sábado, 18 de abril de 2015

Carlos Margiotta



                              El país del otoño   
                                                Carlos Margiotta

Mi pueblo se vestía de escuela, en los abriles tímidos de humedad y amarillo. Un silencio de hojas secas rueda por el patio de suaves baldosas. Contemplo a la bandera izarse por el mástil, lentamente, cantando "Aurora", entre el gorro de lana y el sacón del uniforme. Es tan gris la soledad del piano. Suena como una sombra en las manos apagadas de la maestra de música. Los leños del eucalipto arden tiernos calentando el chocolate mañanero que me abrigará la panza. Detrás del médano, una brisa trae un poema del mar, como un eco de llovizna. Los pasos hacia el aula de cedro gambetean las malvas del camino, y en la fila la señorita Esther, nos nombra uno a uno con su voz oscurecida. En el pupitre, sueño con ser grande, con la sopa de mamá, y el regreso de mi padre, que me viene a buscar desde la neblina, silbando un tango de aserrín. Después, la campana, el recreo, la campana, el aula, el pupitre, la campana, el camino de malvas, y las tres cuadras sin matices hacia la casita de la infancia, pintada de ocre y garúa, atardeciendo en el tiempo, como un recuerdo.
 
Otoño, estación del año, ocaso, abril, atardecer, declinación, madurez, sabiduría, nietos, algo que empieza a terminar. La literatura ha significado muchas veces al otoño como el período de la vida humana hacia la vejez. Contrariamente, el otoño nos muestra una extraordinaria belleza en sus colores, aromas, paisajes, y la tibieza temprana de la puesta del sol. Los que disfrutan la edad del otoño saben también, que otoñar es sazonarse como la tierra, que poseen abundancia de pastos, que es el tiempo de la plenitud, donde se puede discriminar lo principal de lo secundario. El otoño es como un segundo brote, el más maravilloso.   
En otoño, mi madre preparaba las conservas que tanto nos gustaban, con la vana ilusión de que sobrevivirían todo el invierno. Recuerdo verla llegar de la feria, que se armaba los martes y jueves sobre el empedrado de una de las calles del barrio, cargada con las bolsas repletas berenjenas, morrones, tomates, peras y la últimas frutas de estación. Después, en la pequeña cocina de la casa, donde todas las habitaciones daban al patio, le dedicaría toda la jornada a elaborar sus famosos manjares. Doña, ya que hace para usted, me hace un frasquito para mí, escuchaba decirle a Alicia, la vecina de al lado. El dulce de tomate era mi preferido, su sabor todavía perdura en mis sentidos y aunque lo busco en algún envase del supermercado, como se busca la infancia, sé que nunca más lo volveré a encontrar. Perdura como perduran las cosas buenas, contra el olvido.
La esperanza, es una puta vestida de verde, decía Cortázar, y nunca es vana, decía Borges. A menudo confundimos la ilusión con la esperanza. La ilusión es una apreciación equivocada de la realidad mediante la cual la investimos con nuestros propios deseos, y nos sirve para evitar el sufrimiento y soportarla. La esperanza, en cambio, surge de la oscuridad o de la desesperación, como el Ave Fénix, la esperanza, renace de las cenizas dejadas por los sueños quemados y carbonizados de los hombres. La primera es pasiva y nos engaña, la segunda es activa y con ella resucitamos. En este año habrá elecciones, no seamos ilusos pero conservemos la esperanza.
Lejos de la aldea, la ceremonia. Los hombres están sentados alrededor del fuego. Esta noche uno de ellos tendrá que partir hacia el país del otoño. Esta noche otro hombre ocupará su lugar. Desde las ramas de los árboles las aves nocturnas contemplan la despedida. El hombre que cruzará la frontera se pinta la cara con polvo de luciérnagas, es el rito. Los trazos rasgan su piel encendiéndola con numerosos colores que estallan en la oscuridad como un relámpago. Al país del otoño van aquellos que han aprendido a escuchar hasta el mínimo rugir de la naturaleza.
 La voz fue antes de la palabra. Los hombres se ponen de pie y danzan en círculo. En el centro solamente el alma. "No des nunca una lanza a un hombre que no sepa bailar", cantan. Al país del otoño van únicamente los  que han aprendido a mirar hasta el más íntimo gesto de piedad. El hombre que va a partir rompe el círculo y monta su caballo. Cuando cruza la frontera el grito de las fieras lo saludan y los árboles se inclinan, como si el viento huyera. Otro hombre se acerca a la hoguera, y ocupa su lugar. En el país del otoño hay mucho por hacer.
Otoño electoral, las Paso, otra vez el ejercicio ciudadano de elegir a nuestros representantes y ante la infinidad de mensajes, por parte de los medios, incluyendo la palabra cambio en relación al próximo comicio, conviene recordar que tanto en la naturaleza como en la cultura, y en los procesos sociales como en el  sujeto, lo único que permanece es el cambio. De esto da cuenta la historia, aunque la duración de una vida no sea suficiente para apreciar determinadas transformaciones. Sin embargo el ser humano tiende a buscar siempre lo estable, porque cualquier movimiento a su alrededor, o dentro suyo le produce angustia.
Por un lado, se siente amenazado por la aparición de algo nuevo y desconocido; por otro teme la pérdida de lo viejo y por lo tanto conocido, de allí la necesidad de controlarlo todo. Pero, más allá de nuestros deseos, todo cambia, y lo que no cambia se muere, como los dinosaurios y algunos de nuestros políticos.
Es frecuente que las pascuas coincidan con el comienzo del otoño,  y siguiendo con el razonamiento anterior acerca de cambio y las Paso este hay  año hay otra coincidencia. La palabra Pascua (pascae en latìn, pèsaj en hebreo) significa PASO. Por eso en estas Pascuas deseo de todo corazón que nos animemos y demos ese PASO. El que nos haga pasar: De la Resignación a la Acción; De la indiferencia a la solidaridad; De la queja a la búsqueda de soluciones; De la desconfianza al abrazo sincero; Del miedo al coraje de volver a apostar todo por amor; De recoger sin vergüenza los trozos de sueños rotos y volver a empezar; De la autosuficiencia al compartir el fracaso y los éxitos; De hacer las paces con nuestro pasado para que no arruine nuestro presente, y de saber que de nada sirve ser luz, sino podemos iluminar el camino de alguien.

