jueves, 26 de junio de 2014

Negro Hernández



El loco de los naipes Negro Hernández

Antonio o el loco de los naipes, como lo llaman los muchachos, esta siempre en la mesa situada en el rincón de la ochava del Tres Amigos, allí donde cuelga el viejo teléfono público que dejó de funcionar hace años cuando nacieron los locutorios y más tarde fueran arrasados por la invasión del celular (el Gordo dice que lo llaman celular por el camión donde llevan detenidos a los presos).
Parece una pieza de museo como el propio café y algunos paisajes del mismo barrio que se van extinguiendo lentamente con la tecnología. En otra época lo usábamos para pasarle algún número al quinielero o para avisarle a la patrona que llegaríamos un poco más tarde porque se había armado un buen truco.
Antonio llegó al barrio en los primeros días de marzo, cuando el verano empieza a despedirse entre el calor de las ilusiones que no fueron y las hojas de los árboles de otoño poniendo de amarillo y ocre las calles de Barracas.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, lo trae una joven mujer que según versiones del Gallego, es la hija (dice llamarse Inés). Lo acompaña a sentarse en ese lugar lejos de las ventanas, y le pide un café con leche con medialunas de grasa. Después, al mediodía pasa a buscarlo y se despide con cortesía.
Calculo que tendrá más de 80 años y la pinta de haber sido un hombre elegante, de aquellos de buen porte como los galanes de los 50. Es limpio, cortés y educado, con cierto aire de seductor, parece haber sido un viejo director de escuela o algo por estilo.
Cuando entra al salón me saluda con un gesto de su cabeza y trata de sonreírme aunque esforzadamente. Yo le retribuyo el saludo de la misma manera y le doy los buenos días a la joven acompañante.
Los comentarios sobre el nuevo parroquiano comenzaron a circular como los chimentos de un pueblo. Que la hija esta refuerte, que sufrió un ACV, que en su juventud fue un ajedrecista famoso, que estuvo casado con una bailarina de tango, que era escritor y poeta y no sé cuantas cosas más. Lo único cierto es que lo habían visto más de una vez  sacar un paquete de naipes del bolsillo del pantalón y barajarlas sobre la mesa con una mano como si fuera René Labanc.
Pero el más interesante de los chismes lo relató con lujo de detalles Joaquín, el mozo.
-Negro, te juro que una mañana de lluvia lo vi jugar solo al truco. Repartía las cartas como si tuviera un oponente, orejaba las cartas, se cambiaba a la silla de enfrente, orejaba las cartas y volvía al lugar de origen y cantaba envido. Después ocupaba el sitio del otro jugador y pensaba en qué contestar.
Un día estuve tentado de no ir a trabajar para observar a Antonio jugar a los naipes y comprobar con mis propios ojos la historia pero desistí. Los recuerdos de mi madre me dolían cada vez que esa otra  escena se volvía a aparecer disfrazada de enfermedad mental cuando solo se trataba de una sana locura.
El Gordo, el Mirón y Sandoval que tenían horarios de trabajo más libres se turnaban para observarlo y al atardecer compartíamos las experiencias. Te juro que es cierto, yo lo oí mentirse a sí mismo y creérselo, decía el Gordo, mientras agregaba un comentario sobre el culo de la hija. Y lo vi reírse y lamentarse a la vez, no es uno son dos jugadores distintos en uno solo, dijo el Mirón. La máxima la hizo el día lo escuché putearse y reputearse en un genial truco, retruco, quiero vale cuatro, agregó Sandoval.
Una mañana se acercó la hija a mi mesa para pedirme que por favor lo vigilara, que Antonio tenía un mal día, que le siguiera la corriente, que de ser necesario le avisara al Gallego para que la llamara si hacía falta. Y sin dudar compartí la opinión del Gordo acerca de sus atributos.
Entre nuestras risas e ironías sobre el loco de los naipes un dejo de compasión rodeaba siempre la charla y casi nos convertimos en cuidadores celosos de su salud.
A veces cuando lo observaba a Antonio veía a mi madre de 90 años sentarse a la mesa de la cocina para jugar a la escoba de 15, la vi cambiar de lugar, barajar y echar las cartas. Recuerdo como si fuera hoy, verla levantarse para encender la hornalla y prepararse un mate, y pedirme:
-Negrito, cuidame por favor que no me mire las cartas.

