miércoles, 14 de diciembre de 2011
martes, 6 de diciembre de 2011
NEGRO HERNÁNDEZ
LA NAVIDAD DE JORGE
Esa noche Marta, la mujer del negocio de antigüedades, me había invitado a cenar en su departamento. Habían pasado dos meses de nuestro primer encuentro y queríamos celebrarlo en una mayor intimidad. La comida estuvo exquisita, el ambiente cálido y la pasión desparramada sobre las sábanas fue el paraíso. Ambos sabíamos que nuestra relación iba camino a convertirse en un fuego sagrado que estábamos destinados a terminar en el infierno dispuestos a consumirnos hasta los huesos.
-Quedate a dormir, me dijo.
Pero yo inventé una excusa para irme diciéndole que tenía que terminar un artículo para el diario. No es de hombre entusiasmarse tanto, ni abusar del deseo de una dama en su propio dormitorio aunque se muera de ganas de hacerlo.
De regreso a mi casa me llamó la atención ver las luces prendidas en la esquina del Tres Amigos y cruce la calle para curiosear el lugar. Eran las 3 de la madrugada y por el ventanal vi al Gallego acomodar las sillas sobre las mesas antes de pasar el lampazo. Más allá, en un rincón estaba Jorge, el médico del barrio al que recurrían los muchachos cada vez que tenían alguna nana.
Cuando entré al local el Gallego, con un tono cabrón me advirtió que estaba cerrando y que no me iba a poder atender. Dejalo, dijo Jorge, y con un golpe de cabeza el Gallego me autorizó a pasar.
-¿Qué haces por acá a estas horas?, le pregunté.
- No me podía dormir, Negro... Se me murió un amigo, dijo mientras empinaba un trago de buen tinto.
-¿Lo conozco?
-Si, el tano Moretti.
Las piernas me temblaron, sentí un fuerte cansancio y tuve ganas de irme a dormir pero no podía dejarlo al Doc sólo en ese momento. La noche con Marta me había agotado y lamenté no haber aceptado su invitación.
-Lo recuerdo, alguna vez vino por el café y se puso a hablar de la medicina alternativa. Lo gracioso fue que el Gordo le terminó pidiéndo una receta de viagra y tu amigo le recetó unos yuyos que le provocaron una diarrea que le duró una semana, dije para levantarle el ánimo.
El Doc sonrió con una mueca triste y continuó... fuimos compañeros del colegio y de la facultad, nos recibimos juntos hace como 40 años... era un gran tipo.
Yo quise distráelo pero me contagié de la emoción y me levanté para acercarme a su espalda que se fue encorvando para apoyar su cabeza sobre las manos mientras acodaba los brazos sobre la mesa y se le piantaron las lágrimas.
El Gallego estaba pasando un trapo al piso y el local se inundó de un fuerte olor a desinfectante como el que usaba mi vieja para limpiar la cloaca, acaroína creo que se llamaba.
Yo apenas atiné a ponerle mis manos sobre los hombros y hacerle un breve masaje mientras el cuore se me arrugaba de dolor. Ver así llorar a un hombre es muy fuerte y se te vienen encima todos los llantos que no lloraste.
-Vamos muchachos que se viene la Navidad, dijo el gallego trayendo una botella de Johnnie Walker, tres vasos y una hielera. La casa invita, dijo.
Jorge fue volviendo del dolor como un chico y el whisky aflojó ni pecho acongojado, luego dijo:
-Tengo la fortuna de pasar la navidad con mi mujer, mis hijos y mis nietos ¿qué más puedo pedir?. A esta altura de la vida nosotros somos el antes, los hijos son el durante, y los nietos son el después.
-Para mí la navidad es la infancia, dije. Es una mesa grande con mis padres jóvenes, mis hermanos, mis primos, mis tíos y mis abuelos inmigrantes.
-Tenés razón Negro, es como volver a mi pueblo de Galicia donde grandes y chicos esperábamos el nacimiento de Jesús en la iglesia.
La imagen de Marta volvió por un minuto y tuve ganas de verla. ¿Me acompañas a casa? pregunto Jorge. Si, por supuesto yo también voy para allá, y lo ayudé a levantarse. Cuando salimos del café se apagaron las luces de su interior y sentí bajar a las cortinas metálicas. Cuando giré la vista el gallego estaba poniendo el candado en la puerta de la esquina.
La luna calurosa de diciembre rebotaba en el adoquín de Barracas y parecía guiñarnos un ojo despidiendo la noche. Mi amigo trataba de caminar erguido y me abrazada en cada cordón. De repente levanto las dos manos como invocando al cielo y se le escucho decir en un grito: -¡La puta que te parió Moretti, dejarme justo ahora!
-A tu salud, Doc.
-Quedate a dormir, me dijo.
Pero yo inventé una excusa para irme diciéndole que tenía que terminar un artículo para el diario. No es de hombre entusiasmarse tanto, ni abusar del deseo de una dama en su propio dormitorio aunque se muera de ganas de hacerlo.
De regreso a mi casa me llamó la atención ver las luces prendidas en la esquina del Tres Amigos y cruce la calle para curiosear el lugar. Eran las 3 de la madrugada y por el ventanal vi al Gallego acomodar las sillas sobre las mesas antes de pasar el lampazo. Más allá, en un rincón estaba Jorge, el médico del barrio al que recurrían los muchachos cada vez que tenían alguna nana.
Cuando entré al local el Gallego, con un tono cabrón me advirtió que estaba cerrando y que no me iba a poder atender. Dejalo, dijo Jorge, y con un golpe de cabeza el Gallego me autorizó a pasar.
-¿Qué haces por acá a estas horas?, le pregunté.
- No me podía dormir, Negro... Se me murió un amigo, dijo mientras empinaba un trago de buen tinto.
-¿Lo conozco?
-Si, el tano Moretti.
Las piernas me temblaron, sentí un fuerte cansancio y tuve ganas de irme a dormir pero no podía dejarlo al Doc sólo en ese momento. La noche con Marta me había agotado y lamenté no haber aceptado su invitación.
-Lo recuerdo, alguna vez vino por el café y se puso a hablar de la medicina alternativa. Lo gracioso fue que el Gordo le terminó pidiéndo una receta de viagra y tu amigo le recetó unos yuyos que le provocaron una diarrea que le duró una semana, dije para levantarle el ánimo.
El Doc sonrió con una mueca triste y continuó... fuimos compañeros del colegio y de la facultad, nos recibimos juntos hace como 40 años... era un gran tipo.
Yo quise distráelo pero me contagié de la emoción y me levanté para acercarme a su espalda que se fue encorvando para apoyar su cabeza sobre las manos mientras acodaba los brazos sobre la mesa y se le piantaron las lágrimas.
El Gallego estaba pasando un trapo al piso y el local se inundó de un fuerte olor a desinfectante como el que usaba mi vieja para limpiar la cloaca, acaroína creo que se llamaba.
Yo apenas atiné a ponerle mis manos sobre los hombros y hacerle un breve masaje mientras el cuore se me arrugaba de dolor. Ver así llorar a un hombre es muy fuerte y se te vienen encima todos los llantos que no lloraste.
-Vamos muchachos que se viene la Navidad, dijo el gallego trayendo una botella de Johnnie Walker, tres vasos y una hielera. La casa invita, dijo.
Jorge fue volviendo del dolor como un chico y el whisky aflojó ni pecho acongojado, luego dijo:
-Tengo la fortuna de pasar la navidad con mi mujer, mis hijos y mis nietos ¿qué más puedo pedir?. A esta altura de la vida nosotros somos el antes, los hijos son el durante, y los nietos son el después.
-Para mí la navidad es la infancia, dije. Es una mesa grande con mis padres jóvenes, mis hermanos, mis primos, mis tíos y mis abuelos inmigrantes.
-Tenés razón Negro, es como volver a mi pueblo de Galicia donde grandes y chicos esperábamos el nacimiento de Jesús en la iglesia.
La imagen de Marta volvió por un minuto y tuve ganas de verla. ¿Me acompañas a casa? pregunto Jorge. Si, por supuesto yo también voy para allá, y lo ayudé a levantarse. Cuando salimos del café se apagaron las luces de su interior y sentí bajar a las cortinas metálicas. Cuando giré la vista el gallego estaba poniendo el candado en la puerta de la esquina.
La luna calurosa de diciembre rebotaba en el adoquín de Barracas y parecía guiñarnos un ojo despidiendo la noche. Mi amigo trataba de caminar erguido y me abrazada en cada cordón. De repente levanto las dos manos como invocando al cielo y se le escucho decir en un grito: -¡La puta que te parió Moretti, dejarme justo ahora!
-A tu salud, Doc.
TALLER
TALLER DE ESCRITURA CREATIVA
"REDES DE PAPEL"
Coordina: Carlos Margiotta
Todos los lunes de 18 a 20 hs.
En LA SUBASTA - Río de Janeiro 54 cap.
Informes: 4857- 5119
En LA SUBASTA - Río de Janeiro 54 cap.
Informes: 4857- 5119
JOSÉ ALEJANDRO ARCE
HISTORIA EN UN JARDÍN
La flor estaba triste, algo marchita y sin ganas de seguir alegrando los ojos de los seres que la rodeaban. En su sufrida imagen quedaban aun vestigios de su esplendor, de su tallo pleno de elegancia y solidez, sus pistilos eran representantes sublimes de su alma, envueltos en pétalos celestiales; ahora todo eso se iba perdiendo junto a su aroma encantador, denota una sonrisa angelical solo percibida por algunos.
Todo su frágil ser se encontraba aferrado al sueño de que algún día apareciera la abeja adecuada que la sepa polinizar, como ella precisa para sentirse plena en su propia naturaleza.
A lo largo del tiempo siempre tuvo una sola abeja que lo hacía, pero al hacerlo demostraba que solo la quería para eso, no para cuidarla, estar pendiente de ella, agasajarla y halagarla a cada instante.
Con el paso del tiempo cayeron de ella varias semillas que no volaron lejos, solo a su alrededor, y son parte de su alegría, son las que hacen que la bella flor ocupe su tiempo olvidando el desaire y el engaño con otras flores de parte de su propia abeja. Las semillas estaban en constante crecimiento y colmaban de alegría sus días con sus noches, pero de a ratos, volvía a caer en lo mismo que la en-tristecía, y a causa de ello pasaba gran parte de sus días y sus noches penando en silencio y soñan-do con la llegada de algún príncipe azul convertido en abeja.
Tenía poco cuidado, solo la cuidaba la lluvia y se fortificaba viendo crecer a sus semillas que ya eran pimpollos.
Por aires cercanos pero lejos a la vez, revoloteaba una abeja, surcando los tiempos en vuelo solitario, polinizando a cuanta flor pudiera, de todas las especies y en cualquier jardín; pero esta abeja siempre se sentía sola, vacía y cayendo en la cuenta de que nunca había dado aún con la flor ade-cuada, la que llame su atención por completo, la que despierte brillo en sus ojos y provoque su aleteo enérgico y sus ansias de sentirse útil en la polinización.
Hasta que un día, en su distraído volar, percibe un aroma cautivante, un aroma que más que aroma era un llamado, una súplica. Por primera vez en su vida se dejó envolver por él hasta llegar al estado en el que se encuentra hoy, cautivado y cautivo.
Llegó hasta ella y ella lo dejó venir, la atracción fue mutua y grandiosa, a la vez que sincera y transparente, sin malicia alguna.
