miércoles, 20 de noviembre de 2019

Carlos Margiotta



LA CASA Carlos Margiotta

La imagen de Severo Pasionne colgaba en el centro de la pared del living de la casa. Era un gran retrato en blanco y negro encerrado en un marco ovalado de madera en posición vertical. El hombre estaba vestido de etiqueta con un saco oscuro y un chaleco cruzado príncipe de Gales. La foto, seguramente tomada en algún estudio de la época, lo mostraba hasta la cintura. Su rostro era como su nombre, y en los ojos podía verse cierto brillo de picardía que aludía al apellido. Cerca del ventanal que daba a la calle encontró otro cuadro ovalado pero dispuesto horizontalmente, con las imágenes de una bella mujer vestida con traje de novia junto a la figura de Severo. Después pasaron a ver los dormitorios de techos altos con grandes placares sobre una de las paredes. Entre ambos había un baño que incluía un calefón a gas y un pequeño ambiente donde desembocaban las habitaciones, era lugar ideal para poner un pequeño escritorio con la computadora, pensó. Uno de los dormitorios terminaba en un gran patio interno lleno de grandes macetas vacías que terminaba en un gran árbol junto a la medianera del lote contiguo.  -La familia luego de la muerte del doctor se fue del país rápidamente para radicarse en Italia. Nos dejó los papeles de la sucesión y un poder general para la abogada que se ocupará del tema. Nosotros todavía no tuvimos tiempo para la ingrata tarea de preparar la casa para su venta. Esperábamos hacerlo cuando apareciera algún comprador. Usted el primero que la visita -Dijo el agente inmobiliario. -Me interesa, no se molesten yo me ocuparé de todo, contestó  el hombre antes de dirigirse a la oficina del vendedor y dejar una seña. La casa estaba en esa orilla imprecisa que existe entre los barrios de Chacarita y Colegiales. Casas bajas, poco ruido, frondosos árboles, y la avenida populosa de colectivos y negocios comerciales a cuatro cuadras. Era lo que Rodrigo buscaba, un lugar tranquilo para instalar su vivienda y su estudio de arquitectura. Además lo atraía el desafío de reformar la propiedad para mostrar sus habilidades en el diseño y la decoración. Rodrigo era un hombre joven y solitario, dedicado a su profesión y amante música. Pocas semanas después volvió con las llaves del inmueble. Cuando entró reconoció ese viejo olor a humedad que le trajo recuerdos de la infancia. Su padre, oficial del ejército muerto en combate en la guerra de Malvinas, y de su bella madre a la que visitaba todas las semanas en el neuropsiquiátrico donde hacía años que estaba alojada.  Bajó la mochila de la espalda y saco unas bolsas de basura donde pondría las cosas abandonadas de los antiguos dueños. Cuando levantó la persiana del living vio salir a un pájaro negro del taparrollo (o era un murciélago), y abrió todas las ventanas de la casa pera ventilarla. Sacó el metro digital y empezó a tomar las medidas necesarias para hacer un plano de la propiedad. En la enorme cocina dibujó un esquema donde pensaba tirar una pared para integrarla al living, y en la puerta vidriada que daba al patio descubrió una escalera empotrada el la pared que podría ser un acceso a la azotea.  Rodrigo tomaba nota de cada detalle e imaginaba el ambicioso proyecto que le llevaría meses de trabajo. Se sentó en un cajón de fruta que estaba sobre la mesada y prendió un cigarrillo. El rompecabezas de azulejos que cubría las paredes de la cocina le hizo pensar el sacarlos y reemplazarlos por una buena pintura lavable. Tiró el pucho en la rejilla del piso de baldosas (habría que sacarlas) y se dedico a llenar las bolsas de residuos para dejarlas en el cordón de la vereda al final del día. Papeles, trapos, barajas españolas gastadas, vajillas rotas, alguna ropa vieja y recortes de diarios. En uno de los placares encontró un estetoscopio, unas pinzas de obstetra y le llamó la atención un atado de diarios Crónica que decidió guardarlos. También había un diploma de médico y una caja de zapatos repleto de fotos familiares en blanco y negro que miró rápidamente antes de dejarlo en el primer estante. Llevó las bolsas de basura y las dejó junto al árbol del pequeño jardín que daba  a la calle. Vio asomarse por la ventana a una vecina de enfrente  y regresó para tomar sus pertenencias imaginando las reformas a realizar.  Terminó de anotar los artículos que debería comprar para empezar la obra, se lavó las manos y la cara en la pileta del baño (hay que cambiar el calefón de lugar) y salió. Cuando estaba por subir al auto le preguntó a un transeúnte donde podría encontrar una cerrajería. -Aquí a la vuelta, le contestó. Levantó su mirada y sintió que lo estaban observando.  
En los días siguientes dispuso de la pieza que daba al patio para mudar sus cosas y vivir un tiempo mientras dos albañiles de confianza comenzaban a con los arreglos de las otras habitaciones.  Rodrigo dirigía los trabajos puntualmente, iba y venía comprando suministros para la refacción y ocupándose de la comida para los obreros. Por las noches iba a cenar en un boliche cercano y se acostaba tarde pensado en las tareas del día siguiente. A veces escuchaba música clásica de su equipo de audio que descasaba sobre una pila de libros en el piso. Otras, movido por su curiosidad, se dedicaba a mirar las viejas fotos que había guardado de los anteriores habitantes. Son tres generaciones, pensó al verlas por primera vez: el abuelo del cuadro, sus cuatro hijos y sus nietos que tenían la edad de sus padres y después aparecían algunas fotos en color de los bisnietos, supuso. En la medida que avanzaba la obra su interés por conocer la historia de los Passione y su familia crecía. Entonces se arrepintió de haber arrancado las fotos colgadas en la pared principal para quedarse sólo con los marcos ovalados. Una mañana uno de los albañiles lo llamó sorprendido para entregarle un paquete envuelto en una bolsa de plástico conteniendo un manojo de cartas que habían encontrado cuando estaban derribando la pared de la cocina. Rodrigo estuvo tentado de mirarlas de inmediato pero decidió guardarlas para más tarde.  Esa noche, inquieto, se fue a comer llevado algunas cartas y se las puso a leer lentamente mientras esperaba la cena. Eran cartas de amor escritas en tinta azul como el de una lapicera estilográfica, su lenguaje romántico estaba cargado de un alto erotismo. Las mismas no llevaban firmas y estaban encabezadas por las palabras “mi amor”. Sin embargo quedaba claro cuales habían sido escritas por un  hombre y cuales por una mujer. 
Al volver a la casa no hizo otra cosa que desplegar el resto de las mismas para seguir leyendo hasta la última carta, la del adiós. 
Esa noche lo ganó el insomnio, tenía miedo que volvieran los fantasmas de la infancia cuando escuchaba discutir a sus padres (ahora lo recordó) y volvió a sentir el llanto desconsolado de su madre en el dormitorio. 
 La obra avanzaba como estaba previsto y la primavera asomaba en los árboles del barrio. Dejó la pieza en la que vivía para que los obreros la arreglaran y se mudó habitación contigua cuya ventana daba a la calle. La pintura sería el final de obra pero antes tendría que revisar la azotea y solucionar el tema de las filtraciones. En un futuro, pensó, podría levantar un primer piso donde alojar a una familia.       Los domingos visitaba a su madre y le contaba las novedades sabiendo que ella vivía en otra realidad. Caminaban por el jardín del hogar, y almorzaba con ella. Un día, al despedirse su madre le dijo al oído: “Tené cuidado en esa casa”

