miércoles, 24 de diciembre de 2014

Carlos Margiotta



                    OTRO LUGAR Carlos Margiotta
                       A 20 años de la publicación de su primer libro de poemas

Otro lugar
Dejó los ojos colgados

como dos soles transparentes

mirando la pared llena de signos grabados

con los capilares de una piel extraña

y una lente gigante suspendida del techo

balanceándose de un lado a otro,

para agrandar los destinos tejidos ayer

con los hilos de sedas brillantes

y colores nuevos.

Dejó sus anillos encadenados de luz

sobre una colmena de ciudades aéreas,

recorridos por trece huellas de pequeños pies.

Para que la niña camine segura en ellas,

las lunas que adornaran su vientre.

Dejó un mapa terrenal de sonidos

donde escuchar las voces de los pájaros

descender a las orillas de un río sagrado.

Y descansó, imaginando el regreso en otro lugar.


Infancia


La infancia son los hijos

jugando en el patio desierto,

con la sonrisa evocada mil veces

en los ojos presentes.

La infancia son los padres

donde siempre se es niño,

donde aquellas escenas repiten hoy,

por nunca aprendidas.

La infancia es lo más viejo

que retorna otra vez,

atravesando hacia delante

la memoria, en algún rostro.

La infancia es el olvido

que se encuentra al final

esperando al actor

para renacer en otro. 



 
Mujer del jueves
Llegó un jueves como todos los jueves
Con la soledad arrugada de su memoria roja.
Me trajo el beso incierto del ayer perdido
y una lágrima exiliada detrás de sus ojos de vino.
Me trajo voces nuevas para palabras viejas
y la sabiduría eterna de su sexo guardada
en silencio dentro de una vasija.
Me trajo una flor y el pan para la mesa vacía
que sirvió en un gesto con dos recuerdos
y una promesa incumplida.
Se fue un jueves como todos los jueves
llevándose el encuentro y la espera,
llevándose el fuego de mi sonrisa en su seno.
 
Palabras perdidas
Hay palabras volcánicas
crecidas en el silencio del deseo
que escapan sin razón
como una pasión fugaz.
Hay palabras románticas
escritas en el aire por un enamorado,
para soñar el amor
en la hamaca de una plaza.
Hay palabras equilibradas
que se eligen con precisión
para disimular el dolor
en una despedida.
Hay palabras asesinas
que se dicen contra la creación
matando el vuelo rebelde
de cada despertar.
Hay palabras buenas
que unen la magia con la verdad,
acariciando las sílabas secretas
de la infancia
para comprenderlas después.
Hay palabras perdidas
que debieron decirse alguna vez
y no pudieron.
Son palabras desaparecidas, arrepentidas
en una vieja valija
esperando ilusas
que aquél momento ocurra.



Fotos viejas
Fotos viejas mezcladas en una caja de cartón,
junto a partidas de nacimiento,
la medalla del colegio
y cinco dados en el cubilete gastado.
Fotos viejas que se tiran sobre el tapete
disparando la memoria en blanco y negro.
Sonrisas perpetuas, recuerdos de papel
que se repiten en cada mano
mirándonos desde ese instante congelado
donde fuimos o quisimos ser.
Fotos viejas de momentos remotos,
irrepetibles lugares sin regreso
que se revelan otra vez
para decirnos adiós.
La bicicleta apoyada en el farol
de la plaza iluminada contra el sol
y ella sentada en un banco
con el vestido a lunares
tirándome su beso eternamente
detenido en el clik.
 

Jenara García Martín



La casa de la colina  Jenara García Martín

Aún yacía  mirando al mar, la casa de la colina; harta de ver pasar el tiempo; cuando el tiempo abandonado, era una simple quimera. Perdida entre el verde,  entre los riscos desolados, dormía hace tiempo rondando una esperanza quebrada.

Cuentan quienes fueran testigos, que antaño, un soplo de vida infantil bullía alegremente entre los riscos, los acantilados, la playa.

 Que hace mucho, gentes de  la ciudad, en pleno verano, habían llegado a esos parajes de un atractivo único, esperando cambiar el humo por la brisa acariciadora de los amaneceres; por la  vista maravillosa del mar que se divisaba desde lo alto; por las playas de suave y blanca arena, y la habitaron por un tiempo.

Esas gentes  buscaban un remanso en el que ahogar los ruidos insoportables, las inquietudes del asfalto. Llegaron hasta esas tierras  llenas de sal y quemadas por siglos de olvido.

 Un grupo de niños a cualquier hora del día, hasta que el sol rojizo se alejaba en el horizonte, jugaba alegremente disfrutando de ese paisaje marítimo.

Así cuatro de esos niños, (dos de la ciudad y dos del Puerto), rompían todas las mañanas el mágico espejo azul de la superficie del mar, navegando sobre su lecho, subidos en un bote. Se perdían entre las olas, hasta  desaparecer en el horizonte.     