Marco Rodrigo Ramos



                           Castillos de arena  
                                          Marco Rodrigo Ramos

Todo ocurrió en diciembre del 99 en Valeria del mar. Era miércoles. Estaba solo en la playa dedicándome a mi hobby favorito, construir castillos de arena. Los expertos como yo sabemos que es necesario hacer un pozo de treinta centímetros y usar esa arena que está mezclada con agua salada, al ser blanda permite que uno le de la forma que quiera y en menos de un minuto se endurece. Mis amigos siempre me criticaron este hábito, decían que teniendo tanto talento debería usar otro tipo de materiales. Algo de razón tenían pues el destino inevitable de mis obras de arte era el ser destruidas en un día por el agua y el viento.
 Fue en uno de esos pozos que reconocí al tacto algo duro enterrado, horrorizado descubrí que se trataba de una mano. Miré mejor y noté que se movía, comencé a escarbar desesperado. Al ver todo el brazo comprendí que el cuerpo estaba en posición horizontal. Quité la arena buscando la cabeza, era una muchacha delgada. Luego de liberar todo el cuerpo la moví un poco, entonces abrió los ojos por un momento y los volvió a cerrar.
 La llevé a mi casa que estaba del otro lado de los médanos, no había nadie alrededor. Alta y de cuerpo bien femenino no pesaba demasiado. Desnuda, cada milímetro de su piel se hallaba cubierto de arena. Cuando llegamos la recosté en el sillón y llené la bañadera. Al primer contacto con el agua se movió un poco pero no despertó. La sumergí toda menos la cabeza y comencé a pasarle jabón para despegar la arena. La más difícil de sacar fue la del pelo. Tenía un anillo con una piedra roja. Cuando la levanté me di cuenta que había dejado una gruesa capa de arena en el fondo de la bañadera. La noté más delgada, parecía que con la arena se había ido parte de su cuerpo.
 Luego de secarla la recosté en la cama y le puse una remera. Dejé una bandeja con jugo y tostadas en la mesa de luz. Me acosté en el sofá y me dormí. Al  despertar la vi sentada comiendo. Tenía sus ojos celestes bien abiertos. Fui a su lado me miró sin asustarse.
 -Usted me salvó.
 -Te encontré en la playa. Soy Rodrigo. ¿Vos cómo te llamás?
 -No sé.
 -¿Cómo que no sabés?
 -No me acuerdo. Tampoco sé de dónde vengo y porqué estaba allí. Sólo tengo la imagen de la oscuridad total y la sensación de no poder moverme, le juro que pensé que estaba muerta. Después apareció la luz y su cara. Aunque no lo conozco algo en sus ojos me dijo que usted era bueno y me protegería. Por lo visto no me equivoqué.
 -Prestame tu anillo
 -¿Para qué?
 -Ves acá, en la parte de atrás hay escrito un nombre, probablemente el tuyo. Mónica.
 -Bueno, dígame así. ¿Sabe qué pasa? Me asusta pensar que no voy a volver a recordar mi pasado. Una siente que no tiene familia, casa, nada...
 Se puso a llorar en mi hombro. Sentí lastima por ella y le acaricié el pelo.
 -Tranquila.  Lo que te pasó es muy fuerte y por eso estás así. Con el tiempo y a medida que te tranquilices vas a recordar de todo. Mientras tanto vas a quedarte conmigo ¿Te parece bien?
 -¿Le puedo pedir un favor?
 -Lo que quieras.
 -Tengo hambre.
 -Ahora te traigo algo.
 -Rodrigo.
 -¿Qué?
 Me tomó de la mano y me dio un beso en la mejilla apenas tocándome el borde del labio. La solté y fui a la cocina a prepararle algo. Cuando regresé se había vuelto a dormir. Anochecía y cerré todas las ventanas, luego de comer me recosté en la cama de mi hija. Alrededor de la medianoche un grito me sobresaltó. Era ella que corriendo entró en el cuarto y temblando me abrazó.
 -¿Qué pasa?
 -¡Tengo miedo!
 Llovía fuerte. Comprendí su temor y le hice un lugar en la cama. Abrazada a mí sentía los latidos de su corazón que se iba desacelerando. Se durmió enseguida. Me sentía feliz protegiendo su cuerpo tan de mujer y su alma tan de niña.
 A la mañana siguiente el frío me despertó. La ventana estaba abierta. El viento y el agua entraban a la par, por lo mojados que estaban los muebles y el piso deduje que desde hacía tiempo. Mónica no estaba. La llamé, busqué por toda la casa, salí a la calle, pregunté a quien se me cruzara por ella pero nadie la había visto.
 Después de una semana encontré su anillo. Al tiempo volví a realizar mis caminatas por la playa. Hice un pozo y me dediqué de vuelta a mi pasión, creo que fue el castillo más lindo que construí en la vida. En una de sus torres coloqué el anillo. Visto desde lejos parecía una simple montaña de arena. Ese día odié con toda mi alma al agua y al viento porque sabía que mañana, con ellos, se habría ido mi castillo.