La danza del cortejo fue eficaz, ella lentamente iba recuperando vigor, belleza y candidez; día a día aumentaba el encanto entre los dos, a tal punto de llegar a un pacto de silencio y sutilezas entre am-bos; el resto del jardín lo percibió y comenzaron a enviarse señales, sin respetar a dos almas puras que eligieron vivir sus naturalidades sumergidos en placer, pasión y encanto.
En sucesivas danzas envueltas en distintos soles, el acercamiento fue en aumento hasta que por fin, a la caída de la tarde y con las estrellas a cuestas, se produjo la tan ansiada polinización, llena de delirio y nerviosismo por ser la primera vez. Estas se sucedieron con más asiduidad, siempre cuidando que la otrora abeja dueña en un principio de la flor, no se percatara de los "sucesos".
Pasaron sus días felices plenos de polen y encanto, y siempre cuidando de no ser descubiertos.
Pero tanto la flor como la abeja eran seres vivos y como tales después de cumplir con su misión en el mundo deberían dejar de ser para dar paso a otras flores y otras abejas y otras historias.
El final para ambos llegó. No se sabe bien a ciencia cierta cual se adelantó en la partida, pero si se sabe que pronto continuó el otro ser. La cuestión es que ya no están y quedó una bella historia, de la cual están encargadas de transmitir de generación en generación las semillas dejadas por la flor, que por cierto ya son flores, esbeltas, especiales, fuertes e inmersas en belleza y sabiduría, siendo el fiel reflejo de su flor madre.
Todo su frágil ser se encontraba aferrado al sueño de que algún día apareciera la abeja adecuada que la sepa polinizar, como ella precisa para sentirse plena en su propia naturaleza.
A lo largo del tiempo siempre tuvo una sola abeja que lo hacía, pero al hacerlo demostraba que solo la quería para eso, no para cuidarla, estar pendiente de ella, agasajarla y halagarla a cada instante.
Con el paso del tiempo cayeron de ella varias semillas que no volaron lejos, solo a su alrededor, y son parte de su alegría, son las que hacen que la bella flor ocupe su tiempo olvidando el desaire y el engaño con otras flores de parte de su propia abeja. Las semillas estaban en constante crecimiento y colmaban de alegría sus días con sus noches, pero de a ratos, volvía a caer en lo mismo que la en-tristecía, y a causa de ello pasaba gran parte de sus días y sus noches penando en silencio y soñan-do con la llegada de algún príncipe azul convertido en abeja.
Tenía poco cuidado, solo la cuidaba la lluvia y se fortificaba viendo crecer a sus semillas que ya eran pimpollos.
Por aires cercanos pero lejos a la vez, revoloteaba una abeja, surcando los tiempos en vuelo solitario, polinizando a cuanta flor pudiera, de todas las especies y en cualquier jardín; pero esta abeja siempre se sentía sola, vacía y cayendo en la cuenta de que nunca había dado aún con la flor ade-cuada, la que llame su atención por completo, la que despierte brillo en sus ojos y provoque su aleteo enérgico y sus ansias de sentirse útil en la polinización.
Hasta que un día, en su distraído volar, percibe un aroma cautivante, un aroma que más que aroma era un llamado, una súplica. Por primera vez en su vida se dejó envolver por él hasta llegar al estado en el que se encuentra hoy, cautivado y cautivo.
Llegó hasta ella y ella lo dejó venir, la atracción fue mutua y grandiosa, a la vez que sincera y transparente, sin malicia alguna.
La danza del cortejo fue eficaz, ella lentamente iba recuperando vigor, belleza y candidez; día a día aumentaba el encanto entre los dos, a tal punto de llegar a un pacto de silencio y sutilezas entre am-bos; el resto del jardín lo percibió y comenzaron a enviarse señales, sin respetar a dos almas puras que eligieron vivir sus naturalidades sumergidos en placer, pasión y encanto.
En sucesivas danzas envueltas en distintos soles, el acercamiento fue en aumento hasta que por fin, a la caída de la tarde y con las estrellas a cuestas, se produjo la tan ansiada polinización, llena de delirio y nerviosismo por ser la primera vez. Estas se sucedieron con más asiduidad, siempre cuidando que la otrora abeja dueña en un principio de la flor, no se percatara de los "sucesos".
Pasaron sus días felices plenos de polen y encanto, y siempre cuidando de no ser descubiertos.
Pero tanto la flor como la abeja eran seres vivos y como tales después de cumplir con su misión en el mundo deberían dejar de ser para dar paso a otras flores y otras abejas y otras historias.
El final para ambos llegó. No se sabe bien a ciencia cierta cual se adelantó en la partida, pero si se sabe que pronto continuó el otro ser. La cuestión es que ya no están y quedó una bella historia, de la cual están encargadas de transmitir de generación en generación las semillas dejadas por la flor, que por cierto ya son flores, esbeltas, especiales, fuertes e inmersas en belleza y sabiduría, siendo el fiel reflejo de su flor madre.
SOLE V. CIPOLLARI
CORAL BLUES
Esta mañana me levanté en el aire y supe que vendría. Saqué la bici y huí, volé hacia lugares donde sabría que podría encontrarlo primero. C'est la vie, sabía que iba a encontrarlo allí.
Entre al mercado de San Telmo y miré en todos los puestos: tenía que estar ahí. Como escuchando discos no estaba, probé entre muebles antiguos; pucha, tampoco. Entre sombreros y revistas no encontré más que polvo. Pero ahí, entre la fruta, ahí estaba.
"Te estaba buscando, Markie."
"My candygirl, where were you?!"
"Mark, no te hagas el estúpido que sabías que yo sabía que venías a Buenos Aires."
"Es verdad, tesoro. No te avisé. No podía, no me animaba."
"Pero Mark, qué te pasó... además, cómo podías suponer que yo no sabría, que no iba a adivinarlo. Alguno me diría. O Toni o la ecuatoriana. Te iba a encontrar."
"No es nada, es sólo que..."
"Qué pasa, no me querés ver? Es eso, no me querés ver más?"
"Honey, es solamente que... No puedo decirte ahora. Vamos a tomar algo. ¿Estás ocupada?" Estúpido, sabría que venía a buscarlo. Sabría que estaba sin trabajo. Sabría que lo estaba esperando, si no fuese porque seguramente no leyó mi último mail.
"Mark. No estoy ocupada. Vamos a casa, te hago de comer."
Llevó unos duraznos y unas manzanas y tuve que arrastrarlo para que me aceptara invitar a mí.
Debimos habernos dormido medio siglo, porque cuando despertamos, tenía la rubia barba crecida unos centímetros y su pantalón a rayas azul y blanco arrugado. Estaba descalzo y con el torso desnudo, y dormíamos al rayo del sol que entraba por la ventana de cortinas de crochet. Preparé cafés en la máquina que otra vez él me había traído de Vancouver, recuerdo de su madre, que se moría de ganas de conocer-me, y bajé corriendo (con una solerita puesta, nada más, recuerdo) a la panadería de Pedro a comprarle unas medialunas con azúcar impalpable. Era lo menos que podía hacer por él después de que había pasado los últimos dos meses en el norte y las últimas dos semanas aisladísimo de todo. Cuando se despertó se quedó leyendo el diario de hace unos ocho días que alguno de mis alumnos se había dejado arriba de la mesa... estaba tan lindo con su pelo rubio mal cortado y esos lentes marrones que, dios mío, lo hacían parecer de principio de siglo. "Rubio hermoso", pensaba siempre. "Cordobesa chucana", me reía para mí misma, total, él no iba a saberlo.
"Mark, quizá deberías traerte las cosas para acá. No tengo problema en que te quedes en mi casa, si querés yo puedo dormir en el comedor."
"A mí me parece que mejor sería que nadie durmiera acá, no sé, ¿te parece?"
"Me parece, sí, me parece..."
Descalzo, amaba andar descalzo, se fue hasta la pizzería y trajo una napolitana para almorzar y una rubia para tomar. Nos volvimos a dormir toda la siesta, tanto era el calor que hacía y lo cansado que estaba y lo desocupada que andaba yo por ese entonces, es decir, el mes pasado.
Ahora parece que hubieran pasado otros dos siglos, desde aquel entonces.
Qué desgraciado este gringo, no se va más y mi casa es un desastre. Hace días que no tengo alumnos, pero estamos de eternas vacaciones pagadas gracias a los pesados dos meses de trabajo en el desierto. No sé incluso si su familia sabe que está acá conmigo, pero lo que soy yo, lo tengo secuestrado y termi-nantemente prohibido hablar de irse. Igualmente él sabe que acá tiene casa, por lo menos hasta que empiece el año y yo pueda retomar actividades normalmente, cosa para la que parece faltar muchísimo.
Mientras tanto, descalcísimos.
Entre al mercado de San Telmo y miré en todos los puestos: tenía que estar ahí. Como escuchando discos no estaba, probé entre muebles antiguos; pucha, tampoco. Entre sombreros y revistas no encontré más que polvo. Pero ahí, entre la fruta, ahí estaba.
"Te estaba buscando, Markie."
"My candygirl, where were you?!"
"Mark, no te hagas el estúpido que sabías que yo sabía que venías a Buenos Aires."
"Es verdad, tesoro. No te avisé. No podía, no me animaba."
"Pero Mark, qué te pasó... además, cómo podías suponer que yo no sabría, que no iba a adivinarlo. Alguno me diría. O Toni o la ecuatoriana. Te iba a encontrar."
"No es nada, es sólo que..."
"Qué pasa, no me querés ver? Es eso, no me querés ver más?"
"Honey, es solamente que... No puedo decirte ahora. Vamos a tomar algo. ¿Estás ocupada?" Estúpido, sabría que venía a buscarlo. Sabría que estaba sin trabajo. Sabría que lo estaba esperando, si no fuese porque seguramente no leyó mi último mail.
"Mark. No estoy ocupada. Vamos a casa, te hago de comer."
Llevó unos duraznos y unas manzanas y tuve que arrastrarlo para que me aceptara invitar a mí.
Debimos habernos dormido medio siglo, porque cuando despertamos, tenía la rubia barba crecida unos centímetros y su pantalón a rayas azul y blanco arrugado. Estaba descalzo y con el torso desnudo, y dormíamos al rayo del sol que entraba por la ventana de cortinas de crochet. Preparé cafés en la máquina que otra vez él me había traído de Vancouver, recuerdo de su madre, que se moría de ganas de conocer-me, y bajé corriendo (con una solerita puesta, nada más, recuerdo) a la panadería de Pedro a comprarle unas medialunas con azúcar impalpable. Era lo menos que podía hacer por él después de que había pasado los últimos dos meses en el norte y las últimas dos semanas aisladísimo de todo. Cuando se despertó se quedó leyendo el diario de hace unos ocho días que alguno de mis alumnos se había dejado arriba de la mesa... estaba tan lindo con su pelo rubio mal cortado y esos lentes marrones que, dios mío, lo hacían parecer de principio de siglo. "Rubio hermoso", pensaba siempre. "Cordobesa chucana", me reía para mí misma, total, él no iba a saberlo.
"Mark, quizá deberías traerte las cosas para acá. No tengo problema en que te quedes en mi casa, si querés yo puedo dormir en el comedor."
"A mí me parece que mejor sería que nadie durmiera acá, no sé, ¿te parece?"
"Me parece, sí, me parece..."
