domingo, 23 de abril de 2017

Carlos Margiotta

 Amores mínimos Carlos Margiotta

Ella le pidió que le escribiera un poema. Él no pudo hacerlo. 
Ella era el poema.

Te espere todo el día sabiendo que no vendrías es noche… ni mañana… ni pasado, tal vez nunca. Entonces, mi amor, iré a buscarte al lugar de nuestro desencuentro.

El sexo de Marta es una brasa adormecida entre las sedas de su vestido. Bastará una suave brisa, un gesto, quizá una mirada para encenderla otra vez e incendiarnos en el fuego que aún nos queda.

Hablaba, y hablaba sin detenerse. Era un manojo de palabras sin sentido arrojadas en aquel bar del centro porteño. Hablaba y hablaba mientras él la miraba amorosamente esperando una pausa para decirle: te quiero. Pero eso no ocurrió nunca. Cuando salieron a la calle un torrente de palabras líquidas lo arrastro por la alcantarilla.

Ahogada de tanto desamor, la poeta se quitó los zapatos, bajo los escalones y camino lentamente por la arena para hundirse en el mar.

Ella llevaba a su perrita al parque Los Andes todas las tardes. Él a su perrito también. Los animales se atrajeron de inmediato. Ellos también. Los animalitos se divertían jugando. Ellos también. Cuando llegó la primavera, los perros en celo hicieron lo que la naturaleza les ordenaba. Ella y Él lo hicieron como animales.

La lluvia cae sobre nosotros en esa tarde de invierno llena de tristeza. Iba a decirte adiós. Y terminamos en un cuarto de hotel, gota sobre gota, mojando nuestra despedida.

Jugábamos al ajedrez. Ella con la mirada me decía que sí, y con la boca me decía que no. Entonces no tuve otra alternativa que mover el caballo y estrechar sus labios con los míos.

Lo conocí en un sueño. Su piel oscura brillaba en la noche como un fuego y me enamoré de inmediato. Todas las noches lo vuelvo a soñar tendido en la cama junto a mí. Ayer estaba en casa con mis amigas, sonó el timbre y abrí la puerta. Era él, traía una caja en la mano con una grande de muzzarella.

Quiero que me escribas un poema sobre la piel, allí donde termina la espalda, dijo ella. Él tomó una pluma con tinta china y escribió: “Tu piel, siempre tu piel tendida a mi lado iluminando la noche eternamente”. El amor duró hasta que se ducharon.
  
Espejito, espejito, ¿Hay alguien mas linda que yo?, preguntó la mujer. ¡Sí! Contestó el espejo. Entonces corrió hasta el teléfono, abrió la agenda y llamó al cirujano plástico.

La mujer se desnudó mirándome sin pudor a los ojos, entonces desabrochó su pecho y se arrancó el corazón herido. Es tuyo, dijo. Ni siquiera se quitó la ropa.

Ella se enamoró del mago del circo. Todos los días iba a las funciones para mirarlo embelezada. Una vez el mago la invitó a realizar un truco delante del público. Ella se metió en una caja negra y desapareció para siempre.

Se conocieron por facebook. Se contaron mentiras y verdades. Intercambiaron fotos de otras épocas. La atracción mutua fue creciendo hasta que él la invitó a la primera cita. Allí se dieron cuenta que ambos iban diariamente al mismo cyber.

Él le dijo que ella era muy sensible para soportar una tormenta.No se dio cuenta que Ella era la tormenta.

No hay mujeres feas, dijo el poeta. Todas tiene algo especial por la cual nos sentimos atraídos… o rechazados.

Negro ¿No sabes donde van a parar esos besos, los buenos besos que nos dimos hace tiempo haciéndonos temblar? Él pensó un rato y contestó.

Esos besos vagan por los recuerdos como un alma en pena, esperando unos labios igual  a los tuyos para posarse en ellos.

Jenara García Martín

                     POEMAS Jenara García Martín
EL PASADO NO VUELVE
....
Por la noche comienzo a encender
en mi mente
las inexplicables preguntas.
Las hay distantes, quietas, inmensas como astros,
penetrantes, otras fugaces...
Siempre sobre lo mismo:
“mi pasado”.
Un pasado pleno de sensaciones nostálgicas,
algunas fantasmagóricas,
llenas de  recuerdos pletóricos de felicidad,
de raíces inalterablemente profundas
y entorno familiar inolvidable .
También de anhelos no logrados
por el angustiante desarraigo.
Todo  perdido por mi prolongada ausencia
esperando lo inalcanzable.
Casi media vida cercada de felicidad
recorriendo siempre un camino sin obstáculos
y a su vera  paisajes soñadores
de múltiples orígenes, formas y colores
que regresan a mí en la obscuridad , sin esperanzas.
Hoy,
responsable de este naufragio en el tiempo
sin poder volver a ese pasado,
con el anochecer en las pupilas y en el alma
y lágrimas de fatiga,
me siento
como un pasajero varado en una estación
sin destino.

¡CRÉEME!

¡Créeme!...
Si pudiera evadirme, lo haría ahora mismo
Frente a ti.
 Oigo el latido del tiempo perdido,
Pero me acerco a tus playas a besar la herida,
Donde llorar la ausencia.
Me ilusiona cabalgar sobre la espuma
Ser el suave vaivén que añora orillas...
Y al morir delata todos tus secretos.
¡Créeme!...
Añoro ese difuminado sueño que nos baña
Y nos envuelve desde la remota noche y a lo lejos...
Donde sólo la imaginación nos marca
Los caminos y las sendas...
Donde tu color  sacia el interior de mi pecho.
Donde la inocencia  impregna el aire de la infancia.
                   Donde presiento la leve caricia de tus calmadas olas.
Donde vivo el  recuerdo de una quimera
Que entre las manos se escapa...
                ¡Créeme!...
Me traiciona tu espejismo.
Descubro tu mirada flotando entre las aguas
Soy tu prisionera como el náufrago eterno
De la llaga incurable, que me hechiza y me atrapa.
¡Créeme!...