Emilio Núñez Ferreiro


                                   El balde  
                                          Emilio Núñez Ferreiro

Le escondieron todo. ¿Todo es todo?
La escopeta ya no está. Cuchillos y tijeras: bajo llave. Fármacos a buen recaudo. Un interruptor eléctrico recién instalado.
Durante el día, compañía. Por las noches, vigilia; turnándose uno a uno. Noche a noche. Día a día.
Carlos ya no ve los colores de la vida. Quizá los ve en blanco y negro. Tal vez todo negro.
La muerte lo seduce como una mujer desnuda. Ya está instalada en su mirada esquiva. Ya se alojó en su forzada sonrisa de condenado a muerte.
Le hablan, no escucha. Lo aconsejan, no oye. Procuran que se aferre, que luche, que lo intente… No puede.
Aquel hombre de risa fácil ya no existe. Es un espectro, un despojo de vida errante. Deambula como un fantasma, y las cuatro paredes que él construyó, lo contemplan atónitas. Es como el mutismo de una hoja que cae, flotando sobre el pasto.
Un cajón. Dos cartas: Una para ella, otra para los hijos. Carlos sabe que las hallarán.
Las escrituras en orden, papeles al día. Todo pago.
¿Cinco minutos son pocos? Cinco minutos son muchos. Suficientes.
Un balde, rojo, de plástico. ¿Quién se mata con un balde? Nadie nota que dentro va una soga, mustia.
Llega la mujer con el pan. La casa le dice que está sola. El rosal se asombra que lo rieguen con flautitas. El presentimiento obliga a esa mujer a correr hacia el galpón.
“¡Cinco minutos, sólo cinco minutos!” - se dice mientras corre.
Abre el portón, entra. No está, ni encima, ni debajo del camión. En el baño, nadie…
Ahí está el balde, vacío.
¿Por qué será que en lo último que reparamos es en el techo?…
… Grita. Jamás gritó así.
La soga pende sosteniendo el espanto, rígida. Carlos, entre los últimos estertores quizá aún la oye. Tal vez ya no.






María Teresa Bravo Bañón



    
Desembarco en las islas mágicas de Agomez
                                            María Teresa Bravo Bañón

Y el día amaneció con perfume de versos y rosas y fui a desembarcarlos en las islas mágicas de Agómez.
Caramelo fue la mañana y ositos de goma translúcidos, para ambos.
Tomé posesión con mi simple estandarte de un palito de canela y una bandera con un hipocampo que le dibujó una sonrisa.
Hace ya tiempo que empecé a escribirle un cuaderno de bitácora para llegar a su orilla
Mi tinta no fue algo que pudiera dejar una mácula o borrón de descuido por el vaivén de las olas. Tampoco le escribí con carmín en los espejos, sino que mi caligrafía fue con chocolate y con hilos de caramelo.
No obstante, yo no sé de estrategias de conquista, invasión o pillaje, ni de esgrima, florete o cañones, pequeñas son mis manos y sólo pueden sostener plumas. Con ellas amaso el pan de mi hijo, imploro, acaricio, curo y enciendo velas. Mis manos comadronas con que escribo, plancho y limpio los mocos a los niños de la escuela. Y tejo, construyo jirafas o barquitos de papel y zurzo calcetines y hasta alguna noche le he zurcido a él, el alma con ternura.
Traje conmigo el rico patrimonio de la esperanza y la catarata del asombro y la sorpresa.
Y un cofre de bucanero repleto de estuches de rojo terciopelo, para llenarlo de nuestras más queridas joyas que son nuestros versos.
Por la tarde le regalé la luz de otros puertos, de otras rutas de la Especias en el eco de un teléfono. y en el crepúsculo me volví una simple bengala encendiendo la magia aprehendida en noche de Reyes.
Escribimos la misma carta de ilusión y la echamos al buzón cruzando los dedos de la suerte y de la magia. Nos hemos convertido, gozosamente, en argonautas abrazados al mismo timón de los sueños.
En las islas de Agomez las estrellas parecen tan cercanas esta noche que las cazamos con la mano.

