viernes, 3 de octubre de 2014

Marcos Rodrigo Ramos



                  Nada más  Marcos Rodrigo Ramos

Mariano preparó el mate. Lucía llegaría pronto del trabajo con Martín. El pan duro es el mejor para tostar, se decía a sí mismo y eso le ayudaba un poco para no caer en la depresión. Con los días se le hacía más difícil de sobrellevar el sentirse un inútil por no tener trabajo. Disimulaba, por lo menos delante de ellos se dibuja una sonrisa de papel y lloraba en el baño en las transnoches de insomio en la oscuridad.
-Te conseguí un teléfono. Por ahí tenés suerte. Es un trabajo para hacer en casa. Al principio no vas a sacar mucho pero a medida que aumentes la producción y le agarres la mano podés llegar a sacar 40 pesos al día. ¿Qué te parece?
-Tenemos que intentar. ¿Qué le pasa a Martín que se rasca tanto la cabeza?
-Piojos. ¿Podrás ocuparte vos?. Lo que te pido es que no me gastes mucha crema de enjuague porque hasta el mes que viene no me puedo comprar otra.
-¿Te fallé alguna vez?
-Nunca- le respondió Lucía dándole un beso en la mejilla
Todavía sentía el eco de aquella última palabra. Le hubiera gustado tanto creerle no más sea un poco.
Después de colgar el delantal de Martín llevó al niño al patio, puso una toalla alrededor de su cuello y mojó de a poco los cabellos. Colocó un poco de crema y comenzó a pasar el peine de metal. A los cinco minutos se dio cuenta que no le había dirigido la palabra desde que había llegado. Quería hablarle pero un nudo en la garganta se lo impedía, deseaba tanto mirarlo a los ojos y gritarle “te quiero” pero lo frenaba la culpa, el sentirse responsable de su mudez. Volvían entonces las voces pinchando su corazón como avispas. Las voces de la clínica: “Su hijo necesita tratamiento. Dos veces por semana. Cuarenta pesos la sesión. La obra social no lo cubre”. Las voces de los contratistas: “¿Cuarenta años? Demasiado grande para la construcción”. La voz de la financiera: “Se intima el pago para el diez del mes siguiente sino haremos efectiva la ejecución de garantía hipotecaría.” La voz de su suegra: “¿Porqué no se muere Mariano?. Lo único que hace usted es traerle desdicha a mi hija y a mi nieto. Mátese”. La voz de su madre: “¿Para qué te preocupas por esa mujer y ese chico? ¿No te das cuenta que no se te parece en nada? Lo único que tiene de vos es el apellido.
Una lágrima rodó por su mejilla y cayó en la mano de Martín que lo miraba con los ojos bien abiertos. Le acarició la cabeza y comenzó a buscar los piojos.
Cuando terminó el niño tomó la pelota y salió corriendo hacia la calle. Mariano pensó que a pesar de lo físico no eran tan diferentes, recordó cuando el tenía su edad, la misma remera de Boca, la misma alegría ante la inminencia del partido. Martín no podía gritarlos, esa era la diferencia. Pero no la única, había más, le bastaba ver los botines llenos de agujeros y los cordones deshilachados para recordar todo lo que su hijo necesitaba que no era mucho, pero si demasiado para el que no tiene nada.
La noche de reyes. Mariano volvía feliz, cargado con tres pesadas cajas en las que tenía todo el trabajo que debía tener terminado para el lunes. Era demasiado pero a él no le importaba porque gracias al adelanto había podido comprarle a Martín ese par de patines que si bien no eran los que el había pedido se parecían bastante. Miró su reloj, era medianoche. Su mujer y su hijo ya estarían durmiendo. El calor era insoportable. Bajó del 501 con todos los paquetes y comenzó a caminar hacia su casa. Lo sorprendió un relampago en medio del horizonte. Le pareció una señal de buen augurio la inminencia de la lluvia que les daría un poco de aire fresco después de casi dos semanas con más de treinta y cinco grados. La lluvia traía el aire, Mariano el trabajo bajo sus brazos y la esperanza de que todo por fin iba a cambiar para bien.
El aire comenzaba a ponerse más denso a la vez que gruesos nubarrones cubrían todo el cielo. Tropezó con una piedra cayéndolese los tres paquetes y los patines. Cuando se estaba levantando los vio frente suyo. Eran tres. Uno le quitó los paquetes mientras los otros dos lo pateaban de los dos lados. No le importaba tanto que se llevaran el trabajo o el poco dinero que tenía pero lo que lo llevó a reaccionar fue que le quitaran la caja de los patines. Tomó de la pierna al que la tenía y entonces sucedió. Uno. Dos. Tres disparos en la cabeza. La oscuridad, la imagen de Lucía y Martín esfumándose hasta no ser nada.
Uno de los atacantes al abrir el paquete dijo: “¿Nada más?” y dejó los patines junto al cuerpo. Los otros paquetes tampoco les interesaron. Tomaron diez  pesos y las monedas del bolsillo de Mariano y se fueron tranquilos caminando.
Las primeras gotas empezaron a caer y los vecinos agobiados por tanto calor salieron a la calle a mojarse mirando al cielo y dándole gracias por ese regalo que les daba. Todos menos Martín que miraba al cielo y en su inmensidad sin saberlo buscaba a quien ya no estaba.

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