Adela Leonor Carabelli

 BUSCANDO UN ESPEJO  
Adela Leonor Carabelli


Era capaz de mirarse en el agua que a veces corre, aceitosa, tornasolada, junto al cordón de la vereda. La mancha tomaba cien formas. Se veía soñando en el bisel de un vidrio roto. Pero un espejo, eso le hacía falta... Saber en qué se había convertido… Sin descanso siguió los ríos correntosos. Pasaba el agua rumbo al mar, como en un soplo. No había tiempo para mirarse en ella. Si la tomaba con la mano, se le escurría entre los dedos… Tenía que transformarse en espejo y llamar a otro espejo…¿Si el otro no accedía? Comenzó a buscar en bolsas de basuras. A veces hay vidrios, y espejos rotos. Nada. Se sentó. Fue anotando lo visto y las posibles soluciones…Un espejo. Uno solo. Y recordó. De chica, le encantaba jugar en la habitación de sus padres. A veces, abría la puerta central del ropero, que tenía un espejo ovalado. Abría también la puerta más pequeña de la derecha. Por dentro había un espejo. Ella se ubicaba entre espejo y espejo, cerraba las dos puertas del ropero a su alrededor, y nacía un mundo en que se veía aquí, aquí, aquí. De frente o de perfil. Siempre se asombraba ante esa magia de ser y de ser y de ser y se sentía feliz…Quizá era el camino.

