EL PAQUETE
Ángela se incorporó bruscamente de la cama, tiró las sábanas hacia un costado y me miró. No pude articular palabra. Estaba desnuda. Desnuda ante mí, que quién era yo para tener derecho a su intimidad. Su mirada era desafiante; no pude evitar recorrerla lentamente; desde su mentón, mis ojos se extasiaron sobre sus pechos turgentes y húmedos, bajaron hacia su ombligo y quedaron vedados sobre sus muslos cruzados. Seguí las suave línea de sus piernas hasta los pequeños dedos, con uñas atrevidamente pintadas de rojo. Al levantar de nuevo la vista, toda la habitación se nubló como en una madrugada de invierno. Sólo ella y su cuerpo quedaron en primer plano. Tuve deseos de tocarla, de comparar la suavidad de su piel con otras conocidas, y debiera haber avanzado unos pasos para lograrlo, pero me quedé quieto, inmóvil, casi infantil.
En el bar, los muchachos gritan. Hay un humo espeso mezclado con el desagradable olor a transpiración rancia. Los cuerpos, sudados, se amontonan en las rústicas mesas de madera, mojadas por los restos de interminables cervezas. Ruedan los dados con apuestas fuertes. Hay violencia contenida en algunas voces, y en otras una amargura silenciosa. Me acerco a una mesa de conocidos; hablan de mujeres con palabrotas fuertes, el alcohol parece corroer lo que les queda de humanos. Sonríen, sin embargo, cuando acerco la silla y los saludo. Entonces escucho el nombre de Ángela. Es una puta, grita Víctor, yo me la gocé varias veces. Los demás asienten alzando la voz, y todo se mezcla en una algarabía de versiones diferentes, de orgías vividas o fantaseadas.
Ángela me mira con una sonrisa irónica. Parece divertirse con mi estupor. Sigue en la misma pose; la luz del mediodía da justo sobre su pecho derecho, sonrosando el pezón altivo que parece desafiar mis labios ávidos. Ninguno de los dos habla, hasta que digo: Disculpe, no quería molestarla. Ella se lleva hacia atrás un mechón rojizo que cae sobre su frente y me pregunta: ¿Qué querés?
Con el movimiento de su brazo siento que las piernas me tiemblan porque ha quedado más desnuda aún para mi mirada. Toso suavemente. Intento disimular la excitación que me provoca levantando un pequeño paquete que llevo en la mano izquierda: Me pidieron que le trajera ésto, digo, mientras extiendo el recado frente a ella. Abrilo, ordena secamente. Imposible, respondo, debe ser algo personal. Ella se levanta y acerca toda su humanidad a mi cuerpo, tristemente vestido con un traje de franela gris áspero y gastado. Pone su dedo en mis labios y dice: Ya que viniste hasta acá, hacé lo que te pido.
Siento mi mano temblar sobre el paquete. El cordel de hilo sisal lastima mis dedos haciéndome olvidar, por un instante, de la urgencia de mi deseo. Toda desnuda frente a mí, toda desnuda frente a mí, vuelve a insistir de nuevo mi pensamiento.
Fue esa noche, en medio de la borrachera generalizada, que el turco José acercó su silla, y me abrazó efusivamente poniendo su boca cerca de mi oído: Pibe, tenés que hacerme un favor. La música y los gritos me impidieron escuchar su historia como merecía. Apenas fragmentos entrecortados: es mía… no quiere… la última vez. Asentí con un gesto, almacenando su confidencia in entendible junto a mis náuseas de cerveza. Y entonces se levantó, fue hasta la barra, y para mi sorpresa, volvió con un pequeño paquete entre las manos. Un paquete atado con hilo sisal.
Pasaron más de dos semanas. No fui al bar ni llevé el paquete hasta hoy. ¿Qué derecho tengo a abrirlo? Ábralo usted, dije de pronto con un enojo inesperado. Ángela rió con ganas. Su boca, de dientes amarillentos pero parejos, se desnudó ante mí, y un furioso deseo de atrapar su lengua hizo que la tirara violentamente sobre la cama. Quise succionarla entera, comerla a mordiscones, invadirla hasta dejarla exhausta y ella no se negó. Cabalgué mi instinto sobre sus caderas, socavé sus honduras hasta el fin de mis fuerzas enrojeciendo su carne blanca, ahogando sus gritos locos con mi boca atormentada.Me fui de la pensión dolorido de placer. Ángela me dio el paquete antes de cerrar la puerta: No me gustan los anónimos. Devolvéselo al que te lo dio. Caminé silbando dos cuadras, perdido en la serenidad de mi cuerpo hasta que me acordé del turco. El turco y el paquete. Podía abrirlo, pero no me pareció prudente. En un acto de respeto lo tiré a las turbulentas aguas del río color marrón; flotó un rato hasta que lo perdí de vista.
