lunes, 20 de agosto de 2018

Teresa Godoy



                     Operación sin luz  
Teresa Godoy

Caía la tarde. Sólo se podía vislumbrar el reflejo de la puesta del sol en el horizonte. Una delicada luna quería asomarse a través de los estratos que recubrían el cielo con una neblina grisácea.
- Ya me subí al techo, viejo, pero sos vos el que sabés de cablerío, de conexiones y de estas herramientas.
- Bueno Juancito, ya te expliqué mil veces, qué cables tenés que unir para que vuelva la luz.
- No se ve muy bien papá, prefiero observar el atardecer.
Después de una hora, la luna se tornó más grande y su color era tan nítido como deslumbrante por el reflejo del sol.
-¡Mirá qué hermosa luna naranja, pa!
-Juancito, naranja es el cable que tenés que unir con el verde.
-Pero lo único que veo verde son los árboles de los vecinos, allá un ficus enorme, en la otra cuadra un pino espectacular y al lado el árbol de papaya.
-Sí hijo, me vas a poner nervioso, porque me pierdo el partido y no me hables de las papayas, que, con esas hojas tan grandes cuando se secan, vienen a parar a nuestro patio y tu madre protesta cada vez que tiene que barrerlas.
La noche avanza, la luna ya es blanca pero casi sin brillo, no colabora con la situación.
-Entonces, que esperás que haga, dice Juancito, si ya aquí no se ve nada.
-Haber, dice el padre, dejá que subo yo.
-No, papá, esto está muy alto y te podés caer. ¿Trajiste la linterna?
-Uy, me la olvidé!
-Entonces no sé qué hacer a oscuras, ya no veo ni los colores, ni los cables.
El padre rezonga susurrando: -Si estuviera su hermano Pedro, él sabría bien lo que le enseñé.
Y le grita de abajo:- ¡Juancito! Vos quisiste estudiar instrumentista en la Facultad, y no sabés ni usar las herramientas.
-Sí papá, pero éstas no tienen nada que ver con las de medicina.
-Si te doy un bisturí, a lo mejor logras algo.
-Sí, sí, hago una incisión en el cable negro, con las tijeras corto lo que está quemado,  tomo con las pinzas el verde y el naranja, los separo con cinta  adhesiva negra, para que no se toquen, después pongo compresas juntándolos dentro del cable…y suturo. Ahora tendría que volver a reaccionar y ver la luz, bueno, tiene haber electricidad.
-Ahora pruebo hijo.
- Mientras, me saco los guantes quirúrgicos, pues esto fue una verdadera operación.
-Ya hay luz, Juan!
-¡Bravo papá, ya bajo y aviso a todos nuestros familiares que todo esta en orden.

