domingo, 15 de noviembre de 2015

Carlos Margiotta

La marca del zorro   
Carlos Margiotta

Era lo que venía buscando hacía tiempo. Las dimensiones del local lo conformaban, ideal para instalar el depósito de papel en una zona céntrica. Ahora descansaría del largo viaje cotidiano por el gran Buenos Aires y tendría mayores condiciones de seguridad. En los últimos meses había sufrido varios asaltos y en uno de ellos lo habían golpeado; todavía le dolían las costillas. Además, quedaba cerca de su casa, del otro lado del parque Centenario. Dejaría el auto en el garaje para siempre e iría caminado a trabajar olvidando los interminables años de corretaje para una empresa distribuidora de papel. Tenía la experiencia suficiente y las relaciones necesarias para emprender el nuevo negocio con éxito, pensaba, mientras observaba el interior del local con detenimiento y calculaba los gastos para ponerlo en condiciones. De alguna manera quería borrar todo vestigio del pasado y empezar una nueva vida.
La puerta de entrada era de metal y vidrio, con tres hojas corredizas que ocupaban todo el frente. Allí podrían pasar los vehículos para cargar y descargar las enormes resmas de papel. El primer salón era lo suficientemente amplio como para recibir clientes, con dos baños sobre una pared lateral y una pequeña habitación sobre el otro costado con una ventanilla que se encontraba debajo de la escalera que llevaba al piso superior. Más adelante, detrás de una gran cortina de lona verde, estaba la gran superficie que necesitaba para acomodar la mercadería. Cuando caminó hacia la pared del fondo del salón sintió un pequeño declive debajo de sus pasos. Medianeras muy altas, piso de baldosas, techo metálico a dos aguas y sobre éste le llamó la atención un sobre trecho pequeño y vidrioso que aparentemente se deslizaba sobre dos rieles en el centro del salón. El sol se desplomaba a través de un cono virtual reflejándose en el piso lustrado. ¡Sí, lo alquilo! y recordó a su madre abriendo las ventanas de la casa hasta que anocheciera, como si la luz la hiciera revivir y curarse de la enfermedad.
El agente inmobiliario lo llevó al primer piso por una escalera de cemento que se comunicaba por una puerta al exterior y por otra al interior del salón. Éste era mucho más pequeño, como un balcón terraza que desembocaba sobre la planta baja por anchos escalones. Por la gran ventana del frente miró la avenida Díaz Vélez y un bar en la esquina de la calle Gascón. Preguntó por el cuartito que obstruía el paso entre las dos paredes laterales y supo que en el lugar había un cine de barrio. Allí terminó de decidirse. Dejó una reserva al hombre de la inmobiliaria y arregló la cita del próximo encuentro.
Cruzó la avenida y entró al bar de la esquina. El sueño de trabajar por cuenta propia era una realidad, lo había deseado durante mucho tiempo. Alquilaría el metro cúbico para guardar papel, mucha gente del gremio necesitaba más espacio y él podría satisfacer sus demandas. Lo esperaba una vejez tranquila para disfrutar de aquellos placeres tantas veces postergados. Se quedó un rato mirando mansamente el frente del edificio y repasó mentalmente los pasos a seguir. Una vez abierto llamaría a la clientela para ofrecerles el servicio. Prendió un cigarrillo y desde el ventanal del bar siguió mirando como si el local lo hubiera elegido a él para habitarlo. Entre las serpentinas de humo vio pasar un tranvía sobre la avenida Independencia y la fachada del cine Perla en el barrio de su infancia. Vio una fila de chicos entrando a la matinée un día martes y los afiches anunciando tres películas de aventuras. Vio su rostro en uno de los pibes con un sanguche en el bolsillo de su abrigo,
A la semana siguiente los obreros estaban trabajando en el lugar, mientras él dedicaba su tiempo para conocer metro por metro el local, tratando de reconstruir las imágenes sugeridas por el viejo cine. Una mañana subió al techo por un acceso que se encontraba en la cabina de proyección y descubrió el motor eléctrico oxidado que movía el corredizo sobre las vías por donde se deslizaba, y lo hizo arreglar. Puso los cartelitos “Damas” y “Caballeros” en cada uno de los baños de planta baja y en la puerta de calle no se animó a colgar el cartel “Continuado”. A la pared del fondo la hizo pintar de color blanco para imitar a una gran pantalla.
Su curiosidad lo llevó a preguntar a los vecinos por la historia del local, pero obtuvo pocas respuestas. El que más datos aportó fue el sastre que arreglaba ropa en la vereda de enfrente. “Se llamaba Albeniz. Cerró cuando se empezaron a vender muchos televisores”, dijo. “El dueño murió y los hijos vendieron”, escuchó de un hombre mayor que repartía diarios. Imaginó poner la oficina en el viejo pullman, el despacho y control de mercadería en la piecita de la boletería, y en la platea estaría el depósito propiamente dicho con un ancho pasillo en el medio del salón. A pesar de los contratiempos que se presentaron mientras duró la apertura del negocio y  las ansiedades que generaron la realización del proyecto, él sentía una extraña comodidad como si un lejano vínculo los uniera.
Al principio la actividad comercial era escasa y sólo necesitaba de un ayudante para las tareas cotidianas; más adelante, si hiciera falta, emplearía a otra persona. Por las tardes, sentado en el sillón de su oficina miraba alternativamente la calle y el depósito de la planta baja como un pájaro sobre una rama en la quietud de la siesta, y se quedaba dormido. Una tarde escuchó los disparos de un revólver y creyó ver en la pared hecha pantalla a dos pistoleros en pleno duelo, pero no se sobresaltó. Otra vez aparecieron sobre el piso unos envoltorios de caramelos Sugus y otros plateados de chocolatines. También vio al pibe, cuyo rostro se parecía al suyo, corriendo por las escaleras hacia el pullman. En algún lugar perdido de su memoria él sabía que esto iba ocurrir. ¿No era lo que andaba buscando?
Ir al cine es como ir a un sueño. A un sueño a donde todos los días ingresaba para dejar que sus deseos de celuloide se proyectaran sobre una pantalla interior. A un sueño donde dejaría que los olores de la inocencia regresaran sin censura y le siguieran contando que los malos pierden y son castigados, y los buenos siempre ganan y se quedan con la muchachita. Como una película mal compaginada donde las imágenes de ayer y de hoy se mezclaran igual que un mazo de naipes sin importarle cual era la verdadera. Volvió a ver El Halcón y la Flecha al lado de Marta, su compañerita de la escuela que asustada le apretaba el brazo. La Diligencia, para después matar a los indios que lo perseguían en el empedrado de la calle Rincón junto a Oscar y Rubén. El pirata Hidalgo, para colgarse de la baranda que cercaba la azotea, mientras su madre tendía la ropa. Las aventuras de Fumanchú, Sucesos Argentinos, el abuelo Tatón, garrapiñadas, Jim de la Selva, el noticiero No-Do, la señorita Ester, la primera comunión, Los hermanos Corso, los únicos privilegiados son los niños.   
Sonó el timbre y bajó para abrir la puerta de calle. Era un hombre de cabellos blancos acompañado por un chico.
-Perdone que lo moleste, quisiera pedirle un favor. Vengo con mi nieto para mostrarle el lugar donde trabajé hace mucho tiempo de acomodador.
Los hizo pasar. Él sabía que iban a venir. Los tres caminaron lentamente por el declive. El hombre empezó a contar sus anécdotas y el chico, con los ojos asombrados, a hacerle preguntas. “Ese techo se corría en las noches de verano para refrescar el salón y se veían las estrellas”. “Muchas veces, las madres dejaban a sus chicos y me pedían que los cuidara a cambio de una propina”.
En un momento de la recorrida se sentaron en las tres butacas que había comprado en una casa de muebles usados. Las luces se fueron apagando una a una y en el silencio se escuchó girar el rollo de película que yacía en la máquina de proyección. Sobre la pantalla, en blanco y negro, vio la figura de Tyrone Power con un antifaz, lanzando su espada contra una viga de madera que sostenía el techo. Vio una zeta cruzando como un recuerdo y sobre las palabras que anunciaban La marca del Zorro.