A sus espaldas quedaba la playa, el rompeolas... Y allí, donde el mar es dueño de todos los destinos; donde el mar y cielo no tiene límites y el silencio es silencio, los cuatro, se sumergían en la inmensidad de sus aguas transparentes.

La mar los acogía en su seno. Les hacía un hueco pequeñito mientras nadaban y los abrigaba como una madre tierna. Nada ni nadie podría imaginarse las risas y los chapuzones con los que espantaban a los peces, que se acercaban a los anzuelos.

Se dejaban mecer entre las olas  subidos en el bote, sabiendo que el mar, no era siempre un buen amigo, querían desafiar al mágico peligro de la muerte, entre las crestas de las olas, como si fueran protagonistas de las aventuras que escuchaban relatar a los marineros. ¡Sentirse peces de superficie! Pero los peces no salen de las olas para jugar con el viento. Porque no son niños y saben oír el silencio de su mundo y el vibrar del agua a lo largo de su cuerpo.

Un día, se vistió de luto el cielo,  y el aire trajo rumores de tristeza desde cualquier parte, y hasta el sol disfrazó su luz.

Cuando  la noche se había hecho presente, el cielo descorrió los visillos de nubes y cubrió con su manto la playa. Inútilmente esperó la arena su regreso. Su pérdida  cubrió de tristeza a todos los pobladores del puerto.

Después de una incesante búsqueda, de varias jornadas, los audaces pescadores decidieron abandonarla. Habían perdido las esperanzas de encontrar sus cuerpos.

Desconsolados  los habitantes de la casa de la colina huyeron. Los padres no tenían consuelo pero regresaron a la ciudad, sin importarles ya la contaminación ambiental. Ni una flor podrían colocar en su tumba, en la tierra.      

Su tumba fue la profundidad de las aguas, a las que arrojaron coronas de flores silvestres, diciéndoles el último adiós.

El pequeño valle pareció dormitar, estancándose en el tiempo, haciéndole eco a los chillidos de las gaviotas. Nadie volvió a ver el bote.

Hoy, dicen los habitantes de la zona que, cuando la luna ilumina el suelo para no olvidar de todo el día, cuatro niños juegan en la playa con la arena y se escuchan sus risas que retumban por los acantilados con sonido lejano, casi apagado por las estrellas.


Ana María Manceda



Perfumes lejanos Ana María Manceda

                                              ..Tú tienes la forma de una fuente  no de agua sino de tiempo                                                                      
                                                              En lo alto del chorro de la fuente  saltan mis pedazos
                                                                    el fui, el soy, el no soy todavía, mi vida no pesa.
                                   El pasado se adelgaza. El futuro es un poco de agua en tus ojos.       
                                                                                            “Trowbridge Street” Octavio Paz