Cris Fernández

   Golden  Boy  
Cris Fernández

Miraba por la ventana como la lluvia reverdecía el jazmín cuando sonó el teléfono.
-¡Aló, nena! ¿Sos vos? - una voz aguda de mujer se desprendió del aparato y rebotó contra el cristal de la ventana.
-Hola Corita, soy yo, sí ¿cómo andás?
-Si no fuera por el reuma que con éste tiempo me tiene loca... Pero no es de eso que quería hablar -las palabras de Corita se atropellaban a los gritos.
-Estuve charlando con las chicas, sobre ese espectáculo que viene de Buenos Aires, y hemos decidido ir a divertirnos un rato. ¿Venís con nosotras, no?
Milagros suspiró imperceptiblemente. ¡Estas mujeres! ¿Se habían vuelto locas? ¿Tenían idea de qué clase de espectáculo era?
-Mirá Corita, no creo que señoras como nosotras deban ir a divertirse viendo hombres... bueno... ya sabés... casi sin ropa. Es una indignidad y muy poco apropiado. ¿Qué va a decir la familia? ¿Y los amigos? Disculpame pero no, decididamente no.
-Pero Milagritos, tenemos edad suficiente para que nadie vaya a pensar mal. ¡Hay que ser moderna, che!- insistió Corita, que no era de las que aceptaban fácilmente un "no". Y siguió machacando hasta arrancarle una promesa: lo pensaría y  la llamaría.
La mujer colgó el teléfono con una expresión de fastidio y retomó su labor de "petit point".
Cualquier observador imparcial diría que ostentaba muchas buenas cualidades, pero la belleza no era su rasgo destacado. Alta, flaca, con esa elegancia innata de las señoras "bien", un gesto permanentemente serio oscurecía su semblante y opacaba la belleza de sus ojos celestes. Quizá por eso había arribado a los setenta invicta: solterona y virgen.
¡Y las chicas!: Corita, Nené, Daisy y Amalia. ¡ Juntas sumaban casi trescientos años !. Habiendo todas enterrado a sus respectivos maridos, se dedicaban a la vida regalada: bridge y canasta, los tés de caridad, concurrencia a la iglesia, periódicas visitas a las amistades porteñas, partidos de polo, vacaciones en Europa...
Sucesivas llamadas de sus amigas signaron los días siguientes. Y Milagros, mujer al fin, dió el esperado "sí". Pensó, para consolarse, que nunca es tarde para conocer lo que nunca se pudo apreciar personalmente, y que el buen Dios y el padre Ramón, su confesor, sabrían entender la situación. Después de todo, su edad era una garantía para no caer en las  tentaciones de la carne.
La noche se presentaba cálida y estrellada. Las amigas arribaron a la confitería puntualmente, en el auto de Corita, y se sorprendieron de la escasa cantidad de vehículos estacionados en la cuadra. Los mismos de todos los días. ¿Se habrían equivocado de fecha?. La llegada simultánea de varios remises despejó la incógnita.
-Parece que ninguna mujer quiere ser vista - aventuró Nené
-Vos sabés lo que es este pueblo para el chismerío - retrucó Daisy. Y ante un gesto imperativo de Cora las cinco entraron en el local.
La media luz dificultaba la visión,  pero a los tropezones y con la colaboración del mozo, por fin pudieron ubicarse. Una nutrida concurrencia femenina, cuyas edades oscilaban entre los veinte y ochenta años colmaba el local.
-Corita ¿vos reservaste la mesa? - la voz de Milagros, incrédula y temblorosa, apenas se escuchaba entre el fragor de Luis Miguel sonando a todo volumen.
-Sí, ¿porqué?- respondió la interpelada.
-¿Pero estás loca? ¡Estamos junto al escenario!- y el rubor encendió la cara flacucha de la solterona.
-¡Chicas! ¡Chicas! Vinimos aquí a divertirnos y no a pelear. Al menos en ésta ubicación nadie nos molestará cruzándose por delante - Amalia trataba de aquietar las aguas.
La llegada providencial del mozo, trayendo los tragos, cerró la disputa. Y acto seguido, mientras el salón quedaba a oscuras, un potente haz de uz iluminó la tarima central que hacía las veces de escenario. Y el desfile masculino comenzó.
Un rubio, de traje y maletín, con aspecto de "yuppie" fugado de la Bolsa, comenzó parsimoniosamente a despojarse de la ropa, realzando la tarea con sugestivos movimientos de torso y de caderas. Julio Iglesias estaba por finalizar el tema cuando el rubio dio fin al trabajoso destape (cosa comprensible dada su indumentaria) y posó con cara de satisfacción en un breve slip sugestivamente rojo.
-¡No es para tanto, che! - la voz de Corita tronó por sobre los aullidos de la concurrencia
-Mi pobre marido estaba mejor provisto que este flaquito - concluyó sentenciosa.
Al "yuppie" siguieron un deportista, con la camiseta de la Selección y la número cinco rebotando graciosamente en sus manos, un señor vestido de cartero que, como despedida, metió la mano en la bolsa del correo y revoleó hacia la concurrencia media docena de calzoncillos multicolores, y un seudo mecánico con un precioso overol que jamás había conocido una mancha de grasa. La prenda tuvo la mala ocurrencia de tener trabado uno de sus broches, lo que demandó no pocos forcejeos del usuario para completar su tarea y poder mostrar a la concurrencia sus interiores.
-Si ésto va a ser todo, tenemos que pensar que hombres eran los de antes - reflexionó Daisy, que había sobrevivido a  dos maridos, y que por lo visto esperaba ver algo nunca antes contemplado en materia de atributos masculinos.
-Sin embargo,  a las demás el espectáculo les parece bárbaro - acotó Nené, a punto de quedar sorda por los aullidos de dos cuarentonas vecinas de mesa.
Interrumpiendo sus disquisiciones hizo su aparición en escena un ejemplar que padecía el "síndrome del cuero". Campera, pantalones, botas, tiradores, hebillas y cadenas sobre la piel desnuda del pecho, y una gorra con visera: todo el conjunto en cuero renegrido. Un ritmo de "heavy metal" matizaba el momento. El morocho lucía  muy buen físico, producto de años de darle a los fierros. En los brazos profusamente tatuados resaltaban brillosos los músculos, y cuando terminó de sacarse los pantalones fue claro para las presentes que las protuberancias musculares alcanzaban todas las zonas de su cuerpo, incluso las más recónditas.
A ésta altura la masa femenina estaba casi afónica de gritar y en un estado de efervescencia total.
-Parece que no hubieran visto a un hombre semidesnudo en años- se asombró Amalia.
-Pero querida, no es lo mismo ver como se te cae el marido en pedazos a medida que pasan los años que contemplar esta exhibición juvenil - el tono tajante de Corita no aceptaba debate sobre el asunto.
La pobre Milagros, que no había pronunciado casi palabra desde que comenzara el desfile varonil, ya no sabía adonde mirar. Su cara había recorrido todos los matices del rojo, el violeta y el morado, y era incapaz de arrimar alguna opinión al diálogo de las chicas. Tenía las manos fuertemente cruzadas sobre su falda y rezaba para que la función acabara de una vez por todas.
Un sonido de tambores estremeció los vidrios y un negro imponente se deslizó sobre el escenario. Su andar felino, su estatura monumental y su físico trabajado hasta la exasperación lograron silenciar momentáneamente el cotorrerío femenino. Solo por un instante... Cuando comenzó a mover su cuerpo, ejecutando movimientos que parecían imposibles de ser realizados por un ser humano, y a despojarse sensualmente de sus ropas, la confitería trepidó, por los suspiros primero, y los gritos después, de trescientas gargantas femeninas que ¡al fin! disfrutaban de la esplendorosa visión por la que habían pagado, soñado y delirado. Hasta las cinco amigas, Milagros incluída, no pudieron contener sus expresiones de asombro.
-¡Este tipo no puede ser real! - exclamó Corita, con voz sobresaltada.
-Me recuerda al barman de la playa, en Buzios - musitó Daisy con ojos soñadores y recordando quien sabe que vieja historia.
-¡Estos sí que son hombres ! - se admiró Nené.
 -¿Por qué no habré conocido un macho así, hace hace cuarenta años? - pensó Amalia.
Milagros nada decía, sólo miraba fijamente el escenario.
Cuando el negro quedó vestido sólo con un escuetísimo slip dorado, sus atributos se hicieron patentes, sin discusión ni dudas. Las mujeres, que masivamente ya se habían puesto de pie, se desgañitaban pidiendo que también la última prenda desapareciera. Y su deseo fue cumplido. Cuando el negro quedó totalmente desnudo, una locura colectiva se apoderó de la concurrencia. Una oleada de mujeres se volcó sobre el escenario tratando de tocar, palpar, acariciar, cotejar medidas y grosores. La víctima se defendió con mucha gracia, aprovechando la volada para meter mano en cuanta dama en edad de merecer se le puso a tiro. A ésta altura estaba arrinconado sobre el borde del escenario, justo al lado de Milagros quien, despavorida, quería huir, pese a que una fuerza misteriosa la mantenía pegada a la silla.
Una gorda cincuentona, a fuerza de codazos y empujones, había conseguido quedar poco menos que adosada al protagonista de la batahola. Según declaraciones de los testigos, la fémina, en su afán de palpar y verificar ese increíble miembro clavó las uñas en una zona altamente sensible de la anatomía masculina. El pobre negro trastabilló, pisó el borde de la tarima, y cayó sobre Milagros. La silla se rompió con estrépito mientras la solterona quedaba tendida en el suelo con el cuerpo desnudo del varón extendido sobre su virgen humanidad.
Se encendieron las luces, dos forzudos guardaespaldas rescataron al negro, y cuando las chicas se acercaron a Milagros la encontraron exánime.
La sirena de la ambulancia perforó la quietud de la noche.
El dictamen del forense fue concluyente: paro cardíaco provocado por emoción extrema.
 Corita resumió, durante el funeral, el sentir unánime de las amigas:


-Pobre Milagritos, al fin se dió el gusto de tener un hombre. Lástima que le duró tan poco... 