Brancaleone



 Mirando la fiambrera  
Brancaleone

 Aquí estamo, quietos, pensando en el año que se fue, se esfumó, ¡kaput!, y nosotros un poco más abollados, un poco más sabios, o mejor dicho, un poco menos brutos, que ya es algo. Se fue como vino, recibido y despedido con pitos y matracas, con lo que tuvimos para comer y para brindar, una y otra vez. Y así quedamos, porque si bien se fue, le pegó un buen mordiscón a nuestra vida. Nosotros terminamos con él y él nos despidió abollándonos el culo. ¡Para que tengan!, habrá dicho en medio de los cohetes, los besuqueos, y los buenos augurios. ¿Y ahora qué ? Estoy como gato de loza, tieso, empantanado en no saber qué hacer, en no tener ganas de nada, ni siquiera de comprarme un perro, un perro cualunque, de esos que se acuestan y te miran, mansos, tranquilos, acompañándote, sin pedir nada. De esos que van a mear en el paredón de la vieja usina, donde se lee "Todo el mundo miente todo el tiempo, pero la cosa no tiene importancia, nadie escucha" ¿Y porqué no un gato? ¡No paren, no empecemos! Fue una idea, una forma de decir, ya está, ¡olvídense del perro! No me persigan con lo que yo digo, déjenme que hable en voz alta para mi o para nadie, porque a esta altura ya no sé si  me escucho. ¿Y si me escucho no se si me comprendo y si me comprendo porqué no hago algo en vez de quedarme mirando la fiambrera ? Y... ¡Es que no lo sé! ¡Además miro y escucho cada cosa! Ayer arrancó mi día escuchando que el cardenal castrense pide que lo tiren al mar con una piedra de molino atada al cogote al ministro de salud. Una novedosa forma de tirar gente al mar, hay que reconocerlo. Se ve que el contacto diario con las fuerzas armadas le ha potenciado los sentimientos piadosos al ensotanado. Y además me entero que hay una fuerte suba en los precios de las pocas piedras de molino que quedan, de las cuales el Vaticano ha hecho un acopio que suena a monopolio. El ministro de salud, a su vez le ha pedido al cardenal si en vez de una piedra de molino, pueden tirarlo con una piedra pómez o un gomón, disculpándose porque no sabe nadar. O en un pequeño velero, así de paso puede dedicarse a su pasatiempo favorito que es la pesca. Nótese que hay que tirarlo al mar, no al río ni al océano, por eso el ministro pide además si es posible, que lo tiren en el Mediterráneo, donde  podrá probar las virtudes de la famosa dieta, así se pone en forma. No se porqué, tengo el presentimiento que a don Baseotto le va a llegar su san martín y le darán el raje con un puntapié en su consagrado culo. (hoy estoy mal hablado, he dicho dos veces culo).Leo también que se armó la zaga con la renuncia del Papa, pero que no hay apuro, lo mismo puede ser dentro de una semana, dicen los interesados, y el polaco que sale con el crucifijo de punta y dice: ¡catzo boglio rinunziare! Leo además esto que da que pensar: "El Vaticano impone mucho respeto a la gente. Entre sus riquezas mundanas y su lista de castigos eternos, uno se siente empequeñecido. Los castigos excesivos que prescribe la iglesia y sus riquezas excesivas en realidad son complementarias. Sin el infierno, esas riquezas parecerían un robo". Que quién dijo eso: John Berger. ¿Qué quién es John Berger? ¡ Ahh, averigüen, no sean haraganes! Y para terminar y tener la fiesta en paz esto dijo al respecto Augusto Monterroso: "Las ideas de Cristo eran tan pero tan buenas que hubo necesidad de crear toda la organización de la iglesia para destruirlas". Para pensar, ¿no? A propósito:¿La iglesia es anterior a Dios? Pregunto por que vemos que Dios es una especie de Torquemada que castiga así, anatemiza allá, manda al infierno, al purgatorio, al cielo, a lavar los platos, etc, como si fuera un gerente general del universo, cuya verdad revelada y propiedad absoluta está en manos de la iglesia, del Papa, los cardenales y todos los que vienen atrás de atropellada. Leo además que se incendió un depósito de viejos, vulgo geriátrico, donde había viejos de más, nada de control ni de personal idóneo en cantidad suficiente, en fin, lo de siempre. Y entre un estado bobo o ausente cuando no corrupto, y sociedades o personas que transgreden la ley poniendo en peligro la vida de las personas y desatando tragedias  con su conducta miserable, me hace reflexionar si en este país poblado están en cafúa  todos los que merecen estar o eso es una cuestión de suerte y contactos bien aceitados. ¿A ustedes qué les parece? (¡tranquilos, no contesten todos al mismo tiempo!). Pero reconciliémonos por un rato leyendo esto que dijo Martiniano Arce el maravilloso filetero: "La realidad es un defecto producido por la falta de alcohol". ¿Saben? Comenzó a llover, desde aquí puedo ver la santa rita de mi vecino frente a casa, que está florecida, de color fucsia, enorme, y el corazón se me alegra y creo que haré pan casero, me comeré un pedazo de queso con un vaso de vino, brindaré por los amigos, los que están y los que no, y prometo no decir malas palabras, ni ponerle tanta pimienta a la comida. Y me esforzaré en leer un libro de Cohelo que me regalaron, porque he hecho cosas peores en la vida y eso no me va a matar. Chatearé con mi hijo como lo hago diariamente, lo que me hace sentir vivo, contenido y con la neurona alerta, porque sus respuestas son ingeniosas cuando no brillantes. Y sé también que como dice el refrán: "Non omnis moriar". Es decir, no moriré del todo porque siempre estaré contenido en mis hijos.                

Mercedes Sáenz



Sentáte frente a mí   
Mercedes Sáenz

Vos en tu mejor silla, en que los pies mecedores te hamacaban como a alguna vez un bebé.
Las manos cruzadas arriba de tus muslos sostenían una plegaria muda a tu dios personal
Conversábamos así, sentada yo en el suelo con tus manos hermanadas en las mías, juntas y sin apretarse, como un lazo que traducía las cosas incomprensibles del mundo después de hablar durante tiempos y tiempos.
No eras mi padre, ni siquiera un tío con el que se ha tenido una complicidad de siempre, inalterable y sagrada.
Eras mi amigo, uno mucho más grande de quién aprendí la verdad por sobre todas las cosas y sé que en mí tenías puesta la confianza humana que se puede conocer.
Yo escondía la admiración que te tengo detrás de tus años y muchas veces callé cosas para no lastimarte.
Hoy me pediste que acercara mi oído a tu boca, rozaste con un beso leve mi mejilla y tan lento cómo pudiste me preguntaste si alguna vez vos me habías traicionado y la sangre que nos recorre en esos momentos suele quedarse quieta.
Desde el suelo, te miré mucho más allá de los ojos y te dije que sí.
Bajaste los párpados sin soltar mis manos y yo sabía que aunque me quedara viva nunca más ibas a abrirlos. Las manos ya no eran puentes que podían salvarnos de toda clase de abismos.
La verdad no traiciona, dijiste una vez y tus manos se deslizaron de mi. Desde el suelo intenté hamacarte un poco, es ensordecedora la quietud, (mis lágrimas no hacen ruido) y no sé quién ahora me hará saber la diferencia.