María Rosa Leoni



                         Insomnio María Rosa Leoni
 
Uno… dos… tres.
No, no hay caso no me puedo dormir.
¿Qué me dijo el flaco? Que rezara, sí pero como era… Padre nuestro que vives… No, me parece que así no era… y el otro, Dios te salve madre… no, no me los acuerdo.
¿Cuánto hace que tomé la comunión? Como un siglo, que me voy acordar… y con lo nervioso que estoy.
El Flaco dice que todo va a ser fácil, que arregló al de seguridad, que le va a dar una parte, que con el toco grande nos quedamos nosotros y nos salvamos.
Esto es en serio, me trajo un arma y todo.
Uno… dos… tres, tengo que dormir, mañana hay que estar bien lúcido, si no me voy a confundir las consignas que me dio el flaco.
¿Pero por qué no me puedo acordar de rezar? Padre nuestro que…
Dijo que no me preocupara porque ellos eran peores que nosotros, esa plata es para pagar la “merca” que le traen, para después repartirla y matarnos de a poco.
Sí, me tengo que dormir. Uno, dos…tres…cuat…
No puedo no hay caso, si me acordara de rezar, ¿cómo decía el catecismo?
Padre nuestro que… ¿quién era el Padre, Dios o Jesús?? pucha que no me acuerdo.
¿Y si me matan?
Algo decía el catecismo, “No matarás” ¿y si me matan?
La puerta. Es el flaco, ya es la hora y yo no pude pegar un ojo, mejor ni le cuento.
Todo va a estar bien, el de “seguridad” está con nosotros.
Después de esto, prometo aprenderme el Padre nuestro y el otro y el otro… ¿Dónde estará ese librito qué leíamos?
Me acomodo el arma, respiro hondo, el aire fresco de la calle me despeja un poco.
No hay nadie por ningún lado, sólo nosotros dos.
Y yo sin acordarme si Dios era el padre o el hijo. Tengo miedo.
El de seguridad dejó la puerta del portón sin llave. Entramos, primero el flaco, después yo, está oscuro no se ve ni se escucha nada.  
Como en un relámpago se escuchan dos disparos.
Me dieron. El flaco grita, yo no puedo gritar, la bala entró justo en la frente arriba de los ojos.
Nos sacan a la calle, llega la policía.
Traen una bolsa negra, me meten ahí, me cierran.
Yo quiero acordarme del Padre nuestro que estás en los cielos…
           
    

Adela Inés Disteffano



                  Al verte caer  Adela Inés Disteffano

Herida la lluvia nos deja su idioma de corta garganta y acecha la frontera de amores y desamores.
Me senté a escribirte, alabarte en nombre de los seres que te esperan, en nombre de aquellos que tanto te aborrecen.
Al verte en el espacio me pregunto ¿Por qué tu caída alumbra la penumbra de mis sienes y en un instante lo derribas todo? No encuentro respuesta entre la humedad y el viento persigo la corriente al borde del camino y te guardo en el sonido emitido por el corazón.
Nuevamente cae la lluvia como tantas veces, tragedia del recuerdo, del abandono y la gloria.
Hoy es ese ciclo latente de melancolía, la nada de un tiempo sediento de verdades que castigan. Hoy es donde el recuerdo devora el castillo de mi ciencia. Permaneces expansiva reviviendo añoranzas dormidas. Fue bajo tu lecho donde descubrí al amor primero y mis manos entrelazadas con las de él se mezclaban audaces entre tu cuerpo. Te observo, es una costumbre, mientras mis ojos empañados se confunden contigo.
Gotas y más gotas nostálgicas invaden, la intensidad de una nueva esperanza florece junto al olor  a tierra regada y un nuevo horizonte hace que esta lluvia naufrague en el núcleo  de esta noche.
La misma trae consigo un poco de mi olvido, amenazo con nuevas formas para no recurrir siempre a lo mismo.
El violáceo imaginario del agua me traslada a un mundo con pocas respuestas ¿Por qué son tan bellas esas lágrimas que nos dejan los muertos al caer la lluvia?
Te observo prisionera y silenciosa. Eres gorrión herido, cayendo en un gesto de lealtad, besas mi frente y formas más tinta para las letras que vuelco día a día en un cuaderno, tal vez en algún momento pueda ponerle alas y se transforme en consuelo y placer. El círculo abstracto de las horas te hace más grande en el terruño.
Lluvia, llanto pálido del cielo, refrescas mi rostro y lo germinas de fuerzas, de abismos perfectos de la vida.