Descalzo, amaba andar descalzo, se fue hasta la pizzería y trajo una napolitana para almorzar y una rubia para tomar. Nos volvimos a dormir toda la siesta, tanto era el calor que hacía y lo cansado que estaba y lo desocupada que andaba yo por ese entonces, es decir, el mes pasado.
Ahora parece que hubieran pasado otros dos siglos, desde aquel entonces.
Qué desgraciado este gringo, no se va más y mi casa es un desastre. Hace días que no tengo alumnos, pero estamos de eternas vacaciones pagadas gracias a los pesados dos meses de trabajo en el desierto. No sé incluso si su familia sabe que está acá conmigo, pero lo que soy yo, lo tengo secuestrado y termi-nantemente prohibido hablar de irse. Igualmente él sabe que acá tiene casa, por lo menos hasta que empiece el año y yo pueda retomar actividades normalmente, cosa para la que parece faltar muchísimo.
Mientras tanto, descalcísimos.
PATRICIA ...PATOKATA
ESPERANDO...
A través del cristal las gotas de lluvia, las nubes negras de un día gris.
Las manos apoyadas sobre la fría superficie y los ojos que esperan...
La esperanza en la ansiedad de cada instante que transcurre y que muere en cada minuto que quedó atrás.
Minutos que vuelven a ser presente al compás del corazón cuyos latidos no se resignan a perder la fe...de verlo aparecer en cualquier momento, corriendo la vida por la calle aún sabiendo que ésta se le fue de las manos y lo dejó sin piel...y lo dejó sin ser...
Las manos apoyadas sobre la fría superficie y los ojos que esperan...
La esperanza en la ansiedad de cada instante que transcurre y que muere en cada minuto que quedó atrás.
Minutos que vuelven a ser presente al compás del corazón cuyos latidos no se resignan a perder la fe...de verlo aparecer en cualquier momento, corriendo la vida por la calle aún sabiendo que ésta se le fue de las manos y lo dejó sin piel...y lo dejó sin ser...
ELSA LOMBARDO
CRUZANDO EL CHARCO
Venía repitiéndose hacía unos días que él no había cruzado el Charco para terminar suicidándose en un rincón de Buenos Aires. Sin embargo allí estaba en medio de esa miserable pieza preparando con todo detalle el nudo que se apretaría a su cuello y lo libraría de su sufrimiento.
La viga de hierro le vino como anillo al dedo para suspender la cuerda. La observó balancearse implacable, elegante como péndulo de reloj marcando los segundos de su decisión.
Buscó el único asiento de la pieza, lo afirmó y se subió a él. Miró por última vez la plaza desierta, las copas de los árboles, el espejo negro y brillante, estremecido por ondas apenas perceptibles. Y más allá, el Horizonte Oriental al que estaba a punto de decir adiós.
Sintió la boca reseca. Mecánicamente bajó de la silla y fue a la heladera. Sacó una botella de agua y la bebió hasta acabar el líquido fresco. Se dirigió a la ventana, cerró una hoja y divisó el banco de la plaza, ocupado ahora por dos niños que jugaban de manos. Quizá no se habían percatado de la soga que pendía del techo. Aunque cerrara la ventana, verían todo a través del vidrio sin postigo ni cortina. Bajó para ver si conversando con ellos lograba que se alejaran.
Para cuando cruzó los niños corrían persiguiéndose entre los árboles, lejos del banco.
Se sentó abatido. El cuerpo tenso, afiebrada la mente. Le pareció que la vida lo había cacheteado siempre. Escuchó las voces de las madres en las hamacas, el carcajear de los adolescentes en plena primavera de la vida y del año. En cada pibe vio a sus dos hijos, a cargo de la abuela en un cantegril de Montevideo, de donde había venido buscando mejorar su suerte de niño lustrabotas y canillita. De joven estudiante de bibliotecas públicas. De adulto que le peleaba a la sociedad un lugar con un título bajo el brazo. De militante contra la prepotencia que cobraba sus víctimas.
Sentía la opresión en el pecho. Quería regresar a la pieza y poner punto final a tanto desesperanza. Miró hacia el cuadrado de la ventana. El sol que caía sobre el río auroleaba el óvalo pendiente que lo esperaba para cumplir su misión fatal. Tan fatal como había sido el destino de la mujer que se unió a él. La que le había dado dos hijos. La que había dejado la vida con el último pujo que dio paso al primer berrinche de la hija menor, mientras él resistía en una celda noches de espanto y de tortura. Ahora, crecidos ambos, se-guro estarían jugando en el patio de la casa de la abuela. Y esperaban los pocos pesos mensuales que enviaría para no ser canillitas como él, ni estudiantes con libros ajenos como él, ni esperar los Reyes de la caridad, ni presos políticos como tantos y tantos compatriotas.
Al galope los recuerdos cruzaban el Charco yendo y viniendo. Como había venido él con el título de Técnico electrónico bajo el brazo, y se quedado cerca del río y del puerto, para poder imaginar cada noche la silueta de su Montevideo natal.
Dos años después había probado todos los trabajos de día y aguantado todos los insomnios de noche es-perando el momento en que los cruzados medievales derribaran puertas también de este lado del Charco.
Sintió que las luces de la plaza lo encandilaban. Volvió la cabeza a la ventana. El colgajo aún lo esperaba. También lo debían estar esperando en el cantegril su madre y sus hijos, los compañeros de ideales y los amigos.
Abandonó el banco con movimiento nervioso. El viento acunaba los jacarandaes en flor. El rumor del agua le cantaba arrullos conocidos. Frente a él cruzaron parloteando los niños con los que había bajado a hablar.
Atravesó la calle, subió los escalones, entró a la pieza. Subió a la silla y descolgó la cuerda. Cubierto de sudor estalló en sollozos.
Minutos después con manos trémulas dio cuerda al despertador y frenó la manecilla en las cinco. Preparó su mejor ropa y el certificado de Técnico electrónico. Apagó la luz.
Antes de que el sueño lo invadiera insistió para sí mismo que No, que él NO había cruzado el Charco para suicidarse en cualquier rincón de Buenos Aires.
La viga de hierro le vino como anillo al dedo para suspender la cuerda. La observó balancearse implacable, elegante como péndulo de reloj marcando los segundos de su decisión.
Buscó el único asiento de la pieza, lo afirmó y se subió a él. Miró por última vez la plaza desierta, las copas de los árboles, el espejo negro y brillante, estremecido por ondas apenas perceptibles. Y más allá, el Horizonte Oriental al que estaba a punto de decir adiós.
Sintió la boca reseca. Mecánicamente bajó de la silla y fue a la heladera. Sacó una botella de agua y la bebió hasta acabar el líquido fresco. Se dirigió a la ventana, cerró una hoja y divisó el banco de la plaza, ocupado ahora por dos niños que jugaban de manos. Quizá no se habían percatado de la soga que pendía del techo. Aunque cerrara la ventana, verían todo a través del vidrio sin postigo ni cortina. Bajó para ver si conversando con ellos lograba que se alejaran.
Para cuando cruzó los niños corrían persiguiéndose entre los árboles, lejos del banco.
Se sentó abatido. El cuerpo tenso, afiebrada la mente. Le pareció que la vida lo había cacheteado siempre. Escuchó las voces de las madres en las hamacas, el carcajear de los adolescentes en plena primavera de la vida y del año. En cada pibe vio a sus dos hijos, a cargo de la abuela en un cantegril de Montevideo, de donde había venido buscando mejorar su suerte de niño lustrabotas y canillita. De joven estudiante de bibliotecas públicas. De adulto que le peleaba a la sociedad un lugar con un título bajo el brazo. De militante contra la prepotencia que cobraba sus víctimas.
Sentía la opresión en el pecho. Quería regresar a la pieza y poner punto final a tanto desesperanza. Miró hacia el cuadrado de la ventana. El sol que caía sobre el río auroleaba el óvalo pendiente que lo esperaba para cumplir su misión fatal. Tan fatal como había sido el destino de la mujer que se unió a él. La que le había dado dos hijos. La que había dejado la vida con el último pujo que dio paso al primer berrinche de la hija menor, mientras él resistía en una celda noches de espanto y de tortura. Ahora, crecidos ambos, se-guro estarían jugando en el patio de la casa de la abuela. Y esperaban los pocos pesos mensuales que enviaría para no ser canillitas como él, ni estudiantes con libros ajenos como él, ni esperar los Reyes de la caridad, ni presos políticos como tantos y tantos compatriotas.
Al galope los recuerdos cruzaban el Charco yendo y viniendo. Como había venido él con el título de Técnico electrónico bajo el brazo, y se quedado cerca del río y del puerto, para poder imaginar cada noche la silueta de su Montevideo natal.
Dos años después había probado todos los trabajos de día y aguantado todos los insomnios de noche es-perando el momento en que los cruzados medievales derribaran puertas también de este lado del Charco.
Sintió que las luces de la plaza lo encandilaban. Volvió la cabeza a la ventana. El colgajo aún lo esperaba. También lo debían estar esperando en el cantegril su madre y sus hijos, los compañeros de ideales y los amigos.
Abandonó el banco con movimiento nervioso. El viento acunaba los jacarandaes en flor. El rumor del agua le cantaba arrullos conocidos. Frente a él cruzaron parloteando los niños con los que había bajado a hablar.
Atravesó la calle, subió los escalones, entró a la pieza. Subió a la silla y descolgó la cuerda. Cubierto de sudor estalló en sollozos.
Minutos después con manos trémulas dio cuerda al despertador y frenó la manecilla en las cinco. Preparó su mejor ropa y el certificado de Técnico electrónico. Apagó la luz.
Antes de que el sueño lo invadiera insistió para sí mismo que No, que él NO había cruzado el Charco para suicidarse en cualquier rincón de Buenos Aires.
JESÚS ALEJANDRO GODOY
EL ERRANTE
Si es que estoy hecho de historias perdidas, será la razón por la que ahora esté vagando por esta casa tan repleta de luna y tan vacía de luz.
Si es verdad que mis ojos siguen grabando historias que no serán, ése es el porqué esté caminando sobre la hojarasca, en este bosque solitario, negro y difunto de sueños.
No sé cuando fue, ni como sucedió; es que una mañana sólo me aparté de un lugar y me fui a otro, y ahí empecé a ver de cerca a las aves del cielo y al sol del espacio; y en lugares extraños me empecé a que-dar, como una errante palabra que jamás tendría que haber sido pronunciada, como un hecho irresoluto o una mirada que nada tiene que percibir.
Si es que me abrigo de alegrías ajenas, creo que esa es la razón por la que mis únicas alegrías son contar los árboles de distintos lugares y ver pasar a los astros camuflados en mil colores distintos; y si es que mis gritos son como sinfonías mudas que jamás serán ejecutadas, ese creo, es el porqué mis caminos se separan de mis pasos y mis huellas se confunden a sí mismas con las que ya habían sido caminadas.
Si es que estoy hecho de madrugadas que nunca llegan y de inviernos en casas derruidas y de amores que nunca volverán, esa es la razón -creo-, por la que mi sombra se ha quedado a orillas del mar a mirar el amanecer, y mis rutinas ya se han dormido, dando un último suspiro que sólo yo he escuchado.
No sé cuando fue, ni como sucedió.