Marisa Presti



El portarretrato  
Marisa Presti

¿Te acordás, Gerardo? Todavía me parece verlo, con sus rulos rebeldes tapándole la frente y esa risa contagiosa que te hacía largar la carcajada aunque no tuvieras ganas. Yo lo tengo tan presente que a veces hablo con él, sí, aunque no lo creas. Muchas tardes, agarro el portarretratos, con la foto ésa que vos conocés, apoyado contra la tranquera, con la camisa a cuadros que tanto le gustaba, y le cuento cosas, sueños, preocupaciones, historias de la familia, todo lo que viene a la mente.
Y me contesta, Gerardo, aunque no lo creas. Escucho su voz como un susurro, pero la escucho. Parece triste la voz, apagada, como si un abandono inmenso lo inundara por dentro. Y entonces, desgrana pausadamente lo que no sabemos, lo que sólo imaginamos.
Hace frío, tengo los pies entumecidos. En la trinchera improvisada alguien gime, con un lamento que me atraviesa el alma. Siento ganas de llorar, pero me contengo. Mi compañero tiene la cabeza gacha, no quiere hablar, y yo lo comprendo. No sé que hago aquí, vestido con esta sucia ropa de fajina, agachado y esperando. Pienso en Florencia, en su cara sonriente y la tristeza de sus ojos el día en que me fui…
Y yo Gerardo, ¿sabés que hago? Voy hasta su dormitorio y busco la foto, ésa en la que están los dos juntos, abrazados junto al arroyo Pekén. Tenían tantos planes; ella ya se recibía de maestra jardinera, a lo mejor en uno o dos años iba a haber casamiento. La miro y la miro ahora, tan distinta. Vino a visitarme varias veces, pero de a poco las visitas se fueron espaciando. Y claro, nos agotamos. Los recuerdos nos llenaron tanto que necesitamos separarnos. A veces la encuentro en el almacén. Está demacrada, demasiado delgada para mi gusto. Me sonríe tímidamente, yo le tomo la mano y se la aprieto fuerte. Nunca le conté lo que él me cuenta, ¿para qué? Es algo muy mío, muy privado, que hoy quiero compartir sólo con vos. Porque se que vas a creer que es su voz la que me cuenta…
Me duele todo el cuerpo, mis compañeros dicen que es el frío, pero yo pienso que es la proximidad de la muerte, como si el cuerpo se fuera preparando para su destrucción final. Somos apenas un centenar de pibes y un sargento duro y prepotente que se la pasa puteando contra los ingleses. Alguien, a mi lado, me ofrece un cigarrillo. Hay que fumarlo a escondidas, pero ayuda un poco. Un poco, nomás. Busco a mi amigo con la mirada, no se dónde está, la oscuridad de la noche te hace desconocerlo todo, perdés la conciencia de lo que era tu vida antes de este infierno.
¿Sabés, Gerardo? Conservo las tres cartas que me mandó; casi todos los días vuelvo a leerlas para sentirme más cerca de él, como si la tinta y esa letra abigarrada y confusa me ayudara a comprender tanto sinsentido. Me contaba en las cartas, pero se que no contaba todo: Estoy bien, hace frío pero se soporta, hoy pensé mucho en ustedes, los extraño, ayer estuvimos muy cerca de los ingleses y cosas por el estilo. Y yo le contestaba, pavadas en realidad: comé lo mejor que puedas, el chocolate es bueno para el frío, pronto vas a estar de regreso, no te hagas el héroe, pensá en nosotros que estamos esperando tu regreso.
Pero ahora es distinto, ahora me murmura la verdad…
Ya murieron cinco de los nuestros. El sargento los había mandado a explorar el terreno. Se fueron agazapados, mezclados en la oscuridad de la noche. Nosotros seguimos tiesos, moviendo cada tanto la piernas para tratar de eludir el dolor de los huesos. Y de pronto escuchamos ráfagas de ametralladora, una, dos, tres veces. No volvieron. Lloré de terror, estaba tan cerca la muerte, mi propia muerte, que la bronca le ganó a la angustia y me levanté gritando: Mátenme, hijos de puta, mátenme. Me agarraron entre tres, tirándome en la trinchera. Tuvieron que cachetearme para que los gritos se fueran ahogando en sollozos reprimidos.
¿Te das cuenta, Gerardo, lo mal que estaba? No nos quería contar, bendito ángel, pero ahora  me voy enterando, ahora puedo comprenderlo un poco más porque si él me lo cuenta es por algo, algo necesita de mi acá en la tierra.
Amanece. Apenas dormité un rato, me despierto y siento el frío como nunca lo sentí, creo que me estoy congelando. Alguien prepara mate cocido y yo siento náuseas. Ya no tengo hambre, sólo náuseas. Ganas de vomitar la nada que tengo en el estómago y salir corriendo. Quiero escapar, qué mierda me importan las Malvinas, los ingleses y toda esta guerra absurda que me llevó a este infierno. Quiero a mi mamá, quiero a mi viejo, a Florencia. Hoy mismo le digo al sargento que yo no aguanto más, que estoy enfermo.
Le prendí una velita a la Virgen del Rosario. Es lo que siempre hago después que lo escucho, él necesita de mí, no se ha ido tranquilo al cielo. La Virgen lo va a ayudar, estoy segura. Puse la imagen en su dormitorio y ahí llevo la velita y la enciendo. Ojalá, Gerardo, me siga hablando, porque necesito escucharlo, tengo derecho a saber qué le pasó.
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ANA ROMANO