Liliana Pintos



Olegario ángel de Floresta  
Liliana Pintos

Le duelen las manos desacostumbradas…
Entusiasmado, empuja por primera vez las varas del carro bajo la luna 
helada de junio.
Gaona abajo, mientras “El Chuli” acarrea los últimos cartones pergeñados por la noche clara. Se rasca la panza Olegario. Últimamente se le da por hacer cada ruido…!
A las once…¡ruidos! A las tres o cuatro de la tarde…¡ruidos otra vez!
¿es que la panza no se le ha acostumbrado, todavía?
Ya tendría que saberlo…en casa se come una sola vez al día. Lo demás: mate cocido. Allá nunca sobró nada. Y desde que “el viejo” se “rajó” con la chirusa ésa de la Pipi…¡menos todavía…! Aunque a la final, es mejor… ¡claro que sí!
Su madre ya no tendrá que andar tapándose con mangas largas los moretones que le dejaba él cada noche, cuando la fragilidad de las sábanas apenas le alcanzaba a Olegario para amortiguar los gritos transportados por el vino de su padre.
Sus flacos trece años ( y su séptimo grado a medio andar) empujan con fuerza  incontrolable el carro semivacío, mientras la luna le tira destellos cómplices desde Avellaneda y Gualeguaychú.
-Justito en la esquina de la “Portu”- como le decimos todos - 
¡ja, le van a venir a él con que tenés que estudiar así salís de la miseria, Olegario! ¿para qué iba a hacerlo, si la Flori, el Julián y el Maico lo esperaban berreando de hambre entre las maderas de la casilla allá en la “veintiuno”?
¿Qué podían saber la maestra o la bibliotecaria cuando le reprochaban que traía incompleta la tarea o que no retiraba libros?
Olegario las miraba desde el banco con silenciosa tristeza. Aunque él también las quería …no iba a explicarles nada. Ellas no podían 
entenderlo. Entonces, metía la cabeza entre los hombros escuálidos y no había dios que le hiciera pronunciar palabra.
-Olegario…¿Qué comiste anoche que ahora te duele la panza?... ¿seguro que no es por la evaluación de Sociales?...¿ querés bajar al comedor a pedir la vianda? Y él apretaba los puños y decía que no con la cabeza.
No a todo: al hambre, a la evaluación que esperaba turno sobre el escritorio  de la Señorita Consuelo, al sánguche que se mostraba prometedor…pero que, sin embargo, él guardaría dentro de la mochila…
Las luces a medio encender de la Gaona volvían más visibles las persianas entornadas de La Floresta. Y una música tanguera endulzaba sus sentidos aunque sabía que era música de viejos. En el patio de entrada un grupo de gente ultimaba detalles para una excursión no se sabe a dónde…
Aguza bien el oído. Quiere escuchar, pero el mareo lo distrae un poco… 
Como sea, tiene que esforzarse hasta llegar a la Iglesia de La Candelaria, frente a la Plaza Vélez Sársfield. Dicen que allá hay un comedor, que les dan abrigo y que los quieren mucho…
Sigue buscando cosas para acumular en el patio de la casilla. Para vender. Para aprovechar… algún juguete para sus hermanos, quizá algún abrigo…
La noche se presenta implacable y fría así que hay que “levantar” el doble…o el triple de lo que lleva.
Sus breves trece años prometen a su vientre albores de ternuras olvidadas por una mamá que cuando él llega - bien entrada la noche- dobla el resonar de los tacos en la esquina…rumbo vaya uno a saber dónde.
El viento helado suele alargar sus sombras sobre los colchones en el suelo de la casita en la villa.
Y la mami no regresa hasta bien altito el sol, cuando los hermanos ya salieron para la escuela de jornada completa.
El problema es la cena y después, tratar de ahuyentar el frío que se 
filtra por entre las maderas raídas. La oscuridad nocturna suele cerrarse como pulpo sobre su cabeza rizada e intenta dislocarlo, haciéndolo jugar al olvido, distrayéndolo de sus deberes de hermano 
mayor…
No puede pensar Olegario. Una puntada se le ha instalado ahí en el costado y no hay tazón de sopa que pueda deshacerse de ella…
Entonces, de la torre de Bacacay y Chivilcoy se desata un vuelo de 
palomas que acunan sus sueños de adulto precoz. 
De chico que saltó etapas para elegir desvanecerse en medio del comedor - en brazos de su maestra- que empieza a comprender por qué desde hace cinc
o días no va a la escuela Olegario. 

