lunes, 26 de noviembre de 2012

CELIA E. MARTÍNEZ


DIENTES DE ORO 

Cuando tenía quince años una gitana le quiso leer las manos para adivinar su futuro, le dijo que iba a tener una cruel enfermedad y que iba a morir muy joven.
Aterrorizado, vivió desde siempre con temor a enfermarse, apenas salía, sólo lo hacía para ir a su trabajo.
No se casó. No quiso tener hijos. Todo por el motivo de que se enfermaría y moriría pronto.
Pasaron los años y no tenía ni una simple gripe. No era feliz.
Siguieron avanzando los años, cuando cumplió cuarenta el temor se acrecentó, pensaba que en cualquier momento este sortilegio usado por esta mujer llegaría en cualquier momento. El poder de las palabras mágicas vertidas por la matrona que lo había envuelto por siempre no lo dejaba  disfrutar de las cosas buenas que llegaban a su miserable existencia.
Su pobre vida era puro sufrimiento debido al hechizo en que lo envolvía constantemente.
Llegó a viejo, era fuerte y sano como un roble. Solo, sin amigos, sin mujer, sin hijos.
Un día se cruzó con la vieja pitonisa, y le dijo lo ocurrido a lo largo de su horrible existencia por lo que ella le había sentenciado, ésta rió muy fuerte mostrando sus dientes de oro, y le dijo que al leer sus manos le había hecho un embrujo para que esto no le ocurriera, pero que él no le había dejado mencionar al salir corriendo despavorido.
A la noche siguiente el anciano murió en paz.


ROBERTO PANIAGUA



RASGOS DE FAMILIA

Tío Ernesto acomodaba el trípode; ya había medido la luz que entraba por la ventana. En esta época del año, a las cinco de la tarde, el sol se mete por el costado de la medianera de doña Juana, la vecina, y llega hasta el último rincón del living.
-Hay que sacarla ahora -opinó el tío Rolando, mientras se acomodaba el audífono. En un rato los chicos desacomodan todo y es imposible- agregó. Y cómo buen sordo, gritó a mi oído:
-Aprovechemos que las viejas tienen los labios pintados, después de comer, se empiezan a soltar los botones. Y ni hablar del maquillaje, queda todo en la servilleta.
-¡Que venga la abuela!- apuró Ernesto, que meticuloso ajustaba la cámara.
Cristina, la mayor de las primas golpeaba la puerta del baño.
-Dale, dejame entrar, me pinto los pómulos y listo...
Roxana y Andrea, las hermanas, gritaban desde adentro.
-¡Ya vaaa!.
Hay reuniones familiares, en que las mujeres, ya madres, se convierten otra vez en adolescentes.
Me miré en el espejo del modular: pantalón crema, mocasines marrón claro y chomba beige. Aún me podía peinar para atrás, pero pronto ya no me alcanzaría el pelo. La panza decía presente, aunque nada que no se pudiese disimular apretando un poco el cinto y si aspiraba hondo, en la foto, ni se notaría.
Pasé por la cocina. Varias mujeres se repartían las tareas con bandejas de sanguches y bocaditos. Susana, mi mujer, terminaba de ponerle crema a la torta con una manga y al pasar a mi lado me dio un beso.
-Fijate como está Gastón, esos indios lo pueden matar.
La escalera que da a la planta alta del chalet estaba adornada con globos de colores.  Me tomé del pasamano con cuidado, porque además, habían colgado cartulinas que decían: "FELIZ 80 ABUELITA".
En el pasillo me crucé con Ricardo, mi hermano mayor. Sentí su mano en mi brazo.
-Vení, vení- me dijo haciendo gestos de guardar silencio.
Entramos a la pieza que da al balcón, cerró la puerta y empezó a hablar con gestos nerviosos.
-Entendeme vos por lo menos, no te sumes a esa jauría de criticones. Cuando pregunten por qué no traje a Rosa, daré cualquier excusa. No puedo explicarles a todos lo que pasa. Yo sé que insistí mucho para que la aceptaran, y ahora la hago desaparecer. Pero no puedo, es que así no puedo seguir con ella. Después de sus últimos exámenes, decidí cortar. Su problema cardíaco se va agravando.
Lo miraba serio, tratando de entender lo que se escapaba a borbotones de su boca.
-No puedo volver a recorrer sanatorios y médicos con esa sensación de que no hay cura -agregó- y que la muerte anida otra vez cerca mío. La verdad es que no la amo para tanto. Ya amé y sufrí bastante por mi mujer. ¡Otra vez no! me tomó de los brazos y mirándome a los ojos completó: Mirame, ¿me entendés?, ¡otra vez viudo... no!
Se acercó a la ventana y mirando la calle susurró: Yo quería divertirme. Volver a salir, viajar, pasarla bien…
No sé si lloraba, pero su vista estaba vidriosa, creo que no me veía y dudé si ya, a esta altura, me estaba hablando a mí. Salí despacio, sin hacer ruido al cerrar la puerta.
Cuando llegué a la pieza de atrás vi a los más chicos jugando con cubos de madera y muñecos de peluche. Tomé a Gastón de la cintura y abrazándolo me lo llevé para la foto.
Delfina, la hija mayor de Cristina, corría llorando porque alguien le había desgarrado el vestido. Imaginando la reacción exagerada de la madre, traté de calmarla y le dije que con dos o tres puntaditas eso se arreglaba. La agarré de la mano y la llevé conmigo.
En la planta baja, la abuela ya estaba en su sillón, ocupando el lugar central. Todos los mayores sentados en sillas y los más jóvenes parados. A los chicos los fueron ubicando en el suelo.
Tío Ernesto mirando por la lente hacía señas con las manos
-Juntase, juntarse- decía.
Me quedé grabando esa imagen en mis ojos. De pronto, pude ver hasta los que ya no estaban, como mamá.
Es un puñado de familia, de gente común. De seres amados.
Algún día voy a tratar de escribir rasgos de cada uno de ellos. ¡Es para hacer una novela! Son únicos. ¿O en todas las casas será igual?
Corrí hasta mi lugar. Susana, al ver que el nene no quería quedarse sentado en el piso, lo puso en mis brazos.
Ernesto apretó el obturador y se apuró a llegar a su silla.
Una luz blanca de flash, llenó la habitación.