María A. Escobar



                      Las amigas María A. Escobar

Y claro, cómo no iba a aumentar el precio del remís, si todo aumentaba.  Ella iba sentada al lado del conductor, porque él se lo había sugerido y su pierna, del tamaño de una pierna de cerdo, tocaba  la palanca de cambio. Córrase, le decía el viejo.  Adónde, le replicaba Elvira, tendría que haber viajado en el asiento de atrás. La puerta de atrás no abre. Siempre igual, unos autos desastrosos y te cobran como si viajaras en no sé qué. El paquete con las facturas sobre la falda posiblemente le dejaría alguna mancha de grasa. Contra la puerta se aplastaba la  la cartera de lona en donde llevaba la billetera y las fotos de Cachito para enseñárselas a Rosita. Cachito estaba tan lindo, con unos cachetes bien sonrosados, gordito, bien alimentado se veía. Se parecía a Juan. Era su vivo retrato, aunque la nuera decía que se parecía a su padre, por llevarle la contra a ella. Pero no, su nieto era igual a Juan, su hijo y la opinión de ella la tenía sin cuidado. A los ochenta años había llegado el primer nieto, justo cuando ella casi no tenía fuerzas para nada, salvo ir a verlo cada tanto y llevarle montañas de golosinas, para escándalo de la nuera.
Ya estaban llegando y, cuando divisó la puerta pintada de verde, le dijo al
viejo, déjeme ahí. Discutieron porque él quería cobrarle más por el viaje, porque ella sostenía que ése era el precio del viaje mínimo y el viejo que no, que eran dos cuadras más.  Bah, dos cuadras más, dijo ella pero le tiró los veintidós pesos sobre la pierna. El viejo tuvo que empujarla para que pudiera bajar. Aferró las facturas que se le abollaron un poco, Rosita comprendería. Ella también era obesa y el mundo estaba hecho para los delgados. Si alguna vez viajara en avión (cosa que ya no sucedería) hubiera tenido que pagar dos pasajes. Era justo? Pensaba que no porque ella era una sola persona..
Frente a la puerta verde golpeó las manos como pudo, pero Elvira la esperaba y entonces sintió sus pasos lentos, pesados, acercarse a la puerta. Se besaron en ambas mejillas, felices de verse, como lo hacían una vez por mes, cuando Rosita cobraba la jubilación. Desde el fondo llegó una voz moribunda –¿quién es?  -Rosita, dormite-  Y luego le susurró -ésta me tiene harta…no sabés cómo-
Se instalaron en el patio en donde agonizaba un limonero. Elvira había
dispuesto dos sillones de caña en los que esforzadamente entraron sus voluminosos traseros y, en el centro, una pequeña mesita de factura casera en donde dispusieron el termo, la yerba, el azúcar y en un banquito
aparte las facturas y una torta casera que había hecho Elvira. Ambas comenzaron a hablar de sus dolencias que, en realidad, provenían casi todas de su gordura. Las visitas al médico porque el colesterol y el azúcar que no bajaban. Pero qué placer les quedaba a ellas sinó darse algún que otro gusto ya que no iban a ningún lado.  Apenas si caminaban. De cualquier modo, estaban vivas cuando ya muchas amigas, flacas ellas, habían partido. Valía la pena sacrificarse renunciando a los manjares por los que morían? De tanto en tanto llegaba la voz cascada que, desde la cama, profería el viejo y Elvira lo mandaba a callar. Con la boca llena, el mate, más azúcar que yerba, cambiando de mano, Elvira le explicó a su amiga -está muriendo…el cigarrillo, no lo podía dejar. Los médicos
se cansaron. Yo me cansé. Alcanzáme ese cañoncito de dulce de leche, son mi debilidad, viste? El cigarrillo mata Rosita.  Si, dijo ésta con un churro en la mano, el cigarrillo verdaderamente mata.