POEMAS ANA ROMANO

Cercanía

Aun más que ausente:
mira
desfigurado
Pregunta
Absorto
niega
Huye:
la realidad
persigue.

Capitulación

Se sientan
el tiempo
y la mujer:
sus ojos
se hunden
en el libro.

Austral

El cachetazo
se desprendió impaciente
y sacudió
Se tiñó de penumbras
la lozanía
y así rememoró
El sol
atenuó el resplandor
Los pájaros
esfumaron los trinos
La brisa
en el cuerpo
¿Y el pavor?
Gotas perladas
salpicaron
La alarma
despertó al hospital.

Acople

Se esparce
la mancha
que genera
oscura
la dilación
Piadosa
sin omitir
asiente
Aunque
atónita
Una lágrima
impregna
su resignación
a la almohada.

¿Escuchaste?

Miraba la luna
y fue tu cara la que brilló
Miraba el lago
y tu mano fue la que se asomó
Miraba el cielo
y tus ojos entonces titilaron
Miraba el futuro
y  tu nombre fue el que susurré
¿Escuchaste
mi llamado?

Liliana González



                                  Elogio de la pausa

Dos almas se encontraron, detuvieron el tiempo, que se hizo pausa. Sentadas en la cocina, las amigas, paladearon frutas secas y desecadas. Mano a mano con el mate, las palabras humedecían las historias de palabras guardadas. Los capítulos, se actualizaban con los cambios de yerba. Y hasta con otro recipiente.  Quizás para reiniciar alguna frase, que otra más atrevida, había dejado a medio decir. A veces pasa con las palabras. Van en una dirección, y de pronto algo las hacer girar, o detenerse. Pero era el tiempo de la pausa. Y ella se hacía notar. Por eso los cabos sueltos se sujetaban con gracia. Las palabras se iban amigando después de tanto tiempo, en que el apuro las había empujado sin remedio al desván de la memoria . Hasta parecían superar los descuidos que el andar sin calma provoca. Una de las mujeres espió el tiempo en las agujas del reloj. La pausa terminaba. El tiempo se hacía escuchar. ¿Ellas lo habrán tomado en serio?¿ O permanecerán aún detenidas en la pausa?
                                               
Los gatos de la doctora

¿Saben una cosa? Conozco una doctora que vive en una casa preciosa. Tiene patio y tiene gatos, y como son muy educados comen en platos pequeños y blancos. A las cinco en punto, meriendan un pedacito de manteca y no dejan ¡ni la huella! Cuando tienen sed toman agua, de la canilla del baño, o de la cocina! Hay que verlos que destreza tienen, para pararse en punta de pie, sin caerse de frente! Muy elegantes esperan la autorización de su dueña, que muy atenta está, a lo que puedan necesitar. Cuando están satisfechos no molestan y escuchan las conversaciones aunque sea hora de siesta. Si los querés conocer no dudes en llamar, y Beatriz te abrirá la puerta de par en par… 