JUANA ROSA SCHUSTER



JUANA

Mi nombre se escapa. No deja que lo atrapen. Cruza la bahía. Mariposa de cinco alas mi nombre. Lo grito y me llamo al mismo tiempo. Se enrosca en los arabescos del puente.
Temo que caiga. No quiere regresar. ¿Qué pájaros furtivos lo despojaron de este ser?
Puede verse en el agua. Las pequeñas olas lo cubren por momentos. La no existencia que albergo, viene a dar testimonio. Los gestos de mi rostro, cambian en consonancia con lo que él hace. No viene. A veces se incorporan a otra persona. Parece que ahora sí, se acerca, mira hacia arriba. No me reconoce. En un arrebato, pido ayuda. Nadie comprende la situación. Desconozco quién soy ahora. Si ven una mujer desaliñada, perdida, errática, vagabunda, llámenla… aunque no tenga nombre.

GIUSEPPE MAROTTA



LAS MADRES

"Misterioso delito". Bajo este título, en un diario de Nápoles, apareció este suelto: "Una impresionante tragedia hizo explosión ayer en un café próximo a la estación. El joven Luis Guarino, de veintiséis años, acababa de entrar en el local y aún estaba acercándose al mostrador, cuando se levantó de su mesa Casimiro Ardesi, comerciante, de 52 años, quien sin decir palabra le abocó su revólver y lo ultimó de varios disparos a quemarropa. Cumplido el delito, Ardesi se quitó también la vida".
"Ha podido establecerse que Ardesi y Guarino no se conocían. Una mujer que se hallaba sentada a la misma mesa que el comerciante, Carmela Fiorentino, ama de casa, de sesenta años, declaró que Ardesi le había dirigido varias veces la palabra, pero sin iniciar propiamente una conversación. El hombre, a quien la Fiorentino veía por primera vez, parecía presa de una agitación incontenible. Iniciada una minuciosa investigación, los motivos de la tragedia siguen envueltos en el más denso misterio. Ardesi era soltero y no tenía sino unos parientes lejanos. Guarino, que era un honesto y laborioso comerciante, deja a su madre, Teresa Guarino, que no ha sabido ofrecer el menor indicio a los funcionarios encargados de la investigación".
Tres meses más tarde, la investigación concluyó sin resultados apreciables. El hecho fue olvidado, y habían trascurrido dos años cuando Carmela Fiorentino, ama de casa, llamó a la puerta del ama de casa Teresa Guarino, dijo quién era y entró.
Tomaron asiento en el comedor diario, una frente a la otra.
Ambas eran de corta estatura; sus miradas ofuscadas parecían que se arrastrasen con muletas: se dirigían hacia las cosas, hacia las personas, pero no llegaban. La visitante empezó a hablar con esa voz indiferente de quien expresa cosas que muchas veces, y por demasiado tiempo, se ha repetido a sí mismo; cosas cuya belleza o cuyo horror ha venido, poco a poco, a serle familiar.
En suma, Carmela Fiorentino dijo:
-¿Cree usted en Dios? En su nombre le suplico a usted que me escuche sin interrumpir. Luego decidirá según su voluntad. Se trata de su hijo y del mío.
Teresa Guardino no respondió.
Sus manos, sobre la mesa, parecían separadas de ella, asumían el aspecto de un deteriorado par de guantes. En su rostro la visitante creyó descubrir una vaga invitación a seguir hablando. Comprendía uno que el dolor había cumplido su obra entre aquellas paredes; en los cajones, que se adivinaban vacíos, rodaban lágrimas solidificadas, como unos corales. La santa imagen de San Gennaro, en un cuadrito, miraba con indiferencia la lámpara apagada. Carmela Fiorentino continuó:
-Mi hijo. Perdió a su padre a los cinco años. Pero quedaba yo, y ya sabe usted lo que eso significa. He tenido siempre este hijo; nada recuerdo que no le concierna. Crecía, pronto se convirtió en un hombre, y yo como si todavía lo amamantara. No puedo pronunciar su nombre (se llama Andrés) sin sentir que lo tengo en mis brazos y que le doy de mamar. Le diré a usted cómo hemos vivido: ante todo, teníamos la pensión de su padre, y luego yo no soy tonta. Estudié obstetricia. Pongo inyecciones, y a veces velo a los enfermos. Respondo a todos los anuncios que ofrecen trabajo a domicilio. Bueno, la hemos pasado bastante bien. Andrés nunca tuvo necesidad de nada. Quería hacer de él un ingeniero, pero es de salud delicada; hubo de interrumpir sus estudios. Y además tiene vocación, es un artista. Quería dedicarse al teatro. Pero, como tiene todas las aptitudes para convertirse en un gran actor, le cerraban las puertas en las narices. Demasiada envidia hay en el mundo. De modo que Andrés se contentó con intervenir a veces en algunos espectáculos, como ilusionista; pero luego montó en cólera, y no quiso saber más. Decía: o el teatro de veras, o nada. Algunos domingos se vestía de personaje de comedia (tiene una valija entera de disfraces), y representaba para mí una escena o dos. Era insuperable. Así que esperábamos siempre, pero los años pasaban sin que hallase trabajo, y un hombre joven gasta. No hay dinero que alcance: cuando uno es artista de alma, no puede sacrificar el bolsillo. Vinieron meses difíciles. Andrés se puso intratable: pasaba las horas echado en el diván, llegó a gritar que debía impedirse al sol que saliera. No son cosas que esté permitido decir. Mi muchacho se amargaba, no puede usted imaginarse cómo se amargaba. Le entregaba hasta mis últimas monedas, luego lo empujaba fuera de casa, para que recuperase el gusto de vivir.
Y siguió:
-Una noche volvió trasformado, ¿qué digo?, completamente feliz. No me explicó de qué se trataba, se limitó a mostrarme la billetera hinchada. Nos echamos a reír sobre las camas. Desde entonces, por dos años, Andrés no tuvo necesidad de mí. Hasta se compró un pequeño automóvil. Pero no había medio de sacarle una palabra sobre el origen de ese dinero. A cada pregunta respondía: "He debido resolverme a ser un hombre de negocios, lo siento por el arte". Repito, por dos años hemos sido felices. Pero vino aquella horrible mañana.  Andrés me explicó que necesitaba mi ayuda. Se trataba de concertar un negocio con un tipo del que más valía desconfiar. La cita era para las cinco de la tarde en un café próximo a la estación. Andrés dijo: "Figúrate que ese hombre y yo ni siquiera nos conocemos; hemos tratado por teléfono. Pero yo no quiero entregarle la mercadería si antes no ha dejado el dinero en buenas manos. Fíjate, ya me he puesto de acuerdo con Ardesi. Llegas un cuarto de hora antes y te sientas en la mesita del rincón, que está casi escondida tras una columna. Ardesi tomará asiento a tu lado y te entregará un sobre que debe contener un millón de liras. Procede de modo que nadie te observe, pero asegúrate de que esté el dinero. A las cinco entro yo por la puerta giratoria y miro a la sala. Si tienes el dinero, me haces una seña; luego me indicas a Ardesi, que saldrá a mi encuentro. Nada más: mientras nosotros salgamos por la puerta giratoria, te marcharás por la otra puerta, tomarás un taxi (los hay estacionados a dos pasos de allí) y traerás el dinero a casa".
Carmela Fiorentino se interrumpió para pasarse un pañuelo por los ojos. Pero sus pupilas estaban áridas: hacía tiempo que la anciana no enjugaba sino recuerdos de lágrimas.