Virginia Perrone



Trazos  Virginia Perrone
Poesía Breve, Brevedades arrancadas al Silencio

Abandonada a su primera versión
ser milagro y secreto.
Los nombres de la soga.
El animal que domestico afila sus
uñas de papel
se entrega al bosque, no a los espejos
sabe que rezo pero perdura en mi carne
como una llamada.
los pájaros y los libros
/todo/
conspira para el engaño.
Viaja en su carne
bajo la luna muda.
No hay distancia
todo es aquí
en este tramo de luz.
2
Algunos silencios nos
siembran
Fuera de la métrica y
de la lengua
el Poema habla.           
Una copia de mí,
el universo de mi violeta.
Hay algo del agua en ese transcurrir.
Ser del trigo
 su lado sagrado
Eros contempla un pájaro
Todo es cristal.
Pesan las sílabas
hay que diluir los sonidos
hasta perforar la tierra.
Sobre lo minúsculo gira el Universo
ahora
aún
encore.


Permanece lo ínfimo, esas migas      
de pan, los gramos de una ausencia
y el viento, el viento permanece.
El golpe que ejecuta la noche
en el exilio de la lengua.
3
Habrá que quemar el Poema
decirlo en su ceniza
que la lengua no toque el polvo
que no diga
que diga.
No desapareció, es su soga
destilando.
El amor soporta veintisiete
planos de ferocidad.
La ciudad se toca las rodillas
persigna ruiseñores en las noches
y desayuna fantasmas
en días de panes para pocos.
Si llueven perros adónde iré
a temblar mi luna
con qué ropa de amar.
El Poema acecha
queda encontrar las palabras.
Acechan las Palabras
queda encontrar el Poema.
En la maraña se busca
patea entre su trama.