Tal vez entonces, una mañana sólo me apartaré de un lugar y me iré a otro, y en alguno me quedaré esperando a despertar de este sueño; que según parece, sólo se sueña cuando yo trato de abrir mis ojos…
Si es verdad que mis ojos siguen grabando historias que no serán, ése es el porqué esté caminando sobre la hojarasca, en este bosque solitario, negro y difunto de sueños.
No sé cuando fue, ni como sucedió; es que una mañana sólo me aparté de un lugar y me fui a otro, y ahí empecé a ver de cerca a las aves del cielo y al sol del espacio; y en lugares extraños me empecé a que-dar, como una errante palabra que jamás tendría que haber sido pronunciada, como un hecho irresoluto o una mirada que nada tiene que percibir.
Si es que me abrigo de alegrías ajenas, creo que esa es la razón por la que mis únicas alegrías son contar los árboles de distintos lugares y ver pasar a los astros camuflados en mil colores distintos; y si es que mis gritos son como sinfonías mudas que jamás serán ejecutadas, ese creo, es el porqué mis caminos se separan de mis pasos y mis huellas se confunden a sí mismas con las que ya habían sido caminadas.
Si es que estoy hecho de madrugadas que nunca llegan y de inviernos en casas derruidas y de amores que nunca volverán, esa es la razón -creo-, por la que mi sombra se ha quedado a orillas del mar a mirar el amanecer, y mis rutinas ya se han dormido, dando un último suspiro que sólo yo he escuchado.
No sé cuando fue, ni como sucedió.
Tal vez entonces, una mañana sólo me apartaré de un lugar y me iré a otro, y en alguno me quedaré esperando a despertar de este sueño; que según parece, sólo se sueña cuando yo trato de abrir mis ojos…
SONIA CATELA
LA BRUJA
Durante la limpieza general de la casa que habitaría de ahora en más, halló la extraña lámpara. Por su forma miliunanochesca le recordó la de Aladino y la frotó con la gamuza; inconscientemente formuló un pensamiento: siempre había querido tener una cabellera llamativa, a lo Verónica Lake, no la rala pelambre que poseía. De inmediato se quedó calva. Su melena había desaparecido por completo, de su cabeza, de la habitación, del mundo; ni una hebra daba fe del jopo que había portado en lo alto de su testa. Después de un examen de lo irreparable, exigió a la lámpara la inmediata compostura del perjuicio. Con teatral fogonazo, decenas de pelos se estrellaron en el piso, los muebles, las arañas, los vidrios de la ventana y los grifos de la pileta. Furiosa, demandó la devolución a su lugar de la corona capilar: los cabellos desparramados se reagruparon y aparecieron, sobre su cabeza, en forma de artística peluca. A partir de ese momento, con recelo, enunció, a modo de test, peticiones insustanciales: que se limpiasen los vidrios de la ventana, que lloviera cinco milímetros; todo en vano. Evidentemente, la lámpara concedía -de manera antojadiza y contradictoria- nada más que tres requerimientos por persona. Y los otorgaba con signo contrario al de su formulación. La sepultó dentro de una cómoda. De allí la saca cada vez que vienen a su casa visitas a las que selecciona previamente con todo cuidado; las invita a frotar la lámpara y formular tres deseos, lo que más anhelen en la vida.
Durante la limpieza general de la casa que habitaría de ahora en más, halló la extraña lámpara. Por su forma miliunanochesca le recordó la de Aladino y la frotó con la gamuza; inconscientemente formuló un pensamiento: siempre había querido tener una cabellera llamativa, a lo Verónica Lake, no la rala pelambre que poseía. De inmediato se quedó calva. Su melena había desaparecido por completo, de su cabeza, de la habitación, del mundo; ni una hebra daba fe del jopo que había portado en lo alto de su testa. Después de un examen de lo irreparable, exigió a la lámpara la inmediata compostura del perjuicio. Con teatral fogonazo, decenas de pelos se estrellaron en el piso, los muebles, las arañas, los vidrios de la ventana y los grifos de la pileta. Furiosa, demandó la devolución a su lugar de la corona capilar: los cabellos desparramados se reagruparon y aparecieron, sobre su cabeza, en forma de artística peluca. A partir de ese momento, con recelo, enunció, a modo de test, peticiones insustanciales: que se limpiasen los vidrios de la ventana, que lloviera cinco milímetros; todo en vano. Evidentemente, la lámpara concedía -de manera antojadiza y contradictoria- nada más que tres requerimientos por persona. Y los otorgaba con signo contrario al de su formulación. La sepultó dentro de una cómoda. De allí la saca cada vez que vienen a su casa visitas a las que selecciona previamente con todo cuidado; las invita a frotar la lámpara y formular tres deseos, lo que más anhelen en la vida.
CRISTINA VILLANUEVA
EL AZAR Y EL DESEO
El jardín colmado de sorpresas, como la vida. Un infinito pequeño. El azar es una forma del deseo piensa, mientras ve plantas que algún viento llevó a un cruce singular. Así, en un cantero con flores, sucesos que seguramente se dieron en la noche, crece una planta hija de la que estaba en el extremo opuesto. Las razones botánicas, los placeres del intercambio, generan una riqueza inesperada. El otro verde, el tono distinto, no es rechazado como a veces sucede entre los humanos. La humedad, una música, la piel de unas hojas contra otras, dejan algún regalo para descubrir en la mañana. El café se adelanta en el perfume, una flor de un rosado masculino, como el de la langosta, avanza hacia otra, rosa, pequeña, femenina, abierta apenas en la espera. Los pájaros caminan sobre el pasto como sobre uno de los sueños del mar. Mientras el café desarma en la boca el jugo de sus granos de vida, las dos flores duermen su abrazo de amantes. En recortes, ventanas abiertas, espacios tejidos entre las ramas, aparece el cielo como las letras de un mensaje a descifrar.
El jardín colmado de sorpresas, como la vida. Un infinito pequeño. El azar es una forma del deseo piensa, mientras ve plantas que algún viento llevó a un cruce singular. Así, en un cantero con flores, sucesos que seguramente se dieron en la noche, crece una planta hija de la que estaba en el extremo opuesto. Las razones botánicas, los placeres del intercambio, generan una riqueza inesperada. El otro verde, el tono distinto, no es rechazado como a veces sucede entre los humanos. La humedad, una música, la piel de unas hojas contra otras, dejan algún regalo para descubrir en la mañana. El café se adelanta en el perfume, una flor de un rosado masculino, como el de la langosta, avanza hacia otra, rosa, pequeña, femenina, abierta apenas en la espera. Los pájaros caminan sobre el pasto como sobre uno de los sueños del mar. Mientras el café desarma en la boca el jugo de sus granos de vida, las dos flores duermen su abrazo de amantes. En recortes, ventanas abiertas, espacios tejidos entre las ramas, aparece el cielo como las letras de un mensaje a descifrar.
MARIO CAPASSO
TEXTOS BREVES
Al séptimo día
Mi mundo está acabado, dijo. Enseguida pensó, con un dejo de satisfacción, que por única vez en su vida, la siesta de los domingos estaría justificada. Así que se acostó nomás. Pero no logró conciliar el sueño. Abandonó la cama. Se asomó a una de las ventanas y vio lo que había hecho. Entonces abrió bien grandes los ojos y así continúa, con los ojos abiertos, inmóvil, en silencio.
Embragar
El buen señor, luego de rascarse la cabeza durante un rato, se dispuso a manejar su propio auto e intentó embragar y poner primera tal como le habían explicado, esa misma mañana, un par de amigos fugaces. En medio de la operación, el auto comenzó a dar un montón de saltitos y, a partir de un instante medio impreciso que no quedó registrado en ninguna parte, mientras el supuesto conductor pensaba en una rana cualquiera y después en un canguro determinado, el motor del vehículo comenzó a caer en una zona de silencio. Así y todo, sin su ruido, con el horizonte subiendo y bajando, con el limpiaparabrisas puesto a funcionar de manera misteriosa, el dúo de auto y chofer llegó a la estación de servicio más próxima. Ya allí, una vez estacionado contra uno de los surtidores, dos o tres testigos del arribo a los tumbos, lo saca-ron de adentro, lo palmearon de lo lindo al señor y le auguraron un sin fin de tropiezos semejantes, si es que no se avenía a cumplir con las reglas del buen conducir, que por cierto hasta ese momento no habían incluido, durante esa experiencia de menos de un día, el arte de embragar.
De pibas y olores
Para esa piba, nacida en un suburbio de malos olores, resultaba inimaginable una vida diferente, una vida con aroma a perfume francés, como le dijo una tarde una amiga en una esquina. Claro, la otra sabía, era más grande que ella, con mayor experiencia sobre los hombres y sus placeres. Así que entonces, a partir de esa charla y luego de una campaña de ablandamiento, la pequeña, quizás en un estado de embeleso producto del resfrío que la afectaba, abandonó la zona detrás de la más grande, con un aire de descon-fianza que ya no la abandonaría y que la ha convertido, ahora, luego de algunos meses de su partida, en una celebridad más que nada horizontal, aunque sus contorsiones también son motivo de elogios. De todas formas, la ex piba, cuando se queda por un ratito a solas, frunce la nariz y recupera los malos olores que alegraron su infancia.
Fin de fiesta
La otra noche, casi al final de una fiesta medio fuera de foco, me tocó bailar con una señorita obesa, una chica gordita, bah.
Mientras bailábamos, ella se mostró muy inteligente, contó de sus miedos y angustias, de sus alegrías y decepciones, de sus ganas de que los demás la aceptaran así como era. Al parecer, la cuestión de la dis-criminación por su figura la molestaba bastante, pero únicamente si ésta se originaba en la actitud de un hombre que le interesaba como tal. Los demás, dijo, ni fu ni fa.
Poco después del comienzo de mi amor, según pude percibir por unos golpecitos en el corazón, nos fuimos a sentar.
Después de una pausa llena de miradas cruzadas, mientras la música hacía su trabajo de poner sensibles a las personas, cuando mi imaginación había viajado hacia una cama compartida, ella interrumpió el silencio. Dijo que no me preocupara, que hablara tranquilo, que yo podía decirle cualquier cosa y tratarla como quisiera.
Cepillo
La otra tarde, mientras paseaba por una plaza, encontré un cepillo de dientes. Lo levanté y, en lo que a sentimientos se refiere, me dejé guiar por su forma y su color. Comencé a acariciarlo. Como se mostró dócil y amable conmigo, busqué un banco libre, me senté en el medio y le pregunté la hora a un señor que pasaba. Me alegré al saber que no faltaba demasiado para la noche, aunque la espera se me haría interminable, me dije, mirándolo con ternura, mientras se humedecía bajo la presión de mis dedos.
Publicado en la revista “Con voz propia”, dirigida por Analía Pescaner.
Al séptimo día
Mi mundo está acabado, dijo. Enseguida pensó, con un dejo de satisfacción, que por única vez en su vida, la siesta de los domingos estaría justificada. Así que se acostó nomás. Pero no logró conciliar el sueño. Abandonó la cama. Se asomó a una de las ventanas y vio lo que había hecho. Entonces abrió bien grandes los ojos y así continúa, con los ojos abiertos, inmóvil, en silencio.