Sonia Figueras



                            La huída Sonia Figueras

Se duchó rápido, el agua semifría la hizo tiritar. Se secó con fuerza cosa de sacarse el frío. Eligió la ropa detenidamente. La pollera negra y la tricota rosa con el chaleco negro, bien. Zapatos bajos, cómodos para andar ágil. Volvió al baño, se miró en el espejo, estaba demacrada, decidió pintarse. Un poco de base y rubor le dieron mejor aspecto, algo como de salud. No se preocupó por el peinado, el cabello ondulado la ayudaba. Siempre la había ayudado. Fin del atuendo  ¡ah! la cartera, ¿pondría los documentos? Y... era mejor. No fuera cosa que volvieran tiempos viejos. Echó una ojeada al living y acarició el lomo de Alguien anda por ahí. Cortázar la enganchaba invariablemente, la deslumbraba y su deleite al leerlo era como una mezcla de alegría y estupor. Abrió la página de La noche de Mantequilla y siguió el recorrido de los renglones por quinta o cuarta vez y nuevamente desde la página amarillenta Peralta la asustó y otra vez se le apareció la cara y la figura de Monzón y otra vez y como tantas veces se ubicó en la platea entre el público con Delon, el hermoso facho seductor para ver la pelea Monzón -  Mantequilla.
 ¡Cómo la seducía Cortázar! Abandonó el libro con desgano. Ese cuento tan argentino. El ímpetu que hasta ese momento la impulsaba decreció lluvia convertida en garúa mansa. Recordó que había tomado la decisión de irse sin despedidas, palabras, ni una esquela. Tampoco la ropa imprescindible. Sólo la cartera por rutina. Todo lo que quería era huir. Abrió, cerró la puerta y salió. El calor la invadió con caricia materna y echó a andar. ¿Adónde iba? Lejos. Lo más lejos posible. No volverían a verla. Estaba decidido. Otra vez a la deriva. Las noches de silencio la habían aconsejado también acariciándola. Pensar que su tormento podía terminar, era un abrazo tibio de madre protectora. Caminó hasta que las piernas le dolieron y se encontró en Retiro. Micros llegaban micros salían. Caras asustadas del descubrimiento caras sonrientes de vacaciones, mochilas, bolsos, valijas, mates soltando olor a yerba. Corridas, empujones, bullicio. Mareada ya, buscó y encontró el único asiento que parecía escondido llamándola con disimulo entre dos señoras bien gordas. Y se ubicó jamón entre dos rebanadas de pan. Un sándwich perfecto, achicados sus hombros y caderas para quedarse en contemplación absurda, chupetín de utilería.
¿A la playa o a la sierras? Estaba en eso y se desocupó el asiento de la derecha y pudo relajarse un poco. Aprovechó la silla vacía, apoyó la cartera y siguió en observación de nada. Se decidió por Córdoba y manoteó la cartera.  No estaba. La mujer de la izquierda le largó una mirada acuosa, parpadeó y buscó en el suelo. No estaba. Nerviosa, alambre retorcido en su flaqueza se paró ¿a quién iba a preguntarle por la cartera? Nadie miraba a nadie. Hasta que por la izquierda una voz gangosa gorgoteando en un piletón sin fondo acompañó a un roce libidinoso. - Vamos para afuera. Caminaron entre el gentío, el inmenso mundo de Retiro, salieron del aire acondicionado al calor que la envolvió nuevamente. Otro empujón chiquito y – suba. Subió al Peugeot.- ¿Puedo preguntar? - No. -  ¿Qué pasa? Insistió -  ¿Vos tenés ganas de hablar? -  Quiero saber…- ¿Cumpliste con lo que se te ordenó? - ¿Qué orden?- Vos sos Antonia, Antonia Estévez ¿no? - .No. Me llamo Dora,
Dora Singer. - No mientas, y le apretó el brazo. Le dolió. El coche ya había salido de Retiro y creyó que andaban por la Panamericana. - ¿Así que sos Dora?
Ella era Dora Singer sin duda alguna. - Sí.
 Bueno Dora, sos Dora Singer dijiste. No. Sos Antonia Estévez. Tenés la pollera negra, el pulóver rosa, el chaleco negro y la cartera es la que te mandó Carlos y decís que no te llamás Antonia y vos tenés la cartera de Carlitos.
- ¿Qué Carlos qué Carlitos?- ¿Cuál va a ser? Peralta…- ¿Peralta? ¿Qué tengo que ver con Peralta?
 - Basta. Hablá cuando yo te diga, en la cartera ¿estaba la plata? Es un asalto, pensó rápido. Se animó - ¿qué plata? - La de Cháves para que se la pasaras a Walte - Yo no lo conozco a Walter, a usted y no quedé con nadie.
 - Si no sos Antonia y no conocés a Cháves ni a Walter ni a mí ¿por qué tenías la cartera con la cara de Delon, el franchute?
Se le mezcló la vida. Peralta, Cháves, Estévez, Monzón, Delon.
- Pará el coche, Monzón. El coche paró a un costado de la Panamericana.-  Bueno, Antonia. Salió mal la cosa. Bajate. Ahora nos viste la cara. Caminá 30 pasos sin darte vuelta. ¡Suerte!
Caminó 30 pasos… 40...45… hasta el disparo.