Jenara García Martín



CUARTA ESPOSA (l)      
Jenara García Martín

Esa misma madrugada al regreso de la fiesta, Constanze estaba ansiosa por relatar a su mamá, antes de irse a dormir,  los detalles más destacados que a ella la habían llamado la atención, desde el acto del Registro Civil, hasta que se retiró de la fiesta de la noche.
-Ya sé, mamá, que a ti  te traerá recuerdos este nuevo enlace de mi papá, tanto buenos, como desagradables, pero forma parte de tu pasado y el mío. Ahora con este  cuarto matrimonio que ha contraído mi papá, no sabemos cuál va a ser su comportamiento con nosotras, bueno, especialmente conmigo que siempre ha sido tan protector y tan cordial. Siempre que le hemos necesitado ha estado a nuestro lado.  Tú conocías a su nueva esposa, ¿verdad?         
- Sí cariño. Sí la conocía y considero  que es bella, con mucha elegancia, muy joven, hija de los Nelson amigos de tu padre y  poderosos industriales vinateros. Según comentarios, tu padre puede llevarla cerca de cuarenta años. Ese es su gran  defecto, que siempre quiere tener a su lado a una mujer joven.
- Pero tú todavía eras joven cuando te divorciaste de él.
- Así es, cariño. Pero como estarás cansada, mejor vayámonos a dormir y mañana, me cuentas los detalles de este acontecimiento tan destacado en la sociedad parisina,  que para ti habrá sido todo un descubrimiento social.
- Tienes razón mamá, mañana sigo contándote – y despidiéndose con un beso, ambas, se fueron a descansar.
Pero la señora Carla, como no podía conciliar el sueño, hizo un viaje de regreso, recorriendo su vida desde su casamiento y posterior divorcio, situación que la llevó a vivir sola con su hija, su pintura y su galería de Arte. Recuerda con cierta emoción, la felicidad de Fred el día que le anunció que iban a ser padres, la invitación a cenar para festejarlo y la  valiosa gargantilla que la regaló con zafiros engarzados en oro, haciendo juego con los pendientes. Todo iba pasando por su mente como una película, y hasta los momentos difíciles en la convivencia matrimonial que habían dado un inusitado giro ante el anuncio de la llegada de ese heredero, pues  llevaban seis años de casados, y no tenían descendencia. También pensó, en esos momentos, que con las otras dos esposas no había tenido hijos. Y haciendo uso de esa memoria prodigiosa, le veía a Fred prestándola una atención, durante su embarazo, que llegaba a los extremos y recibiendo el nacimiento de su primera hija con un regocijo indescriptible.
Fueron unos años de felicidad que disfrutaban los tres, compartiéndolo todo. Y ya había cumplido diez años Constanze, cuando Fred, empezó a cambiar los hábitos de la vida en familia. La  señora Carla soportó la infidelidad permanente de su esposo hasta donde su paciencia llegó a un límite. En ella, ya había pasado la juventud que él buscaba en una mujer   y ambos tomaron la decisión de llegar al divorcio, pese al dolor que le causaban a su hijita. Fue una separación sin escándalos. De común acuerdo. Las dejó en buena posición económica y social, acorde con su categoría de banquero millonario y comprometiéndose a costear los estudios de Constanze en los mejores colegios y la carrera universitaria que ella quisiera elegir. Eso sí, las impuso una condición, no podían abandonar  París, pues era su única hija y quería tenerla cerca y compartir su vida. Y así lo cumplió.  
Costanze  se despertó a la mañana  siguiente, cerca del mediodía, reuniéndose con su mamá en el salón, quien ese día no había acudido a la galería por compartirlo con ella cuando se levantara. La doncella le sirvió un jugo de frutas, puesto que ya se acercaba la hora del almuerzo.
- Buenos días, mamá - y ese saludo, fue sellado con un beso-. Me extraña verte en casa. ¿Por qué no has ido a la Galería?
- Sabes que Mariam me reemplaza con eficiencia y yo quería estar con mi hija cuando se levantara y pasar el día completo con ella. ¿No te agrada la idea?
- Claro que sí, mamá. Así tengo el tiempo suficiente para relatarte todo lo ocurrido en ese nuevo casamiento de mi papá.
- Y ahora, dime:  ¿Qué tal has pasado la noche?
- Bien mamá. Y tú ¿Has podido dormir sin recuerdos?
- Los recuerdos en mi vida, siempre han estado y estarán presentes y más en un día como el de ayer. Pero yo quiero que todo lo que esta madrugada querías contarme, lo hagas ahora. Tu impaciencia me ha contagiado y tengo deseos de escucharte.
- No quiero que mi relato te haga revivir  algún episodio dormido y vaya a ser motivo de tristeza. ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo, cariño. Mis sentimientos están protegidos por una coraza. Lo importante es que tú lo hayas - Comienzo por los primeros pasos. Cuando vi a mi papá en el registro civil, yo no lo conocía, mamá. Tenía más estatura que la novia y aparentaba unos cuantos años menos y con un físico atractivo. No me preguntes del por qué del cambio, pero es como te lo estoy describiendo. Los señores Nelson me trataron con toda amabilidad y también David y las coreanitas. De Lara no puedo decir lo mismo, porque en ese acto, ni me miró. Esto te lo resalto: el, “Sí acepto”, de mi papá se escuchó con suma claridad pero a la novia el juez la tuvo que preguntar dos veces, actitud que produjo comentarios.  El recinto que disponen para estos acontecimientos, te diré, que  estaba lleno de invitados,  y era un desfile de modelos en las damas, que más bien parecía  una competencia.
- Y tú, ¿cómo te sentiste con tu conjunto siete octavos?
- Estaba tan elegante como cualquiera de  las jovencitas, y resaltaba mi pamela. Había  cantidad de periodistas y fotógrafos a la salida y creo que yo también estaré en alguna foto. Dicen que serán publicadas en alguna  de las revistas de sociales, especializadas en estos acontecimientos. ¿Quieres que la compre?
- No me opongo a que lo hagas, mas yo no quiero verlas. Prefirió que tú sigas con el relato -, le respondió la mamá
- El koctail -, continuó Constanze - que ofrecieron después fue muy bien servido y organizado por un chef de renombre en París, y fue el mismo que organizó el banquete de la noche, que se destacó con la variedad de platos del menú. Y el postre fue algo especial. Comentaron que había sido una exclusividad del chef, creado para homenajear a los novios. Te digo que era una exquisitez.
No dejó de resaltar los detalles que más la habían llamado la atención, y, con los conocimientos de todo tipo de arte, por la escuela de su mamá, pudo destacarla hasta los estilos de  la decoración del salón.
- Y… ¿Había invitados conocidos?
- Sí, mamá. Entre los más de quinientos que dicen eran los que asistieron, pude ver a los Clovis, los Juliá, los Graus y también algunos de los amigos del Club y conocidos de mi papá, pero el saludo sólo era una mirada diferente o una inclinación de cabeza, sin acercarse demasiado.
- De la novia… ¿No me dices nada?
- Sí mamá. Te la voy a describir  tal cual la vi yo, quizás no como la veían los demás, que no hacían nada más que adularla, por su elegancia y su belleza. Es cierto que lucía un vestido blanco de encaje y bordado en pedrerías, divino. Modelo de uno de los más reconocidos modistos de París, especializados en trajes de novia, de acuerdo a lo que nos dijo la señora Lyli. Se paseaba ella sola luciéndose y coqueteando a la vez que saludaba a los invitados. Sabía que su vestido resaltaba su estilizada  figura y se la veía disfrutar de los halagos, pero siempre sola. Con decirte, que tuvieron que salir a buscarla para que se reuniera con el novio (mi papá) para iniciar el baile al compás del clásico vals “Danubio Azul”. Después cuando ya cambiaban de pareja,  se llenó la pista. Yo bailé con mi papá; Maureen con el joven David y, Josefine con el señor Nelson, algunos pasos del vals. Me ubicaron en la mesa de David  y las coreanitas a la que se agregaron  los señores Nelson y mi papá. Y ahora vas a escuchar algo que te sorprenderá, pero así sucedió. Lara se acercó a nuestra mesa agradeciendo nuestra presencia y hasta destacó mi atuendo. Y dijo, queriendo disimular su altivez, que se acercaba a brindar con toda la familia, indicando a David, a quien yo había observado que hablaba con ella antes de acercarse, que abriera la botella de champagne y sirviera las copas. Cuando ya todos nos habíamos puesto de pié con las copas levantadas para el brindis, ella derramó el líquido espumante en el vestido de Maureen y no fue por accidente, fue con intencionalidad de hacer daño y arruinarnos los momentos de armonía que estábamos disfrutando. Yo me tomé del brazo de mi papá, porque me asusté. No había en su semblante un gesto de arrepentimiento.
- No puedo creerlo. Y esa actitud, por qué, Constanze.
- ¿Tú crees mamá, que puedo adivinar los motivos, si recién anoche conocí a todos? Ya te he dicho que la califico de soberbia, y con cierto grado de maldad. Pidió perdón, con una superficialidad, que se la notaba en la voz y en la mirada, obligada por mi papá y el señor Nelson. Y se retiró como si no hubiera tenido importancia lo que hizo. David también se lo reprochó. Qué pena me dio observar el semblante de  Maureen y Josefine, mientras limpiaban el vestido. Son un encanto, mamá. Son amables. Hablan con una dulzura que impresionan sobre su  cultura y costumbres coreanas que no te cansas de escucharlas. Y, Lara, luego bailaba con los jóvenes luciéndose en la pista y nunca más con mi papá. Daba la impresión que no se daba cuenta que ya era la señora Karlton y eso  se rumoreaba en algunos círculos de los invitados. Ver a mi papá con el grupo    de    amigos de su edad, de quien nunca se el señor Nelson, me producía tristeza, que siempre traté de disimular.
Se paró el señor Nelson, me producía tristeza, que siempre traté de disimular.