Embragar
El buen señor, luego de rascarse la cabeza durante un rato, se dispuso a manejar su propio auto e intentó embragar y poner primera tal como le habían explicado, esa misma mañana, un par de amigos fugaces. En medio de la operación, el auto comenzó a dar un montón de saltitos y, a partir de un instante medio impreciso que no quedó registrado en ninguna parte, mientras el supuesto conductor pensaba en una rana cualquiera y después en un canguro determinado, el motor del vehículo comenzó a caer en una zona de silencio. Así y todo, sin su ruido, con el horizonte subiendo y bajando, con el limpiaparabrisas puesto a funcionar de manera misteriosa, el dúo de auto y chofer llegó a la estación de servicio más próxima. Ya allí, una vez estacionado contra uno de los surtidores, dos o tres testigos del arribo a los tumbos, lo saca-ron de adentro, lo palmearon de lo lindo al señor y le auguraron un sin fin de tropiezos semejantes, si es que no se avenía a cumplir con las reglas del buen conducir, que por cierto hasta ese momento no habían incluido, durante esa experiencia de menos de un día, el arte de embragar.
De pibas y olores
Para esa piba, nacida en un suburbio de malos olores, resultaba inimaginable una vida diferente, una vida con aroma a perfume francés, como le dijo una tarde una amiga en una esquina. Claro, la otra sabía, era más grande que ella, con mayor experiencia sobre los hombres y sus placeres. Así que entonces, a partir de esa charla y luego de una campaña de ablandamiento, la pequeña, quizás en un estado de embeleso producto del resfrío que la afectaba, abandonó la zona detrás de la más grande, con un aire de descon-fianza que ya no la abandonaría y que la ha convertido, ahora, luego de algunos meses de su partida, en una celebridad más que nada horizontal, aunque sus contorsiones también son motivo de elogios. De todas formas, la ex piba, cuando se queda por un ratito a solas, frunce la nariz y recupera los malos olores que alegraron su infancia.
Fin de fiesta
La otra noche, casi al final de una fiesta medio fuera de foco, me tocó bailar con una señorita obesa, una chica gordita, bah.
Mientras bailábamos, ella se mostró muy inteligente, contó de sus miedos y angustias, de sus alegrías y decepciones, de sus ganas de que los demás la aceptaran así como era. Al parecer, la cuestión de la dis-criminación por su figura la molestaba bastante, pero únicamente si ésta se originaba en la actitud de un hombre que le interesaba como tal. Los demás, dijo, ni fu ni fa.
Poco después del comienzo de mi amor, según pude percibir por unos golpecitos en el corazón, nos fuimos a sentar.
Después de una pausa llena de miradas cruzadas, mientras la música hacía su trabajo de poner sensibles a las personas, cuando mi imaginación había viajado hacia una cama compartida, ella interrumpió el silencio. Dijo que no me preocupara, que hablara tranquilo, que yo podía decirle cualquier cosa y tratarla como quisiera.
Cepillo
La otra tarde, mientras paseaba por una plaza, encontré un cepillo de dientes. Lo levanté y, en lo que a sentimientos se refiere, me dejé guiar por su forma y su color. Comencé a acariciarlo. Como se mostró dócil y amable conmigo, busqué un banco libre, me senté en el medio y le pregunté la hora a un señor que pasaba. Me alegré al saber que no faltaba demasiado para la noche, aunque la espera se me haría interminable, me dije, mirándolo con ternura, mientras se humedecía bajo la presión de mis dedos.
Publicado en la revista “Con voz propia”, dirigida por Analía Pescaner.
MARCOS RODRIGO RAMOS
SEIS BALAS
Jorge Manrique estacionó en el garaje de la penitenciaría. El guardia lo acompañó hasta la celda 273, venía a ver al hombre viejo
-¿Qué se le ofrece mi amigo?- le preguntó Don Isidro Parodi mientras cebaba mate en un jarrito celeste.
-Vengo por recomendación de mi amigo Aquiles Molinari. Sé que tarde o temprano la policía va a descubrir el crimen que he cometido.
-¿Qué es lo que usted hizo?
-Parece que maté a mi novia.
-Dicen que también maté a una persona y aquí me tiene, yo que no soy capaz de dañar a una mosca, sin embargo quien me ve acá dentro jamás lo creería. Amigo, las apariencias engañan. Cuénteme desde el principio como pasaron las cosas.
-Desde hacía tres años estaba saliendo con María Iribarne. Nuestra relación siempre fue tranquila y pensábamos en casarnos pronto pero todo comenzó a deteriorarse a partir de que ella ganó la lotería na-cional. Imagine, diez millones de pesos. La verdad que esa suma puede cambiar a cualquiera pero a ella la alteró mal.
-No se adelante tanto. ¿Cómo era la relación antes del premio?
-Soy profesor de Literatura, en uno de mis cursos tenía como alumna a María. Comenzamos a salir, si bien nuestra unión siempre fue fuerte tuvimos en contra dos factores fundamentales: el dinero y su familia. El primero porque nunca alcanzaba para que alquilemos algo digno para irnos a vivir juntos. La familia porque la hermana y la madre son dos víboras ponzoñosas que vivían explotándola, se quedaban siempre con su mísero sueldo de empleada y ni siquiera le permitían usar algo para sus gastos personales, yo le prestaba para que pudiera ir a trabajar y comprarse las cosas mínimas. De la madre lo podía tolerar porque sé que muchas familias son así, pero de la hermana, no. Una mocosa desprejuiciada de veinte años que duerme hasta cualquier hora y vive saliendo todas las noches con sus amigas.
-¿Tan diferente era su novia?
-Eran como el agua y el fuego. María era dulzura, responsabilidad, orden. En cambio Graciela, que casi tenía la misma edad, era lo contrario: vagancia, vulgaridad, desorden. Aunque son muy parecidas física-mente con sólo tratarlas un rato la diferencia se hacía evidente para cualquiera, mi amada con su melenita de oro bien peinada, la otra con toda su melena desaliñada. Obviamente ella y su madre influyeron en ella para decidirla a hacerme lo que me hizo.
-¿El cambio de la relación se produjo después de ganar los millones?
-Claro. Me encontraba en Tucumán cuando ella salió en los diarios. Casi no la reconozco con esos anteojos negros. La llamé enseguida. Atendió la madre, me dijo que María no quería verme más, que no la siga molestando, que estaba con su nuevo novio, un hombre acorde a su nueva condición económica. Pensé que todo era un invento de la vieja bruja pero no. Cuando llegué a mi casa encontré una carta de María en la que, resumiéndolo, me decía lo mismo que dijo su madre.
-¿Cómo era esa carta?
-Estaba en un sobre amarillo, escrita en una hoja oficio a máquina. Era una carta corta que ni siquiera firmó. Enfadado llamé a su casa. Esta vez me atendió la hermana. Me dijo que no viniera porque María estaba con el novio. Le contesté que no me importaba, que iba a ir igual. Cuando llegué, reconocí su me-lena rubia, había subido a un Fiat Palio que estaba estacionado allí. Iba abrazada a un hombre rubio y alto. Le grité pero no se dieron vuelta y se fueron rápido por la avenida. Estaba desesperado.
-¿Entonces que hizo?
-Como loco decidí quedarme a esperar en la puerta a que volviera. Se ve que alguien llamó a la policía y tuve que irme pero me escondí en un bar que había en la esquina.
Por momentos me pareció notar un leve movimiento en la ventana de la planta alta como si estuvieran espiando. Cuando se hizo de noche por fin llegaron. De lejos los vi entrar en la casa. Al rato él se fue solo. Golpeé la puerta pero nadie atendía. Sabía que ella estaba dentro. Una de las ventanas del frente no estaba cerrada por lo que me fue fácil entrar por allí. Me llamó la atención el fuerte olor a kerosén que había dentro. La luz del comedor estaba prendida, sobre el aparador encontré dos portarretratos, en uno estaba María y en el otro un hombre rubio de más o menos cuarenta años, seguramente el nuevo novio. En la esquina de la repisa había una caja forrada con terciopelo, María me había contado que en ella guardaban una pistola calibre 22. Saqué el arma y le puse las balas. Supongo que me guió un impulso ciego cuando vi en el cesto de basura todas rotas varias fotos de la época que éramos novios. Fui hacia su habitación, ella dormía toda tapada. Le disparé tres veces, no se movió ni emitió sonido alguno. Salí corriendo. Después de deambular sin rumbo fijo fui a lo de mi amigo Aquiles Molinari. Le conté lo sucedido. Él me dijo que lo venga a ver a usted y le diga todo. Todavía no veo el sentido de hacerlo pero por si la cosa no estuviera mal me enteré por los diarios que se incendió la casa de María.
-¿Tiene el diario? Quisiera leer la noticia.
-Espéreme un minuto. Lo dejé en el despacho del regente. Voy a buscarlo
Jorge Manrique se dirigió hacia la oficina de recepción. No había nadie y sobre el escritorio estaba su pe-riódico. Ubicó la página que le interesaba mostrar a Parodi y volvió a la celda 273. Del otro lado de la reja observó que el hombre canoso se había puesto una gorra. Sin levantar la vista le ofreció el jarrito celeste con mate.
-Como le decía. Al día siguiente los diarios mostraban en primera plana las fotos de la casa incendiada de la ganadora de los 10 millones de pesos. Encontraron su cuerpo carbonizado con seis balas dentro. Las balas que disparé yo. ¿Me está escuchando? ¿Por qué no me mira?
Fue cuando lo vio a la cara que se dio cuenta que no estaba hablando con Parodi.
-¿Quién es usted?.
El hombre del gorro se fue sin contestarle y de un costado emergió Isidro Parodi.
-Escuché todo lo que dijo. ¿Tiene algo más que contarme?
-No. Ahora sigo con el arma, me quedan seis balas todavía.
-Amigo mío, ahora soy yo quien le va a contar la historia. Una joven pareja mantiene una relación firme a pesar de los avatares económicos y la oposición de la despótica suegra y la cuñada desgraciada que influ-yen en la chica de tal forma que ni siquiera puede disponer del dinero de su salario. Justo cuando él se va de viaje ella gana la lotería. Ella cansada de tanto abuso familiar decide no darles un solo centavo de lo ganado. La discusión se vuelve violenta y la matan. La madre y la hermana necesitan una coartada, justo aparece el novio llamando por teléfono; recuerde que usted nunca habló con su novia, sólo con ellas; en cuanto a la carta que usted recibió, por sus características, la pudo escribir cualquiera, ni siquiera estaba firmada.
-Pero yo la vi con el tipo.
-Usted ve a una mujer rubia salir de la casa abrazada a un hombre, pero no llega a verle la cara porque se va rápido. Esa persona era en realidad su hermana con una peluca rubia y anteojos. Usted mismo dijo que cuando la vio en el diario le costó reconocerla. Convengamos que usted no es muy difícil de engañar, recién confundió al pobre Cristóbal conmigo. Cuando va la casa de ella su suegra lo descubre. Enseguida llega su cuñada disfrazada de María con su cómplice. Cuando este se va usted se dirige a la casa y entra por la ventana que casualmente estaba abierta. Los elementos que encuentra en el comedor, el portarretrato con el supuesto nuevo novio y las fotos destruidas en el tacho de basura, lo inducen a tener la reacción que tiene. Milagrosamente hay un arma a mano. Le dispara al cuerpo de su amada, eso es correcto pero ella ya estaba muerta. Usted disparó tres veces, según el diario encontraron seis balas en el cuerpo. El incendio tampoco es casual, usted cuando entró le llamó la atención el tremendo olor a kerosén que había en la casa. Usted les vino como anillo al dedo. La policía y los vecinos lo vieron en la puerta de la casa de su novia enfadado. Creo adivinar lo que dirán su suegra y su cuñada: "El ex novio en un ataque de celos la mató e incendió la casa". La policía va a creerles porque cuando usted entró llenó todas las paredes con sus huellas digitales, incluso la caja en donde estaba el arma. Aunque cuente la verdad jamás le creerían.