Marta Becker



  La película 
Marta Becker

Martín Alvarado, el director de cine, es famoso por sus películas y en especial por poner gran atención en su ambientación. Debido a este último detalle, ha recibido varios premios.
Tiene en preparación un nuevo film, una historia bastante lúgubre y enredada, y para situarse mejor en el mismo necesita vivir algunas experiencias sensoriales y de ambiente, motivos que lo llevan una noche de lluvia hasta el cementerio público de la ciudad.
Si hay que pensar en un tiempo malo, esa noche es el peor.  No tiene problemas para ingresar ya que las puertas han sido sacadas de gozne por los ladrones de tumbas y no hay nadie que cuide la entrada. Los relámpagos iluminan fantasmagóricamente las sepulturas - algunas de ellas destruidas por el paso de los años, otras con faltantes ocasionados por los robos-  y unas pocas estatuas que al recibir la luz se engrandecen en la sombra.
Alvarado  camina por el camposanto sin rumbo fijo, envuelto en un viejo capote de lona  y protegida su cabeza por un sombrero que hace agua. Pisa charcos y en un momento resbala en el barro y casi cae en un foso preparado para recibir al próximo cajón. Se agarra a tiempo de un pequeño paredón de mármol y así evita la caída, pero no la sensación de miedo al pensar que podría ser él el muerto.
El cielo llora sin lástima y los truenos sacuden la noche. El director sigue por entre las tumbas. Al cabo de un rato percibe que no está solo, es algo que supera el agua, los ruidos y el centellar de los relámpagos. Un olor fétido, repugnante, invade la atmósfera. De  diferentes lugares  surgen cuerpos, más bien los huesos que forman los cuerpos –su imaginación los arma y cubre de humanidad- y se acercan con movimientos suaves, lentos, insinuantes.
Se lamentan. Gritan. Piden. Ruegan.
Todos juntos. Una cacofonía desesperada.
Martín  se protege instintivamente la cara con ambos brazos mientras pregunta ¿qué quieren?
Que cuentes nuestra historia, gritan. A mi me asesinaron, a mi me diezmó la enfermedad, yo morí por amor, a mi me ganó la vejez, abandonado, reclama cada uno y todos al mismo tiempo. Cuenta cada historia, está sólo en tus manos hacerlo, no nos abandones, no permitas que vaguemos en el anonimato. Y  bailan alrededor del director, que sacude en un intento inútil los brazos para ahuyentarlos.
Aparece una mujer de belleza indescriptible y el frenesí se calma. Tiene luz propia en medio de  noche tan aciaga. Sobre su larga cabellera brillan estrellas y las ropas etéreas dejan entrever sus formas voluptuosas. Con un leve movimiento de las manos ordena a todos que se retiren, que vuelvan a sus lugares, y así establece que el hombre es sólo de ella. Para ella. Con ella.
 Tan hermosa, tan poderosa. Y tan siniestramente peligrosa,  piensa Martín, mientras busca con la vista un espacio para escapar.
Tiene miedo. Está paralizado.
Un rayo lo hace reaccionar y corre como un poseído mientras la mujer ríe. La risa lo persigue. Llega a su casa, donde se siente por fin a salvo. Se convence que superó la situación, y está satisfecho con las experiencias vividas, después de todo, es lo que fue a buscar para armar su trabajo.
Martín Alvarado está en plena filmación de su nueva película cuando siente un dolor muy fuerte en el pecho. Alcanza a ver a la bella mujer del cementerio, que le sonríe mientras le extiende sus brazos.


Ambrose Bierce



Una conflagración imperfecta  
Ambrose Bierce

Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora. Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas -se le diera cuerda o no- y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla. Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía que sí, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: o sea, que la caja cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: cuando la luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del caballero, seguido de algunos compases del aria de Tannhäuser y finalizando con un sonoro clic. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tomé. El anciano, viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música de entre su capa y la puso sobre la mesa. -Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la destrucción. Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y sentimiento. Dije: -No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros robos un cascabel. -No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de lágrimas. Una vez hecho, sentí una pizca de desasosiego. No sólo era mi padre -el autor de mis días- sino que sin dudas el cadáver sería descubierto. Era ya pleno día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla a ella también, cosa que hice. Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí. Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de Jurisdicción Variable, me aconsejó esconder los cadáveres en uno de los libreros, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a hacer. En la biblioteca había un librero que mi padre había comprado recientemente a un inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no tienen armarios, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos como para mantenerse erectos, de modo que los puse en el librero, del que ya había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinché unas cortinitas en las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media docena de veces frente al mueble sin sospechar nada. Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa. A través de los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las arreglé para encontrarme en el momento en que la excitación causada por el fuego estaba en su punto más alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud y llegué con ellos al lugar del incendio, unas dos horas después de haberlo provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas ascuas, enhiesto e incólume, se veía el librero. El fuego había quemado las cortinas, pero dejó a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre "igualito a cuando vivía", y al lado su compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas de sus cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me sentía muy afectado. Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos estadounidenses falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi una réplica exacta de mi librero. -Lo compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto. No creo que sea realmente a prueba de fuego... se lo puedo dar al precio de un librero común. -No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no lo llevaré. Y le di los buenos días. No lo hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente desagradables.



Claudio Steffani


Buenos Aires desde el cielo, 
Retiro
Claudio Steffani
El avión entró al amanecer por la modernidad de Puerto Madero desde el puente de la mujer, pasando por el Europeo monumental Retiro, con la torre de los Ingleses  iluminada.