CONTINUARA



Mercedes Sanz


                              Humo Mercedes Sanz

La prohibición de fumar festejaba instalada en casi todo lugar cerrado de Buenos Aires, no aquí, dónde el humo era el aliento de todas las bocas, era el silencio sin movimiento, la espesa caricia de todas las manos en las caras, la última palabra, callada y muerta, la que no discute, un espacio en el aire capaz de contener todos los mensajes sin dueños.
Yo los miraba detrás del mostrador, oculta por una máquina de cerveza tirada que tenía casi mi misma anatomía. Más de una vez no se daban cuenta de mi presencia, ni de mi escote más subido, ni de mi boca pintada, ni del amor al que alguna vez jugué con casi todos ellos, eso sí, de a unito.
Los veía medio girado el cuerpo y el codo sobre la madera, arrugada ya la camisa sucia con olores rancios, la boca seca y algunos músculos que solitos ya sabían donde descansarse.
Frascos de colores vagos en la curva del mostrador y una vela corta en un plato de barro. Ya no hay botellas después de las últimas embestidas, emboscadas 
Ya no se buscaba el estaño después de algunos golpes en la nuca de quiénes no volvieron a levantarse
No se daban vuelta, los triángulos de espejos detrás de la barra partían sus caras en callecitas poco iluminadas, partidas así cómo pequeñas cicatrices.
- ¿La dejaste? 
Los párpados bajos apretaron la mirada contra el suelo sabiendo que el piso a veces se nubla, a veces se mueve y es bueno pensar que no son los ojos los ariscos. 
- Tengo que sacar un papel antes de contarte, traté de anotarlo.
Metió la mano en el bolsillo y escuchó la candorosa amabilidad de las monedas, su salvoconducto en las tardes de rabiosas borracheras. Llevaba el cambio justo y en un confuso desorden de palabras le extendían un boleto hasta dónde alcanzara. Podía dormirse tranquilo sabiendo que lo despertarían cerca de su barrio.

- La dejé –continuó-, empezó a hablarme raro, cada vez que quería estar un rato con ella me salía con cosas como- levantó el papel a la luz de la vela y leyó: estudiarse para adentro, ver el interior de cada uno, tratar de hacer un proyecto para cambiar mi vida aunque no fuera con ella. Parecía la secretaría general de un sindicato que integraba yo solo. No es que no le entendía, las iglesias ésas que pasan por televisión a las mil de la madrugada de brasileros que no se les entiende ni una jota, dicen lo mismo. 
- ¿Y todo eso para qué?
- Dice que es para ser mejor, que lo único que conoce de nosotros es la forma de tomar hasta que nos sacan arrastrados de los brazos hasta el callejón. Que nunca vamos a ser nadie.
- ¿Por qué me hablas en plural si se supone que se trata de vos solo? 
- ¡No me vas a dejar solo en esta podrida! Si me dejas vas a tener que buscar palabras en el diccionario para entenderme. 
¿Qué les pasa a todas que hasta mi señora habla de plantar zapallos en un balde?
Hablaban de lo que decía mi boca, la mía, la de tantos besos sobre sus heridas, la de tantos murmullos en diminutivos para que pudieran entender los oídos que seguramente sangraban alcohol por dentro, mi boca, la mía, empezó a torcerse hacia un costado en dónde mi lengua moja mis labios antes de vociferar sin detenerse. Y no hablaron de mis brazos, no hablaron, ni de mi pecho, ni de mi cama. Y entonces, nada dijo mi boca.
En mi memoria el silencio se desbocó desesperadamente en olvido.
Tiré el libro que me enseñaba esas cosas en el mismo callejón de barro cerca del Riachuelo, muy pegado a la basura, dónde los hombres que no levanto quedan por mucho rato. 
Cualquiera desde la calle de la otra orilla, mirando salir el sol sobre el río menos oscuro, pueda ver tal vez como la luz de una vela me deforma la cara, hasta divinizar esta expresión un poco bestial, la de advertir este cementerio lento, esta tristeza dónde un cielo de humo baja pegajoso como un ojo feroz en la noche hasta rozar mis polleras otra vez mañana y otra vez después de mañana.