Marisa Presti

                                       La cabeza de los peces 
Marisa Presti
 
Alexia se quedó con los ojos fijos sobre las encrespadas puntas de las olas. Era temprano. El sol apenas se asomaba tímido, casi diluyéndose en los contornos de la playa. Desde donde podía ver, la arena se estiraba en un sinfín inabarcable, desierta y tentadora.
Cualquier otro se hubiera decidido por salir a caminar, pero ella no. Estaba hastiada de todo, ya ni la naturaleza parecía animarla.
Dejó caer la mano que sostenía la cortina de voile y miró el departamento que hacía muy pocos días habitaba. No tendría que haber venido, pensó. Era paradójico, porque siempre, desde chica, amó el mar más que a ninguna otra cosa. Cualquier oportunidad era buena para escapar de Buenos Aires, de su ruido, de la gente alterada y nerviosa, y zambullirse en el placer de ver el horizonte. Nelson la conocía lo suficiente como para saber que le iba a costar mucho resistirse a una invitación así.
No puedo dejar de ir, le había dicho, pero si venís conmigo podemos pasarla bárbaro. Dale, pedí unos días en el laburo. La vida es corta, por una vez dejá de ser tan responsable. Ella esgrimió varias excusas, pero Nelson las derrotó a todas. Sonrió levemente, recordándolo. Cuando quería, pensó para sí, podía ser muy persuasivo.
Lo había conocido en la filmación de un corto. Se lo presentaron como el nuevo asistente de dirección, porque Carlos, el anterior, estaba a cargo de una producción documental en las islas Galápagos y no iba a volver al equipo por varios meses. Le gustó de entrada, nunca supo bien por qué. Quizás por eso de la química de la que tanto hablan. El pareció intuirlo, porque le retuvo la mano más de lo acostumbrado. Sin querer, bajó la vista ante su mirada penetrante y seductora. Tendría que haberlo sospechado, pero no, se dejó llevar como si un imán poderoso la atrajera más y más.
Y ahora estaba ahí. Atrapada entre dos seres que parecían jugar con la existencia. Divertirse con su estupor. Desafiarla a cada segundo. ¿Qué le impedía irse? Solo tenía que aprovechar estos breves momentos de soledad para meter todas sus cosas en el bolso y garabatear una nota con cualquier excusa. No estaba lejos de la terminal. Hasta si quería podía ir caminando.
Sin saber qué hacer, se acercó a la biblioteca tipo modular donde estaba el televisor y el equipo de audio. Automáticamente prendió la tele. Un noticiero local pronosticaba lluvias y tormentas en toda la costa. Es lo que me faltaba, pensó. Nunca me gustó viajar con truenos y relámpagos, y menos de noche. Tal vez tendría que esperar que vuelva el buen tiempo.
Tomó uno de los libros que se acomodaban entre los estantes y lo abrió al azar. "Mira en el plato, sobre la mesa dispuesta alegremente, la rara expresión en la cabeza de los peces". Leyó una y otra vez, palabra por palabra, lentamente. Dejó el libro en su lugar y se dejó caer sobre uno de los sillones. La rara expresión en la cabeza de los peces, repitió en voz muy baja, la rara expresión en la cabeza de los peces...
Recordó de pronto a su mamá, encorvada sobre la vieja mesada de mármol tratando de limpiar unos olorosos pejerreyes. El cuchillo iba y venía con decisión, abriendo lateralmente aquella carne blanca y escamosa, mientras ella, en la impiedad de la infancia, jugueteaba con las cabezas desechadas, sin reparar, o quizás sí, en los ojos vidriosos abiertos sin sentido que hoy, de pronto, le parecían suplicantes. Nunca le había gustado todo eso. Y sabía que a su madre tampoco; casi siempre hacía el trabajo con mal humor, sometida a los placeres de su padre que insistía en llevar a la casa los resultados de sus excursiones de pesca. A la hora de la comida, en aquella mesa familiar pulcramente dispuesta, su madre siempre se excusaba de probar el pescado aludiendo algún repentino dolor de estómago. Y ella, obligada por la mirada del padre, lo comía con desgano. Acaso impresionada por las cabezas mártires.
Se calzó unas zapatillas y bajó a la playa. Ahí, escondidos en la inmensidad del mar, muchos peces todavía disfrutaban de la vida. Pero ¿ hasta cuándo?, se preguntó. Empezó a sentir una leve inquietud. Nelson también alguna vez  le había dirigido una mirada suplicante.
Sobre todo al comienzo, cuando todavía la relación entre ellos era estrictamente laboral porque ella no le permitía otra cosa. Pero después, con la misma insistencia en que las olas vuelven una y otra vez sobre la playa, él la llevó a su departamento y la amó lenta y cuidadosamente. De una manera tal, que ella jamás pudo volver a negarle nada. Como una red, pensó. Y un intenso olor a mar la invadió totalmente.
Un día le contó que estaba separado de su mujer. Todavía no habían arreglado los papeles del divorcio por cuestiones económicas en las que nunca se ponían de acuerdo. Y le contó también que su ex era modelo.Cuando le dijo el nombre, Alexia se sorprendió. Era una de las más conocidas del ambiente.
Evocó su figura. De cabellos largos y sedosos. Alta, de andar casi felino. Un rostro anguloso, de pómulos marcados y ojos seductores, se combinaban con un cuerpo perfecto. Aquella vez se preguntó por qué Nelson se había fijado en ella. No tenía con qué competir ante tanta belleza. Y sin querer, le tuvo bronca de entrada.
Se sacó las zapatillas y empezó a caminar. El frío de la arena la acobardó un poco, pero decidió seguir. Quizás, con un poco de suerte, lograba que se le hiciera tarde y no tendría que soportar verlos llegar al departamento como si nada. Se agachó para recoger unos caracoles, de tornasoles rosados y grises, pero al acercarlos a la vista vio que estaban quebrados y los tiró. No pudo evitar pensar en el engaño. Muchas cosas que parecen bellas, en realidad no son íntegras. Como Nelson. O quizás como ella misma.