No sentí que fracasé, pero debía hurgar, buscar en mi mente el origen de esa explosión que no me permitió seguir con la lectura del poema. El público aplaudió cálido, como apoyando esa emoción... Y sí, siempre me perseguirá la nostalgia, sello justificado, es la vida que me tocó. Más de una vez, mientras cae la nieve y sopla el viento desde el Pacífico, me he preguntado ¿Qué hago acá, en la Patagonia?
Le contaba que salimos temprano de la escuela por el eclipse de sol, todos nos asustamos, hasta los pájaros, porque el día se hizo de noche. La abuela Rosario, con su mirada de tierra oscura de musgos, velada por el desarraigo, me miraba, mientras revolvía en la olla de hierro, traída desde su tierra subtropical, los chicharrones de la pella de grasa vacuna. Su amor brotaba en la gran cocina de la casa platense, desde sus manos mágicas, mientras esculpía esas comidas de sabor profundo, misterioso del noroeste. Habían comenzado los preparativos para la fiesta de mi “Primera Comunión” y no faltaría nadie, las empanadas de la abuela eran famosas desde el Bosque hasta la entrada de La Plata. Era la época en la que en una cuadra habitaban italianos, españoles, brasileños, norteños como nosotros y aún una familia japonesa. Era una época en las que los aromas de comidas exóticas y criollas se mezclaban con el olor  a pasto recién cortado, el perfume de los jazmines del cabo y el olor al  Río De La Plata que traía el viento del este. Era una época en la cual los viejos vivían con sus familias y las bibliotecas de los clubes de barrio eran santuarios para los pibes y leer era un escudo de nobleza. En las fiestas patrias se escuchaban zambas, pasodobles y a todo los inmigrantes nos unía el mate y el asado. Pero las empanadas de la abuela son inolvidables. Los preparativos hasta el momento de hincarles el diente duraban tres días.
Al día siguiente se colaban los chicharrones para separarlos de la grasa caliente, cuyo futuro serían las tortillas de grasa - Comé hijita, comé, estás muy delgada- se persignaba- cuando venís se te ven solo los ojos. Y así una se volvía gordita y saludable. Luego preparaba la masa, una vez lista se formaban los “pupos”, tarea en la que yo ayudaba- Así Nóe , deben quedar bien redonditas. Me encantaba  darle esa forma redonda a la suave pasta y luego hundirle un dedo en el medio. Estirados con el palo serían las tapas para el relleno. Mientras tanto en una gran olla, mi madre hervía en la cocina la gallina elegida por la abuela del superpoblado gallinero. Una vez cocida se picaba la gallina y carne vacuna cruda, a mano y con un cuchillo afilado para el caso. El caldo que quedaba  era tomado como una ceremonia, debíamos estar bien alimentados, según la abuela  los pueblos antiguos lo valoraban por las ricas sustancias que hacían más fuertes a su gente, yo no entendía mucho, pero me gustaba, la prefería al horrible hígado de bacalao que me daban cuando empezaban las clases.
 En esos días yo había suspendido mis correrías habituales, tenía una sensación de santidad, mis amigos me extrañaban pero estaba convencida que debía estar en un estado de pureza inmaculada, pronto recibiría a Dios y debía confesarme de manera  asidua, no podía jugar a la mancha venenosa ni al médico, aunque en los atardeceres sentía el griterío de los chicos en la plaza de enfrente de la casa, ahí me corría un cosquilleo por el cuerpo y sentía el impulso de salir corriendo a jugar. Por la noche espiaba por la ventana de la pieza de mi madre las actividades de los nuevos inmigrantes, sufridas familias de la posguerra, que llegaron en esos días. Vivían por el momento en carpas, en un sitio del amplio espacio  de la plaza, que les había provisto el gobierno hasta que se hicieran sus casas en terrenos adjudicados. Se veían luces de faroles en la oscuridad de la noche y miles de luciérnagas acompañando los juegos de los chicos, sus voces resaltaban con tonos europeos y las ranas y los grillos parecían burlarse haciendo coro desde las acequias, entonces yo buscaba en el cielo las constelaciones que marcaban el Hemisferio Sur y mi lugar en el mundo; Las Tres Marías; La Cruz Del sur, pensando que extraños se sentirían los vecinos, esas no eran sus estrellas. Los días pasaron volando, entre mis viajes hacia la Iglesia donde tomaría la comunión, el estudio del catecismo, las últimas jornadas de clases y las pruebas del vestido que luciría. Mi tía, famosa modista, era la encargada de su confección. No sé porque capricho, ni de donde sacó la idea, pero se le ocurrió que quería innovar, mi vestido no sería largo, sí blanco, bordado, pero la falda a media pierna. El modelo imitaba a los clásicos vestidos de las ¡Holandesas! Hasta me hizo el casco con alitas hizo el casco con alitas para arriba que lucían esas extrañas mujeres y bueno, en las fotos aparezco con mi cara de santa, mi piel trigueña, mis grandes ojos negros asombrados y en las manos, juntas como rezando, el libro blanco de nácar y el rosario. 
¡Flash...flash..! La noche anterior no pude dormir, por suerte toda la familia descansaba, excepto la abuela, pensativa quedó en la cocina fumando su cigarro de chala de caña de azúcar, ella misma lo armaba, el tabaco y la chala se lo mandaban sus parientes del norte. Me acerqué a ella y la abracé, era feliz al sentir su olor a naranjos y a caramelos de menta.