Fernanda López


                     ContraTiempo Fernanda López  


Que pase el tiempo, que no se detenga, que corra, que se vuelva arena y se nos escurra de entre los dedos. Que vuele el tiempo, ligero, tan ligero que despeine con sólo rozarnos. Que acelere las agujas del reloj, que no vaya en cámara lenta, que no nos clave el freno de mano. Que no hiera, el tiempo, que no duela, que no deje marcas, que borre cicatrices. Que no nos moleste, que no sea tan cargoso, que no nos impaciente su presencia, que no nos desespere su falta.

Que sea finito el tiempo, que corra peligro de extinción, que se agote, que al amanecer ya no suenen despertadores. Que se termine el tiempo, que se evapore, que seamos testigos de su ocaso. Que no nos controle, que no nos mida la vida, que no se nos convierta en excusa, que no se acomode en la punta de la lengua cuando busquemos culpables.     

Que no exista el tiempo, que hoy sea mañana, o que hoy ya no sea. Que lo que haya que saber se revele ya, en este instante, ahora... o nunca. Que no haya tiempo. O que si hay tiempo ya no nos corra, que no nos persiga, que no nos hostigue, ¡que nos deje en paz! Que el tiempo sea un soplido fuerte que arranque las hojas del calendario, que degüelle los días, que no detenga las horas, que sea otoño, o casi invierno, que cuando abramos los ojos ya sea primavera.

Que no nos presione, el tiempo, que nos deje ser libres, que nos deje solos, que se marche silbando bajito. O que no silbe, que sólo se vaya, que se haga viento, tempestad, rocío o calma. Que vuele el tiempo, que acelere el ritmo, que pierda el derecho de marcarnos el paso. Que desaparezca, que nos deje, que nos abandone y se lleve su rutina. Que se suicide, el tiempo, que termine su vida acompasada, que se despida, o mejor no, que no diga adiós y se vaya. Que se muera lento, que se muera rápido, que se muera pronto así no nos mata.


Mercedes Sáenz



Mula por caballo  
Mercedes Sáenz
Primer premio del I Certamen de Salamanca "UNA NAVIDAD DIFERENTE" 
 
Querido Santo Dios:
En mi tierra a usted le decían el Tata, pero me enseñaron a escribir con respeto.
Yo sé que sabe todas las cosas que me enseñaron. Pero empecé a escribirles a los reyes magos que sólo tenían que venir una vez al año y no me entendían la letra, nunca dejaban nada de lo que yo pedía, hasta que dejé de creer en ellos.
Le dejo esta carta cómo todas las navidades, cambiando un poco a veces las líneas anteriores, porque el seis de enero la rompo para empezar si usted lo dispone, otra vez la vida de vuelta.
Yo sé que usted anda por tantas partes con tanto por hacer especialmente por estos pagos, que creo que si le escribo también es una manera de que se acuerde, que se le haga más fácil.
Eran tiempos en que los colores de las montañas aún no se habían bajado de mis ojos, muy al sur desde dónde usted mira el mundo. Era nómade en ese entonces. Supe de tener familia pero la tierra brava suele llevarse hasta eso. Y ha quedado arropada cómo pude con una cruz hecha de piedra. La piedra que usted hizo, no suele moverse salvo que el golpazo venga desde muy abajo y todo tiemble, y a eso hasta ellas suelen hacerle caso… sólo a usted le tienen miedo.
Es cuando solo uno se siente bastardo como si no lo hubiera parido esta tierra, espacio es lo que me sobra para escapar, pero ya debe de saber usted que no es mi deseo
-¿Se acuerda de mi rancho Santo Dios? Es sólo un cuadrado pero con la modernidad de que el baño hace ya dos años que lo hice adentro.
El piso es de tierra, pero no es por no haber querido ponerle piedras. Cuando ya estiro las piernas porque empieza a endurecerse mi espalda (no ensucio las alpargatas), es la forma que tengo en estos fríos de poder estar descalzo.
Voy a pedirle lo mismo que todos los años, que los álamos no se caigan, que no se me nublen los ojos cuando esquilo las ovejas, que no me enoje tanto cuando el viento me envuelve como si fuera a llevarme para los cielos suyos, porque creo que todavía tengo mi cielo acá mientras pueda mirarlo.
Que la próxima vez que vaya hasta el pueblo estén los que estaban y si usted puede que a ninguno le falte nadie.
Hoy hice todo temprano antes de empezar a escribirle esta carta. ¿me vio cortando la leña mucho antes del sol? Traje el agua para el baño y preparé la comida.
Elegí quedarme en un rancho al borde de un río color pupila, toma de los ojos todos los colores que conozco, y así cerquita del suelo puedo verlo, amable y caprichoso pero no suele irse de donde lo pusieron.
Sé que está soplando el viento, pasa por debajo de la línea de mi puerta. Mueve apenas la tierra del piso.
La camisa blanca no envejece porque suele tener siempre alguna prenda encima Las alpargatas recién lavaditas, como todos los años para su fiesta Los pantalones que son mi lujo, renegridos de un principio si van goteando tiempo. Sabía vestirme en la época de los ingleses pero ahora alrededor del cuello uso algo más tibio, que lo sienta más tibio.
Cuando estudiaba en mis épocas de ayudante en los ferrocarriles, aprendía poco, no pasé ni el yes, que se los decía con la cabeza, para arriba o para los costados.
Ya pasé por muchos años y nunca me amigó la política, ni las componendas y más de una vez me han hecho pasar por zonzo, decían que ni amigos tenía, pero yo sabia que usted estaba.
Acepté siempre lo que me dio como lo da un amigo y lo que no me ha venido sabrá usted de sabio nomás.
La cacerola de hierro pesado está quieta sobre un enrejado, tapada como si guardara secretos... si otras manos la hubieran llenado.
Solía tirar arriba del fuego alguna que otra cosa de carne pero mi perro hasta sabe llevarse el pescado. Nunca pude pegarle porque es en lo único que no obedece
Me han quedado pocas cosas de mis otras vidas, de las que alguna vez me hicieron estudiar casi a los golpes. Pero el catecismo me lo enseñaba mi vieja en unos libros chiquitos de colores y dibujos, más dibujos que letras y ella decía siempre que cada navidad uno nacía de nuevo para volverse más bueno.
Ya se hace la nochecita.
Me voy a ir a buscarlos, al chiflido nomás me siguen a paso corto. La más difícil de entrar es la mula que siempre desconfía al pasar por mi puerta y algún par de pataditas tira, casi de saludo nomás porque no le pega ni al barro de las paredes. La vaca y la oveja son dos niñas parecidas a las que alguna vez vi. en alguna estación de tren, caminan pegaditas ignorando sus ancas cómo las niñas que tapan sus caderas con vestidos de telas generosas.
 Mucho tiempo me llevó acostumbrarlas para no pasar la noche de Navidad solo. Yo le escribo Santo Dios porque acá no puedo armar un árbol.
A cuarenta leguas tengo el pueblo más cercano y el carro cuándo me lleva si usted viera la cara al caballo… Después parece que no me mirara por dos días .
En estos tiempos más se enoja porque hago entrar a los otros animales dentro del rancho pero en su pesebre me dijeron que no había caballos.
La mula anda media vieja ya, quería preguntarle si en caso de que el año que viene me faltara, usted me daría permiso para que entre el caballo. Lo empiezo a acostumbrar cuando haga frío y en caso de necesitarlo... Digo, es lo más parecido, la mula no voy a poder truquearla por otra, pero un caballo tal vez sí.
Paso la noche en la silla, con guitarra y un vino muy largo, hace luces contra las brasas y es lo que quedo mirando cuando los animales ya se ubicaron quietos.
Eso de acostarme en la cama sería una irreverencia al pesebre de cuando usted era niño. Velas se suele tener en estos lugares y ya las dispongo cerquita de la virgen mía. Me perdonará seguro si se acaban antes de las luces que por horas me dibuja el vino. Eso me hamaca en recuerdos, les hablo un poco bajito a los pobres animales cuando ya les saturó el canto.
Ya se hace la nochecita, voy a buscar los bichos y le termino la carta.
En realidad que le voy a andar con vueltas mi querido Santo Dios. Usted ya sabe que la mula más temprano la he visto tiesa y que con su permiso voy a demorarme un poquito porque voy a tratar de hacer entrar al caballo.
Se hace la nochecita pero le juro, que todo parece más oscuro.