“Que bello se ve Retiro desde el cielo, me dice una señora que mira por la ventanilla.”

Llama la atención el contraste con la realidad, Puerto Madero es un lugar para turistas con precios dolarizados, a pocos metros de distancia en el entorno brillante de Retiro, se esconde la villa 31, personas en situación de calle durmiendo en la periferia, niños descalzos pidiendo comida, un lavadero de autos a la intemperie atendido por dos personas descalzas con 14° grados de temperatura, un universo donde la opulencia y la pobreza conviven entre  las vías del ferrocarril Belgrano, con la estación Retiro como frontera de estas dos verdades.

Los chicos vendedores de paltas, extraídas de los ignorados árboles  del  conurbano Bonaerense para ser ofrecidas en los accesos al andén. El hall de la estación reformada y puesta en valor reluciente escondiendo que detrás de toda esa iluminación sin brillo a modo led, existían miles de personas que viajaban a todo el norte del país, yendo y viniendo renovando afectos y sueños de comunidades que vieron morir sus pueblos y sus economías regionales por la ausencia de las venas férreas de acero que surcaban nuestra comunicada y ahora fragmentada Nación.

La ferretera Ely, que siempre almorzaba con el dueño en el bar Vickin (una jaula de vidrio emblemática) y que nos cruzábamos en varias miradas cómplices en el almuerzo o cuando concurría a su negocio a comprar cueritos de las canillas o alguna herramienta con el propósito de generar alguna conversación. Un día como tantos otros fui al bar con mis compañeros de oficina y estaban ellos almorzando como todos los días, a el le suena el celular y se levanta apurado de la mesa y se va, dejando parte de la comida caliente en el plato y ella se queda comiendo sola, terminamos de comer prácticamente juntos, ella se levanta, me saluda y se va yo me paro con la excusa de que tenía que ir para Libertador me voy caminando con ella hasta la esquina, nos quedamos hablando un rato y le pido el teléfono. Que ansiadas esas tardes de invierno con quien se había convertido en mi rubia debilidad, saliendo del trabajo y encontrármela entre la niebla de los árboles de plaza San Martín y caminando juntos hasta una habitación del hotel de la calle Rojas que tantas tardes cobijó nuestra pasión. 

El andén del Belgrano Norte, donde alguna vez viajaron Evita y Perón destino   Rosario Central Córdoba. Un joven recién recibido de médico con su valija de cuero tomando un tren que lo llevaría a recorrer Latinoamérica reportando un continente de muchas injusticias, sin saber que en Cuba lo estaba esperando una chaqueta de comandante de la Revolución. El gran Maestro y creador de la Psicología Social Enrique Pichón Riviere, viajando con Ana Quiroga a Tucumán en el Estrella del Norte para dar clases en su escuela. Pichón amaba viajar por este medio y tomaba al tren como parte de su laboratorio social. A fines de los años 60 comenzaron a cerrar los ingenios azucareros y muchos Tucumanos viajaban a Buenos Aires dejando su familia para probar suerte en la ciudad de las grandes oportunidades y en medio del trayecto cuando llegaba la  noche  entraban en crisis por la incertidumbre que generaba la llegada a Retiro sin saber lo que el destino les deparaba, pero el gran maestro los auxiliaba haciendo terapia de grupo arriba del tren.  El nefasto 10 de marzo de 1993, cuando sale el decreto por boletín oficial donde los ramales que no eran absorbidos por la administración de sus respectivas Provincias, serian cerrados. (ramal que para, ramal que cierra). Recuerdo esa mañana cuando nos sacan las computadoras de ingreso de trenes al sistema de venta, bajamos a caminar por retiro con la incertidumbre pisándonos los talones, fuimos a tomar un café al bar que quedaba en Ramos Mejía y Padre Mujica, y desde la ventana se escuchaban las bocinas de los micros de larga distancia que entraban y salían de la terminal, festejando la muerte del tren.



Gabriela Carrera

                   Hasta que volvamos 
                            a vernos  
                                                Gabriela Carrera


Mágico cíclico que nos permite volver una y otra vez sobre nuestros pasos.

Tiempo de cura. Como lobo herido que en la madriguera lame sus llagas, busco refugio hasta sanar las heridas. Quedan cicatrices, deben estarlo, ya que nos muestran que hemos vivido.

Con fuerza de Sankalpa repetir ámate tanto como puedas. Volver a la matriz y reparar los daños. Reparar, sanar y andar de nuevo.

Oruga, crisálida y por fin mariposa, gozar sin pedir permiso.

En un tiempo me perdí en sus ojos color café y de su mano salimos a pelearle al mundo entero. Tejimos sueños de colores y en cada trama quedaban amarrados los deseos. Seguí tejiendo sueños sin saber que la inocencia de la juventud no deja ver la realidad con todos sus matices.