Richard Pelaez



                           
Daniel 
Richard Pelaez

La señora del abuelo, mandó a Danielito a buscar un caldo en cubitos, para la sopa, de la bodega…
-Pero si hace un rato traje unos
-No, que vayas
-Que si, estoy bien seguro
-Que me traigas de una vez lo
-Que te pedí!!
El niño se dirige meneando la cabeza, seguro que ya se los había alcanzado, cruza la puerta y de repente se encuentra…con su mamá…
…sus ojos se agrandan, llueven inocentes lagrimas, pega un salto a los brazos y explota un grito:
-¡¡¡¡¡mamáaaaaaaa!!!!!
Solo se veían cada dos o tres meses, ella debió irse lejos a trabajar y poder juntar dinero para que a él no le falte nada.
Pasaron unos días juntos y ese tiempo fue todo disfrute al máximo, la sonrisa bien amplia de ese gurí (niño) y los ojitos teniendo el brillo de la ternura de madre ,que mas pedir, todo era felicidad.
Llegó el día en que la mamá debía volver a la capital y el niño la acompañó a la terminal de buses.
Un beso grandote en el cachete, un pórtate bien no hagas diabluras, un “no te olvides que te quiero mucho” y un “ya vamos a volver a estar juntos”, fueron las últimas palabras…
…se subió al bus y él desde abajo la buscó con la vista para tirarle besitos, la mamá pidió ventanilla para poder verlo mientras de a poco se iba marchando …y se fue…
…y Danielito quedó mirando como su mamá se perdía en el horizonte y no podía hacer nada, se sintió tan impotente …tan desnudo…triste y defraudado por Dios, tanto que rezó para estar con ella y otra vez se le va.
Se sentía solo, vulnerable, mientras comenzó el retorno, bajó la vista y no pudo contener el llanto , no le importaba que lo vieran …que lo sintieran…
…que lo vieran desgarrado con el corazoncito partido en dos.
Caminó rumbo a la casa, llorando… siempre llorando, los mocos se entreveraban con sus lagrimitas y las palmas de las manos empapadas ya no secaban sus ojos…
…se fue calmando de a poco y pensó:
-No es de hombres llorar, menos que lo vean entonces tomó un atajo y se acercó a una cantera cercana, se agachó y hundió sus manitas y refrescó su carita con el agua turbia para borrar los indicios de su dolor, esperó un poquito hasta que creyó conveniente volver..
-¿Dónde estabas? ¿Porqué demoraste tanto, te volviste a pelear en la calle?
-No
-¿Como que no, y esa mugre en la cara ?¿me crees tonta?
-¿Eh ,crees que soy una tonta ,verdad? ahora vas a ver…
La animal tomó un rebenque de cuero trenzado y comenzó a azotarlo y le pegaba por todas las partes del cuerpo, el niño cayó como vencido y se enroscó en si mismo haciéndose chiquito aguantando y ella seguía y seguía, golpe …golpe …y más golpe…
-Y sabes qué ,ahora mismo te vas a dormir, estás en penitencia y no llevas merienda por cinco días …
…no satisfecha aún, le cinchó los pelos para levantarlo y culminó su faena con una bofetada cruel sobre el rostro de aquél gurisito(niño)... la inocencia como pudo, todo destrozado, sin protestar…y sin llorar, …porqué los hombres no lloran… fue a cumplir lo ordenado y mientras recibía un puntapié en las nalgas se decía para sus adentros:
-Si soporté aquella despedida, soporto todo…
Danielito en aquella terminal se había convertido en Daniel.