Liliana La Greca



                             Confesiones  
                                           Liliana La Greca

Una y otra vez me descubro dispuesta a perdonarte. Repaso en mi mente con callada certidumbre cada ausencia, cada llegada postergada, cada gesto omitido.
Arrimo mi alma a tu mirada perdida, dibujando quien sabe qué secreto y descubro sin piedad que allí no están mis momentos plenos, ni tu sonrisa cierta, ni mis mañanas, ni siquiera el camino.
Cómo seguir entonces.
Cómo volver a creer en un te quiero olvidado en ese pedacito de historia.
Te espero.
Amanece, y mis ojos cansados de tanto desencuentro busca el consuelo del sueño para no estallar otra vez.
Cuando la palabra se espesa hasta diluirse y la magia del creerte un sin sentido, apuesto al milagro una vez más y desespero.
Respiro, me digo, y suspiro el cansancio del resultado recurrente y testarudo que desmorona cada por qué.
Amanece. Un rayito de sol apenas perceptible se filtra por la ventana y llega justo hasta mí como un dardo agudo que regenera mi alma blindada por tanto olvido.
Imágenes aladas se concentran en forma de recuerdos y me empujan hacia arriba desde el vacío. Y me escucho susurrar un “te perdono”.
Extraña sensación de ensueño.
Y un nuevo envión desmenuza los motivos del fracaso y teje esperanzas con hilos de sueño, para poder simplemente vivir en ti.
                

Marta L. Pimentel Álvarez



El viento  
Marta L. Pimentel Álvarez

Tiene una novia el viento, lo he visto con la muchacha,
De pique por las esquinas, de besos por las mañanas.
Enlazado contra el lapacho, a guiños con las iguanas,
de costa a costa escondido en los brazos de la dama.
Como un señor soplando despacio para no espantarla.
 deja caer la flor del jacarandá cuando pasa.
Susurra espinillos amarillos cuando ama, y
de vergonzoso nomás, se vuelve verde esmeralda.

Una vez, la vi corriendo, como quien del fantasma dispara,
era, él mismo, siguiendo su sombra entre las ramas.
Al amanecer aquel día, lo vieron llorar al alba.
Le pregunte, si tenía dolor, o tristes nostalgia,
Si podía consultar a las nubes, a las barrancas,
A los arroyos jilgueros, a las yatay, a las garzas.

No, dijo ensimismado - estoy solo, eso me arranca lágrimas,
ya las coplas me han vencido, soy pluma de ave que pasa.
Voy a donde nadie sepa que corro viejas del agua -

Lo dice, el sol, que pregunta - ¿dónde está el viento que pasa? -
Escondido en un copla, en el fondo de una guitarra.
Lejos de la muchedumbre, y cerca de las barrancas.
Soplando sobre el hornero, su casa de barro y paja.
O quizás haciéndose el loco, quitando de encrucijadas
al mandubé del pico, el anzuelo, pura lanza, pura lanza.
 De un tirón a esta costa, de un tirón a esa lata,
de tarro en tarro la loma. Y liberando escamas,
de aquella cría de sábalo a la orilla de la playa.