- Me está dejando inquieta esa actitud de la nueva esposa de tu padre. Cuál será su trato con nosotras cuando regresen de la luna de miel.

- Es para ello, mamá. No los ví, cuando se retiraron de la fiesta para ir al hotel donde pasarían la noche, pues a la mañana siguiente tomaban el avión a las diez, pero nadie conocía el destino. Dijeron que estarían unos quince días en su luna de miel. Si te voy a ser sincera, me parece muy corta. ¿Y a ti?

- También, cariño, pues un millonario como tu padre y una esposa tan joven, qué menos que un crucero por las islas griegas, disfrutando de buenas playas y lugares paradisíacos .Cuando yo me casé fuimos en luna de miel a las costas del Caribe, a Nueva York y a la India que yo quería conocer. Estuvimos dos meses viajando. Aún guardo un grato recuerdo de esos días. Fueron maravillosos.

- ¿Te sientes bien, mamá? Te has puesto pálida al recordarlo.

- Es que fueron las mejores épocas de mi vida. Bueno, la mayor felicidad fue tu llegada a este mundo, cariño, y verte crecer. Siempre fuiste una niña muy sana, tranquila y, feliz. Por eso soporté años la infidelidad de tu padre, por no hacerte sufrir. Y por no separarte de él, que tanto te quiere, acepté no irnos de París. La galería de Arte y mi pintura, junto a tu cariño, me ayudan a sobrellevar este  destino que la vida nos tenía marcado. ¡No me abandones nunca, cariño!

- ¡Mamá! Qué te pasa. ¿Por qué ahora me dices eso?

- No me hagas caso. Ya ha llegado Mariam, y nos acompañará en el almuerzo pues siente gran curiosidad por escucharte los principales detalles del casamiento -.

Salieron a recibirla  y se dirigieron al comedor.

Silvia Plager



                          Soltar las riendas  
                                                    Silvia Plager

