las maravillosas historias de aquellos que, por ventura, transitaron esas tierras, ya fueran héroes, villanos o caballeros andantes.
Nieves Jurado Martínez (Albacete, Castilla)
Publicado en la revista virtual El Poeta,
dirigida por José A. Arce
1 comentario:
Un verdadero rayo de sol...
saludos cordiales
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