Ángela se incorporó bruscamente de la cama, tiró las sábanas hacia un costado y me miró. No pude articular palabra. Estaba desnuda. Desnuda ante mí, que quién era yo para tener derecho a su intimidad. Su mirada era desafiante; no pude evitar recorrerla lentamente; desde su mentón, mis ojos se extasiaron sobre sus pechos turgentes y húmedos, bajaron hacia su ombligo y quedaron vedados sobre sus muslos cruzados. Seguí las suave línea de sus piernas hasta los pequeños dedos, con uñas atrevidamente pintadas de rojo. Al levantar de nuevo la vista, toda la habitación se nubló como en una madrugada de invierno. Sólo ella y su cuerpo quedaron en primer plano. Tuve deseos de tocarla, de comparar la suavidad de su piel con otras conocidas, y debiera haber avanzado unos pasos para lograrlo, pero me quedé quieto, inmóvil, casi infantil.
En el bar, los muchachos gritan. Hay un humo espeso mezclado con el desagradable olor a transpiración rancia. Los cuerpos, sudados, se amontonan en las rústicas mesas de madera, mojadas por los restos de interminables cervezas. Ruedan los dados con apuestas fuertes. Hay violencia contenida en algunas voces, y en otras una amargura silenciosa. Me acerco a una mesa de conocidos; hablan de mujeres con palabrotas fuertes, el alcohol parece corroer lo que les queda de humanos. Sonríen, sin embargo, cuando acerco la silla y los saludo. Entonces escucho el nombre de Ángela. Es una puta, grita Víctor, yo me la gocé varias veces. Los demás asienten alzando la voz, y todo se mezcla en una algarabía de versiones diferentes, de orgías vividas o fantaseadas.
Ángela me mira con una sonrisa irónica. Parece divertirse con mi estupor. Sigue en la misma pose; la luz del mediodía da justo sobre su pecho derecho, sonrosando el pezón altivo que parece desafiar mis labios ávidos. Ninguno de los dos habla, hasta que digo: Disculpe, no quería molestarla. Ella se lleva hacia atrás un mechón rojizo que cae sobre su frente y me pregunta: ¿Qué querés?
Con el movimiento de su brazo siento que las piernas me tiemblan porque ha quedado más desnuda aún para mi mirada. Toso suavemente. Intento disimular la excitación que me provoca levantando un pequeño paquete que llevo en la mano izquierda: Me pidieron que le trajera ésto, digo, mientras extiendo el recado frente a ella. Abrilo, ordena secamente. Imposible, respondo, debe ser algo personal. Ella se levanta y acerca toda su humanidad a mi cuerpo, tristemente vestido con un traje de franela gris áspero y gastado. Pone su dedo en mis labios y dice: Ya que viniste hasta acá, hacé lo que te pido.
Siento mi mano temblar sobre el paquete. El cordel de hilo sisal lastima mis dedos haciéndome olvidar, por un instante, de la urgencia de mi deseo. Toda desnuda frente a mí, toda desnuda frente a mí, vuelve a insistir de nuevo mi pensamiento.
Fue esa noche, en medio de la borrachera generalizada, que el turco José acercó su silla, y me abrazó efusivamente poniendo su boca cerca de mi oído: Pibe, tenés que hacerme un favor. La música y los gritos me impidieron escuchar su historia como merecía. Apenas fragmentos entrecortados: es mía… no quiere… la última vez. Asentí con un gesto, almacenando su confidencia in entendible junto a mis náuseas de cerveza. Y entonces se levantó, fue hasta la barra, y para mi sorpresa, volvió con un pequeño paquete entre las manos. Un paquete atado con hilo sisal.
Pasaron más de dos semanas. No fui al bar ni llevé el paquete hasta hoy. ¿Qué derecho tengo a abrirlo? Ábralo usted, dije de pronto con un enojo inesperado. Ángela rió con ganas. Su boca, de dientes amarillentos pero parejos, se desnudó ante mí, y un furioso deseo de atrapar su lengua hizo que la tirara violentamente sobre la cama. Quise succionarla entera, comerla a mordiscones, invadirla hasta dejarla exhausta y ella no se negó. Cabalgué mi instinto sobre sus caderas, socavé sus honduras hasta el fin de mis fuerzas enrojeciendo su carne blanca, ahogando sus gritos locos con mi boca atormentada.Me fui de la pensión dolorido de placer. Ángela me dio el paquete antes de cerrar la puerta: No me gustan los anónimos. Devolvéselo al que te lo dio. Caminé silbando dos cuadras, perdido en la serenidad de mi cuerpo hasta que me acordé del turco. El turco y el paquete. Podía abrirlo, pero no me pareció prudente. En un acto de respeto lo tiré a las turbulentas aguas del río color marrón; flotó un rato hasta que lo perdí de vista.
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