Al viento lo vi, callado, cabeza baja. Encorvado
mirar por debajo del agua. Pensé se habrá perdido,
Ya anda con la nostalgia, comió mal un gorrión,
lo empacho la chicharra, se fue de bingo en la noche,
se le calentó el agua, y el mate de puro pico,
le quemó hasta la garganta.
 Están de juerga en la calle, y nadie lo invito que vaya,
Está algo sonso mi amigo, me dije, mientras guardaba
en mi cartera estrellas de tarde enteras de plata.
No dije nada, sólo lo vi, junto al borde de la calle
tropezando con el alma. 

 Un zorzal, lo señalaba:
- Allá va el viento, enfurecido lleva nubes mañaneras,
a reventarlas donde aguanten su nostalgia -
Es como un niño escapado en la siesta a la plaza -

Sopla el viento, y de un giro, el aire que sopla estalla,
caliente como el Caribe con brozas fina en la cara,
finge ser un extranjero con aire de nuez moscada.
Pero, entrerriano como el monte, de espinillo en la garganta,
canta y brilla como un grillo, entre los aires que danza,
campo adentro, cementerio de los pueblos y  muchachas.

Sé de él por que respondo, sé de él
por que me inclino ante su estampa
Sin máscaras ni palabras. Viento y agua.
 
Sabe Dios si sopla fuerte, sabe Dios si sopla en calma.
Del huracán de la noche, los pichones se levantan,
y con lagañas aún puesta preguntan que - ¿qué le pasa? -
Es el viento una fantasma que camina en las mirillas
y se filtra en las puertas, como mendigo o gitana,
adivina mis sentidos, y me busca, y me llama.

Como un león extendido, lo he visto entre las plantas,
felino desconocido maullando en las ventanas:

- La niña viene de lejos, la niña se va sin agua,
Se lleva en canto, el viento, su cabellera dorada,
Y ríe el viento a carcajadas,
Y ríe la niña pobre de la ribera y las palmas.
Enfrente están las islas: una pequeña y selvática
Otra de anchas cinturas y largas leguas de estancia,
 para caminar descalza con la fe subida al viento
en los ojos de esmeralda,
¿Se acordará del viento, la niña serena y casta?

Paraná, 26 de agosto -2010

Celia Elena Martínez




                    Rencor de toda una vida  
                                         Celia Elena Martínez

Estaba almorzando en el restaurante de siempre, junto a la ventana, pidió lo de siempre. Estaba por pagar bebiendo el café cuando, él se dio cuenta que ella lo miraba con intensidad. Comenzó a devolverle la mirada con una sonrisa, para invitarla a compartir un café.
No lo pensó dos veces en ir hacia la mesa de la mujer madura, pero bella.
Se levantó y en dos zancadas fue al ataque, sonriéndole con el descaro y desparpajo que siempre había tenido. La invitó a tomar algo con él.
Ella le clavó una mirada cruel y llena de desprecio.
-¿Nos conocemos? -inquirió él.
-¿No te acuerdas de mí? le respondió ella -Hace 30 años.
-No sé , hace  tantos años, que realmente, no, no te recuerdo.
-Recuerda…
-Me resultas familiar, pero no…
-¿Qué hacías hace treinta años, dónde vivías, dónde trabajabas?
-Bueno, vivía lejos de la ciudad.
-Tal vez en Bahía Blanca, Germán? preguntó Aurora. Yo jamás pude olvidar tu cara, tus gestos, la manera de mover tus manos.
-¿Entonces vivimos una relación amorosa, tal vez? 
-¿Tan efímeros son tus amores?
Germán con su rostro ya descompuesto, por la mirada insultante de Aurora, preguntó-¿Quién eres, como te llamas?
-Soy la madre de Germán de 30 años  que tiene tus manos, tus gestos, tu mirada, pero no, tu apellido. Me abandonaste cuando supiste que estaba embarazada y desapareciste de Bahía Blanca, sin una despedida después de hacer el amor por última vez.
Nunca volvieron a verse, nunca conoció a su hijo, ella no lo quiso, tampoco su hijo cuando supo del encuentro.