Y llegó el día. Desde muy temprano toda la familia entró en acción, mis hermanos menores me miraban como si fuera una princesa, en cierta manera todo giraba en función de homenajearme, pero desde la distancia del tiempo y el espacio estoy convencida que la fiesta era para ellos. Todo debía estar listo para cuando regresemos y lleguen los invitados. Con la abuela Rosario se quedaba  una prima que le ayudaría a armar las empanadas. El aroma inundaba toda la cocina, aún hoy los vientos del recuerdo me lo acercan, es un aroma donde se refugian todos los sabores: el dorado de las cebollas verdeo, ají morrones, las carnes de la gallina y vacuna picadas, mezclados con el aditamento de las especies; pizca de pimienta, ají molido, pimentón y el toque esencial del comino. Las blancas papas cortadas en dados, previamente cocidas, resaltaban el colorido de la olla. En platos hondos , los huevos duros picados, las pasas de uvas remojadas en agua y las aceitunas , esperaban como toque final, coronando el relleno antes de hacer el repulgue de las empanadas.               
Y aparecí, vestida de holandesa, reluciente, la casa brillaba, estaba feliz. Era un día maravilloso, una tregua. Los conflictos provenían de cierta anarquía con que mi padre llevaba la economía del hogar y los celos de mi madre. Él  fue contratado por un club de fútbol de La Plata, era arquero, de ahí la migración de mis padres y luego la de la abuela y tía desde Tucumán. En pocos años su carrera fue exitosa pero la frecuencia a fiestas en su homenaje y nuevas amistades,  algunas poco confiables, provocaban los celos de mi madre y las terribles discusiones. Al ser la mayor de mis hermanos, pronto cumpliría los diez años, yo estaba siempre alerta ante estas situaciones, cuando las cosas se ponían difíciles me refugiaba en los juegos con los chicos del barrio, en mis libros o en esos días con los preparativos de la “Primera Comunión”
Tomamos el micro que nos llevaba a todos, ocupamos gran parte del mismo. Iba quieta, rígida, no quería que se arrugue el vestido, ya había planificado guardarlo en una caja especial. Durante el viaje, mirando por la ventanilla, creí ver en las nubes las siluetas de la Virgen, Dios y los Santos. Mi abuela me había enseñado a buscar imágenes en ellas así como en la luna. En las “Noche de Reyes”, sentadas en la vereda, agobiadas por el calor, ella en el sillón hamaca dándose aire con su abanico tornasolado, yo sentada en el brazo del sillón,  me mostraba como se veía que la Virgen traía al niño Jesús sentado en un burro y José al lado, los Reyes Magos los acompañaban en una estrella trayendo los regalos. Nunca perdí la curiosidad de buscar misterios en el cosmos.
Al entrar por la nave principal de la antigua Iglesia, sentí una emoción que me desbordaba, la luminosidad que entraba por los vitrales y el canto de los coros acompaño el momento mágico en el que recibí la comunión. Todo quedaría en un cofre dorado, los pasos de mi vida fueron muy disímiles a ese momento.
De regreso entré corriendo a la casa, ya estaba llena de gente, amigos de mis padres y vecinos. Al costado de la cintura del vestido colgaba una  pequeña bolsa con puntillas, ahí todos depositaban algunas monedas o billetes, eran los regalos. Fui hacia el fondo  cerca de la huerta, sobre el piso de tierra, estaban haciendo un asado. El patio era inmenso y con los chicos hacíamos un barullo que competía con el ruido de la música de la radio y la charla de los adultos. Al aviso - ¡Ya están las empanadas! Todo fue una estampida. Sobre la mesa de la cocina, en una inmensa  fuente enlozada, brillaban, doradas por la fritura en la olla de hierro, las famosas empanadas tucumanas. Tomé una, de manera atropellada le hinqué los dientes, sentí el calor en el pecho. Un chorro de jugo grasoso, colorado, se derramó sobre las puntillas y bordados  del blanco vestido de holandesa. Casi me pongo a llorar, pero no, era mi fiesta, me fui a cambiar, no iba a arruinar un día tan especial. Entré en mi habitación, cuando me estaba cambiando sentí  risitas y murmullos, me acerqué a la puerta, seguí por el corto pasillo que daba al living, todo estaba oscuro para evitar la entrada de la luz y  de las moscas, los días eran calurosos. Espié tras las cortinas de brocado, en un rincón de la sala, entre penumbras, divisé la silueta de mi padre jugando con los cabellos de una mujer, ella se agachaba y movía como tratando de esquivarlo pero se quedaba. No quise ver más, huí en busca de mis amigos, pero en ese día ya nada tenía sentido.
Ahora, sabiendo de mi llanto, no me importa que el pasado se adelgace, ni que mis pedazos salten en lo alto del chorro de la fuente, ni este viento que sopla del Pacífico y trae la nieve, todo ocurre bajo las mismas estrellas. Sí querría volver a mirarme en tus ojos de tierra oscura de musgos, mientras te cuento abuela, sobre el eclipse de sol y el miedo que tengo y cómo los pájaros también se asustan, mientras revuelves los chicharrones en tu olla norteña.