Juan Pérez



                     
Las tres piedras 
Juan Pérez

Recuerdo que estaba caminando hacia la parada de un colectivo para llegar a mi casa, cuando, al doblar por una esquina, me encontré en la boca de una extraña cortada; donde todo, incluso el cielo y las personas, se veía en blanco y negro, como en una película antigua. Observé que a lo largo de la cortada se desarrollaba lo que parecía ser una feria de artesanos. Sentí entonces curiosidad y me dirigí hacia allí.
Mientras recorría los puestos
-veintidós en total-, uno de ellos me llamó la atención. Consistía en una pequeña mesa de tres patas que, sorprendentemente, parecía mantenerse en perfecto equilibrio. (No sé por qué, en aquel momento se me ocurrió pensar que la pata que le faltaba era yo). Sobre la mesa, dispuestas en hilera, había tres pequeñas piedras talladas en forma de reloj de arena. A diferencia de todo en aquel lugar, se veían en color: la central era azul y las otras dos eran rojas. El dueño del puesto era un hombre joven de rizados cabellos
rubios que llevaba un extravagante sombrero. Al notar mi interés por las piedras, señalándolas con la mirada, me dijo sonriendo:
-¿Son lindas, no?
-Sí- le contesté. Son muy llamativas, sobre todo en este lugar… -¿A qué clase pertenecen?
-A la que usted quiera- me respondió con tono despreocupado-. Por mi parte, las llamo Ayer, Hoy y Mañana. Aunque ellas se conocen entre sí por otros nombres.
Yo esperaba otro tipo de respuesta. Pero no tenía mucho tiempo, así que no insistí sobre la cuestión de la clasificación de las piedras, y me apresuré a conocer el precio que pedía por ellas.
-¿Cuánto cuestan?- le pregunté tratando de no parecer demasiado interesado.
- Tres pesos cada una- me respondió con voz amable pero sin mirarme a los ojos, ya que parecía tener su mirada perdida en el suelo.
-¿Cuánto me cobraría por las tres?- le dije con intenciones de regatear; aunque lo hice solamente por costumbre, ya que en realidad me parecían baratas.
El hombre pensó unos segundos y luego me contestó tranquilamente:
-Doce pesos.
-¡Pero si cada una vale tres pesos!- repliqué sorprendido, a pesar de que me seguía pareciendo un buen precio-. A lo sumo, me debería cobrar nueve -continué-. Aunque, si me llevo las tres, pienso que me podría hacer alguna pequeña rebaja.
-Pues yo no lo veo así- me contestó el artesano-. Si en lugar de llevarse las tres ahora, usted se lleva una o dos, deberá regresar otro día para comprar el resto. Esto le ocasionará una pérdida de tiempo; y además, si este lugar no le queda cerca, deberá gastar dinero para viajar hasta aquí. Por otro lado, son muy bonitas y se encuentran muy baratas: si deja alguna, será difícil que la encuentre otro día. Como puede ver, adquirir de una vez las tres piedras tiene sus ventajas, y por eso le cobro tres pesos adicionales.
Me pareció que su razonamiento encerraba alguna trampa. Sin embargo, no pude encontrar un argumento sincero para replicarle. Saqué entonces de mi billetera un billete de doce pesos, le pagué, tomé las piedras, las introduje en un bolsillo del pantalón, y me encaminé hacia la parada del colectivo que me llevaba a mi casa.
Al llegar, por la noche, hallé decenas de papelitos desparramados por todo mi departamento -un reducto amenazador y peligroso donde vivo solo-. “¡Oh!, ¿de dónde habrán salido estos nuevos fantasmas?”, me pregunté perplejo. Cuando los examiné de cerca, me percaté de que eran pedazos de hojas de cuaderno. Estaban escritos a mano, con una letra que me resultaba desconocida.
Sentí curiosidad por conocer su contenido, así que busqué la cinta adhesiva y me dispuse a unir los pedazos. A continuación transcribo lo que obtuve:
“Al subir al colectivo, me llamó la atención una mujer anciana de pelo muy blanco que se encontraba sentada en la última fila de asientos. Llevaba una túnica azul y leía un libro bastante grueso de cubiertas amarillas. A ambos lados de la mujer, vestidos enteramente de rojo, se sentaban dos niños que le llegaban hasta los hombros. De repente, mientras los observaba, pude ver como los tres —la mujer y los niños— se fundían en un triángulo perfecto y blanco, que parecía dibujado en el cristal del enorme ventanal trasero del colectivo. Sin poder apartar la vista, advertí que en el triángulo comenzaban a surgir imágenes. Al principio no podía entender de qué se trataba; pero luego me di cuenta de que, como si fuera en una pantalla de cine, se iban proyectando escenas de mi vida. También reparé en que todo sucedía en orden cronológico inverso. Es decir, a medida que transcurría el viaje, iba observando situaciones de mi pasado cada vez más remotas. Cuando llegué, por fin, a visualizar el momento de mi nacimiento, el triángulo se volvió otra vez de color blanco, y al instante desapareció. Me sentí entonces como si me hubiese despertado de un sueño. La mujer y los niños ya no estaban; excepto por el conductor y por mí, el colectivo se encontraba vacío. Pronto me percaté de que me había pasado de la parada donde debía bajarme. Así, me dirigí hacia la puerta y oprimí nerviosamente el botón del timbre para descender lo antes posible, hasta que por fin el conductor me abrió. (Quisiera destacar que, a pesar de mi insistencia, el conductor sólo abrió la puerta del vehículo cuando llegamos a una parada, y no antes).
”Ya en la calle, en una esquina, esperando para cruzar, me encontré con un problema imprevisto: el hombrecito del semáforo no se hallaba en ninguna de sus posiciones habituales, sino que estaba de cabeza. Además, no presentaba un color uniforme: sus piernas eran rojas, mientras que el resto del cuerpo era azul. Otro aspecto curioso era exhibía una larga y desordenada cabellera. Presa del desconcierto, quise saber cómo se las arreglaban los demás transeúntes; pero no vi a nadie a mi alrededor: la calle estaba desierta, ni siquiera pasaban autos. En signo de imploración, junté ambas manos y alcé la vista buscando el cielo; pero inesperadamente mi mirada se encontró con las baldosas de la vereda. Me di cuenta entonces de que me hallaba de cabeza, suspendido en el aire… Así permanecí por un rato, pensando en cómo podría salir de aquella incómoda situación. Hasta que, repentinamente, la calle se volvió a poblar de personas y de coches apurados. Fue algo espontáneo, como por arte de magia. Todos aparecieron de una vez, sin que los viese llegar de ninguna parte. Entonces, mi vista se comenzó a nublar y finalmente me desmayé.
”Como tantas otras veces, desperté en el medio de la calle. Sin atreverme a subir a un colectivo, regresé a mi casa caminando. Llegué por la noche, bastante tarde. Como no sentía hambre ni sueño, me dispuse a redactar —en mi cuaderno de tapas amarillas— una breve descripción de mi aventura. Pero antes quise escribir lo que todavía recordaba de un sueño que había tenido la noche anterior. Un sueño acerca de unas extrañas piedras y de un artesano de sombrero extravagante, quien me hablaba con la mirada perdida en el cielo, mientras un perro —al que le faltaba una pata— permanecía a su lado. Pero cuando concluí mi redacción, noté que la letra me había salido horrible. Pensé entonces que si llegaba a las manos de mi anciana y canosa maestra, la muy bruja encontraría un nuevo argumento para hacerme repetir el grado. Así que arranqué las hojas del cuaderno que contenían el texto que acababa de escribir, y las destruí en pedazos; las deshice: estoy seguro (¿”?).