-Pero eso no es justo.
-La ley no es justa. Bien lo sé por experiencia propia
Parodi le cebó el último mate. Jorge Manrique luego de agradecerle se despidió estrechándole la mano y diciéndole:
-Todavía me quedan seis balas.
-¿Qué se le ofrece mi amigo?- le preguntó Don Isidro Parodi mientras cebaba mate en un jarrito celeste.
-Vengo por recomendación de mi amigo Aquiles Molinari. Sé que tarde o temprano la policía va a descubrir el crimen que he cometido.
-¿Qué es lo que usted hizo?
-Parece que maté a mi novia.
-Dicen que también maté a una persona y aquí me tiene, yo que no soy capaz de dañar a una mosca, sin embargo quien me ve acá dentro jamás lo creería. Amigo, las apariencias engañan. Cuénteme desde el principio como pasaron las cosas.
-Desde hacía tres años estaba saliendo con María Iribarne. Nuestra relación siempre fue tranquila y pensábamos en casarnos pronto pero todo comenzó a deteriorarse a partir de que ella ganó la lotería na-cional. Imagine, diez millones de pesos. La verdad que esa suma puede cambiar a cualquiera pero a ella la alteró mal.
-No se adelante tanto. ¿Cómo era la relación antes del premio?
-Soy profesor de Literatura, en uno de mis cursos tenía como alumna a María. Comenzamos a salir, si bien nuestra unión siempre fue fuerte tuvimos en contra dos factores fundamentales: el dinero y su familia. El primero porque nunca alcanzaba para que alquilemos algo digno para irnos a vivir juntos. La familia porque la hermana y la madre son dos víboras ponzoñosas que vivían explotándola, se quedaban siempre con su mísero sueldo de empleada y ni siquiera le permitían usar algo para sus gastos personales, yo le prestaba para que pudiera ir a trabajar y comprarse las cosas mínimas. De la madre lo podía tolerar porque sé que muchas familias son así, pero de la hermana, no. Una mocosa desprejuiciada de veinte años que duerme hasta cualquier hora y vive saliendo todas las noches con sus amigas.
-¿Tan diferente era su novia?
-Eran como el agua y el fuego. María era dulzura, responsabilidad, orden. En cambio Graciela, que casi tenía la misma edad, era lo contrario: vagancia, vulgaridad, desorden. Aunque son muy parecidas física-mente con sólo tratarlas un rato la diferencia se hacía evidente para cualquiera, mi amada con su melenita de oro bien peinada, la otra con toda su melena desaliñada. Obviamente ella y su madre influyeron en ella para decidirla a hacerme lo que me hizo.
-¿El cambio de la relación se produjo después de ganar los millones?
-Claro. Me encontraba en Tucumán cuando ella salió en los diarios. Casi no la reconozco con esos anteojos negros. La llamé enseguida. Atendió la madre, me dijo que María no quería verme más, que no la siga molestando, que estaba con su nuevo novio, un hombre acorde a su nueva condición económica. Pensé que todo era un invento de la vieja bruja pero no. Cuando llegué a mi casa encontré una carta de María en la que, resumiéndolo, me decía lo mismo que dijo su madre.
-¿Cómo era esa carta?
-Estaba en un sobre amarillo, escrita en una hoja oficio a máquina. Era una carta corta que ni siquiera firmó. Enfadado llamé a su casa. Esta vez me atendió la hermana. Me dijo que no viniera porque María estaba con el novio. Le contesté que no me importaba, que iba a ir igual. Cuando llegué, reconocí su me-lena rubia, había subido a un Fiat Palio que estaba estacionado allí. Iba abrazada a un hombre rubio y alto. Le grité pero no se dieron vuelta y se fueron rápido por la avenida. Estaba desesperado.
-¿Entonces que hizo?
-Como loco decidí quedarme a esperar en la puerta a que volviera. Se ve que alguien llamó a la policía y tuve que irme pero me escondí en un bar que había en la esquina.
Por momentos me pareció notar un leve movimiento en la ventana de la planta alta como si estuvieran espiando. Cuando se hizo de noche por fin llegaron. De lejos los vi entrar en la casa. Al rato él se fue solo. Golpeé la puerta pero nadie atendía. Sabía que ella estaba dentro. Una de las ventanas del frente no estaba cerrada por lo que me fue fácil entrar por allí. Me llamó la atención el fuerte olor a kerosén que había dentro. La luz del comedor estaba prendida, sobre el aparador encontré dos portarretratos, en uno estaba María y en el otro un hombre rubio de más o menos cuarenta años, seguramente el nuevo novio. En la esquina de la repisa había una caja forrada con terciopelo, María me había contado que en ella guardaban una pistola calibre 22. Saqué el arma y le puse las balas. Supongo que me guió un impulso ciego cuando vi en el cesto de basura todas rotas varias fotos de la época que éramos novios. Fui hacia su habitación, ella dormía toda tapada. Le disparé tres veces, no se movió ni emitió sonido alguno. Salí corriendo. Después de deambular sin rumbo fijo fui a lo de mi amigo Aquiles Molinari. Le conté lo sucedido. Él me dijo que lo venga a ver a usted y le diga todo. Todavía no veo el sentido de hacerlo pero por si la cosa no estuviera mal me enteré por los diarios que se incendió la casa de María.
-¿Tiene el diario? Quisiera leer la noticia.
-Espéreme un minuto. Lo dejé en el despacho del regente. Voy a buscarlo
Jorge Manrique se dirigió hacia la oficina de recepción. No había nadie y sobre el escritorio estaba su pe-riódico. Ubicó la página que le interesaba mostrar a Parodi y volvió a la celda 273. Del otro lado de la reja observó que el hombre canoso se había puesto una gorra. Sin levantar la vista le ofreció el jarrito celeste con mate.
-Como le decía. Al día siguiente los diarios mostraban en primera plana las fotos de la casa incendiada de la ganadora de los 10 millones de pesos. Encontraron su cuerpo carbonizado con seis balas dentro. Las balas que disparé yo. ¿Me está escuchando? ¿Por qué no me mira?
Fue cuando lo vio a la cara que se dio cuenta que no estaba hablando con Parodi.
-¿Quién es usted?.
El hombre del gorro se fue sin contestarle y de un costado emergió Isidro Parodi.
-Escuché todo lo que dijo. ¿Tiene algo más que contarme?
-No. Ahora sigo con el arma, me quedan seis balas todavía.
-Amigo mío, ahora soy yo quien le va a contar la historia. Una joven pareja mantiene una relación firme a pesar de los avatares económicos y la oposición de la despótica suegra y la cuñada desgraciada que influ-yen en la chica de tal forma que ni siquiera puede disponer del dinero de su salario. Justo cuando él se va de viaje ella gana la lotería. Ella cansada de tanto abuso familiar decide no darles un solo centavo de lo ganado. La discusión se vuelve violenta y la matan. La madre y la hermana necesitan una coartada, justo aparece el novio llamando por teléfono; recuerde que usted nunca habló con su novia, sólo con ellas; en cuanto a la carta que usted recibió, por sus características, la pudo escribir cualquiera, ni siquiera estaba firmada.
-Pero yo la vi con el tipo.
-Usted ve a una mujer rubia salir de la casa abrazada a un hombre, pero no llega a verle la cara porque se va rápido. Esa persona era en realidad su hermana con una peluca rubia y anteojos. Usted mismo dijo que cuando la vio en el diario le costó reconocerla. Convengamos que usted no es muy difícil de engañar, recién confundió al pobre Cristóbal conmigo. Cuando va la casa de ella su suegra lo descubre. Enseguida llega su cuñada disfrazada de María con su cómplice. Cuando este se va usted se dirige a la casa y entra por la ventana que casualmente estaba abierta. Los elementos que encuentra en el comedor, el portarretrato con el supuesto nuevo novio y las fotos destruidas en el tacho de basura, lo inducen a tener la reacción que tiene. Milagrosamente hay un arma a mano. Le dispara al cuerpo de su amada, eso es correcto pero ella ya estaba muerta. Usted disparó tres veces, según el diario encontraron seis balas en el cuerpo. El incendio tampoco es casual, usted cuando entró le llamó la atención el tremendo olor a kerosén que había en la casa. Usted les vino como anillo al dedo. La policía y los vecinos lo vieron en la puerta de la casa de su novia enfadado. Creo adivinar lo que dirán su suegra y su cuñada: "El ex novio en un ataque de celos la mató e incendió la casa". La policía va a creerles porque cuando usted entró llenó todas las paredes con sus huellas digitales, incluso la caja en donde estaba el arma. Aunque cuente la verdad jamás le creerían.
-Pero eso no es justo.
-La ley no es justa. Bien lo sé por experiencia propia
Parodi le cebó el último mate. Jorge Manrique luego de agradecerle se despidió estrechándole la mano y diciéndole:
-Todavía me quedan seis balas.
JUANA ROSA SCHUSTER
LA INCÓGNITA
En el convento lo querían mucho. La Madre Superiora consideraba que debía tener un trabajo a pesar de su invalidez. Había nacido mudo.
Le habló al capitán Millar. Un hombre curtido por tantos soles, habituado al rudo trato con marineros embriagados.
Al principio pareció que chocaban dos constelaciones. El Sr. Millar no sabía hablarle a una monja. No comprendía bien cómo había llegado el muchacho al monasterio. Él no entendía de problemas sociales y la religiosa le hablaba con un sociolecto muy escolarizado.
Finalmente, sus ojos azules como ese mar, que parecía haberse instalado en las pupilas por tanto contacto, observaron detenidamente a Norman, y después de preguntar la edad, aceptó contratarlo como ayudante de cocina.
Norman tenía 17 años, esos ojos negros semejaban dos escarabajos brillantes. De carácter sereno no traería complicaciones.
Una vez sellado el trato, el joven dibujaba en el aire el objeto al que se refería. A veces, no era claro de qué se trataba.
A Norman, le atraía esta vida junto al mar. A veces irascible, otras en completo sosiego.
Una noche, paseando por la cubierta, vio un niño de diez años demasiado inclinado entre las barras de hierro. Corrió hacia él, moviendo la boca sin sonidos. Tarde. El pequeño cayó al agua.
En el puente de tripulación no captaban su mensaje gestual. Aunque no le creyeron, el capitán citó por listado a todos los pasajeros incluida la tripulación.
- Fue una visión.
- Eso sucede cuando sólo se ve cielo y mar.
- Estás cansado.
No existía ningún problema a bordo. Lo convencieron. Norman durmió con sueño profundo esa noche.
Nadie notó la zapatilla de alguien de 10 años que flotaba a treinta metros del buque.
Le habló al capitán Millar. Un hombre curtido por tantos soles, habituado al rudo trato con marineros embriagados.
Al principio pareció que chocaban dos constelaciones. El Sr. Millar no sabía hablarle a una monja. No comprendía bien cómo había llegado el muchacho al monasterio. Él no entendía de problemas sociales y la religiosa le hablaba con un sociolecto muy escolarizado.