Roberto Paniagua

Rasgos de familia Roberto Paniagua

Tío Ernesto acomodaba el trípode; ya había medido la luz que entraba por la ventana. En esta época del año, a las cinco de la tarde, el sol se mete por el costado de la medianera de doña Juana, la vecina, y llega hasta el último rincón del living.
-Hay que sacarla ahora -opinó el tío Rolando, mientras se acomodaba el audífono. En un rato los chicos desacomodan todo y es imposible —agregó. Y cómo buen sordo, gritó a mi oído:
-Aprovechemos que las viejas tienen los labios pintados, después de comer,  se empiezan a soltar los botones. Y ni hablar del maquillaje, queda todo en la servilleta.
-¡Que venga la abuela! -apuró Ernesto, que meticuloso ajustaba la cámara.
Cristina, la mayor de las primas golpeaba la puerta del baño.
-Dale, dejame entrar, me pinto los pómulos y listo...
Roxana y Andrea, las hermanas, gritaban desde adentro
-¡Ya vaaa!.
Hay reuniones familiares, en que las mujeres, ya madres, se convierten otra vez en adolescentes.
Me miré en el espejo del modular: pantalón crema, mocasines marrón claro y chomba beige. Aún me podía peinar para atrás, pero pronto ya no me alcanzaría el pelo. La panza decía presente, aunque nada que no se pudiese disimular apretando un poco el cinto y si aspiraba hondo, en la foto, ni se notaría.
Pasé por la cocina. Varias mujeres se repartían las tareas con bandejas de sanguches y bocaditos. Susana, mi mujer, terminaba de ponerle crema a la torta con una manga y al pasar a mi lado me dio un beso.
-Fijate como está Gastón, esos indios lo pueden matar.
La escalera que da a la planta alta del chalet estaba adornada con globos de colores.  Me tomé del pasamano con cuidado, porque además, habían colgado cartulinas que decían: “FELIZ 80 ABUELITA”.
En el pasillo me crucé con Ricardo, mi hermano mayor. Sentí su mano en mi brazo.
-Vení, vení -me dijo haciendo gestos de guardar silencio.
Entramos a la pieza que da al balcón, cerró la puerta y empezó a hablar con gestos nerviosos.
-Entendeme vos por lo menos, no te sumes a esa jauría de criticones. Cuando pregunten por qué no traje a Rosa, daré cualquier excusa. No puedo explicarles a todos lo que pasa. Yo sé que insistí mucho para que la aceptaran, y ahora la hago desaparecer. Pero no puedo, es que así no puedo seguir con ella. Después de sus últimos exámenes, decidí cortar. Su problema cardíaco se va agravando.
Lo miraba serio, tratando de entender lo que se escapaba a borbotones de su boca.
-No puedo volver a recorrer sanatorios y médicos con esa sensación de que no hay cura -agregó -y que la muerte anida otra vez cerca mío. La verdad es que no la amo para tanto. Ya amé y sufrí bastante por mi mujer. ¡Otra vez no! me tomó de los brazos y mirándome a los ojos completó: Mirame, ¿me entendés?, ¡otra vez viudo..., no!
Se acercó a la ventana y mirando la calle susurró: Yo quería divertirme. Volver a salir, viajar, pasarla bien…
No sé si lloraba, pero su vista estaba vidriosa, creo que no me veía y dudé si ya, a esta altura, me estaba hablando a mí. Salí despacio, sin hacer ruido al cerrar la puerta.
Cuando llegué a la pieza de atrás vi a los más chicos jugando con cubos de madera y muñecos de peluche. Tomé a Gastón de la cintura y abrazándolo me lo llevé para la foto.
Delfina, la hija mayor de Cristina, corría llorando porque alguien le había desgarrado el vestido. Imaginando la reacción exagerada de la madre, traté de calmarla y le dije que con dos o tres puntaditas eso se arreglaba. La agarré de la mano y la llevé conmigo.
En la planta baja, la abuela ya estaba en su sillón, ocupando el lugar central. Todos los mayores sentados en sillas y los más jóvenes parados. A los chicos los fueron ubicando en el suelo.
Tío Ernesto mirando por la lente hacía señas con las manos
-Juntase, juntarse- decía.
Me quedé grabando esa imagen en mis ojos. De pronto, pude ver hasta los que ya no estaban, como mamá.
Es un puñado de familia, de gente común. De seres amados.
Algún día voy a tratar de escribir rasgos de cada uno de ellos. ¡Es para hacer una novela! Son únicos. ¿O en todas las casas será igual?
Corrí hasta mi lugar. Susana, al ver que el nene no quería quedarse sentado en el piso, lo puso en mis brazos.
Ernesto apretó el obturador y se apuró a llegar a su silla.
Una luz blanca de flash, llenó la habitación.
Publicado por Ester Mann.  