JULIO ERRAN


                           POEMAS JULIO ERRAN

Sembrar

esa tu muerte, se muere de risa
pero mi vida, se muere de llanto.
Pero tu muerte, pero mi vida,
pero ambas, tomadas de la mano
germinaron.
 
Tiempo

vos y yo sabemos,
que el cielo tiene el color de esa infancia muerta.
Los recuerdos de ese tiempo son:
un miedo luminoso y una mano generosa
que me arrastra a salvo a mi otra orilla.
Hoy, tu infancia y mi paternidad, persisten
con el perfume de un pájaro acariciado
 Lagrimas
Eso de estar juntos, me trae recuerdos
pero no son iguales a los que conozco
son estos, los nuevos, en nuestra relación
sin vistas, sin caricias y sin carcajadas
sabes que: mis recuerdos vinculados a ti,
son rastros de lagrimas, a veces de alegría
por lo vivido y de tristeza por lo perdido,
pero siempre lagrimas.. .solo que a veces,
cuando puedo, para que no se sequen:
"las arrojo al mar"...allí nuestros recuerdos
viven para siempre.
Ese día

ese día se cerro el sol, se cerro el sentido del sol.
Algo caía en el silencio , ese temporal a destiempo;
la para siempre seguridad de estar de mas en el lugar en donde los otros respiran.
Se apago tu fuego en el país no visto.
Desde mi respiración dificultosa, yo grito!!!
Que se escuche tu voz en donde tiene que haber silencio.
Esta es ahora mi vida...
Soy tu silencio, tu tragedia, tus ganas.
Soy vos, porque me llene de ti.


Marta Becker



LA PARTIDA  INICIAL  
Marta Becker

Venancio fue un jugador empedernido desde su juventud. Había heredado nombre y vicio de su abuelo materno. Aunque el nombre estaba fuera de época lo llevaba  con orgullo. En cuanto al juego, lo tenía incorporado en sus venas y no claudicaba de él.
Estaba casado con María, que había llegado al país a los cinco años. 
María no era fea. Era muy fea y no hacía nada por ocultarlo. Su aspecto iba en concordancia con un carácter fuerte y aunque era más argentina que extranjera, había heredado los genes de sangre caliente de sus ancestros gallegos. Las peleas de la pareja se conocían en todo el pueblo y muchas veces debió  intervenir el cura para que no pasaran a mayores.
Uno de los motivos principales de esas reyertas era el juego. Venancio no escatimaba valores ni horas de trabajo en despuntar su vicio. Se podía pasar dos días y una noche seguidos jugando; se olvidaba de rancho, obligaciones y hasta mujer.
En una época supo tener mucho ganado, que fue perdiendo de a poco, al igual que algunas hectáreas del campo, una camioneta y un caballo pura sangre, un ejemplar bellísimo que pasó a manos de algún contrincante.
Cuando ganaba –pocas las veces- volvía a su casa contento, de buen humor y le dedicaba a María algunas palabras amables. Pero cuando se quedaba seco, tardaba en volver, daba vueltas y buscaba pretextos para explicar lo ocurrido.
Cierto día estaban apostando fuerte. En un momento, Venancio se sintió acorralado y con toda la furia en el rostro dijo –Apuesto a mi mujer-.
Silencio.
Los presentes se quedaron mudos. Primero, por lo insólito de la oferta. Luego, pensaron en la María, tan fiera, y nadie quería cargarse con ella. Pero como jugadores que eran, aceptaron el desafío.
Venancio perdió la partida.
Volvió a su casa, le dijo a su mujer que empacara sus cosas y se fuera a la casa de don Julián, el ganador, su ganador. María no entendía nada, lloró y gritó y pataleó y volvió a llorar, pero no hubo explicaciones y el Venancio mismo la llevó con petates incluidos al nuevo hogar.
Ocurrió que en partidas siguientes la mujer fue objeto de las apuestas y pasó de ser propiedad de Julián a manos de otros jugadores. Allí iba María con sus cosas de una casa a la otra, y su rostro y ánimo se fueron mejorando de a poco.
El tema es que como el Venancio estaba tan ocupado con otras cosas había descuidado bastante a su mujer, y ésta, al conocer otros compañeros, resultó ser una amante perfecta. Le fue cambiando el carácter y hasta parecía un poco más linda cada día que pasaba.
Pero el destino tiene sus vueltas. En uno de los juegos María volvió a manos de Venancio. Cuando se enteró, se plantó en sus trece y se negó a regresar con su marido. Había conocido la felicidad y no iba a perderla ahora, justo cuando a él se le daba por una vez la fortuna.
Tanta experiencia adquirida le permitió a la mujer abrir su propio negocio. Con el tiempo el burdel y salón de juegos de la señora María se hicieron famosos en la zona y aledaños.
Venancio tenía el acceso prohibido.
 