Mirá, no seas así, comprendé lo que me pasa, le había dicho, es por unos pocos días. ¿O preferís que me vaya solo con ella? Estuvo a punto de decirle que sí, que se fuera con ella al mismísimo infierno, pero una vez más la mirada suplicante y las manos ardientes que recorrieron su cuerpo ahogaron las palabras. Hacía más de un año que muchas palabras se habían ido enmudeciendo de a poco. ¿Cuándo se dio cuenta? Ya ni recordaba.
Vos sabés que las cuestiones legales no son sencillas. Y el departamento en Pinamar es uno de los temas de discusión para el divorcio. Mara se empecinó en no venderlo. Con mucho esfuerzo la convencí de que se puede sacar buena plata para que ella compre lo que quiera por ahí nomás, porque le encanta el lugar. Y bueno, la idea es ir por unos días y ver qué oferta nos hacen. Pero tenemos que estar los dos, ¿entendés?
No fue fácil convencerla. Hubo varias conversaciones antes de que se sentara en el asiento trasero del 307 y viera pasar velozmente los mojones de la ruta dos. Le había dicho: no me hagas esto, si no la llevo dice que no va. Pero, había protestado Alexia, ¿por qué no viaja en remise?, plata no le falta. Bueno, hay que darle el gusto para que firme la venta. Aguantemos sus caprichos, en poco tiempo saldrá el divorcio y podremos empezar a pensar en nosotros. Recordó: la rara expresión en la cabeza de los peces. Acaso ahora era ella la que la tenía. Se le había ido dibujando de a poco.
Cuando Mara pidió ir adelante porque el asiento de atrás la descomponía, Alexia sintió que las pupilas se le endurecían y el camino se volvía un escenario borroso. Nelson le guiñó el ojo por el espejo retrovisor, pero a ella le pareció que ni siquiera podía esbozar una mueca. Y después, cuando llegaron a Pinamar y vio que las valijas de todos eran llevadas por el portero al famoso departamento, le empezó un extraño tic que ya no se pudo sacar. Nelson se rió, preguntándole si se había puesto nerviosa por algo.
Encontró un palo y con bronca lo hundió en la arena lo más profundo que pudo. Una ola rebelde se acercó demasiado a la orilla y le mojó el borde de los pantalones. El sol seguía demasiado tibio y Alexia maldijo por los pies helados, irremediablemente empapados de arena. Un perro playero vino corriendo a husmearla. Desenterró el palo y lo apartó con decisión.
No entendés, había insistido Nelson la noche anterior. Si no la trato como dueña de casa y ve que nosotros dos nos quedamos y ella se tiene que ir a un hotel, se va a arruinar todo. No, no. Tampoco es bueno que nosotros nos vayamos a un hotel porque Mara es muy miedosa y no va a aceptar quedarse sola. ¿Qué te cuesta? Si es sólo por unos días. El lunes se termina la historia. Casi de madrugada, ella se despertó angustiada y tanteó la cama, buscándolo. Su mano quedó vacía. Sus ojos, heridos en la penumbra, se convirtieron en vidrio oscuro.
Rara expresión en la cabeza de los peces. Pez degollado, masacrado, torturado. Pez muerto en el plato. Pez atormentado en el medio de la mesa. Alexia servida en una fuente. Alexia cortada en trozos por el cuchillo de Nelson. Alexia compartiendo el almuerzo y la cena en la punta del tenedor de Mara.
Vuelve el perro hacia ella, salta, ladra. Alexia ya ha arrojado el palo lejos; ni se da cuenta de su presencia. Lentamente, empieza a sacarse los pantalones, la remera, la ropa interior. Camina hacia el mar. Ya no importa lo que pase el lunes.
hace cuarenta años? - pensó Amalia.
Milagros nada decía, sólo miraba fijamente el escenario.
Cuando el negro quedó vestido sólo con un escuetísimo slip dorado, sus atributos se hicieron patentes, sin discusión ni dudas. Las mujeres, que masivamente ya se habían puesto de pie, se desgañitaban pidiendo que también la última prenda desapareciera. Y su deseo fue cumplido. Cuando el negro quedó totalmente desnudo, una locura colectiva se apoderó de la concurrencia. Una oleada de mujeres se volcó sobre el escenario tratando de tocar, palpar, acariciar, cotejar medidas y grosores. La víctima se defendió con mucha gracia, aprovechando la volada para meter mano en cuanta dama en edad de merecer se le puso a tiro. A ésta altura estaba arrinconado sobre el borde del escenario, justo al lado de Milagros quien, despavorida, quería huir, pese a que una fuerza misteriosa la mantenía pegada a la silla.
Una gorda cincuentona, a fuerza de codazos y empujones, había conseguido quedar poco menos que adosada al protagonista de la batahola. Según declaraciones de los testigos, la fémina, en su afán de palpar y verificar ese increíble miembro clavó las uñas en una zona altamente sensible de la anatomía masculina. El pobre negro trastabilló, pisó el borde de la tarima, y cayó sobre Milagros. La silla se rompió con estrépito mientras la solterona quedaba tendida en el suelo con el cuerpo desnudo del varón extendido sobre su virgen humanidad.
Se encendieron las luces, dos forzudos guardaespaldas rescataron al negro, y cuando las chicas se acercaron a Milagros la encontraron exánime.
La sirena de la ambulancia perforó la quietud de la noche.
El dictamen del forense fue concluyente: paro cardíaco provocado por emoción extrema.
 Corita resumió, durante el funeral, el sentir unánime de las amigas:
-Pobre Milagritos, al fin se dió el gusto de tener un hombre. Lástima que le duró tan poco... 