Marta Becker

                     Domingos sin sol  Marta Becker

Domingo. Suena el despertador. Clara lo apaga de un manotazo, se da vuelta en la cama y decide quedarse un rato más. La realidad es que Clara no quiere levantarse. O no puede. Hace unos días que está con el mismo tema, no puede salir de la cama, en ella se siente protegida de un mundo en el que no quiere entrar. Igual, no tiene nada importante que hacer. Comprar algo de comida, o el diario. No, mejor se arregla con lo que tiene. Se vuelve a dormitar. Tal vez sueñe.
Domingo. Gastón comienza la rutina. Se levanta, se viste con ropa deportiva, guarda una botella de agua en la mochila, y sale a caminar. Tiene establecidos 5 kilómetros, ni uno más ni uno menos, todo está controlado, igual que su vida. Si algo se modifica, se desequilibra. Vuelve a su casa, se baña, prepara algo de comer, contando las calorías de lo que va a ingerir, por supuesto, y ya no tiene nada más para hacer. O eso cree. Se sienta en un sillón viejo frente al ventanal del comedor, desde donde puede ver la calle, la gente que camina, los coches, un mundo en el cual siente que no tiene lugar. Nadie lo espera, nadie lo busca, nadie lo extraña.
Domingo. Luego de pasar otra noche llena de pesadillas, Roberto sale de la cama muy cansado. Imposible sacar de su cabeza los monstruos que lo torturan, una invasión de seres que aparecen a la noche, despiadados, invasores, con quienes mantiene una lucha desigual que lo deja exhausto. Supone que  una ducha de agua fría los quitará de encima. Error. Pone la radio a todo volumen para apagarla enseguida. No la soporta. Se prepara el almuerzo sin ganas, y lo come frente al televisor apagado. Piensa en salir pero no tiene objetivos. Vuelve a la cama.
Domingo. Roxy está despierta desde las 4 de la mañana, sin motivo aparente. Tiene la vista clavada en el teléfono, espera que suene. Es el mediodía y el aparato sigue mudo. Se para frente al espejo, estudia su figura y la ropa que eligió, luego de cambiar las prendas cinco veces. No está conforme. No tiene con quién consultar, ni siquiera un perro para que la mire y con su silencio dé su aprobación. Se instala en la cocina y, en forma desaforada, engulle un almuerzo preparado para tres. Pasa las primeras horas de la tarde sin darse cuenta, en un clima de sopor, mientras espera un llamado que no llegará.
Domingo. Cuando decae el día y las almas están en picada, Clara, Gastón, Roberto y Roxy se encuentran reunidos en la terapia de grupo de los días domingo.

Celia Elena Martínez



               Otra historia de mi ciudad  Celia Elena Martínez

¿Quién era esa todavía joven mujer que vivía en la calle? sola con todos sus trastos bajo una tienda de lona como casa , dormía sobre un colchón gastado y se tapaba con cobijas viejas y sucias pero cada mañana prolijeaba todo como si fuera su hogar, se aseaba en un bar que le permitían entrar . No hacia nada, ni siquiera pedía o mendigaba. Comía de la bondad de los vecinos cercanos que siempre le alcanzaban un plato de comida. Estaba en la calle Godoy Cruz y Charcas en Palermo.
Creía que nunca sabría si ocultaba una vida anterior trágica o feliz porque nada decía cuando se le preguntaba. Tampoco quien era ella, se llamaba Margarita y basta.
Un día no la vi más, la vereda estaba vacía, pregunté y me dijeron que había muerto, la habían llevado al hospital descompuesta y nunca volvió. Todo terminó así.
Tenía cuarenta y nueve años y me había crecido una gran incógnita, sobre quien era ella, qué ocultaba, qué le había ocurrido en la vida.
Sólo terminó todo. Una historia más de Buenos Aires, como tantas que esconde la ciudad.
A mí me creció la curiosidad, y fui al hospital y empecé a indagar, al principio no querían hablar demasiado, pero las enfermeras de a poco lo hicieron.
Esta mujer estaba casada y tenía dos hijos, el marido un día desapareció llevándose a los niños con él a otro país de Oriental, era iraní, donde las madres no tienen derecho a sus hijos, él era de una familia con influencias allá y por más que luchó en el consulado argentino y sin dinero nada pudo hacer. Enloqueció y se hizo mendiga a pesar de tener familia. No sólo es una ficción más de nuestra urbe, sino que es muy trágica, muy triste.
¿Cuántas más habrá detrás de los mendigos?

Adela Disteffano


                         Mi cobardía  Adela Disteffano


El rosal completo llamo a la tentación, al desorden y al castigo, mis manos sin dudarlo la tomaron del tallo y en un quiebre pudiente  la arrancaron.

La venganza del rosal fue repentina incrustando una espina sobre mi dedo índice.

Ligeramente un color púrpura se desprendía de un dolor inaguantable, la vulgaridad del corte era la existencia de la vida ya perdida. Las venas y arterias comenzaron su drenaje liberando en ello mis locuras, hoy vagarán por las calles libremente en gotas de sangre sobre el césped.

Apoyo mi dedo sobre los labios y una ligera gustación salada empaña mi vista con agravios. Tal vez rompa la angustia estremecida muriendo la quietud sobre el regazo.

Un conjuro de sangre y sentimientos se mezclan entre glóbulos, plaquetas,  alegrías y tristezas. Subsiste el daño que yo hice, y es la amnesia quien recorre la pequeñez de esta herida abierta.

La epidermis cansada de tantos apretones suaviza los sabores del pasado, los pétalos rojos desprenden de mi mano sentires encontrados.

Espinas que desangran por la llaga, lágrimas brotando por el suceso cobarde de esta niña. Me creí dueña de esta maravilla, por mi acto, una rosa se halla ahora agonizando con mi sangre vertida.

Soy un alma luchando por su espacio entre el cielo y la tierra, corpúsculos en suspensión, plaquetas y leucocitos fertilizaban la tierra, donde permanecíamos formando un espejo de fronteras alambradas.