Emilio Yaggi


El niño dromedario Emilio Yaggi


Este colectivo es una tortuga; voy a llegar re tarde y la seño me va a…ya llegué, ¡en la esquina!... ¿dónde está el timbre?, acá está: un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos, cuatro… 
  -¡Pará pibe, pará! ¡Ya escuché! ¿Qué querés, dejarme sordo? ¡Dale, bajate!

Se enojó el chofer…menos mal que me abrió la puerta…

-¡Chau chofer! ¡Chan, chan chan, chan chan charán chan chaaan…

-¡Hola Andrés! ¿Cómo estás? Te estaba esperando.

-¿Y vos quién sos? Yo no te conozco.

-¿Cómo que no? ¿Ya te olvidaste de mí? Estuve en tu casa hace como dos meses; soy amigo de tu papá. Él me llamó hace un rato y me pidió que te viniera a esperar.

-Pero yo no me llamo Andrés; te equivocaste de chico, me parece.

-¡Oh, perdón! Soy un desastre para recordar los nombres; cómo será que algunas veces confundo el nombre de mis hijos y los llamo con otros. ¡Qué barbaridad! Aquella vez que estuve en tu casa, hablamos con tu viejo sobre asuntos de trabajo; trabajamos juntos. Vení, vamos a mi casa.

-No, se me hace tarde porque el ómnibus tardó un montón; tengo que ir a la escuela. La seño me va a dar clases especiales de matemática; ando flojo…

-Con razón cargás esa mochila gigante; ¡parecés un niño dromedario! Hagamos una cosa, mi casa es aquí a la vuelta y tengo el auto fuera del garage; te llevo hasta la escuela y así llegás un poco más temprano, ¿te parece bien?

-No, porque yo no te conozco y mi mamá siempre me dice que ni siquiera hable con extraños, así que chau.

-Esperá, esperá un poco. ¿Te gustan los jueguitos electrónicos?

-Sí, me encantan y tengo muchos en mi casa. Juego siempre con mi hermano mayor que ya tiene catorce años; cuando van algunos chicos amigos de él, me corren…

-¿Por qué?

-Es que algunas veces se ponen a mirar cosas…

-¿Qué cosas?

-No, nada, me voy.

-Esperá, no tengas vergüenza; ¿se ponen a mirar chicas?

-Bueno, sí, pero chicas desnudas…

-Eso es normal; todos los muchachos miran esas cosas, ¿qué tiene de malo?

-No sé, me voy; ¡uf! ¡Es re tarde!

-Vení, pibe, vení…

-¡Soltame! ¡No me agarres que me duele! ¡Soltame o grito! ¡Devolveme el celu, es mío! ¡Dámelo! ¡Ladrón!

-Bueno, está bien, acá lo tenés; calmate y sacalo vos del bolsillo de mi pantalón…

-¡No! ¡Dámelo!

-Pero sí, pibe, tomalo, fue una broma; caminemos hacia la escuela, te acompaño. Te decía que es normal que los muchachos y los hombres miremos chicas; ¿vos no las mirás? Algunos chicos de mi barrio que deben tener tu edad más o menos, van a mi casa para verlas. Lo que pasa es que en la casa de ellos no los dejan, los padres son unos plomos, ¿viste? Yo tengo un montón de películas. Aprovechando que sus padres trabajan, dentro de un ratito dos de ellos van a ir a mi casa para ver todas las pelis que quieran, ¿querés venir?

-Ya te dije que no; tengo que ir a la escuela.

-De acuerdo. Ni una palabra más. ¿Querés un chocolate y quedamos amigos?