Teresa Guarino seguía impasible, escuchando.
-Claro que hubiera debido entrar en sospechas -continuó la visitante. -Pero Andrés me abrazó y reía: ¿se puede pensar mal de un muchacho que la abraza a usted, y ríe? A las cinco menos cuarto estaba en mi puesto, en el café. Ardesi se presentó en el acto y se sentó a mi lado. Al ver su aspecto, me estremecí. Tenía los ojos de un demente. Maquinalmente, tomé el dinero y lo conté. Temblaba de miedo: ya había comprendido que se trataba de un asunto sucio. Ardesi, entre tanto, no podía contenerse. Por sus frases entrecortadas, llenas de odio y de desprecio también para conmigo, reconstruí los hechos. Andrés había conseguido, quién sabe cómo, echar mano a unos documentos que probaban algo muy deshonesto de Ardesi, y desde hacía dos años lo extorsionaba. Nunca se había mostrado en persona; lo llamaba por teléfono, amenazaba con denunciarlo, y luego enviaba un mensajero a retirar el dinero. Pero ahora Ardesi estaba decidido a terminar: se había comprometido a entregar por última vez una gruesa suma, pero con la condición de que Andrés le devolviera personalmente esos papeles comprometedores. "Nos veremos finalmente las caras", declaraba, retorciéndose las manos. "El trato es que usted me lo mostrará en cuanto aparezca", dijo también. Entonces comprendí que una cuerda demasiado tensa se había roto en ese hombre. No sufría por el dinero que se le había estafado, no quería recobrar los documentos y la paz; quería ver a Andrés, sólo quería ver a Andrés. Fue una cosa terrible. El café estaba casi desierto. A punto estaba yo de echarme de rodillas ante Ardesi, y rogarle, con todas mis lágrimas, que tuviera piedad de nosotros, cuando la puerta giratoria se movió. Dos personas entraron, una tras otra. Mi hijo y su hijo de usted, señora. A unos pasos se pararon, y miraban a la sala, hacia nosotros. Ardesi me había tomado por un brazo y me lo estrujaba. "¿Cuál de los dos?", dijo. Vi que la otra mano apretaba el revólver. No conseguía gritar, no conseguía moverme. Ardesi ya se levantaba, y en el umbral estaban las dos criaturas de Dios; pero una era mi hijo, era Andrés, y nunca como en aquel momento lo había tenido al cuello, para amamantarlo. Entonces indiqué el otro y cerré los ojos.
Carmela Fiorentino calló un instante, luego se levantó y, creyendo que gritaba, susurró:
-¡Lo sé, lo sé, ha sido una infamia! Pero usted, que es la otra madre, dígame cómo habría obrado en mi lugar. Por caridad, haga algo, mándenos a la cárcel, Andrés y yo no podemos más.
Silencio.
Pasó un vehículo por la calle, y aquellas paredes entre las cuales el dolor había cumplido su obra, vibraron ligeramente, haciendo rodar en los cajoncillos casi vacíos, como unos corales, las lágrimas solidificadas. La visitante se inclinó sobre la anciana Guarino, y la sacudió, para que hablase por fin.
La otra insinuó una tenue y lejana sonrisa. Dijo:
-Tampoco yo me siento bien cuando amenaza lluvia.
Así dijo: "Tampoco yo me siento bien cuando amenaza lluvia". Y en ese mismo instante entró una mujercita muy pálida; probablemente una vecina compasiva, o ávida. Explicó a la visitante que desde hacía unos meses Teresa Guarino había perdido el oído y también, un poco, el juicio.
Tanto valía que Carmela Fiorentino hubiese hablado a una piedra. Ved cómo se envuelve en su chal y se marcha, y que todo queda como han permitido, o querido, las estrellas.