Pilar Romano



El otro regreso 
 Pilar Romano

 Es la hora de los pájaros en busca de refugio, de los colores yéndose despacio, tal vez a descansar con el sol. Debí buscar otro horario para regresar, no éste en el que todo parece irse. Y yo vuelvo, ni siquiera sé bien porqué vuelvo, pero quiero llegar. Y llegar prolija, íntegra, aunque sea para ver la vejez de los míos - o de los que alguna vez fueron los míos- para conocer a los hijos de mis hermanas, que seguramente son ahora el motivo de vivir para mi madre y mi abuela.
Voy acercándome después de más de diez años y me alcanza el olor de la vieja casa, que se mete en el hueco que se me ha formado en el estómago. Y tengo la impresión de que me muevo en reversa. El hombre que pasea por la vereda quizá me vio alguna vez, pero no me reconoce y yo tampoco lo recuerdo. No tengo una hoja de papel con cosas escritas por mamá para comprar en el almacén de Don Tito, ¿para qué entrar? el lugar, siempre la misma esquina, tan sólo me sirve para que recuerde que estoy próxima a llegar. Quizá aquí no hayan pasado tantos años como los que yo viví; pero a ningún calendario se le da por dormir.
-¡Ay, muerte, ya es hora de que me lleves! solía decir la abuela; a Dios, un dios que quizá sólo ella conocía, le hablaba bajito, pero a la muerte le alzaba la voz. Sin embargo, sigue aún viva, de seguro con las rodillas callosas de tanto hincarse a rezar. Poco a poco van saliendo de la desmemoria su figura encogida y las palabras que parecían brotarle de cualquier parte. ¿Por qué reza tanto, abuela? le preguntaba a veces. –Porque los rezos son como alimento para mí, contestaba. Tal vez sea esa dieta de invocaciones y plegarias lo que la sustenta por tanto tiempo, me digo.
Pero no es a ella a quien veo primero al llegar a la casa. Veo a mamá, sentada en un sillón hamaca, en la galería que bordea el frente. Llama a los otros; de los que nombra, tan sólo sé quiénes son Ofelia y Ana María, así se llaman mis hermanas ¿y Marta? pero no tengo idea de los dueños de los otros nombres que incluye el llamado. La abrazo, le beso la cabeza y las mejillas y noto que huele distinto, como si ya no oliera a mamá.
Me llega también el zumbar de los mosquitos.
Entro. Está la mesa tendida para la cena y reconozco las flores bordadas en el mantel. Han sacado el mantel de las flores bordadas. Tengo la sensación de que toda la casa cruje como pan tostado. Doy un beso breve al retrato de papá que sigue en la cómoda, tal vez más descolorido, mirando hacia la cocina; aún en la fotografía persiste su ansiedad por la hora de comer. Llegan mis dos hermanas, secándose las manos con el delantal. Nos abrazamos, qué suerte que volviste, qué bien están ustedes dos, estarás muy cansada, no tanto, dame la valija, quiero conocer a mis sobrinos -¿porqué no pregunto por Marta?- la abuela está bien, en el patio de atrás.
Me parece una nube vaporosa el pelo blanco que enmarca su cara huesuda; tiene el libro de rezos entre las manos, gastado, flecudo; mido la inutilidad de los anteojos pegados con cinta adhesiva que están en su regazo, no creo que pueda ya leer. Me mira sonríe, mostrando sin coquetería su boca desdentada, siempre entre el silencio y la palabra. Es la que ha estado esperándome con más ansiedad, la que vive mi regreso con más alegría, pienso. Y esto me hace sentir bien, porque su sabiduría siempre me provocó admiración, porque creo que es, en la casa, la que tiene la verdad ajada entre las manos. Con el abrazo que nos damos siento que he sido al fin aceptada en esa atmósfera cuyo dominio había perdido. La abuela sabe lo que significa mi regreso, estoy segura. Habrá rogado para que ocurra y empezará ahora a rezar dando gracias porque estoy otra vez aquí. No sé porqué la miro y me parece que el sillón y la abuela se desdibujan, como si retrocedieran.
-No hables de Marta delante de mamá o la abuela, me dice Ana María en voz muy baja.
Y en la cena me cuentan chismes que no me importan y les cuento verdades y mentiras de mi vida en la ciudad. Pero ahora estás aquí con tu familia, sin la familia pocas cosas importan, ojalá te quedes un buen tiempo, estás un poco más gordita y te queda bien, ¿querés otra porción? Pero casi no escucho; trato de oír –o de no oír- lo que dice la mirada de mamá. Su dolor, su desolación, sus reproches fueron siempre mudos. Tengo la sensación de que ha estado sufriendo desde su nacimiento, pero sus dolores son como el horizonte, que uno sabe que está, pero que solamente en días muy claros deja adivinar alguna forma remota. En este instante sé, sin embargo, que nos habla a la Marta ausente y a mí. ¡Cuánta ingratitud! creo que dice, ¡cuánta ingratitud! Y me pregunto si quienes no saben decir su dolor en voz alta saben perdonar.
Para alejarme de los ojos de mamá me concentro en mis recién estrenados sobrinos, tres varoncitos y dos nenas. Es el momento de las presentaciones, Kevin se llama el menor, hijo de Ofelia. “Kevin Toledo”…me suena casi dramático pero efectivo, ya que me resbalan los nombres de los otros.
Ana María y Ofelia están cada vez más parecidas a mamá, pienso. Y evito mirar mi imagen en el espejo del aparador porque temo tener que incluirme en la comparación. Pero no es la apariencia física la que motiva mi reflexión, es su manera de enfrentar la vida. Sé que tienen cientos de reclamos que jamás dirán, sé que nunca tuvieron otros novios que no fueran sus maridos, que han dejado tan atrás su soltería que ahora creen que nunca existió, las veo como a seres siempre grises que se fueron aplastando contra el piso por la fuerza de la palabra que más sonaba en la casa: “no”.