La piel, reflujo de la ira y de las reglas, ceguera en las sombras que reclaman, desesperanzas y aventuras nuevas son el sosiego en la intriga que complace.

La coagulación culmina en este instante su cometido, espíritu de lucha inalcanzable. Un dedo sellado de nostalgia. Es un río de sangre espesa comenzando a  secarse.

 

María Alicia del Rosario Gómez de Balbuena



Infancia
 María Alicia del  Rosario Gómez de Balbuena

La lluvia calaba pertinaz, y amenazaba seguir -según juguetonas tala lunas que adornaban el patio -unas más saltarinas que otras- cuando Elisa hurgó en sus nostalgias y recordó "aquella siesta". Había atravesado la galería de la "Casa del Niño" donde vivía -antes de que llegara el padre Antonio-y metió "sus patitas" en el charco...
De niña, Elisa gustaba de jugar descalza. Le agradaba ver que el agua "se le trepaba" cuando apoyaba los piececitos en los patios anegados, como buscando ser alzada. ¡Así solía hacer ella cuando pasaba Raquel, la única que por aquel entonces le demostraba cariño! Cuando llovía, en aquella casona se pasaba "chapaleando" al patio general, y las marcas se notaban en cualquier calzado después... Los piececitos de Elisa, desnudos, no las mostraban...Su humanidad entera tenía otras marcas, aunque la mayoría de ellas no se advertían a simple vista.
Paja y barro haciendo de ladrillos, aunque desgastados, que se pegaban a una "pared" de tacuaras cruzadas dejando pasar frío y calor, un padre alcohólico -borracho de sociedad indiferente- y una madre que a duras penas se amañaba con los otros cuatro hermanitos, dejándola al cuidado de todos cuando debía salir a lavar ropa para arrimar monedas, sólo eso tuvo Elisa como infancia... ¡Y también los juegos a la orilla del arroyo, próximo al basural! Entre sus "hermanitos-hijos" Juan, de apenas un año, era su preferido. Tiempo después, algún informe de la Asesoría de Menores dio por tierra con sus aventuras haciéndola tomar conciencia -repentinamente- de que también existían "otras casas" donde podía vivir. Eran las que respaldaba la iglesia, en las que todos eran guiados en el trabajo y la disciplina. Y allá fue, llevada sin preguntas, y sin abrazos. Todavía recordaba el rostro seco de su madre con sus hermanitos "a upa" y la mirada "blandengue" de su desaliñado padre cuando la retiraron los del servicio social. ¡Para ellos significó una boca menos que engañar con el raído alimento de todos los días, mendrugos que a veces eran "mojados" con algo de vino, para que las noches de hambre no se escucharan!.. Algo le dijo entonces que no debía llorar y se dejó llevar sin oponer resistencia, con la aparente indiferencia de un asombro que no encontró respuestas inmediatas... Sólo sintió no haber podido avisar a Raquel...
Raquel era una joven que accidentalmente vio pasar un día, cuando jugaba cerca del arroyo -al costado del rancho, cerca del basural- por la ruta larga que conducía al puerto de su ciudad. Sus miradas se cruzaron y Elisa, con su sonrisita sin dientes delanteros, enmarcada por lacios y desgreñados cabellos "rubio-terroso" que más habrían parecido un ovillo mal desatado, levantó sus manitos diciéndole "chau seño" -como le habían enseñado en la escuela de la rivera-. Raquel le contestó "chau" y desde ese día todo se convirtió para las dos, en una linda y cariñosa aventura, que después se volvió futuro para la niña. Ella la veía pasar, y la esperaba todos los días. La muchacha siempre le dejaba algo. Primero fue una golosina, después una leche que, invariablemente, Elisa compartía trago a trago con sus hermanitos hasta verle el fondo al envase. Todos los días esa rutina, hasta que una vez Raquel vino en auto y la invitó a pasear, pidiéndole permiso a su padre, que a cambio de unas monedas les dio el sí. ¡Qué bien olía Raquel! A Elisa ese olor se le metió en la memoria...
¡A Elisa le había dolido tanto crecer! Cada día marcó en ella un gris de ausencia, aunque el cariño de su benefactora suavizaba en ocasiones aquel sordo dolor... Formalizada su "adopción plena", Raquel le dijo que debía seguir estudiando en la vecina ciudad y desde su partida, la estrecha comunicación que mantuvieron la ayudó a sostener lo que había sido su infancia sin abrazos, que se prolongó en una tímida y expectante juventud. Se convenció de continuar luchando por ser alguien, aunque supo que debía alejarse de todo lo que la había hecho sufrir, o no lo conseguiría. Sus inmejorables notas le aseguraron becas, y éstas una educación privada y acelerada, algo que precisamente Raquel buscaba para ella, aunque sin decirlo...Primero la sorprendió su primer título de "Trabajadora Social" luego el de Asistente y siguió por más... Hasta que un día su benefactora la llamó…
Volver a encontrarse con su pasado era una idea que la desconcertaba... Pero no dudó. Y regresó al pueblo.
Ni bien entró a la casa advirtió que el tiempo realmente había pasado para Raquel... ¡Se la veía tan poco saludable! -Supo luego que había estado enferma desde joven, aunque no lo demostrara jamás--. Sólo aquella mirada suya seguía siendo la misma. Y también su perfume... ¡El inconfundible olor que a Elisa le dictaba la memoria cuando extrañaba su regazo! El aroma de quien abonó su infancia desde que se encontraron...  El olor de quien le hizo conocer que el amor tiene muchas caras, pero que siempre tenía su base en el respeto mutuo.
A los pocos días, en la notaría y frente al testamento, Elisa fue enterándose de más cosas, y se le atropellaron los recuerdos… En la administración en la que trabajara Raquel,  desde hacía años y por expreso pedido suyo, tenían asignado un puesto para ella. Conduciría la Secretaría de la Niñez y Juventud -según le explicaron- el objetivo más fuerte de ese organismo era la lucha contra las adicciones, una fuente poderosa de destrucción que amenazaba hundirlos, desde que la explotación de la pobreza surgió en esa parte del continente.  Tras un sufrimiento de años y varias puebladas silenciosas, la fuerza política hubo de convencerse: “Era preciso reconstruir la sociedad y la familia”.  Y para ello no escatimarían esfuerzos, aunque torcer el rumbo impuesto por una oficialidad ignorante del grito universal, todavía  acarreara muchos padecimientos.
Elisa tendría a su cargo los controles de toda la minoridad de la ciudad... Aunque desde el dolor, supo que en sus propias manos estaba sanar las heridas de su infancia y contener a quienes aún no habían podido hacer escuchar su voz... Y todo lo haría en memoria de Raquel.
Un repentino pensamiento sacudió ese mágico momento de recuerdos... Le pareció escuchar la voz de Juan, su preferido entre los "hermanitos -hijos" de aquella infancia sórdida... Y sintió en la nariz el cosquilleo que siempre le producía su naricita, restregándose -mocosa y sucia -contra la suya. Entonces alzó una mano y "calmó el picor", sonriéndole a su nostalgia...Muy pronto el sol comenzó a abrigar sus pensamientos despejando la humedad, y después de un reconfortante café las ideas se le atropellaron en la mente...