viernes, 23 de noviembre de 2012

CLAUDIA LICASTRO



HERMANITA, HERMANITA  

En los atardeceres de estío la pareja de hermanos instala sendos sillones de enea en el porche de la casa (¡buenas noches le dé Dios, vecino!, ¡buenas noches le dé Dios, vecina!).
El forastero llegó pisando fuerte el polvo de la calle principal. Sin equipaje, sin sombra, parece una caña tacuara bajo el sol meridiano; ya las celosías lo han descubierto. Se aloja en el único hotel frente a la plaza, pero nadie sabrá jamás a qué ha venido.
Es bueno ir a misa los domingos. También el extranjero se halla bajo los arcos góticos. Parado junto a una columna, descubre el viejo mantón de encaje sobre el cuello blanco.
La pareja de hermanos sigue instalando los sillones de enea, pero ya no los ponen juntos ni se oye el murmullo de la conversación. Resuenan, eso sí, las pesadas botas del forastero. Son dos los que escuchan atentos. Uno, con zozobra, por que un día dejen de crujir las pisadas; la otra, con angustia, por si algún día dejaran de oírse. Los pasos se acercan y se alejan, sin detenerse, durante el paseo de todas las vísperas.
Ya caducan los jazmines cuando se anuncia el baile a beneficio. La hermana busca en los altos roperos y rescata tafetanes ajados, randas de encaje, gasas transparentes. Ella cose, hundida en nubes de tul en medio del material primoroso. El espejo va develando su imagen de mujer en plenilunio.
Llega la noche del baile. El hermano controla los últimos detalles de su atuendo. Guarda algo en el bolsillo. Frente al espejo -ahora él- se palpa el costado. Ella aparece en lo alto de la escalera de mármol. Baja con un frufrú de sedas que roe la inquietud de él.
La pareja de hermanos llega, del brazo, al salón donde todo es luces y colores. Saludan a derecha e izquierda por el camino que su nombre les va abriendo. Después, ella conversa.
Su abanico va y viene mostrando -de a ratos- la sonrisa perfecta, cubriendo -a veces- la mirada que huye hacia la puerta.
Deniega bailes, acepta dulces, dispensa halagos.
Alto y siniestro se materializa el forastero en medio del salón. A nadie conoce y nadie lo saluda. Con pasos lentos mide la circunferencia de la pista de baile, pasa delante de los músicos. Está frente a la mujer. Con una seca inclinación la invita. Con un mohín gracioso ella concede. Se desliza en el abrazo del hombre y ambos se amoldan a la forma del otro. Los músicos no se detienen: engarzan una pieza a la siguiente. El desconocido y la mujer tampoco se detienen. Calor y humo enturbian las luces brillantes de las arañas. Ellos siguen girando. "Es hora" le murmura el forastero al oído. Ella asiente y lo sigue a la terraza, al parque. Una luna roja hilvana el vértice de los cipreses. La tormenta se va despegando del horizonte. Los dos permanecen quietos en el aire húmedo mientras sienten crecer la marea que los arrastrará más allá del parque, del pueblo, más allá de la borrasca.
La grava cruje y ellos se estremecen. El hermano los ha seguido, apoya los dedos fríos sobre el brazo de la mujer. Ninguno de los tres ve a los otros dos, pero es como si sus cuerpos se rozaran. Detrás de los cipreses crece un paredón de nubes que va borrando estrellas. Un relámpago lejano, el silencio apremia sobre el parque, no hay luciérnagas, sordo rumor de truenos que se acercan.
La mujer se libera de la helada mano fraterna, se aleja hacia el salón. Adentro todo es luces, brillo. Ella se desliza entre los grupos y si preguntan por el hermano, contesta con una sonrisa que nada dice. El estampido de las centellas se sucede como bombas de estruendo en carnaval. Un rayo hiere muy cerca (demasiado cerca) interrumpe las risas nerviosas. El silencio cae junto con la cortina de agua que, por fin, se desploma desde las nubes.
La silueta del hermano, solitaria, se dibuja en la puerta que da al parque, más pálida contra la luz blanca de un último relámpago.