Marta fue totalmente distinta y yo estuve siempre en el medio. Por eso soy la favorita de la abuela, sé que lo soy y esta sensación de preferencia me fortalece especialmente en este momento de mi regreso. Del otro lado están el callado reproche de mamá y la mentira del modo en que les importo a mis hermanas.
Marta, en cambio, maldecía la vida cuando le negaba algo, reía a carcajadas cuando estaba alegre, iba a los bailes sin pedir permiso y si tenía ganas bailaba sola en la galería, a la vista de los vecinos. Chico Novarro era su favorito. Y hasta aprendió a nadar con una malla de dos piezas. Sé que todo esto perturbaba a la abuela, estaba fuera de lo que ella hubiera hecho en su tiempo. Era desaprobación y no ternura lo que le provocaba Marta. Yo sí admiraba a mi hermana díscola y hasta pretendí ser audaz como ella.
Todavía nos parecía escuchar el sonido de los terrones sobre el ataúd de papá cuando descubrimos que Marta planeaba dejar la casa. No lo negó. Se despidió con un breve abrazo de cada una de nosotras y se fue, sin comunicar su destino. Creo que mamá se sintió castigada por dentro por un latigazo más fuerte que su voluntad de aceptación. Cada una de nosotras imaginó una razón distinta para el abandono de Marta y no podemos saber si alguna acertó. Pero la vida siempre insiste y el naranjo del patio de atrás volvió a florecer.
Me parece que este momento se transforma en una sucesión de escenas que pasan sin sonido ni color y la imagen del retrato de papá se vuelve diminuta.
El toque de realidad viene de la puerta de calle que se abre; me suena casi escandalosa. Es el marido de una de mis hermanas, presumo; sin razón aparente se me ocurre que es el de Ana María. Y es el marido de Ana María, empleado de la oficina de correos, empeñado en hacer horas extras, me dicen, para intentar llegar con algunos pesos a fin de mes. Mi señora -¿mi señora?- me habla siempre de usted, imagino que bien, a veces bien a veces más o menos, sus razones tendrá, me alegra que mi hermana tenga un marido trabajador, paso al baño y enseguida vengo a la mesa…
En este punto me alegra el haberme ido -¿por qué tanta ingratitud? vuelvo a leer en los ojos de mamá- si bien mi intención no había sido dejar la casa y a sus cuatro mujeres, sino encontrarme en el pueblo vecino con el cantante que contrataron los Ojeda para animar la fiesta de sus bodas de plata, aunque yo tuve la sensación de que había venido a cantar para que me enamorara de él. Me voy con la hija de los Ojeda a la casa de una prima en La Cañada y vuelvo el lunes… El suegro del cantor también fue a La Cañada, no sé desde donde, y yo no volví a mi pueblo aquel lunes porque tenía que olvidar el desorientado charco dibujado por la sangre que brotó del cuerpo tendido junto a la cama. Nunca supe si el cantor murió, pero huí. La distancia es un aliado del olvido, pensé entonces. Nunca supe si las cuatro mujeres y el resto del pueblo supieron exactamente lo que ocurrió; en La Cañada no me conocían y la hija de los Ojeda no estuvo allí. Hubo cartas, parecía que aceptaban mis excusas y jamás preguntaron nada.
Sí, en este momento y por primera vez me alegra el haberme ido porque no me imagino viviendo días peligrosamente marchitos junto a una especie de maniquí que pega sellos de correo y me llama falsamente “mi señora”.
No tengo necesidad de adivinar, el que llega ahora es el marido de Ofelia, más bien obeso y tosco; tiene una verdulería a pocas cuadras de la casa, dijeron; me estrecha la mano, la estábamos esperando, había sido joven usted y más linda que sus hermanas, gracias, ¿no se enojan ustedes dos? siempre la nombran por aquí, espero se quede unos cuantos días… casi no lo escucho porque me he quedado mirando las uñas con los bordes verdinegros y una semilla de zapallo atascada en el chaleco de lana. Otra vez, menos mal que me fui.
Necesito mirar a la abuela, la veo con esa palidez casi luminosa que les llega a algunos ancianos. Parece concentrada en sus voces interiores, mientras sus manos temblorosas y nervudas tratan de cortar un trozo de carne. Ella también me mira y creo que sus pupilas opacas me dicen que ahora está tranquila.
Por la ventana vemos que comienzan a caer algunas gotas. Es lluvia de bendición, dice una de mis hermanas, pero debemos irnos antes de que se venga un aguacero fuerte. Hay un alboroto de sillas, platos, empujones de los chicos. Apaguen el aparato de la música, mañana nos vemos mamá, chau abuela, pónganse los abrigos, chau tía, chau Kevin.
Quedo sola frente a la sentencia de los ojos de mamá y mientras la ayudo a ordenar algunas cosas tengo deseos de contarle porqué no volví aquel lunes. Pero es de noche y llueve, todo parecerá más tremendo e incomprensible.
…tu habitación está lista, es la de siempre, después de la pieza de la abuela, estarás cansada, mejor vamos a dormir. Y no hablemos de Marta, me parece que dice su silencio.
El cuarto de mamá es el primero del pasillo; sigo sola y para que el hueco en mi estómago se llene de paz, me detengo junto a la puerta entreabierta a escuchar los rezos de la abuela. Pero enseguida decido seguir hacia la habitación en la que dormiré, sería una irrespetuosa invasión a la intimidad de la abuela, me miento. Porque no soportaré comprobar que ella reza, seguramente, por otro regreso.

