VOLVER ATRÁS
El día que instalaron la computadora, Sebastián se juró a sí mismo que nunca la tocaría. Por mí, pensó, se puede quedar como un adorno más. Tanto había insistido el hijo de Lorena, que no hubo más remedio que salir a comprarla. En el fondo, le generaba bronca. Hacía tiempo que vivía ajeno a la tecnología. Ni computadoras, ni celulares, ni internet. Nada. Podía vivir dignamente sin someterse a las presiones sociales.
Quedó ubicada en un rincón del living, justo al costado de la ventana que daba al jardín de la planta baja. La madre insistió en aprovechar la luz, aunque él hubiera preferido que el pibe se la llevara a su cuarto. ¿No te das cuenta que así puedo controlarlo?, le dijo en voz baja. Lo del control le causó risa, si tuviera control no se la habría comprado.
Como no quiso discutir, mudó su rincón de lectura al dormitorio y decidió seguir con su vida ignorando a la recién llegada. Varias veces vio a la madre y a su hijo sentados frente a la pantalla, apretados en una misma banqueta, metidos en un mundo de colores fuertes que irritaban la vista. El primer domingo que no quisieron salir, se sintió aliviado. El placer de una buena siesta, sin tener que manejar por toda la ciudad para pasearlos, le pareció el mejor de los programas. Lorena se quedó en deshabillé, apenas se permitió un rato en la cocina para preparar unos fideos y volver rápidamente al lado de su hijo.
Ignoró la comida desabrida, dispuesto a disfrutar de un domingo a pura siesta, pero cuando llegó la noche una cierta molestia lo llevó a pararse frente a ellos. ¿Hasta cuándo la piensan seguir? Vení, sentate, vas a ver qué interesante, estamos en el museo del Louvre, le dijo ella con una sonrisa. El pibe no dijo nada, lo que generalmente sucedía cuando le hablaba. En el tiempo que llevaban juntos, un muro de concreto parecía cortar toda posibilidad de diálogo. Es la edad, le había dicho Lorena, tenés que tener paciencia. Si no fuera porque tres veces por semana se iba con el padre, no hubiera podido reprimir el fastidio. Al final, decidió que lo mejor era ignorarlo.
No, gracias, me voy a la cama, ¿venís? No hay respuesta. Sólo risas y comentarios del destino virtual. Se acomoda entre las sábanas frías, la mirada se fija en el techo, en ese punto justo donde el destino de los hombres queda atado a un nudo de interrogantes. Y algo parecido al miedo, pero mucho más sutil, empieza a moverse en su interior. Lo rechaza, no quiere sucumbir a presagios nocturnos. Apaga el velador y se obliga a pensar en los problemas de trabajo que lo esperan a la mañana.
Che, Sebastián, el jefe dice que falta tu e-mail en la planilla de datos. No tengo. ¿No tenés?, la voz del tano suena especialmente asombrada. ¿Cómo que no tenés?
Es lunes y no quiere empezar la semana con discusiones. Respira hondo y echa para adentro la bronca que siente ¿Es obligatorio? Bueno, todo el mundo tiene e-mail, acá es necesario. Tenés mi teléfono, más que suficiente.
Oficina negra en un lunes negro. ¿Y los derechos humanos? Sebastián se mira la punta de los zapatos mientras escucha las palabras seudo amables de su jefe. Oiga, Beltrani, usted es un hombre inteligente, no puede permanecer al margen de la civilización. Si es porque no sabe (se ríe), aquí los chicos pueden ayudarlo (...) pero hoy mismo se saca su e-mail y completa la ficha, ¿entendió?
Siente que no puede destruirlo todo, y entonces asiente. Abre la puerta para irse, pero el tipo agrega Otra cosa, no puede ir a ver a los clientes sin celular, hable con Menéndez para que le de uno hoy mismo.
¿Te acordás, vieja, de los juegos infantiles? De las latitas unidas con un piolín, el gordo en una punta y yo en la otra, ¡y cómo hablábamos! Se escuchaba, no era joda, yo al gordo lo escuchaba lo más bien. Y no necesitábamos más que eso para divertirnos. Si me buscabas, ponías una toalla roja en la ventana de la cocina. La veía enseguida, a tomar la leche o a bañarme. Así de fácil, sin complicaciones. ¿Y las cartas? ¿Te acordás cuando recibíamos una carta del viejo? ¡Qué emoción! Primero mirábamos el sobre, como si fuera un milagro, y después, de a poco lo abríamos y nos encontrábamos con esa letra tan conocida! Después, la carta quedaba toda la semana sobre el mueble del comedor, como un trofeo.
En cada paso, Sebastián arrastra el peso de sus pensamientos. Tarda más de lo habitual en llegar a su casa. Ni Lorena ni el pibe, no hay nadie. Cae en el sillón como un peso muerto, derrotado por la batalla perdida. Indignado por traicionar sus convicciones.Y entonces la ve. Frente a él. Sola, sin nadie que la defienda. El pibe la dejó prendida y hasta parece invitarlo a que la toque. Sebastián clava los ojos en ella con tanta intensidad que hasta le parece que parpadea. En ese momento suena el portero eléctrico. Sebastián atiende con fastidio ¿Quién es? Botellero, botellas, diarios, algo para vender...la voz aguda lastima sus oídos, pero por primera vez una amplia sonrisa se dibuja en su rostro.