Mi amiga Erlinda es feliz. Cuando con las chicas jugamos a las cartas e intentamos olvidarnos de nuestros achaques y penurias, no la nombramos. Traer la presencia de Erlinda a esa mesa sería como negarnos el recreo de los jueves por la tarde. Nuestro grupo lo tiene todo organizado: los lunes al mediodía, ikebana; los martes a la tarde, curso de repostería; los miércoles por la mañana, gimnasia para la tercera edad; los jueves, té canasta; los viernes, tertulia literaria; los sábados por la noche, cine; los domingos, almuerzo familiar.
Digo que Erlinda es feliz, y no miento. En estos tiempos donde cada uno disfraza como puede su tristeza, ella se da el lujo de la felicidad.
Algún que otro domingo, el grupo combina ir de visita a su casa. Hacemos el sacrificio del viaje impulsadas por el cariño que le tenemos y porque necesitamos entender cómo se puede vivir en un barrio apartado de la mano de Dios sin morirse de miedo y aburrimiento. Y se lo preguntamos siempre. Entonces Erlinda sonríe y nos dice que el miedo también vive en los edificios de departamentos y que ella nunca está sola porque sus sueños se cuelan por todos los rincones y cuando abre los ojos es como si aún los tuviera cerrados.
Que las locas ocurrencias de sus fantasmas nocturnos no respetan horarios ni disciplinas no es novedad. Sin ir más lejos, la última vez nos contó que el viernes pasado tuvo siete años y un moño blanco en el pelo y que la mano de su papá era grande y blanda como un colchón. Ese mismo día, a la siesta, la mamá se columpiaba en un trapecio de circo y Erlinda, muy tiesa en su vestido de volados, miraba a lo alto y le enviaba besos.
También nos contó que volvió a dar a luz a su hijo mayor y que su marido, más joven y apuesto que de recién casado, le obsequió un ramo de clavelinas.
Y luego nos dijo que sus hermanos y ella habían dormido en casa de los abuelos y que al mediodía, trepados a un árbol, entendieron que el tiempo no existía.
“Erlinda, si todos son sueños- le decimos -. Ahora eres viuda y tus hijos son grandes y están viviendo en el extranjero.”
“Ya sé que son sueños”, nos responde invariablemente.
Para Erlinda no hay diferencia entre lo que es o no es, y así como nosotras organizamos nuestra actividad semanal, ella organiza sus sueños.
Está tan ocupada, dice, que apenas si le queda un espacio para dedicarlo a las compras, la limpieza de la casa y el pequeño jardín.
“ Tu pastel de manzanas está delicioso, tu piso huele a cera, pero tus plantas, ¡pobrecitas!, son una maraña, suele recriminarle Carlota, la más irónica de las cinco.
Erlinda suspira, se acomoda el rodete como quien ha recibido un cumplido, y dice: “Los jardines ordenados desordenan los sueños. Con cada cosa en su sitio y todo bien diferenciado, sólo hay cabida para el hoy, y eso, queridas amigas, es muy aburrido”.
No queremos tomarlo como un insulto, sin embargo nos defendemos, y le decimos que nosotras lo tenemos todo previsto para no aburrirnos jamás.
La que se enfurece es Teodora, la más joven, que acaba de ser abuela por decimoquinta vez y que no puede con su alma de tanto ir y venir. Cómo se atrevía Erlinda a sugerir, tan siquiera, que alguien con seis hijos y quince nietos pudiera sentir aburrimiento. Entonces Teodora saca de su bolso una tira de fotografías, una aguja de crochet y un ovillo de lana color patito y después de enumerar las proezas de sus descendientes, se dispone a tejer escarpines. Sin ser cruel debo reconocer que la pobre Teo se ha vuelto un poco reiterativa con eso de que la gente que tiene las manos y la mente ocupada no anda distrayéndose con pavadas. Porque a Queca y a mí el ikebana nos ha sorbido el seso y no hay mesita o estante que no tenga uno. Pero qué nos puede importar que los arreglos florales de tanto adornar no adornen. Nos gustan y punto.
Lo mismo debe sucederle a Erlinda con sus sueños, le caminan por toda la casa como chicos malcriados porque ella les ha soltado las riendas y ahora no hay quién los pare.
Para que me entiendan bien les diré un refrán que mi tía Alcira- mujer sabia- solía decir: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.Nosotras andamos en grupo, como alborotadas jovencitas. Y Erlinda sólo anda con ella misma; así las palabras que le nacen de adentro revolotean por donde les viene en gana hasta que se organizan en imágenes. De ahí al soñar hay un paso tan corto y ágil como el de una japonesa.
De no ser porque finalmente sucedió lo que tenía que suceder con tanto descampado alrededor, todavía estaríamos comiendo pastel de manzanas, oliendo cera y admirando esa selva diminuta donde  gomeros, laureles, cerezos, araucarias y cipreses eran abrazados por ilodendros, tacos de reina, rosas chinas y enamoradas del muro que, a fuerza de abrirse camino, se enamoraban de cualquier tronco o superficie que se les cruzase.
A veces, cuando me pongo a pensar en los nuevos dueños, me pregunto si el tesón demoledor con que ellos transformaron el jardín rebelde en un patio embaldosado no se habrá debido a que los sueños de Erlinda aún seguían enredados en sus árboles y plantas.
Ya no me cabe duda de que si Erlinda hizo lo que hizo fue para que sus sueños vivieran.
“Qué bien- dijimos nosotras cuando vimos el parque de diversiones que se había levantado- ahora Erlinda no se sentirá tan sola”.
“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, también acostumbra a sentenciar tía Alcira. Y nosotras no quisimos ver que ese monstruo de acero sería la perdición de nuestra amiga.
Día y noche, para convocar a los vecinos próximos y distantes, los altavoces difundían una música que espantaba pájaros y duendes.
La gente que aullaba en la montaña rusa, descabezaba muñecas y coronaba botellas con aros de plástico, seguramente detestaba el murmullo del viento, el batir de persianas, el silbido del paseante solitario, el trinar de las aves y el lamento lejano del tren.
Después de una noche en que la vigilia sólo estuvo poblada por los intrusos de enfrente y que de sus cabezas no obtuvo ni siquiera el sueño más huidizo, Erlinda taponó sus oídos, y se volvió a acostar.
Yo me digo que tal vez sus sueños se unieron los unos a los otros como las sábanas que el prisionero ata para huir de la prisión. Y me la imagino a Erlinda deslizándose por ellas, olvidada de actos tan triviales como comer o despertar. Por eso, cuando las chicas dicen: “Qué muerte triste la de Erlinda, enterrada viva en esa casa y sin que nadie le tienda una mano”, yo pienso en sus sueños, alineados como cerco de ligustro para defenderla de la mirada ajena, y me vuelvo a decir: “Mi amiga Erlinda es feliz”.

Liliana Isabel González



                        El espejo de la ruta 
                          Liliana Isabel González

 Metida en una nube de viento pedregullo y frío Amparo se arropó inquieta. Cada mañana recorría instintivamente la distancia que separaba su casa en Tres Lagos, de la ruta 40. El ripio grande y parejo estaba helado. Acomodó las cadenas en las cubiertas que hoy estrenaba. Subió al auto.  Una ráfaga le cerró la puerta. Otra sacudió al coche. Estornudó una y otra vez la tierra que había aspirado. Se escuchó insultando, algo que solo se permitía estando sola. Hechó carcajadas, su juego secreto. Coqueteó en el espejo. Encendió el motor y su fuerza. La necesitaba. Desde que había ingresado al Frente Social, su tiempo quedó con permiso, hipotecado. La nafta y el gas oil escaseaban. El paro en las petroleras desabastecía la vida y detenía su andar. Las personas llegaban a pie al hospital. El dolor las direccionaba para encontrar alivio. Allí lo recibían.
Extrañaba a Vicente. En el último viaje coincidieron en Cabo Blanco. Dueños de sus tiempos, amaron, leyeron, durmieron y rieron. Esas vacaciones, pedidas con varios meses de anticipación, eran una postal a la que volvía cada mañana mientras manejaba.
La rutina hospitalaria, la escasez  y las faltas, los interrumpía casi como el abrazo en el que ya no se encontraban. Hacían más de lo posible. Transformaban cada  imposibilidad en una pregunta, en un cuestionamiento. Se habían prometido honrar la vida. No conocían la resignación. ¿Sería ese el precio de la distancia que los alejaba? Sonó el celular. Tuvo una corazonada. Frenó sin mirar por el espejo retrovisor. Se detuvo a tiempo. Detrás del último sonido de la campanilla escuchó ese hola tan esperado. Amparo lloró de alegría.