-No, gracias.

-Pero mirá que sos retobado, ché. ¿Ni un chocolatito querés? Está bien; acercate, estás húmedo…tendrías que haber traído paraguas, chiquilín…

-¡No me abraces! ¡Mirá que grito! Chau, me voy.

-¡Pará infeliz! ¿Qué te pasa, me tenés miedo?

-¡Soltá la correa de mi mochila! ¡Soltala, soltala!

-No te voy a hacer nada, dale, vamos a mi casa, nos vamos a divertir, vamos a ver chicas desnudas y…¡ay, maricón! ¡me mordiste! ¡vení para acá, hijo de perra! ¡no corras! ¡Pero si serás imbécil! (Mejor me hago humo antes que aparezca alguien).


Joan Mateu


                         La estrategia Joan Mateu


Llevaba más de tres semanas comiendo compulsivamente. Devoraba un desayuno copioso, a media mañana se sentaba a comer un plato de legumbres y algo de carne, sobre las dos hacía una comida fuerte, y llegaba a la cena después de haber pasado por una merienda de cuchillo y tenedor. Entremedio picoteaba cosas como chocolate, pistachos, regaliz y galletas.

Había engordado de una forma escandalosa y no tenía hambre. Aún a así se forzaba a seguir comiendo, con una determinación a toda prueba y con un miedo que aumentaba día a día en consonancia con su peso.

Faltaban pocas noches y seguía con su dieta de sobrealimentación, con la esperanza de que, de esta manera, podría hacer frente al problema.

Llegó la noche temida. Otra noche de luna llena, otra maldita noche. Mientras se iba transformando y se le curvaba la espalda, le crecían los dientes y le salía aquel pelo áspero, empezaba a sentir hambre. Sentía hambre a pesar de haber comido como un cerdo durante todo el mes. La estrategia ha fallado.

Alicia Chilifoni



                        Presagio  Alicia Chilifoni

Miedos volvedores. Cicatrices sin olvido que acaricio, sonámbula, y el susto se despierta para nublar mi día. Día quietito como antes de que la tierra tiemble y se abra. Mañana con trinos que no tapan el olor de la tormenta, con este sol impostor queriendo hipnotizarme, enceguecerme. Pero es inútil, la cicatriz reabierta se impone con el sello indeleble de los gases y las explosiones en la memoria de los que sobrevivimos. Buscamos aturdirnos en laberintos de abrazos, brindis y versos… hasta que el sacabocados deja un vacío redondo, oscuro. Porque el miedo está por encima, no hay encrucijada que lo pierda. Se lanza en picada y nos acierta.
 ¿Dónde está mi amigo? Quiero su voz, necesito su libertad tan sin barreras como este perfume de glicinas, como este presagio de tormenta…

Cora Stábile



                                                   Sonia  Cora Stábile

Corría la década del 50, transitábamos por la mitad del siglo XX.
Me asomo a aquella vieja casa con jardín en el frente: a la derecha tres amplias habitaciones corridas, un techo que cubre la mitad del patio y varias columnas de hierro que lo sostienen; de ellas se tomaban los cuatro amigos para practicarlos pasos con los que después pensaban lucirse en la pista del Club Social Rivadavia.
Desde el tocadiscos surgen las notas cadenciosas de un tango: “Bahía Blanca” comienza a escucharse, ellos abandonan las columnas, forman dos parejas y se entregan a la música.
De pronto, desde el fondo, se asoma tímidamente una muchachita, no muy alta con largo cabello oscuro, grandes ojos negros y actitud apocada.
La miran y le preguntan su nombre.
-So … So … So …
No puede seguir, uno dice:
-Che, ni a le sale de la boca.
Los otros lo miran y contestan juntos:
-Sonia, ese es el nombre de la percanta
Ella asiente sin decir nada, la invitan a bailar y acepta serena. Durante media hora continúan can las prácticas. Luego ella se acerca al combinado, busca entre las 15 ó 20 placas de pasta que estaban apiladas a un costado y encuentra una versión musical de “Toda mi vida”, se apresura a colocar el disco y comienza a entonar aquellos versos escritos por José María Contursi acompañados por la melodía compuesta por Aníbal “Pichuco” Troilo.
Ellos la escuchan extasiados, cuando el tango termina Sonia se da vuelta y comienza a caminar lentamente, pasa al lado de la vieja higuera y su figura desaparece entre los árboles del fondo como si hubiera sido devorada por la noche.