El día que instalaron la computadora, Sebastián se juró a sí mismo que nunca la tocaría. Por mí, pensó, se puede quedar como un adorno más. Tanto había insistido el hijo de Lorena, que no hubo más remedio que salir a comprarla. En el fondo, le generaba bronca. Hacía tiempo que vivía ajeno a la tecnología. Ni computadoras, ni celulares, ni internet. Nada. Podía vivir dignamente sin someterse a las presiones sociales.
Quedó ubicada en un rincón del living, justo al costado de la ventana que daba al jardín de la planta baja. La madre insistió en aprovechar la luz, aunque él hubiera preferido que el pibe se la llevara a su cuarto. ¿No te das cuenta que así puedo controlarlo?, le dijo en voz baja. Lo del control le causó risa, si tuviera control no se la habría comprado.
Como no quiso discutir, mudó su rincón de lectura al dormitorio y decidió seguir con su vida ignorando a la recién llegada. Varias veces vio a la madre y a su hijo sentados frente a la pantalla, apretados en una misma banqueta, metidos en un mundo de colores fuertes que irritaban la vista. El primer domingo que no quisieron salir, se sintió aliviado. El placer de una buena siesta, sin tener que manejar por toda la ciudad para pasearlos, le pareció el mejor de los programas. Lorena se quedó en deshabillé, apenas se permitió un rato en la cocina para preparar unos fideos y volver rápidamente al lado de su hijo.
Ignoró la comida desabrida, dispuesto a disfrutar de un domingo a pura siesta, pero cuando llegó la noche una cierta molestia lo llevó a pararse frente a ellos. ¿Hasta cuándo la piensan seguir? Vení, sentate, vas a ver qué interesante, estamos en el museo del Louvre, le dijo ella con una sonrisa. El pibe no dijo nada, lo que generalmente sucedía cuando le hablaba. En el tiempo que llevaban juntos, un muro de concreto parecía cortar toda posibilidad de diálogo. Es la edad, le había dicho Lorena, tenés que tener paciencia. Si no fuera porque tres veces por semana se iba con el padre, no hubiera podido reprimir el fastidio. Al final, decidió que lo mejor era ignorarlo.
No, gracias, me voy a la cama, ¿venís? No hay respuesta. Sólo risas y comentarios del destino virtual. Se acomoda entre las sábanas frías, la mirada se fija en el techo, en ese punto justo donde el destino de los hombres queda atado a un nudo de interrogantes. Y algo parecido al miedo, pero mucho más sutil, empieza a moverse en su interior. Lo rechaza, no quiere sucumbir a presagios nocturnos. Apaga el velador y se obliga a pensar en los problemas de trabajo que lo esperan a la mañana.
Che, Sebastián, el jefe dice que falta tu e-mail en la planilla de datos. No tengo. ¿No tenés?, la voz del tano suena especialmente asombrada. ¿Cómo que no tenés?
Es lunes y no quiere empezar la semana con discusiones. Respira hondo y echa para adentro la bronca que siente ¿Es obligatorio? Bueno, todo el mundo tiene e-mail, acá es necesario. Tenés mi teléfono, más que suficiente.
Oficina negra en un lunes negro. ¿Y los derechos humanos? Sebastián se mira la punta de los zapatos mientras escucha las palabras seudo amables de su jefe. Oiga, Beltrani, usted es un hombre inteligente, no puede permanecer al margen de la civilización. Si es porque no sabe (se ríe), aquí los chicos pueden ayudarlo (...) pero hoy mismo se saca su e-mail y completa la ficha, ¿entendió?
Siente que no puede destruirlo todo, y entonces asiente. Abre la puerta para irse, pero el tipo agrega Otra cosa, no puede ir a ver a los clientes sin celular, hable con Menéndez para que le de uno hoy mismo.
¿Te acordás, vieja, de los juegos infantiles? De las latitas unidas con un piolín, el gordo en una punta y yo en la otra, ¡y cómo hablábamos! Se escuchaba, no era joda, yo al gordo lo escuchaba lo más bien. Y no necesitábamos más que eso para divertirnos. Si me buscabas, ponías una toalla roja en la ventana de la cocina. La veía enseguida, a tomar la leche o a bañarme. Así de fácil, sin complicaciones. ¿Y las cartas? ¿Te acordás cuando recibíamos una carta del viejo? ¡Qué emoción! Primero mirábamos el sobre, como si fuera un milagro, y después, de a poco lo abríamos y nos encontrábamos con esa letra tan conocida! Después, la carta quedaba toda la semana sobre el mueble del comedor, como un trofeo.
En cada paso, Sebastián arrastra el peso de sus pensamientos. Tarda más de lo habitual en llegar a su casa. Ni Lorena ni el pibe, no hay nadie. Cae en el sillón como un peso muerto, derrotado por la batalla perdida. Indignado por traicionar sus convicciones.Y entonces la ve. Frente a él. Sola, sin nadie que la defienda. El pibe la dejó prendida y hasta parece invitarlo a que la toque. Sebastián clava los ojos en ella con tanta intensidad que hasta le parece que parpadea. En ese momento suena el portero eléctrico. Sebastián atiende con fastidio ¿Quién es? Botellero, botellas, diarios, algo para vender...la voz aguda lastima sus oídos, pero por primera vez una amplia sonrisa se dibuja en su rostro.