Lilian Elphick



Círculo del fuego 

Lilian Elphick


La inocente fue al correo a dejarle al hombre una carta que escribió en la madrugada y ahora, transpirada y hambrienta, se encuentra con la suya, virtual, que también habla de la tradición certificada. Pero ella volvió a su antiguo rito de estampillas y balanza: la carta pesó 43 gramos. No se atrevió a besarla delante de la funcionaria que tenía un genio de insecto encadenado. Nuevamente preguntó cuánto demoraba en llegar, y el insecto, antes de graznar un "siguiente", dijo casi en un susurro categórico: "doce días". "Ah...", dijo la inocente, y salió del edificio de correos y el sol la obligó a ponerse unas gafas oscuras. Mientras se dirigía a comprar cigarrillos, la puta meditó en la carta que había escrito, tan impulsiva y con una rúbrica digna, por supuesto, de una putain. Recordó que después de la escritura, miró su mano, apagó la luz y luego quiso la luz de nuevo, sólo para mirar su propia mano, sucia de tinta (el lápiz reventó y ella alcanzó a salvar la carta), que fue despacio acariciando muslos y caderas y pezones, mientras afuera la loba aullaba con desesperación, hasta que la inocente se tuvo que levantar para ir a hacerle un cariño detrás de las orejas, como a ella (y a ella) le gusta. Lamió la mano, agradecida. Y los dedos de los pies. La inocente, que además es muy limpia, fue a lavarse y dejó que el jabón y el agua hicieran su trabajo. Se acostó. Hacía calor; la puta echó las mantas hacia atrás de una patada, queriendo incendiar todos esos papeles en blanco que no alcanzó a manchar con su propia baba y la sangre que se estrellaba en la comisura de sus labios. La inocente extendió sus ojos hasta no tener más horizonte que el de la puta, que quería el sol como se quiere al verdadero asesino. La inocente le dio la mano, se la apretó y no pudo evitar que las lágrimas regresaran por donde habían venido. Las dos se fueron apagando y la llama de los sueños osciló débil, un poco triste. Y de pronto, apareció el hombre. Pero ya nada tenía sentido: él pertenecía a otro clan, con un código lingüístico ininteligible. -¿Se fue? -No, todavía nos mira. -Hazle espacio, la cama es tan grande. -Pero que nadie hable. -Ya la oíste. -¿Puedo estar al medio? ■


Silvia Bennoun




Demanda de amor 
Silvia Bennoun

Y decís que este amor no es real. Cada cual llama la atención como puede, pero no me digas que este amor no es real.
Haciendo ruido como cuando era chica tratando que me mires, que me abraces. Que esta vez pueda dormir la noche entera. No es tan complicado, todos estamos atravesados por los mismos sentimientos. Todo es cuestión de tiempos.
Agacháte  a recoger los pedazos rotos como cuando éramos  chicas y recogíamos  nuestros muñecos uno por uno para guardarlo en aquel baúl. No seas tan ortodoxa  con las cosas del alma.
Ya sabemos que  toda demanda es demanda de amor. ¿Y qué  vamos a demandar?
Desde que nacemos lloramos para demandar amor y protección, lo hacemos desde siempre, o vos no sabes de eso? Jugáte, sólo es abrir los brazos, sólo es abrir el alma y mi alma se abrió  cuando vos me escuchaste.
Te escribo para no morir y resucito  en cada palabra mía, en cada palabra  tuya. Quiero sentir ese gusto a todo, gusto a ternura tocando mis entrañas  con aroma que transporta  a otra dimensión.
Esa dimensión del inconsciente donde busco un sentido a todo esto y que sorpresivamente  surge acá y con vos.
Vamos agáchate no te cuesta nada, mis pedazos se están armando como un rompecabezas, pieza a pieza, difícil para mi sola. A vos que tanto te gustan los mates y el paisaje, mirar el mar, fíjate si en ese mirar te encuentras con mi mirada.
Relájate, soy inofensiva, hay veces que un abrazo junta todo, también a vos. 