Manuel Vicent

     Lágrimas  
Manuel Vicent


Mi habitación en La Habana daba a un patio interior que tenía mucha resonancia.
El ama de casa me advirtió que hacia la medianoche oiría el orgasmo de la mulata del primero derecha; luego, al amanecer, me despertaría el canto de una docena de gallos que los vecinos criaban en las terrazas y enseguida, abajo en el solar, comenzaría a llorar Camilito, el hijo de la negra Teresa.
Todo se producía según lo esperado cada noche, aunque el llanto del niño parecía no tener fin cuando empezaba a llorar después de que cantaran los gallos. Camilito berreaba sin parar, a veces se encanaba y al quedarse más de un minuto sin respiración yo creía lleno de angustia que había muerto, pero ese silencio sólo era un punto de apoyo para redoblar el sollozo con más fuerza todavía. En medio de su berrinche, que podía durar una hora o más, se oía la voz melodiosa de la negra Teresa, que decía: "Camilito, mi amol, qué te paaasa". Al final el niño conseguía ser atendido y su llanto había tenido un sentido.
Los bebés lloran como un mecanismo de defensa cuando sienten hambre, sed, frío, calor u otra molestia. Basta un mínimo problema, el biberón, el chupete, los pañales, para que el bebé llame la atención. Madres amorosas, niñeras solícitas, criadas cariñosas o enfermeras profesionales acuden a la cuna tan pronto como oyen que un niño mimado emite el primer vagido.
Camilito lograba que su madre le atendiera después de desgañitarse durante una hora seguida; muchos niños afortunados lo consiguen en menos de un minuto, pero hay millones de niños que no obtienen nunca una cosa ni otra. En el campamento de refugiados ruandeses en Tanzania me di cuenta de que los niños no lloraban. Sólo miraban fijamente a sus madres. Un médico me explicó que allí los niños no lloraban porque su cerebro ya había codificado a través de su larga miseria heredada que el llanto no les servía de nada.
El dolor estaba asimilado al silencio.
En la tragedia de Haití se ha visto en una foto famosa al bombero Óscar Vega con un niño de dos años en brazos, rescatado de los escombros. El niño tiene lágrimas en los ojos, pero tampoco llora. Sin duda ha aprendido bien la lección mucho antes de nacer. Sabe que al final del llanto no hay nada ni nadie.
Sólo parece asombrado de seguir vivo.



Paula Etchart

                                                  Abismos Paula Etchart

Vamos, le dijo tomándole la mano con fuerza. Vamos. Esa había sido su última palabra. Su última invitación. Vamos. Pero él había preferido quedarse quieto e inmóvil, sintiéndose vulnerable e impotente. Abrió los ojos y parecía que lo sucedido danzara a su alrrededor. Se sentía cobarde, también valiente. Sus ojos desbordaban lágrimas que cayendo rítmicamente humedecían su justa sonrisa. Vamos, repetía incesante su memoria aquella voz quebrándose de fragilidad.
Era la primera vez que entraba en la habitación luego de su último ruego. Caminó hacia la mesa con pasos lentos. Vamos, sentía susurrar al viento en sus oídos. La mesa aún estaba como aquella noche. La vajilla antigua, los cubiertos de plata y las copas de cristal. Se sentó en el mismo en el mismo lugar que había ocupado la noche anterior, creyendo arañar la felicidad. Le parecía verla frente a él. Ella sonreía locamente, con ese extraño brillo en los ojos.
Una velada inolvidable, le había prometido. Y vamos. Lo había sido.
Pudo sentir, como había sentido siempre desde el primer día en que la conoció, el abismo infranqueable que lo separaba de ella. El abismo que no les había permitido nunca unir sus vidas.
Tomó entre sus manos la rosa, que dormía en su letargo, marchita, se le deshizo entre las manos. Como arena resbaladiza entre los dedos. Había sido roja. Ahora, los pétalos vestían luto desteñido en púrpura. La llevó a sus labios. Como aquella noche había hecho con el frágil e ilusorio cuerpo de ella.
Sus ojos descubrieron las finas astillas de cristal rotas sobre la mesa. Su memoria escupió sin piedad el sonido de la copa quebrándose y los trozos de cristal brillando bajo la luz de la vela.
Vamos, le había susurrado. Se dejó transportar hacia aquel momento. Podía sentir la fragancia a jazmines impregnando el ambiente. El aroma dulce, tan dulce como nauseabundo, que hablaba de la presencia de la mujer más excéntrica que había conocido jamás.
Recordó las largas túnicas. Ella solía lucirlas con tanta femineidad... Sus ojos rasgados. Pensaba que esos dos soles eran más poderosos que la  estrella misma. Los recordaba tan seductores... que siempre, desde que la había conocido, había transformado en sigilo a un extraño sentimiento inconfesable. Vamos, pensó. Sabía que  aquello era imposible. Tan imposible que hasta corrompía su seguridad en la duda.
¿Sabes? le había susurrado él, desde que nos hemos conocido mi espíritu se halla invadido por la inexplicable sensación de que tus ojos ejercen fuerzas infrahumanas... divinas, me atrevería a confesar. Siento que existe cierto misterio que no quieres develarme, contesto ella.
El bajó los ojos y no pudo mirarla a la cara. Sentía vergüenza, pero asintió. Es algo que no llego a comprender. La primera vez que te conocí, un sentimiento me avasalló el alma. Sé que no existen lazos sanguíneos que nos unan. Pero sentí al mirarte, que aún si hubiera sido tu hermano, te hubiese tomado por esposa si tus ojos me lo rogaban.
Se levantó despacio de la silla y comenzó a caminar por la habitación. Recorrió con las manos el contorno de los dibujos que adornaban las paredes. soles. Ella había pintado miles de soles.  Vamos. Aquella palabra traía consigo una sensación de vacío, de ser aire. Sus pies avanzaron y pudo apenas oir su propio paso silencioso. Deambulaba. Cerró los ojos.
Existe una ceremonia, le había dicho ella, esta velada es el momento adecuado. Eres, amado mío, la persona que habrá de corresponder a mi ruego. Sé que así será, tu confesión me lo ha demostrado.
Recordó cómo, en aquel momento, había podido presagiar el abismo. Vamos, resonaba la voz de la mujer  en su memoria. Sus ojos. Como había sentido que no quería obedecerle, pero el hechizo o había enredado. Irresistiblemente.
Vamos, escúchame. No puedes cambiar el destino. Antes que seas muerto esta noche por una traicionera mano, déjame sentir tu agonía. Poseo el poder de cambiar tu trágico sino. Déjame darte muerte. Vamos, le susurró dulcemente al oído.
Ella tomó su copa de cristal con la mano derecha. La alzó a la noche y en fugaz movimiento, la destrozó contra la mesa. Su mano izquierda aferraba como pulpo la mano de él. Recogió uno de los trozos de cristal y le cortó la muñeca. La sangre comenzó a brotar lentamente. sus ojos rasgados se posaron en su compañero.
El pudo sentir la agonía como una miel. Mientras le quedaban los últimos respiros de vida, ella susurró: No te aflijas, sólo debes esperar un tiempo. Habré de resucitarte. Lo prometo.
 Abrió los ojos y sintió el vacío. aún no podía explicarse cómo había cedido ante su promesa. Se sentó en la silla y comenzó a esperarla. Como un eco, había comenzado a resonar en su mente el nombre de aquella mujer divina. Se sintió encarcelado. Sin alternativa.
Después de todo, se preguntó a sí mismo ¿qué podía hacer un espíritu inmortal en un mundo al que sentía no pertenecer más?. Decidió seguir esperándola. Sabía que lo amaba y que no iba  abandonarlo.
Vamos, pareció escucharla, pero sólo era el eco lejano de un recuerdo.
Sintió que no podía resistir más a esa situación expectante. Intentó reunir las últimas fuerzas que le quedaban y gritó al viento, como si este transportara a través de los tiempos su desesperante llamado, el nombre de aquella mujer: ¡Isis!