Finalmente, sus ojos azules como ese mar, que parecía haberse instalado en las pupilas por tanto contacto, observaron detenidamente a Norman, y después de preguntar la edad, aceptó contratarlo como ayudante de cocina.
Norman tenía 17 años, esos ojos negros semejaban dos escarabajos brillantes. De carácter sereno no traería complicaciones.
Una vez sellado el trato, el joven dibujaba en el aire el objeto al que se refería. A veces, no era claro de qué se trataba.
A Norman, le atraía esta vida junto al mar. A veces irascible, otras en completo sosiego.
Una noche, paseando por la cubierta, vio un niño de diez años demasiado inclinado entre las barras de hierro. Corrió hacia él, moviendo la boca sin sonidos. Tarde. El pequeño cayó al agua.
En el puente de tripulación no captaban su mensaje gestual. Aunque no le creyeron, el capitán citó por listado a todos los pasajeros incluida la tripulación.
- Fue una visión.
- Eso sucede cuando sólo se ve cielo y mar.
- Estás cansado.
No existía ningún problema a bordo. Lo convencieron. Norman durmió con sueño profundo esa noche.
Nadie notó la zapatilla de alguien de 10 años que flotaba a treinta metros del buque.
MIRTA DEL CARMEN GAZIANO
AÚN NO CIERRO LA PUERTA
Como un traje pegado a su cuerpo, ajustando la situación a su gusto y complacencia, como una cosa que se modifica a cada momento.
Como si fuese la mejor de las ocurrencias, así como sacarse un par de guantes después de una tarea.
Como desprenderse de las migas de un mantel después de la cena, así como así, te fuiste yendo, te fuiste despegando de mi piel, deshaciendo cada una de las notas que escribimos juntos, cada una de las quimeras entretejidas entre madrugadas y noches desveladas, y no me resulta fácil cerrar la puerta por la que has salido, pues pienso que aún puedes volver, porque no me resulta lógica tu partida, y mucho menos si no hubo despedida.
Acomodaste tu retiro de la manera más natural y más ruin pues no me diste la oportunidad de darme cuenta y notar tu desamor.
Y me queda la boca vacía, los ojos expectantes tras la llovizna de lágrimas, la ilusión de verte nuevamente viniendo hacia mí.
Así, como si fuese un calzado a medida.
Como pelar una fruta, cepillarse los dientes, bajar las escaleras en calcetines, arrebujarte en el sillón acariciando al gato, dejar como al descuido las zapatillas al pie de la cama aún distendida luego del fragor del amor.
Como si fuese lo más natural, así te fuiste, como si nada, como algo que debía ser.
Y sí, quizás debía ser sólo que yo no lo tenía programado, no lo había pensado nunca, no lo había agendado, no lo vislumbré y ni siquiera medí el tiempo, porque sino lo hubiese aprovechado mejor.
Habría hecho quizás mejor las cosas, me habría quedado despierta más veces hasta la madrugada.
Habría acompañado más tus nostálgicas mañanas de caminatas a la vera del camino, habría adivinado tus deseos, me habría transformado en la mujer que acarician tus sueños.
Hubiese preferido el azul al verde, la naranja a la frutilla, la montaña al mar, la noche a la mañana, y quizás ahora te tendría aún a mi lado.
Sentiría tu respirar en mi nuca al despertar por las mañanas, sentiría la búsqueda de mi mano bajo la manta.
¿Dónde estás amor?
En qué paraje por mí desconocido te has metido.
Quedaré a la espera del amor perdido.
Gastaré mis ojos en el horizonte a la espera de ver asomarse tu figura.
Me hice amiga de la esperanza, compañera de la soledad, congenio con la angustia y acuno uno a uno los recuerdos…
Como si fuese la mejor de las ocurrencias, así como sacarse un par de guantes después de una tarea.
Como desprenderse de las migas de un mantel después de la cena, así como así, te fuiste yendo, te fuiste despegando de mi piel, deshaciendo cada una de las notas que escribimos juntos, cada una de las quimeras entretejidas entre madrugadas y noches desveladas, y no me resulta fácil cerrar la puerta por la que has salido, pues pienso que aún puedes volver, porque no me resulta lógica tu partida, y mucho menos si no hubo despedida.
Acomodaste tu retiro de la manera más natural y más ruin pues no me diste la oportunidad de darme cuenta y notar tu desamor.
Y me queda la boca vacía, los ojos expectantes tras la llovizna de lágrimas, la ilusión de verte nuevamente viniendo hacia mí.
Así, como si fuese un calzado a medida.
Como pelar una fruta, cepillarse los dientes, bajar las escaleras en calcetines, arrebujarte en el sillón acariciando al gato, dejar como al descuido las zapatillas al pie de la cama aún distendida luego del fragor del amor.
Como si fuese lo más natural, así te fuiste, como si nada, como algo que debía ser.
Y sí, quizás debía ser sólo que yo no lo tenía programado, no lo había pensado nunca, no lo había agendado, no lo vislumbré y ni siquiera medí el tiempo, porque sino lo hubiese aprovechado mejor.
Habría hecho quizás mejor las cosas, me habría quedado despierta más veces hasta la madrugada.
Habría acompañado más tus nostálgicas mañanas de caminatas a la vera del camino, habría adivinado tus deseos, me habría transformado en la mujer que acarician tus sueños.
Hubiese preferido el azul al verde, la naranja a la frutilla, la montaña al mar, la noche a la mañana, y quizás ahora te tendría aún a mi lado.
Sentiría tu respirar en mi nuca al despertar por las mañanas, sentiría la búsqueda de mi mano bajo la manta.
¿Dónde estás amor?
En qué paraje por mí desconocido te has metido.
Quedaré a la espera del amor perdido.
Gastaré mis ojos en el horizonte a la espera de ver asomarse tu figura.
Me hice amiga de la esperanza, compañera de la soledad, congenio con la angustia y acuno uno a uno los recuerdos…
ALICIA INÉS CHILIFONI
EL HUEVO MÁGICO
Esas charlas con Carmencita tienen derivaciones tan insospechadas como deliciosas. Aquella vez, hablando de cómo los objetos más insignificantes sobreviven largamente a sus dueños, se levantó de su silla como activada por una palanca eyectora, desapareció por la puerta de su dormitorio, y en seguida volvió portando una cajita de lata pintada. La abrió regocijada informándome que había sido el costurero de su mamá. Y eso es mucho decir.
Carmen nació en Barcelona, y padeció los avatares de la guerra civil española. Ya casada y con un hijo pequeño, vino a la Argentina y aquí se quedó, con su Paco, en Matanza, agrandando la familia. Extraje con delicadeza algo del interior del costurero.
Me preguntó si sabía yo qué era. ¡Cómo no saberlo! Me resultaba tan familiar, aunque su recuerdo había permanecido ausente durante tanto tiempo. Era un huevo de madera, de los que se usaban para zurcir medias, en el tiempo en que las medias se zurcían. Ahora como que son descartables.
Este huevo en cuestión estaba rayoneado de surcos, en cuyo fondo se notaban restos de pintura blanca. Mientras yo lo acariciaba lentamente entre mis manos, me develó la historia del por qué de las marcas blancas.
Hay una época del año, que antecede a la Pascua, en que las gallinas casi no ponen huevos. Escasean y por lo tanto se encarecen. Para peor, su mamá había descubierto que una de ellas, no sabía cuál, tenía la mala costumbre de comérselos, y dejar sólo restos de cáscara. Entonces, para escarmentarla, pintó de blanco el huevo de madera, y lo depositó en el nido. Haya sido cual haya sido, la devoradora de huevos escarmentó, y el impostor volvió al costurero, donde perdura.
Mientras escuchaba la historia, no cesaron mis caricias, sintiendo que había tanta energía, de tantas manos que en distintas épocas y latitudes deslizaron sobre él medias y más medias, y en cada puntada del zurcido habrán puesto lágrimas, y alborozos, amores, odios, sentires…
Al despedirme le pedí que me dejara tocar otra vez el huevo, para cargarme de energía. Desde entonces, antes de terminar cada visita mía, Carmencita me presenta el costurero abierto, como en ofrenda solemne, y radiante, viéndome tomar con unción la reliquia de madera lustrosa, me dice: "¡Anda, mujer, cárgate las pilas mi linda!"
Carmen nació en Barcelona, y padeció los avatares de la guerra civil española. Ya casada y con un hijo pequeño, vino a la Argentina y aquí se quedó, con su Paco, en Matanza, agrandando la familia. Extraje con delicadeza algo del interior del costurero.
Me preguntó si sabía yo qué era. ¡Cómo no saberlo! Me resultaba tan familiar, aunque su recuerdo había permanecido ausente durante tanto tiempo. Era un huevo de madera, de los que se usaban para zurcir medias, en el tiempo en que las medias se zurcían. Ahora como que son descartables.
Este huevo en cuestión estaba rayoneado de surcos, en cuyo fondo se notaban restos de pintura blanca. Mientras yo lo acariciaba lentamente entre mis manos, me develó la historia del por qué de las marcas blancas.
Hay una época del año, que antecede a la Pascua, en que las gallinas casi no ponen huevos. Escasean y por lo tanto se encarecen. Para peor, su mamá había descubierto que una de ellas, no sabía cuál, tenía la mala costumbre de comérselos, y dejar sólo restos de cáscara. Entonces, para escarmentarla, pintó de blanco el huevo de madera, y lo depositó en el nido. Haya sido cual haya sido, la devoradora de huevos escarmentó, y el impostor volvió al costurero, donde perdura.
Mientras escuchaba la historia, no cesaron mis caricias, sintiendo que había tanta energía, de tantas manos que en distintas épocas y latitudes deslizaron sobre él medias y más medias, y en cada puntada del zurcido habrán puesto lágrimas, y alborozos, amores, odios, sentires…
Al despedirme le pedí que me dejara tocar otra vez el huevo, para cargarme de energía. Desde entonces, antes de terminar cada visita mía, Carmencita me presenta el costurero abierto, como en ofrenda solemne, y radiante, viéndome tomar con unción la reliquia de madera lustrosa, me dice: "¡Anda, mujer, cárgate las pilas mi linda!"
ELENA ARRIBAS DELGADO
...............A BOCAJARRO Y OTROS HIPERBREVES
A BOCAJARRO
-Quiero acabar contigo -dijo él-. Quiero acabar mis días contigo.
BUENAS NOCHES
Antes de irse a dormir, la mujer se hace ilusiones y relata en voz alta todos los sueños que le quedan por cumplir. Él tiene la cabeza en esos mismos sueños, pero a esas alturas, ya está roncándolos.
-Quiero acabar contigo -dijo él-. Quiero acabar mis días contigo.
BUENAS NOCHES
Antes de irse a dormir, la mujer se hace ilusiones y relata en voz alta todos los sueños que le quedan por cumplir. Él tiene la cabeza en esos mismos sueños, pero a esas alturas, ya está roncándolos.
CÁSTING
Ella tuvo que besar a muchos príncipes antes de encontrar a su sapo azul.
Ella tuvo que besar a muchos príncipes antes de encontrar a su sapo azul.
DESCONECTAR
Encendió la televisión para no verse a sí misma.
Encendió la televisión para no verse a sí misma.
EL SOL SALE POR EL ESTE
Aquella mañana, el optimista se levantó sin su pie izquierdo, como era habitual.
Aquella mañana, el optimista se levantó sin su pie izquierdo, como era habitual.