Jenara García Martín




LA COMPAÑERA DEL VESTIDO CELESTE
Jenara García Martín 

 Esto sucedía en un pueblo de la zona de Misiones, yerbatera por excelencia. Al inicio del año escolar, los alumnos de quinto grado vieron llegar a una nueva alumna. La maestra se la presentó. Se llamaba Aurora Correa. No era de esos lugares. No conocían a su familia. No era igual que ellos. El color de su piel era mas oscuro y el cabello castaño. Su humilde condición se delataba por su  ropa. Todos los días llevaba el mismo vestidito celeste, ya algo descolorido, pero siempre limpio y planchado  y bien aseada. Calzaba unas zapatillas bastante gastadas. Su padre era un obrero  ambulante. Su último trabajo de hachero, en la zona del Chaco Formoseño. Pero la educación de su única hija era lo más importante. Cualquier sacrificio era poco para que Auroraa pudiera terminar de cursar la primaria en una Escuela de Ciudad. Y  por eso habían cambiado de lugar y de trabajo. Consiguieron instalarse en una vivienda precaria que los patrones yerbateros cedían a los obreros, pero  Aurora tenía cerca de media hora de distancia de la Escuela, en la cual la habían aceptado por las buenas calificaciones que figuraban en su libreta del Establecimiento Educativo anterior y su buena conducta y su participación en actos culturales infantiles.


Desde el primer día de clase era evidente que no iba a ser aceptada en el círculo escolar y menos en el grado. Alberto, alumno de quinto, era el cabecilla del grupo mayoritario. Era el líder. No la dieron lugar en los asientos libres donde ellos se ubicaban. Al observar esta actitud, la maestra la destinó un pupitre en una de las filas vacías. La gastaban bromas intolerables, mofándose de  su color de piel. De su constante y humilde  vestido celeste.

Tenía dos iguales que su madre se los había confeccionado y trataba de cuidarlos. Los días de baja temperatura se protegía con un tipo de chaquetón, que no era a su medida. Sufría en silencio las bromas ofensivas. A ella sólo la importaba cumplir con los horarios de clase y llevar todos los días bien desarrollados los deberes. Se destacaba en el grado por sacar las mejores notas. Y los compañeros no disimulaban el desagrado de que tuviera esas calificaciones y las humillaciones eran más frecuentes según avanzaban  los días.

- Siempre el mismo vestido, -se le escuchaba comentar a Alberto, con tono burlesco.

- ¿De dónde lo sacaste? - Le decían otros.

-¿Te lo regaló alguna vendedora de trapos usados?- Le llegaron a insinuar algunas compañeras.

Esas preguntas, tan ofensivas,  las hacían, por supuesto, a escondidas de la maestra o en el recreo.

En su bolsita de la colación para el recreo (que para ella significaba el almuerzo) sólo había una rebanada de pan, un pedacito de queso, o una batata, o papa asada. No podía comer en el círculo que hacían los compañeros del grado,  porque se burlaban de ella., diciéndola:

- Esa comida es la que damos a las ratas del laboratorio.

Por lo tanto Aurora, optó por comer en el patio, aún en los días ventosos o  con frío en el invierno, o de altas temperaturas.

Un acontecimiento que se llevaba a cabo todos los años para la Fiesta de NAVIDAD los dejó sorprendidos. Se hacía la elección de los personajes y ensayos en Noviembre y los de quinto grado  siempre representaban las figuras de San José y la Virgen María. Alberto estaba ansioso de representar a San José y leyó el libreto con la mayor soltura y claridad posible. Al día siguiente todos estaban expectantes de conocer los nombres de los elegidos. Cuando el Director pronunció los nombres y escucharon:

- El papel de San José será para Alberto, - saltó de alegría en el asiento. Su pregunta ahora era

¿Quién haría de la Virgen María? Seguro que sería alguna de las niñas rubias de las más simpáticas del grado. Sus compañeros ya le estaban felicitando.

 - Será Annabell.   Ya verás.

  Y llegó el momento en que  el Director lo anunció:

“El papel de la  VIRGEN MARÍA, lo representará Aurora.

Escucharon su nombre sin entender: Eso era un insulto. Protestaron ante el Director, quien, obviamente, les respondió que el jurado de acción Cultural, había hecho la elección. Y la votación era definitiva. Era tal el disgusto, que en el grupo decidieron que Alberto, como siempre,  marcara los pasos a seguir. Llevarían a cabo cualquier actitud que la afectara  para que  tuviera que retirarse. Y como  en los ensayos  no había un día que la dejaran de molestar, Aurora  tomó una decisión.  Se animó a llegar a la Dirección y hablar con el Director. Y (ocultando la verdad,  pues su bondad no la permitía acusar a nadie), le manifestó que le resultaba difícil concentrarse en el personaje de la Virgen, pero sí seguiría en el coro. El Director lo aceptó porque conocía los motivos de la decisión de Aurora Y anunció a las maestras que  hicieran un comunicado que se suspendía la presentación del Pesebre.  Sólo se realizaría para Navidad, la actuación de los Villancicos.

Llegaron los ensayos de canto, y  siguieron molestándola los integrantes del coro. Un día, uno de los pastores le dio  un golpe en la espalda que le cortó la respiración y tuvo que detenerse. El pianista se molestó con todos y el Profesor del Coro les dijo que era el peor grupo  que había tenido en los años que llevaba  dirigiendo. Si seguían portándose así, tendría que cancelar la presentación. Y como Aurora  era la solista por la voz tan maravillosa que tenía,  junto con el pianista, tomaron   la decisión de  ensayar la parte de su interpretación, con ella sola,  en los recreos.