Virginia Perrone

Había una vez una niña  
Virginia Perrone


Hubo una vez una niña, que con los años devino Analista y esas cosas; esa niña sólo encontró en la palabra y en la expresión poética la forma de romper sus cadenas y sus quietudes. Sólo en la generosidad de la Palabra encontró los "se puede".
Hoy esa niña tiene cincuenta años, y aunque algún treintón le musite algún "a la pipeta" u otro tan joven le pida con señas un teléfono de auto a auto, hoy esa niña está tratando de erguirse desde otra etapa.
Leyendo "El País que nos habla", de Ivonne Bordelois,  me duelen menos mis pulgares por este principio de artrosis que me preocupa en estos días.
Reanudo diariamente mi fe en la Palabra pero es difícil encontrar interlocutores tan limpios, tan transparentes para el tema.
Para mí la Palabra no ha sido un tema intelectual. En sus comienzos ha sido un tema vital, oxígeno; el primer pasaporte vital válido. Luego,  con el tiempo,  vinieron de la mano de otras Palabras las fundamentaciones más apasionadas y militantes para su defensa. Ahí la Palabra devino entonces al plano intelectual.
Mi alma sabe cuando la Poesía golpea sus puertas porque lo siento en el pecho antes que en la conciencia. Yo sé cuando leo Poesía, no porque sea "cortita y pa´ bajo" como decía con sorna el querido Isidoro Blaisten, sino porque algo abre mi pecho y despierta mi conciencia y se me despliegan todos los "se puede".
El libro de Bordelois es, sobre todo en su segunda mitad, un maravilloso "aleteo sobre el abismo". Es Palabra. Es Poesía.
 No dejen de hojearlo en alguna librería. Tal vez también los capture.



Marta Becker

Cuentos cortos  
Marta Becker

BUSQUEDA


Salí en busca de la felicidad. Subí montañas, me cubrió el hielo, un cóndor hizo sombra en la ladera y hui. Me perdí entre los maizales, recorrí caminos, hablé con la Luna, busqué en las profundidades de un mar azul y lejano.
No la hallé.
Me sumergí en tu cuerpo. Acaricié tu piel, sentí tu calor, absorbí tu perfume.
Encontré la felicidad.

 

MAGIA


El domingo amanece con tormenta. Luego del desayuno y ante la imposibilidad de salir a jugar al jardín la nena sube al altillo con la intención de revolver los arcones llenos de cosas viejas, abandonadas desde hace tiempo.
Hurgando en el fondo de una caja encuentra un par de anteojos de carey. Se los pone y lanza un grito de asombro. El entorno se transforma. El altillo se convierte en el gigantesco salón de un palacio medieval, una orquesta con diez violines toca una melodía hermosa –un vals- y en el centro una pareja gira y gira al compás.
Es su mamá con un vestido blanco de gasa con una faja morada en la cintura, el cabello cae sobre su espalda en cascada y  una corona con pequeños brillantes adorna su cabeza, un rosa pálido enmarca los labios y toda ella es sonrisas.
El caballero, que es su papá, vestido de frac, camisa blanca y ancho corbatón, la abraza con suavidad y siguen y siguen girando. Los pies de mamá parecen no tocar el suelo.
Da gusto verlos bailar, la niña se ríe y dice en voz alta - ¡son mágicos estos anteojos, no me los voy a sacar nunca!
Cuán inocente puede ser el pensamiento de una niña.
Ahora la pareja se besa y, tomados de la mano, se acercan a la nena. Ella extiende los brazos para tocarlos cuando desde la planta baja de la casa escucha una voz.
Se quita los anteojos mágicos y la realidad le dice que la abuela la está llamando para almorzar.
-Adiós mamá, adiós papá, los volveré a ver otro día de lluvia-…