María A. Escobar


Siesta  
                                                María A. Escobar


Acababa de aplastar con su zapatilla una araña grande y negra que huía hacia la puerta.  Con repugnancia vio que, del cuerpo inerte, brotaban miles de diminutas crías espantadas.  Tomó el aerosol y exterminó a las futuras bestias. Pero luego se sintió inquieto, casi aterrado, porque su madre afirmaba que siempre andaban en pareja. Y era creíble porque quién había engendrado esa espantosa cría? El macho debería de andar por algún oculto rincón, al acecho, buscando tomar venganza contra él, el verdugo.

Saltó de la cama en donde, minutos antes, se acomodara para hacer su breve siesta, luego de haberse atosigado con los ravioles que cocinara la vieja, como todos los domingos.  Sintió que el almuerzo se le subía a la garganta. No podía retomar la siesta,  La idea que esa repugnante bestia podía estar entre sus sábanas lo llenaba de horror. En algún lugar, oculta, invisibilizada, estaría al acecho para llevar a cabo su venganza.

Pese a que hacía un calor desusado, sintió un repentino escalofrío. Pero él, ex combatiente que había vivido horrores en la isla, no podía arredrarse por un horrible bicho que, solapadamente, se había introducido en su habitación.

Primero deshacería la cama y revisaría minuciosamente las sábanas, el colchón. y la almohada  La daría vuelta para ver los tirantes y el respaldo. Dejó todo convertido en un total desorden.

Luego movió la mesa de luz, abrió el pequeño cajoncito donde guardaba papeles y fotos, algunas vestido de combatiente,  El era un combatiente, ahora enfrentado a un enemigo oscuro e invisible. Se fijó en el pequeño estante que contenía algunos libros y revistas. Nada, no se dejaba ver, pero estaba,.El  sabía que estaba.

Al acecho para saltar sobre el cuando menos se lo esperaba.  Pese a que el cuarto estaba iluminado  comenzó a ver sombras que oscilaban  frente a sus ojos y que alcanzaban formas monstruosas, entonces tomó el aerosol más tóxico y lo empuñó como un arma. Ahora el volvía a ser

El combatiente que había sido hacía ya varios años. Apretó la válvula sin retirar el dedo.  El envase estaba lleno y de él salía una espesa niebla venenosa que flotaba en toda la pieza.  Soltó el aerosol cuando comenzó a sentir que las manos se hinchaban y la garganta no dejaba que el  aire llegara a sus pulmones para gritar, llamando a su madre.

Cayó al suelo entre revistas tiradas y sábanas que había arrojado al suelo. Se abrazó a ellas como un combatiente alcanzado por la metralla. Estaba en la isla. Moría en la isla, ese suelo helado. Sobre el cuerpo inerte cruzó una sombra negra que salió hacia la puerta, cerca del lugar en donde estaba el cuerpo aplastado de su compañera.


Marta Becker



Tan solo como ella  
Marta Becker

Corro para alcanzar el último subte de Leandro N. Alem a Avda.de los Incas. Estoy en la estación Florida y tranquilizo mi respiración porque todavía no ha llegado la formación. Mi oído, agudizado por miles de viajes, lo oye venir en el silencio de la estación, donde esperan unos pocos. Es la hora más dramática de los viajes, la peligrosa, la cansina, la de los últimos…

El subte. El reino de las miserias humanas, lo llamo. A esta hora no hay vendedores de todo -linternas, pañuelos de papel, cd para MP3, libritos, lapiceras-; los ciegos con acordeón y latitas que suenan con unas pocas monedas se fueron a dormir -sueño nocturno que compite con la oscuridad del día-; nenas que reparten estampitas ante la mirada libidinosa de algunos enfermos -y que por supuesto no deberían estar ahí, tendrían que vivir la inocencia de la niñez en otros ámbitos menos peligrosos-; no hay músicos -el que toca el saxo me trae dolorosos recuerdos y por suerte hace bastante que no coincidimos-… sólo se escucha el traqueteo de los viejos vagones sobre las vías que chillan cansadas.

Vagones sucios, llenos de propagandas, algunos pintados en una manifestación artística -los graffitis- que suena moderna pero que resulta sumamente incómoda, ya que impide en algunos casos ver las estaciones.

Observo a los pocos pasajeros, los rezagados de la jornada. Un muchacho dormido, casi desparramado en el asiento; una rubia desteñida con cara de cansada, que abraza la cartera con ambas manos; una joven con carpetas -seguro vuelve de estudiar- que habla por el celular y no da muestras de alegría, adivino o creo adivinar que se pelea con su interlocutor; un hombre mayor, bien vestido, que la observa con curiosidad; otro muchacho que lee el diario gratuito que se reparte a la mañana y que encontró olvidado en el asiento; finalmente, una muchacha bastante linda, con ojos hinchados señal de haber llorado, acurrucada en un rincón, cruzada de brazos como protegiéndose de todos y de nadie.

Se vuelve objeto de mi curiosidad. Quisiera preguntarle qué le pasa, qué es de su vida, por qué lloró, quién le hizo daño… me intereso por ella, la noto tan indefensa… tal vez sea la hora, la luz, el cansancio, no sé… pero todo se me confunde y me gustaría abrazarla, decirle que hay alguien que la puede ayudar, alguien que la quiere bien, alguien que estaría a su lado con gusto… alguien que está tan solo como ella…

En la estación Carlos Gardel suben cuatro muchachos que hacen barullo -es la fuerza y alegría de la juventud-, hablan a los gritos y con poca educación en su vocabulario, trato de abstraerme de ellos. Fijo nuevamente la mirada en la muchacha, que ahora cierra los ojos para alejarse de los jóvenes, aunque ella es también muy joven, pero a mi me da la sensación de que es una joven vieja, con un bagaje de vida que le pesa y no sabe cómo quitárselo de encima.

Tal vez sean todas suposiciones mías, la hora permite divagaciones que en otro momento no podría tener, pero dentro de mi cabeza ronda la certidumbre de su malestar con una convicción tal que se transforma en real.

Y tanto lo creo como cierto que cuando bajamos, en la estación De los Incas, tomo coraje y la sigo. Después de una cuadra me acerco y, con voz suave para no asustarla, le pregunto si puedo caminar a su lado. Con sorpresa, me responde que si.

Terminamos tomando un café, luego una cerveza, luego unas caricias… luego juntamos las dos soledades…  hay momentos en que esa soledad es tan grande que uno no mide las actitudes pero las justifica.

Quizás mañana coincidamos otra vez, quizás no la encuentre más, quizás… la duda queda en el aire pero lo vivido, aunque fugaz y rápido como el viaje en subte,  queda dentro mío.