Por fin llegó el Día de Navidad. Se  replegó el telón y el Director anunció la presentación del coro que interpretarían los Villancicos. La coreografía era la más adaptada a la espera del Nacimiento del Niño Dios. Los pastores formaban un plano escénico, con Aurora en el centro, en un nivel más elevado, vestida con una túnica de raso blanco y unas cintas color de rosa  que sujetaban su cabello. Parecía un auténtico ángel. La faltaban sólo las alas. Los alumnos de quinto, como sanción ejemplificadora, ocupaban la última fila de los asientos del salón. El auditorium estaba completo con los padres, amigos y otros familiares de los alumnos.
El coro comenzó a entonar los Villancicos con unas  voces con encanto y los solos de Aurora los interpretaba con un registro de voz de soprano infantil  que emocionó a los espectadores.
Su rostro se iluminó como nunca se la había visto, una vez que dominó sus nervios. Fijó la vista en sus padres que estaban sentados en la primera fila y vestían humildemente, pero eso no le importaba, estaba orgullosa de ellos. De la garganta de esa niña salían las mejores notas musicales, que se habían escuchado en ese escenario. Hasta el pianista estaba  emocionado con su actuación. Aurora de pronto sostuvo su mirada en el público y por último en los compañeros de quinto  que no podían disimular el asombro.   Llegó el final y cerraron  el telón, y como el público  aplaudía de pie, se volvió a abrir para que los actores saludaran de nuevo, mas Aurora ya no estaba presente. El Maestro del Coro la vio abandonar el escenario corriendo y detrás sus padres. Las preguntas de su ausencia, no tuvieron respuesta.
Se reiniciaron las clases en Enero y ella  volvió, como siempre, tan humilde, con su vestido celeste y su bolsita  con la colación tan reducida, logrando terminar quinto grado, sin ser aceptada como compañera, pero sí figurando en el Cuadro de Honor con las mejores calificaciones. Y cuando llegó el momento de la inscripción para sexto grado se vio obligada a confesar  a sus padres  las humillaciones que había sufrido y que no aceptaba  volver a esa Escuela. La comprendieron al escuchar el triste relato.  Esa niña había dejado de sonreír. La situación que se presentaba, era muy complicada para ellos. Su hija no podía dejar los estudios. Aurora llorando les pedía volver al Centro Educativo del Chaco. 
CONSULTOR PSICOLOGICO
Crisis vitales – Duelos - Ansiedad
Pareja y familia - Procesos breves - Pérdidas
Resolución de conflictos - Explorar posibilidades

Carlos Margiotta 15-4194-2200

 
Allí no era discriminada:

¿Qué hacían? Por su hija cualquier sacrificio. Y lo hicieron. Su padre volvió a ser hachero y Aurora siguió estudiando.

“Han pasado quince años, soy Alberto, y me pregunto qué habrá sido de Aurora, aquella  nueva compañera de quinto grado, del vestido celeste. Nunca olvidé su nombre, tampoco sus calificaciones ni su excelente ejecución de canto en los Villancicos,  con esa maravillosa voz de soprano infantil. ¿Cómo la habrán afectado nuestras burlas para que no se inscribiera  en sexto°?

Yo, una vez terminada la secundaria, continué los estudios especializados en Pedagogía y me presenté a concursar para Preceptor y Consejero Pedagógico en esa misma escuela y lo conseguí.  Al comenzar  el periodo escolar ya me hice responsable de esos cargos. Recordar lo que yo había hecho como líder del grupo mientras era alumno, me daba vergüenza, así que traté de que no se conociera ese pasado. Yo ya había proyectado el reglamento de la conducta más digna entre los alumnos. Lo más importante  hacer desaparecer esos grupos con un líder (como lo era yo). Aconsejar a ser respetuosos entre sí. A ser solidarios. A aceptar a los compañeros fuese cual fuese su  clase social.  A no humillar a los débiles, ni a los humildes. Es decir, que debía reinar un compañerismo total, respetándose  con igualdad.

No repetir lo que hicimos con Aurora, pues tengo la seguridad no olvidará las humillaciones que por nuestra falta de compañerismo, de solidaridad (…), la hicimos padecer. Nunca me lo perdonaré,  puesto que yo era el principal promotor de todas las ofensas.

No nos dimos cuenta que llevaba impresa la Bondad en el alma. Ella, ¿Nos habrá podido perdonar?            



Víctor Hugo Ávila Velázquez


                             Las lagañas de Dios 
                                         Víctor Hugo Ávila Velázquez