Rosa de Schottlender



                            El plan  Rosa de Schottlender
Se acercaba la fecha y ella, Carlina, se había propuesto darles su merecido. Sin mostrar inquietud, elaboraba “in mente” una íntima manera de manifestarlo. Quería que su amiga Alcira supiera de su intención. Se llegó hasta la casa. Le dijeron que se había marchado a la presentación de un libro de su tía Alicia. Cuando se iba pensó:
“¡Qué lástima!” Necesitaba preguntarle si conocía alguna fórmula de fácil ejecución para realizar lo que se proponía. Por suerte, en su casa, buscando, descubrió libros que explicaban cómo hacer  bombas de eficaz estallido y hasta encontró los elementos necesarios para consumar su obra.
La única preocupación que la desconcentraba de su proyecto, era cómo llevarlo a cabo sin que sus padres se dieran cuenta.
El diablo y el ángel pujaban dentro de sus atolondrados quince años. Se le llenaron los ojos de lágrimas al consultar sus sentimientos y más se empacó en la determinación que había tomado.
Las casualidades se presentan por la fuerza constante de la mente y ella había empleado todo su potencial energético para que sus padres salieran esa noche. Justamente habían salido solos, dejándola encargada del cuidado de su hermanito.
No quiso hacerlo partícipe del plan y lo mandó a la cama después de un entretenido programa de televisión. Entonces buscó todos los elementos para la ejecución de la bomba. Tendría que estar lista antes de que ellos volvieran. Con mano inexperta y temblorosa empezó a elaborarla. La fórmula no le pareció nada fácil. Pero con tenacidad todo se puede. Pacientemente lo consiguió. Calculó la hora, tendría que esperar que se compactara, que se amalgamara, antes de revestirla con la capa del material indicado para poder introducirle la mecha, una mecha eficiente en una bomba fuera de lo común.
Esperó adormilada en un sillón. Oyó en el silencio nocturno el ruido del ascensor acercarse al tercer piso. Rápida como el rayo encendió la mecha y con el corazón latiéndole a tambor batiente se alejó a su dormitorio.
Al encender la luz, el estallido visual de la bomba de chocolate con su vela chisporroteante conmovió hondamente a sus padres. Atónitos ante la sorpresa, felices, leyeron la tarjeta que la acompañaba: “Papis: ¡feliz aniversario! Los quiere, Carlina”.