LA INSPIRACIÓN
El poeta quiso abrir la boca para decir "primavera" y de sus labios salió luz.
El poeta quiso abrir la boca para decir "primavera" y de sus labios salió luz.
QUÉ OSADÍA
La indecisa dudó. Se detuvo en el borde del camino. No sabía si girar a mano derecha o continuar hacia la izquierda. Después de mucho pensar, decidió no tomar ninguna decisión.
La indecisa dudó. Se detuvo en el borde del camino. No sabía si girar a mano derecha o continuar hacia la izquierda. Después de mucho pensar, decidió no tomar ninguna decisión.
LA MÚSICA
Sucedió bajo tierra, en las entrañas de Madrid. Él tocaba el violín y ella, la pandereta. Eran casi unos ancianos. Él tenía los dientes demasiado grandes y ella, una verruga en el labio superior, pero sonreían mucho. Tocaban todo el tiempo sonriendo, con entusiasmo, como si fuera la primera vez o como si acabaran de reencontrarse, aunque probablemente repetían la misma canción todos los días. Cuando terminaron, mientras esperaban a que se abriesen las puertas para bajar, ella tarareaba.
Sucedió bajo tierra, en las entrañas de Madrid. Él tocaba el violín y ella, la pandereta. Eran casi unos ancianos. Él tenía los dientes demasiado grandes y ella, una verruga en el labio superior, pero sonreían mucho. Tocaban todo el tiempo sonriendo, con entusiasmo, como si fuera la primera vez o como si acabaran de reencontrarse, aunque probablemente repetían la misma canción todos los días. Cuando terminaron, mientras esperaban a que se abriesen las puertas para bajar, ella tarareaba.
MARISA PRESTI
EL SOBRE
Quizás no era ella, pero algo en su porte, su manera de caminar y hasta el piloto beige que se levantaba con el viento, me hizo apurar el paso, abriéndome camino entre la gente que me impedía avanzar.
Una extraña emoción me hizo anticiparme al encuentro; hacía más de tres años que no la veía. Perdí su rastro como un sabueso que pierde el olfato, acosado entonces por los sentimientos contradictorios que me hacían amarla y odiarla al mismo tiempo. Recordé sus palabras: Es mejor así, prefiero no verte más.
Al dolor lo escondí con trabajo, me dediqué al estudio de abogacía más de lo necesario, tomé casos imposibles y los gané con tozudez y noches sin dormir.
Ahora que estaba a pocos pasos de ella, pensé que tal vez esta era una oportunidad de doblegar al destino, que todo podría ir mejor. Yo había enderezado muchas de mis conductas erradas con meses de terapia, charlas de diván donde por mucho tiempo ella fue la protagonista.
Aprendí, y estaba dispuesto a confesárselo.
De pronto, vi que se detuvo. No miró hacia atrás, pero de pronto apareció un hombre y ambos se tomaron del brazo, mientras charlaban animadamente.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunté. ¿Cómo pude no haber calculado que ella podía tener otro amor? Y yo, pensé, estaba en el baúl de los recuerdos.
Sin saber qué hacer, miré hacia arriba, como buscando en el cielo diáfano de aquella tarde una respuesta a mis errores. El atardecer recortado sobre las figuras de los rascacielos me hizo recordar la cadena de errores que me habían convertido en un solitario. Bajé la vista, dispuesto a volver a mi rutina, cuando de pronto la vi venir hacia mí. El hombre ya no estaba con ella. Nervioso, enfrenté su sonrisa amable lo mejor que pude. Noté en su rostro una cierta alegría al verme: ¡cuánto hace que no se de vos! ¿Qué es de tu vida?
Era la de siempre, la que había amado, la que ahora charlaba animadamente sobre la casualidad del en-cuentro. Me pregunté cuál sería la posibilidad de invitarla a tomar algo, pero ella se adelantó: Tanto tiempo merece compartir una café, ¿tenés tiempo? En realidad tenía una audiencia en Tribunales, pero nada era más importante que aprovechar esa pequeña oportunidad del destino.
La miré; los mismos ojos profundos que rondaban mis sueños, el cabello recogido con esas mechas que caían al descuido, las mismas que yo solía poner en su lugar una y otra vez, mientras ella riendo las soltaba de nuevo. Me hablaba, pero yo no quería perder ni un detalle del rostro, de su cutis blanco apenas maquillado, de sus labios delgados pero tentadores. Contesté maquinalmente sus preguntas, creo que ni registré su charla, hasta que de pronto, sin pensarlo, dije: ¿Estás en pareja?
Al ver su expresión, me arrepentí al instante. No hablemos de nuestras vidas personales, disfrutemos este encuentro, me dijo.
A los pocos minutos estábamos fuera del bar, se despidió con un cariñoso beso en la mejilla y antes que pudiera decir algo, puso algo en mi bolsillo y se alejó sonriendo.
¿Cómo te encuentro?, grité. Pero ella ya había desaparecido entre la muchedumbre.
Caminé hasta que comenzaron a dolerme los pies, la noche había caído y yo seguía sin rumbo, lo había perdido hace muchos años y hoy volvía a repetirse.
Estaba a pocas cuadras del estacionamiento; busqué las llaves del auto en mi bolsillo y entonces toqué algo, parecía un sobre doblado en dos.
La poca luz no me permitió leerlo, quizás fue lo mejor que hice esa noche.
Quizás no era ella, pero algo en su porte, su manera de caminar y hasta el piloto beige que se levantaba con el viento, me hizo apurar el paso, abriéndome camino entre la gente que me impedía avanzar.
Una extraña emoción me hizo anticiparme al encuentro; hacía más de tres años que no la veía. Perdí su rastro como un sabueso que pierde el olfato, acosado entonces por los sentimientos contradictorios que me hacían amarla y odiarla al mismo tiempo. Recordé sus palabras: Es mejor así, prefiero no verte más.
Al dolor lo escondí con trabajo, me dediqué al estudio de abogacía más de lo necesario, tomé casos imposibles y los gané con tozudez y noches sin dormir.
Ahora que estaba a pocos pasos de ella, pensé que tal vez esta era una oportunidad de doblegar al destino, que todo podría ir mejor. Yo había enderezado muchas de mis conductas erradas con meses de terapia, charlas de diván donde por mucho tiempo ella fue la protagonista.
Aprendí, y estaba dispuesto a confesárselo.
De pronto, vi que se detuvo. No miró hacia atrás, pero de pronto apareció un hombre y ambos se tomaron del brazo, mientras charlaban animadamente.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunté. ¿Cómo pude no haber calculado que ella podía tener otro amor? Y yo, pensé, estaba en el baúl de los recuerdos.
Sin saber qué hacer, miré hacia arriba, como buscando en el cielo diáfano de aquella tarde una respuesta a mis errores. El atardecer recortado sobre las figuras de los rascacielos me hizo recordar la cadena de errores que me habían convertido en un solitario. Bajé la vista, dispuesto a volver a mi rutina, cuando de pronto la vi venir hacia mí. El hombre ya no estaba con ella. Nervioso, enfrenté su sonrisa amable lo mejor que pude. Noté en su rostro una cierta alegría al verme: ¡cuánto hace que no se de vos! ¿Qué es de tu vida?
Era la de siempre, la que había amado, la que ahora charlaba animadamente sobre la casualidad del en-cuentro. Me pregunté cuál sería la posibilidad de invitarla a tomar algo, pero ella se adelantó: Tanto tiempo merece compartir una café, ¿tenés tiempo? En realidad tenía una audiencia en Tribunales, pero nada era más importante que aprovechar esa pequeña oportunidad del destino.
La miré; los mismos ojos profundos que rondaban mis sueños, el cabello recogido con esas mechas que caían al descuido, las mismas que yo solía poner en su lugar una y otra vez, mientras ella riendo las soltaba de nuevo. Me hablaba, pero yo no quería perder ni un detalle del rostro, de su cutis blanco apenas maquillado, de sus labios delgados pero tentadores. Contesté maquinalmente sus preguntas, creo que ni registré su charla, hasta que de pronto, sin pensarlo, dije: ¿Estás en pareja?
Al ver su expresión, me arrepentí al instante. No hablemos de nuestras vidas personales, disfrutemos este encuentro, me dijo.
A los pocos minutos estábamos fuera del bar, se despidió con un cariñoso beso en la mejilla y antes que pudiera decir algo, puso algo en mi bolsillo y se alejó sonriendo.
¿Cómo te encuentro?, grité. Pero ella ya había desaparecido entre la muchedumbre.
Caminé hasta que comenzaron a dolerme los pies, la noche había caído y yo seguía sin rumbo, lo había perdido hace muchos años y hoy volvía a repetirse.
Estaba a pocas cuadras del estacionamiento; busqué las llaves del auto en mi bolsillo y entonces toqué algo, parecía un sobre doblado en dos.
La poca luz no me permitió leerlo, quizás fue lo mejor que hice esa noche.
ROBERTO ROMEO DI VITA
MIEDO DE TIRANOS
Miedo
Miedo que paraliza
Miedo y terror de los tiranos
Miedo que le tienen a los hijos del pueblo.
Miedo
Miedo a la muerte
Miedo al terror de los terrores
Miedo ancestral por sus crímenes y torturas
Miedo
Miedo a mirar de frente
Miedo a la verdad, a la dignidad, a la entereza
Miedo de ser descubiertos, como viles ladrones
Miedo
Miedo con miles seguidores cómplices
Miedo y horror que los embrutece
Miedo sideral que hasta las cenizas llega
Miedo traidor, horripilante por tanta felonía
Miedo
Miedo de los asesinos seriales de escritorios
Miedo que recibe honores putrefactos de fanfarrias y uniformes
Miedo general, que corroe, se deshonra y muere
Miedo y Justicia, el pavor infinito de todos los culpables.
CAMILA VALLEJO
¡Es tan joven!
Como la luz de un lucero
Es más hermosa!
Que una mañana e primavera
Es hija de las luchas
Es comunista de padres y de alma
Es estudiante, es chilena,
Es Latinoamericana, es cerebral,
Es corazón, es bella, es mujer.
Es compañera de marchas y reclamos.
Reaccionarios de todo el mundo!
Las y los comunistas
Que vos matáis
No mueren nunca!
Se curan sus heridas,
Sus yerros, sus derrotas.
Renacen jóvenes y nuevos
En cada Camila Vallejo
En cada estudiante
En cada campesino
En cada obrero.
LOS MUROS
¡Que miseria encierran
tras de sí
las fronteras!
Esos tristes muros
que no dejan pasar
el canto de un
ruiseñor
el color de una rosa.
Son barreras
que se oponen al amor
son alambradas de púas
en el corazón delos poderosos
para separar
a las gentes.
Esa vieja y escuálida
dinastía de liberales
asnos de todos los poderes
esos norteños alpinos
y grotescos itálicos.
esos tontos gobernantes
austriacos
empedernidos cristianos
perdidos alemanes
gobernantes de Francia
Gran Bretaña
y hasta
la hoy marchita Moscú
expulsan extranjeros.
Ese garrote vil
y perdurable
del mal habido
Estados Unidos de los Norte Americanos
Esa triste y surrealista
Argentina, gobernada ayer
por payasos y mafiosos
repelían a sus otrora
hermanos de sangre limítrofes
¡Qué triste se ven
las barreras fronteras!
Esos tristes muros,
que les quitan el pan
de las bocas
a los desgraciados
de la tierra.
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