                                                                                    A Melina Alejandra González Aldana


He retornado de la muerte. Si, de esa muerte donde la vida desaparece: la del fallecimiento. Soy el único en haberlo logrado, o al menos, el primero en conseguirlo. Sin embargo, mi mujer se ha quedado con Ella o en Ella.
También, es mi deber decirles, que el encuentro con Dios fue una expiación: Él tiene un inconveniente existencial.
Ocurrió el jueves.
Era el principio de la noche y Cristina, mi mujer, estaba insistente en salir a observar las estrellas y a los astros. Salimos a la templanza de nuestro jardín; a su oscuridad en medio del bosque.
El telescopio revelaba una ficción donde la luna lechosa avanzaba rápida, no parecía algo lógico. Las estrellas, puntos de luz a gran distancia que brillaban en su braveza. Los astros, un lejano conjunto de piedras.
El jardín tenía su sonido, hermoso y fluido, pellizcaba a la oscuridad. La hierba soportaba nuestras espaldas, la mía, ancha y morena, y la de Cristina, larga y achocolatada. La estrella que buscábamos aún era invisible, una nube tremenda difuminaba el cielo, el viento la empujaba tomándose su tiempo, nuestro tiempo.
Cuando se despejó, vimos un cielo negro encenizado y a nuestra estrella punteando salvajemente. El telescopio tiritaba con el aire y pasó una lluvia de estrellas que nos iluminó los rostros y fue ahí cuando empezó a dividirse el cielo en dos.
Nos pusimos de pie a la brevedad sin dejar de mirarlo. No había sonido más que el de las hierbas moviéndose. Después fuimos lamidos por ese cielo rompiendo la gravedad. Nos llevó, a lo que suponíamos, arriba.
Ahí, en una barranca donde habíamos varado o naufragado, era oscuridad. Yo sentía que estaba siendo juzgado por lo que no podía ver aun. Mi esposa sonreía, era una sonrisa de quietud y sabiduría, la mirada fija en un punto de la oscuridad, ella sí veía de lo se trataba todo eso y le satisfacía. En mi garganta sentía un pequeño gorgoteo, era como si la saliva goteara de la campanilla hasta la tráquea. Algo quería salirme desde adentro, era mi voz huyendo de mí mismo y ella todavía sonreía.
- En ese momento yo sólo pensaba en mi esposa, en Cristina… – las palabras salieron de mi sin que yo lo quisiera – iba a morir nuestra perra y yo quería que estuviera lejos de ella para no ver como se le iba la vida. Fue casi al anochecer, la perra me venía siguiendo y yo traía las bolsas cargadas de piedras, dejé que se adelantara un poco, ya lejos de la casa, empecé a lanzarle las piedras para que se largara. La perra se asustó pero no se iba. Decidí lanzarle las piedras más grandes y fuertes, sin compasión. Hubo un momento en que pensé matarla a pedradas pero ella sólo corría en círculos, sin alejarse mucho, esquivando mis lanzamientos, una perra triste que no quería ir a morir a otro lado. Se me acabaron las piedras. La perra se me acercó y la comencé a ahorcar, sentía miedo y odio porque se moriría y nos dolería. 
De repente mi voz, mi palabra cesó. Mi esposa aun sonreía pero tenía lágrimas. Yo nunca tuve una perra de mascota. Ese pasado no me pertenecía. Mi existencia se había mezclado con otra, con la de alguien más.
Mi esposa habló de su aborto, de cómo perdió a nuestro hijo, sentí miedo de verla contando eso sin que ella dejara de sonreír. Cuando su voz se apagó y el silencio inundó la barranca, ella ya no estaba a mi lado pero aun sentía su mano sobre la mía hasta que me sentí llevado a otro tiempo o espacio y vi a Dios que buscaba a sus perros, o al menos eso narraba una voz que me enseñaba todo por medio de imágenes grabadas en mis ojos, en la memoria, las palabras en mis oídos decían:  Con su telescopio, Dios buscaba a sus perros, los dos eran negros y peludos, tenían algo de mirada cohibida, también tenían lesionado el andar y sus lenguas siempre estaban afuera. En la búsqueda, Dios se encontró a dos niños peleándose a muerte y los enfocó con la mira del telescopio. Ellos estaban sin playera en las puertas de una Iglesia. Sus golpes, eran duros como sus rostros, la sangre volaba como su saliva. Al final del día, uno de ellos ganó, salió vivo y se marchó. El otro niño moría llorando y con lentitud dejó de respirar. Nadie movió ni reclamó el cadáver. A la media noche, los perros de Dios se acercaron al cuerpo, curiosos como siempre. Dios ya no estaba ahí para verlos. 
Esto se trataba de la muerte, el escarmiento de toda una vida, el infierno instantáneo para pasar a una gloria. Pero este infierno no era el mío. No había relación conmigo, nada, ni los perros, ni la muerte, ni Dios ejemplificándome mis desgracias o las suyas o las de sus perros. Mi regreso se daba en ese momento, el aire y su velocidad golpeaban mi rostro.
Alguna vez mi padre me contó qué con la lagañas de los perros podías ver a la muerte. Una noche, yo de niño, escuché como los perros de las casas vecinas empezaban a aullar con fuerza, uno seguido de otro, era un cántico nocturno y lo escuché por varios minutos hasta que me dormí. A la mañana siguiente supe que una casa vecina se había quemado casi al amanecer. La familia completa murió. Yo veía como sacaban los cadáveres incinerados. También sacaron a un gato carbonizado. La muerte siendo anunciada por lamentos caninos desde las azoteas y los patios.
Ponte lagañas de perro en los ojos, hijo.
Los perros usan las lagañas de Dios. 
Era el último falso recuerdo y me despedía de mi esposa en oraciones jamás escuchadas por alguien, eran bellas poesías cantadas o aulladas antes de que la palabra fuera esa voz. Regresé. 
Ya era viernes. El césped en la boca me despertaba. En el cielo no había estrellas que mirar, sólo estaba el sol iluminando. A un lado mío el cuerpo de mi esposa estaba sin vida. Su corazón había dejado de latir y ella todavía sonreía.