Celia Elena Martínez



                    Glotona Celia Elena Martínez

¿Te acordás Angio cuando en los recreos de la Inmaculada, llevabas para el recreo largo esos sanwichs de barritas de chocolate?
 Las otras llevaban como yo pebetes de jamón y queso. Nos reíamos de tu costumbre, pero la verdad era deliciosos.
 ¡Qué glotona eras!  a la salida había un gran kiosco en la esquina de Mario Bravo  y Corrientes, en realidad era un enorme local, ya no está.  Ahí comprabas los Cabshas, pequeños bombones de dulce de leche que cuando te visitaba pedías una caja entera y compartías a la noche conmigo en largas charlas recordando todo sobre los años del colegio, ¿no sé porque te fuiste a vivir a Italia? A casarte y hacer tu vida allá, hace cuarenta y ocho años que te fuiste, eras mi mejor amiga,  amiga-hermanas como decís siempre, fuiste la madrina de mi hija mayor y te marchaste cuando Andrea, tu ahijada cumplió justo el primer añito, siempre nos  y nos comunicamos, pero la amistad a distancia es como un amor separado,¡ me dejaste! te sentabas junto a mí mientras duraron los cinco años de la secundaria, ¿Recordás que la Hermana Florentina  no te dejaba ser la abanderada porque eras italiana? sólo podías izar la bandera y eso que eras la mejor alumna.
 Bueno este mail que no te ponga nostálgica. Fue la época más linda que vivimos.
 ¿Cuando me recibías en Italia y me llevabas a tomar los mejores helados de Fanno?
 Te conocías todos los diferentes lugares donde hacían los mejores dulces. ¡Golosa! siempre lo fuiste.
 Te quiere tu amiga-hermana.


Rubén Amato


Curiosa lluvia de abril   
                                                  Rubén Amato


Aquella tarde fue la ultima vez que se vieron. La lluvia ya traía esa brisa fresca de las despedidas. Una cosa rara, recién se acostumbraba a tenerla  y ya tenía que perderla. Era un vértigo. Trataba de detener el tiempo. Que no se acabe el café  en los pocillos, que el semáforo de la esquina solo diera verde, que sus ojos no dejaran de mirarlo. Pero era inútil prolongar otra ilusión, se lo recordaron sus manos al desenredarse de las suyas.
 Y solo quedó su beso, mojándole apenitas los labios. Y la puerta del bar, que parecía no querer cerrarse, por el viento que invadía el bar, le traía aun su perfume.
 "Cuánto es" , pregunto mientras hurgaba en el bolsillo la billetera.
 "Nada" contestó la moza, “La señora ya pagó cuando usted salio a comprar cigarrillos”.



El bar estaba a mitad de camino, en las afueras de la ciudad. Una hora en tren para Greg, veinte minutos en auto para Henin. No podían arriesgarse a que los vean juntos. Profesor y alumna todavía en estos tiempos era un peligro para sus carreras. Ella a punto de recibirse y el por su empleo.
 Greg llegaba temprano, una vieja costumbre. Escuchaba música, tomaba café, leía el diario. Henin ponía música en el equipo de su Escort 94. A su modo, cada uno empezaba a disfrutar  de un dia diferente antes de meterse uno dentro del otro. La previa de ambos.
 Quizá esto seria lo que más extrañarían luego. Ese breve e imperceptible momento de libertad que les concedió  el verdadero amor.
 El amor, como aquel lejano bar, quedo a mitad de camino de sus respectivos futuros.

Catalina Gutrejde


¡¡Esa botella de vino!!  
                                               Catalina Gutrejde


Francisco descansa debajo de la parra que lo protege del sol veraniego.
 Luce la cabeza blanca, el rostro surcado de tiempo. La vejez lo encuentra solo, pero con un bagaje de recuerdos que por momentos se instalan en su mente para robarle una sonrisa.
 La imagen de los racimos de uva arrancados por los hijos, y el vino casero preparado por su compañera, es su imagen favorita.
 Terminada la siesta se dirige con paso lento hacia la cocina, donde comienza con el ritual de preparar el mate. No pueden faltar las galletitas con dulce casero que le regalara una vecina.
 Al abrir la heladera la ve, siente la tentación de sacarla pero la imposición del médico lo frena: -Puede tomar un vasito de vino solamente en la cena, (le había recomendado).
 Se sienta a la mesa, sin dejar de mirar la heladera. La tentación es muy grande, se esfuerza por dominarse. Pero el deseo es más grande que todo razonamiento.
 Va en su busca, la deposita en la mesa, toma una copa del aparador y se sienta nuevamente . La mira como quien mira a su amante, le gusta el color abordonado, y sin más miramientos la destapa comenzando su fiesta.
 La botella vació su contenido. Francisco siente que los párpados le pesan, se levanta de la silla con gran esfuerzo, tambaleante llega a su cuarto, abre la ventana y el rumor de los árboles en su vaivén  y la frescura de la brisa lo acompañan.
 La noche comenzó su viaje.
 El nuevo amanecer regresa con el canto de los zorzales.
 Golpean a la puerta, es la señora que acostumbra venir a diario para hacer la limpieza; al no recibir respuesta entra por una ventana y se dirige directamente al cuarto del abuelo. Este yace en la cama, un rayo de sol ilumina una cara con signos de paz; a su lado la  botella de vino, es la prueba fehaciente de que Francisco partió disfrutando su placer preferido.