Los sueños quedan empolvándose en un rincón del alma. El gris de lo cotidiano va tiñendo todo a su paso y como hormigas autómatas vamos construyendo el hormiguero entre laberintos inciertos, que una vez dentro, ignoramos como salir. Y la vida continúa.

Ya no me perdí en los mares del café de tus ojos, busqué en otras aguas y otros puertos donde arribar y sólo encontré turbulencias. Y volvimos a mirarnos y no pudimos hallarnos.

¿Dónde van los besos que no damos? ¿Dónde se pierden las caricias que no hacemos? ¿En dónde quedan los sueños que no cumplimos? ¿A dónde van las palabras de amor que no pronunciamos? ¿En dónde construimos lo que quedó por hacer? Nada es casual ni el destino, ni  el azar.

¿Será acá lo más lejos que se puede llegar? ¿Es el camino de vuelta o el punto de partida? Lo mejor se ha hecho o lo mejor está por comenzar, quién no se ha preguntado a diario ¿cómo seguir?

Qué protagonismo le hemos dado a lo fortuito sin mandato por seguir.

Hoy es la oportunidad de barajar nuevamente, descartar aquello que no nos llena, que no nos permite avanzar. Planear como arquitectos, sin laberintos con puertas y ventanas donde entre luz y aire.

Hoy despliego mis alas, elevo las anclas y aligero mis pasos. Sin rumbo fijo voy tras un nuevo sueño tengo mil motivos para seguir viva, busco el viento que pueda despeinarme, charcos de agua donde mojarme y música que llenen mis oídos.

Hoy me despido, no es un adiós. Te beso la frente y te digo hasta que volvamos a vernos.