 

Luis Marcelo Gentiles

¿Adiós Eduardo? 
Luis Marcelo Gentiles

Cuando Paula se desperezó y bostezó aparatosamente -estaba sentada como un Buda en la cama, en bombacha y sin corpiño- le imprimió a su cuerpo un deslizamiento animal que a Eduardo, recostado y fumando a su lado, le pareció una visión inmerecida, la comprobación sumisa de que la silueta de su mujer congregaba la tenue luz crepuscular que entraba por la ventana y el silencio espeso que los envolvía. Pensé, consternado, si no había sido un verdadero canalla al hacer lo que había hecho. Dudaba de la conveniencia de decírselo o no. Temía su reacción, su probable enojo. Se pasó una mano por la frente y le dio varias pitadas al cigarrillo. Ella lo miró y sonrió.
-¿Por qué no lo masticás? le dijo.
-Estoy preocupado - aprovechó para decirle él.
-¿Por?
-Mirá Paula, no sé como decírtelo… no sé si lo vas a comprender…
-Probá.
-Rompí el pacto - dijo, nada más. Sabía que son esas simples palabras ella comprendería. La miró para comprobar la reacción: se había quedado inmóvil, con la mirada perdida en el vacío.
-¿Cuándo? - preguntó después de un momento, siempre sin mirarlo.
-Esta semana. Hice todo esta semana. Y ya tengo los resultados.
-¿Y?
-Sí, Paula, yo puedo tener hijos.
-Pasame un cigarrillo - dijo ella, entonces.
 Estuvieron un rato callados, ella pensando y él esperando que lo diga. Se sentía culpable, ruin, como quien ha cometido un acto infame, hacía siete años que estaban casados y no habían podido tener un hijo. El se sentía acongojado pero ella, tal vez previniendo los reproches mudos, le había pedido que no averiguara nunca quien de los dos era el responsable. "Es mejor que no haya un humillado", le había dicho una vez en la cocina. Y también había dicho: "Si tienen que venir ya vendrán, Dios dirá ". Y ahora que él había roto su promesa, ella fumaba en silencio y pensaba. Él sabía que este momento lo odiaba, aguardaba expectante su reacción aunque estaba seguro sería extravagante, inusual.
-No te preocupes, todavía no está todo dicho - dijo ella de pronto y rió, una carcajada helada que revelaba su odio - ahora vamos a jugar - le dijo rozándole el hombro con las uñas rojas. Abrió la mesita de luz y sacó un papel. Después un lápiz -Ahora te vas a ir al baño - dijo. -Te vas a quedar encerrado un momento y yo voy a esconder este papel en un lugar de la habitación. Lo tenés que encontrar porque en el papel hay una clave, mi respuesta. Yo te voy a guiar, no te preocupes.
-No creo que sea oportuno jugar a las adivinanzas, Paula. Yo sé que te resulta doloroso, una especie de traición, pero…
-Haceme caso, Eduardo.
-Pero…
Lo empujó suavemente.
-Andá al baño, dale, sé buenito. Yo te aviso cuando este listo.
Protestando, sintiendo que el cuerpo le pesaba toneladas, se levantó de la cama y fue hasta el baño. Se había llevado un cigarrillo y, una vea adentro, sintiéndose ridículo, se sentó a fumarlo en el bidé. Trató de imaginar lo que diría Paula en ese papel. Conociéndola como la conocía sabía que escribiría escuetamente: Me voy, o Adiós Eduardo. Se inclinaba por la última posibilidad, era más elegante, más adecuado a su estilo. Por un momento trató de pensar en su vida sin Pula, no podía imaginarla. Era indudable que podía haber sido tonto al contarle lo de los análisis, pero consideraba que su confidencia era una muestra de lealtad, un modo decoroso de anunciarle que había roto el pacto.
-Ya podes salir -gritó Paula.
Salió refunfuñando y caminando pesadamente y pudo verla, bellísima, en la misma posición de antes, más erguida. Los ojos le brillaban. Lamentó sinceramente haber sido tan veraz, podía haberlo callado.
-Dale, buscá -le dijo ella.
-¿Pero cómo hago para encontrar un papelito en esta habitación?
-Vos buscá que yo te guío.
Fue hasta la cómoda y abrió un cajón con desgano.
-Helado -le dijo ella.
Se puso de rodillas y miró debajo de la cama.
-Frío -dijo ella
-¿Frío, nomás? Entonces estoy más cerca.
-Vos buscá.
Fue hasta la mesita de luz del lado de ella y abrió el cajón.
-Muchísimo menos frío. Casi tibio, diría.
-Entonces ya estoy a punto.
Se tiró cruzado en la cama y abrió el cajón de la otra mesita de luz.
-Más frío.
-Entonces está por aquí -dijo y volvió para atrás. Ella lo ayudó al pasar a su lado, dijo tibio.
-¿Tibio? -dijo él y se detuvo. Levantó la almohada y ella permaneció en silencio. Sin embargo, allí no había nada. La miró a los ojos y ella sostuvo la mirada. Le apoyó una mano en la cabeza. Sorprendido, vio que a ella se le soltó una lágrima.
-Más tibio -dijo en un susurro.
Bajó la mano lentamente por la cara, sintió en la yema de los dedos la humedad de las mejillas, y recorrió el cuello, los pechos, se detuvo en el vientre. Cuando ella dijo caliente, ya sabía donde estaba el papel, tiró de la bombacha y lo vio.
-Te quemaste -dijo ella.
Metió la mano y al sacar el papel prolijamente plegado rozó el sexo tibio. Lo abrió, estaba doblado en cuatro y leyó en voz alta.


-"Hace diez años que tomo anticonceptivos " -leyó antes de mirarla con una perplejidad densa y cruel que le deformaba la cara.