Claudio Simiz



Orlandito Claudio Simiz

Una sorpresa. Podría decir “una gran sorpresa”. Encontrar mi cabeza apoyada en la almohada, mi cuerpo cubierto por la frazada a cuadros que me cobijó anoche… no, no es que al tocarme el rostro fuese a percibir una quitinosa máscara de insecto, como el pobre Gregorio, ese pariente ignoto, no. Es que anoche me acosté con ese escozor, ese preludio de estremecimiento que viene a ser algo así como la sala de partos de otra vida. Era el temblor, la respiración jadeante, el ensordecimiento gradual… bueno, pero estoy aquí, el mismo que ayer, o sea, hombre, Orlandito, y no jilguero, marimonia, o lenguado… claro, cada uno perfecto en su medio y con los instintos y la inteligencia afilados para la supervivencia, pero igual… estas mudanzas, que a los otros, estoy seguro, no les acaecen, o si les pasa no recuerdan lo que antes fueron, ya me cansan… además… me gusta Orlandito… joven todavía, bien… un poco de pancita, pero ellas la encuentran sensual… la acarician… y bueno, uno no tuvo infancia, eso afecta un poco cuando se es persona… es como si faltaran unas piezas del rompecabezas… los salmones también la buscan, y dejan la vida en eso, pero sin saberlo del todo… bueno, ahora Orlandito se va a afeitar, hay que estar presentable delante del Maestro… hay que aprovechar estos días de plena inteligencia para aprender… la única ventaja de esta vida trashumante es que algo queda de lo que se vivió… un caso, este aromita a lavanda de cuando fui cantero, que a ellas las pone tiernas… a propósito, esa morocha que hace como de asistente o algo así del maestro… tiene unos ojazos… y del cuello para abajo… mamita mía… bah… mamita solo, porque yo no tuve… ¿o sí? Pensándolo bien, no vendrían mal, después, unos añitos parsimoniosos de tortuga, para descansar de toda esta agitación… ahora, la verdad, me siento como si siempre hubiera sido hombre... no sé, es como un sueño la lista de cosas (perdón, seres) que fui… ¿y si tuviera hijos? ¿Qué historia le contarían cuando yo fuese un jabalí o una petunia?Pobre… qué trauma… ¿O sería igual que yo?  A lo mejor mi voluble existencia es hereditaria… ma… aprovechá, Orlandito, afilá ese pico de halcón, que la morocha del Maestro te está mirando con cariño… y a lo mejor el tipo sabe en serio y puede parar esta rueda sin freno…
No sé, no sé… ¿qué es lo que le pasa a este Orlandito?… es tan raro… mis votos y mis principios me impiden negarle mi ayuda… pero si pudiera apartarlo… o apartarme, me sentiría más tranquilo. Al principio me pareció ver en él un destello de la Luz, pero a veces es tan común… casi vulgar… esos adornos rumbosos… tal vez venga sólo por la asistente y yo imagine toda estas historias… no sé, no sé… hace dos días, cuando me pidió la entrevista personal, sentí como un ramalazo de la Sombra… y en el Libro algunos indicios encontré… ese desenfado de los que se saben impunes de antemano… además… ese aura que inquieta a mi gato y atrae a los insectos cuando se acerca… es como si hubiese otra cosa en él, detrás de él, de esa apariencia de excesiva confianza y olores… nunca me encontré tan inquieto en todos estos años…después de la última consagración, pensé que ya nada me perturbaría demasiado… ahora recuerdo, sí, ese libro apócrifo hace tantos, tantos años… el más poderoso de los espíritus del mal, el que todo lo es sin ser nada… el que no puede ser destruido ni ignorado… a propósito, hoy la asistente se ha perfumado de manera especial… ¿lo habrá hecho a propósito?... hablaré con ella, pero no ahora… no, no, esos viejos libros para supersticiosos, sí, ahora recuerdo, el fagocitador, el que se acerca y te lleva consigo en su insaciable rueda hacia el Caos…!ah,! a veces pienso que no deberían existir los libros, salvo el Libro…no, no, no llegué hasta aquí para sumirme en estas cavilaciones fantasiosas y tristes… ya recuerdo… ah… allí está ella… es el perfume que traía el día que se acercó por primera vez a mí…bello, pero demasiado sensual para estos sitios… Hay que mantener la calma ¿qué puede pasar? Nada hay fuera de control… calma, calma… el gato se fue detrás de la puerta y las moscas comienzan a formar una nube en la puerta… debe ser él… mejor orar…

Cora Stábile




El  cafisho y la Musa Mistonga  
Cora Stábile

Sí, es desconfianza… y tal vez cierto temor… ese hombre que había entrado le producía un escozor inquietante.
Él observaba con atención todo el ambiente, controlaba sin disimulo los movimientos de las personas que estaban allí reunidas y su gesto adusto y ese seño fruncido no presagiaban nada bueno.
De pronto llegó ella: era una morena espléndida, con ojos grandes y brillantes, sus labios de un rojo intenso esbozaban una sonrisa desafiante.
Su presencia fue advertida de inmediato por todos los que se encontraban reunidos en el lugar. Algunos, sin disimulo, cuchicheaban entre ellos y sonreían socarronamente.
Sí, era la  “Musa Mistonga” que había entrado invadiendo de inmediato todos los rincones con su presencia.
La mujer que atendía el mostrador advirtió que aquel desconocido había echado su sombrero hacia atrás y, con cínica sonrisa, caminó lentamente hacia la joven, le dijo algo y ambos se dirigieron hacia una mesa en el fondo del salón.
Hablaban en voz muy baja, se los veía tensos, serios… de pronto el ruido seco de un golpe cruzó el espacio. Las miradas de los pocos parroquianos presentes se dirigieron hacia el fondo y vieron con asombro como un hilo de sangre asomaba de los labios de la mujer en un rostro surcado por gruesas lágrimas. Mientras  el varón sacaba varios billetes de su bolsillo, los tiraba sobre la mesa y tranquilamente se alejaba sin volver la vista atrás.