viernes, 3 de octubre de 2014

Marta Becker



MALENA  Marta Becker

Fue concebida como un pecado de juventud una tarde de otoño mientras desde otra pieza del conventillo de la calle Aguirre se oía el tango Malena. De ahí su nombre, Malena.

Su padre, a quien no llegó a conocer, un muchacho todavía sin barba e incapaz de asumir la situación, desapareció en cuanto se enteró de su futura paternidad. La madre, una chica sin experiencia pero con coraje decidió seguir adelante con el embarazo, como una aventura más y sin tomar conciencia de ninguna responsabilidad.

Malena creció a los ponchazos con la ayuda de varias señoras venidas de Italia que vivían en la casa, madrazas todas, que querían a la nena como propia, se compadecían de ella y no entendían cómo la madre la dejaba a la deriva para hacer su vida. La joven -esbelta, de formas torneadas por el cincel de un artista, ojos verdes, una cabellera rubia que le caía sobre los hombros y una sonrisa provocadora-  trabajaba en un cabaret del bajo Flores. A la madrugada la traían diferentes coches, la más de las veces borracha y, en consecuencia, dormía durante el día. Era su forma de ganarse la vida, decía sin ocultarlo, con cierto orgullo y ningún problema. Con este ritmo, poco se ocupaba de la hija, que pasó su infancia y adolescencia librada a su suerte.

Malena se convirtió en una hermosa muchacha de ojos oscuros y profundos como la noche más tenebrosa, labios rojos como una rosa recién abierta y aterciopelados como sus pétalos, un cuerpo de mujer que invita,  una voz a veces suave, a veces ronca, pero siempre insinuante. Escucha todo el día música, en especial tangos y así fue aprendiendo a cantar, cada día mejor.

Su madre la presenta en su lugar de trabajo y así Malena comienza a actuar todas las noches en el viejo cabaret. Su figura joven y hermosa deslumbra, es un refresco para una clientela que pocas veces presta atención a quien estuviera en el escenario.

La Morocha –así era conocida la madre- todavía en plenitud y muy atractiva, siente la presencia de la hija como una competencia y por momentos está arrepentida de haberla presentado para que actúe en su mismo espacio, aún desde lugares diferentes. La acosan los celos y la rivalidad y ese desánimo la lleva a tomar cada vez más alcohol. Su estado empeora cada día mientras Malena surge más y canta mejor, salvo los días de lluvia, que la ponen nostálgica y empañan su voz.

Las muchas horas se suceden en el cabaret entre una bruma de cansancio mezclada con el alcohol y el humo de los cigarrillos que envuelve a los parroquianos, y el tiempo pasa como sonámbulo.

Hasta que cierta noche hace su aparición el Nene Varela.

Su sola presencia ya es motivo de comentarios. Alto, trajeado de negro -pantalón bombilla, camisa blanca abierta, pañuelo con un nudo hecho como al azar que le calza perfecto alrededor del cuello, zapatos de charol y sombrero con una inclinación que le da el toque de compadrito que es- el Nene había sido hombre de la Morocha durante bastante tiempo.

Ahora viene por la hija.

La Morocha se acerca, no espera el gesto de él y es ella quien lo invita a bailar. El Nene se niega, la rechaza con un movimiento brusco y se acomoda en una mesa cercana al escenario. Pide una ginebra, prende un cigarrillo y espera.

Todos alrededor bajan la voz y miran hacia la mesa de reojo. El ambiente se tensa, saben de la situación entre las dos mujeres y también esperan.

Malena sale a cantar. A través de las luces vislumbra la figura del Nene Varela, que no le saca los ojos de encima. La acaricia con una mirada entre codiciosa y de pertenencia, mientras la madre de la muchacha observa la escena desde uno de los laterales del salón, roja de indignación y celos.

Cuando termina de actuar Malena se dirige a la mesa del Nene. Apenas toma asiento cuando él la toma del brazo y la arrastra hasta la pista de baile. La música los envuelve, los pies se deslizan lánguidamente, casi sin tocar el piso, los cuerpos siguen el ritmo del dos por cuatro y los que recuerdan la escena aseguran no haber visto nunca algo más sutil, temerario y sensual.

Como tocada por un resorte la Morocha sale de su letargo y se dirige al centro de la pista. Le da un empujón a Malena, que pierde el ritmo, mientras le grita que deje al Nene, que es de ella, que nadie se lo va a quitar.

Los presentes hacen silencio. Presagian algo fulero, pero es código no intervenir. La música queda en segundo plano superada por las voces de Malena, la Morocha y el Nene, que discuten acaloradamente y se elevan, chocan y se repliegan para fundirse en los rostros acalorados.

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