CARLOS MARGIOTTA




La cacería (final) 
Negro Hernández

El lunes nos volvimos a encontrar, Armando tenía buen semblante después del malestar en el estómago. Hacía una semana que llovía en Buenos Aires y parecía que la tristeza caía sobre Barracas como la humedad que invadía las paredes del Tres Amigos.
- Mañana no vengo, dijo, tengo que hacerme la colonoscopía.
- Espero que salga todo bien, hoy la medicina ha avanzado mucho, dije sin convicción, pensando en la posibilidad de que Armando iba acentuando el síntoma en la medida que se acercaba el momento más trágico de su relato.
Nos acomodamos, le hicimos el pedido habitual a Joaquín y puse el grabador sobre la mesa.
“El otro día me emocioné mucho con el recuerdo de Dorita y hoy tengo miedo me ocurra lo mismo con lo que voy a relatar. Bueno estábamos en la fiesta de los hacendados que se realizaban en el hotel Marino cuando embarcaban las cosechas en el puerto de Quequen. Una vez terminada la cena muchos de los invitados se retiraban a sus hogares y otros ocupaban las habitaciones del hotel. Muchos hombres de cierta edad y otros jóvenes que participaban por primera vez del ágape pasaban a un salón contiguo al comedor y ocupaban sus grandes sillones donde se les servía bebidas fuertes. Pasado un buen rato hacían entrar al recinto a varias mujeres jóvenes ataviadas con vestidos ligaros y transparentes para dar lugar a una enorme orgía que duraba hasta altas horas de la noche. Más de una vez me ordenaron entrar al gran salón para servir las bebidas. Recuerdo la belleza de aquellos cuerpos desnudos practicando el sexo con total desenfado. La mayoría de las mujeres eran extranjeras que venían engañadas de sus países de origen traídas en los barcos para ser explotadas en el negocio de la trata de blancas.”
La voz de Armando emperezó a entrecortarse y los ojos le brillaron por el llanto contenido. Corrí mi silla, me senté junto a él y le puse la mano en el hombro. No quería que lo vieran en ese estado emocional y de pronto soltó las lágrimas como un niño desconsolado. Apagué el grabador  y lo acompañe un largo rato en silencio.
- Quiere seguir Armando… dije con la voz apretada
- Si, Hernández, por favor déjeme que le cuente todo.
“Para mí que era un pobre inmigrante ver a esas mujeres trabajar con su cuerpo para ganarse unos pesos era degradante. Imaginada a mi madre y a mis hermanas es la misma situación y me llenaba de bronca y tristeza. Pensé en contarle a mi tío pero me callé suponiendo que sabía lo que ocurría.”
Armando hizo una pausa, su pecho estaba agitado y yo tenía miedo que le ocurriera algo. Entonces traté de desviar su atención.
– Cuénteme sobre Graciela, su mujer, pregunte.
- Ella es mucho mas joven que yo. Cuando enviudé me viene a Buenos Aires y compré una casita cerca de aquí. Mi hija mayor me ayudó en la crianza de los más chicos. Yo fui a trabajar a las oficinas centrales de la empresa de padre de Dorita. Graciela es una buena mujer y una gran compañera. Lamentablemente no tuvimos hijos pero a cambio adoptó los míos como suyos.
En medio de la conversación se acercó Sandoval a la mesa para invitarme a la reunión de la Liga de Librepensadores Latinoamericanos. “Es el viernes a las 20”, dijo y se fue rápi-damente.
- Sigamos, dijo Armando.
“Recuerde que lo que le estoy contando no se lo conté a nadie. Usted pensará que son cosas de viejo, que hoy en día una orgía no le escandaliza a nadie, que las parejas modernas se filman cojiendo y suben las imágenes a Internet… y todas esa cosas que la televisión se encarga de difundir para ganar rating. Pero lo que le voy a contar no cabe en la cabeza de ningún humano del este siglo.”
El cielo se oscureció de repente y la lluvia engordó sus gotas contra el vidrio de la ventana. Miré en el celular la hora y me acordé que ese día tenía que entrar antes al laburo. Me dio vergüenza decirle a Armando que tenía que partir.
- Vaya amigo no hay problema usted no sabe como le agradezco lo que está haciendo. Acuérdese que nos vemos el miércoles.
Le dí un apretón de manos, me puse el impermeable y salí junto a la pared del Tres Amigos buscando un taxi que me salvara del agua.
El martes aproveche para llamar a mis contactos en Necochea, entre ellos a mi amigo Emiliano Grosso, periodista de Ecos Diarios. Si darle ningún detalle le pregunte si sabía algo de las reuniones que todos los años celebraban los hacendados en el hotel Marino. “Hace muchos años que no se realizan mas. La memoria social cuenta que eran famosas por derroche de vanidades y desmesura de los gastos que representaba ante tanta po-breza. Tengo entendido que ahora se trasladaron a Bahía Blanca.” Dijo. Más tarde llamé a una amiga de Marta, jefa del servicio de ginecología del Hospital de la ciudad. Le pregunté sobre los prostíbulos del puerto. “…ahora son casi todas dominicanas y tienen muy buena fama… vos sabés que donde hay trata hay algún juez y un comisario en el medio. ¿Por qué me preguntas Negro?”.
- Estoy haciendo una averiguación para un amigo, contesté.
Estuve a punto de hablar con Jorge, mi amgo de la infancia, cuando me di cuenta que debía escuchar el final del relato, sospechaba que todavía había algo más escandaloso para contarme. Los personajes que mencionaba Armando deberían estar todos muertos y no habría testigos de los hechos. Aunque si viajara a Necochea para visitar el Hogar de Ancianos Raimondi, edificado junto a la playa podría encontrar algún sobreviviente de esa época. Y continué  con mi trabajo.
La mañana de miércoles estaba muy fría y cuando entré al café Armando me esperaba con una pastaflora como la que hacia mi madre.
- Se la manda Graciela.
- Gracias. ¿Cómo le fue con el análisis?
- Bien, ahora debo esperar el resultado.
Yo repetí el ritual y pedí café con leche para saborear la torta.
“Bueno creo que hoy termino con el relato. Resulta que después de la orgía los participan-tes descansaban un rato o se dormían sobre los amplios sillones hasta el amanecer. Una vez repuestos el hotel les ofrecía un buen desayuno como el que estamos disfrutando y se procedía  a la elección de la reina de la fiesta. Sí, así como lo escucha. Las chicas desfilaban desnudas por el salón y los hombres anotaban en un papel los nombres de las elegidas. Una vez terminada la ceremonia las chicas se iban del lugar a una habitación contigua, los hombres se vestían para salir y la reina se quedaba con ellos. Afuera los coches, sulkys y otros vehículos se preparaban para recorrer un largo trecho”.
Armando se calló un rato acongojado. Lo miré a los ojos que empezaron a llorar y continuó hablando en forma entrecortada.
- ¿Seguimos?
- Sí, pero lo que voy a contarle lo escuché decir de uno unos de los protagonistas. 
“La caravana se dirigía a uno de los campos más cercanos y una vez allí le proponían a la reina una interesante suma de dinero si salía con vida de la cacería donde ella era la presa. Te damos una hora de ventaja, después salimos a cazarte con los rifles, era el acuerdo. Algunas sobrevivían, otras terminaban arrojadas al mar”
Ahora lo puedo contar como me pidió Armando Ferroni hace tres años. Fuimos al velatorio con el Gordo y Sandoval. Conocí a sus hijos, sus nietos y a Graciela. Había muchos compañeros del café incluyendo al Gallego. Todavía nadie sabe nada.
Lo llame a Jorge para avisarle, reservé una habitación en el Marino y este fin de semana voy para allá para encontrarme con mi infancia y esos ojos grandes de mi madre que amaré siempre.