MIRTA SOLER



LOS ÚLTIMOS HUMANOS  

Escaleras de hospital... arriba y el tiempo se escapa. Mascaras vivientes que intentan conservar la humanidad, suma de átomos conformando materia ósea, cubiertos por la gastada piel principio de combinaciones de la especie.
Se entrechocan los sonidos, son voces que piden compañía, cuentan historias, ríen y se quedan con su diálogo solo.
Campanitas celestiales están avisando que pronto pasará el tren, es hora de marchar, algunos se resisten, otros en un sueño dejan sus mochilas con todo lo que habían acumulado y se van, y se van extendiendo sus manos... Estaba desierta la calle, los pocos habitantes que deambulan desconsolados. Atónitos se quedaron al ver un ángel que descendía desde el cielo con la llave del abismo y una gran cadena en la mano sobre el campo de guerra, allí donde la muerte, la bronca, el llanto y el odio se habían instalado.
Los monitores en el Planeta Chenson reciben estas imágenes terrestres, los científicos analizan minuto a minuto lo que estaba sucediendo, el dragón en danza triunfal airoso y soberbio  desafía a la serpiente que ondulante y  prepotente se enfrenta en un juego mortal, sin importarle nada ni nadie solamente  en su condiciones de poder vencer y mostrarse ser el mejor, sus objetivos  vencer, matar, dominar, exterminar y para luego descansar ambos bajo el solo llenos de gozo y felices  compartiendo el ideal.
Planeta Chenson, distante a millones de kilómetros, que podemos hacer se están preguntando los científicos metálicos para detener al dragón y a la serpiente... los humanos ya no pueden vivir, respirar, comer, seguir su evolución, debemos capturar a las bestias, esa civilización nos interesa salvar.
Mediante un llamado solidario  desde Chenson se escuchan las sirenas con urgencia, habitantes de otras galaxias advierten el pedido  y están a disposición de los terrestres.
Los árboles y la vegetación se desvanecía, los animales agonizaban, el aire contaminado no permitía ya la vida, el agua imposible de beber, estallidos, misiles, fuego mucho fuego, dolor, muerte, todo ya era gris, el planeta  estaba desolado, solo eran ya agujeros, ventanas, puertas, edificios, silencio, y mas silencio, ya nadie reclamaba nada, nadie decía nada, solo se escuchaba respirar en aquel hospital perdido en medio del desbastado planeta, se apagó la luz, los científicos  no pudieron seguir con la investigación, las imágenes se perdieron en de los monitores, al apagarse la luz, la especie en cuestión se desintegró en el espacio.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

JOSÉ V. MARTÍNEZ GIL - MÉXICO



CUENTOS CORTOS
Publicado por la revista virtual “Con voz propia”, dirigida por Ana lía Pescaner

Afiladurías I

Aquella mañana el afilador salió antes que el sol, dispuesto a desafiarlo: Fue el creador de la primera chispa de luz del día.

Afiladurías II

El gorrión estaba harto, no aguantaba más. El gato no lo dejaba silbar tranquilo en el tejado amenazándolo desde lejos con sus zarpas.
Hasta ese día en que otro silbido le dio la solución. Oyó al afilador, se acercó, y éste le afiló sus diminutas garras, que quedaron listas para su próximo paseo por el tejado.

Afiladurías III

El Flautista de Hamelin emprendió una demanda contra el afilador por posible competencia desleal.

Alas marinas

El pequeño le dijo a su madre:
-¡Mira, mamá, la tortuga está volando!
-Sí, hijo -fue la respuesta.
El pequeño le volvió a decir.
-¡Mira, mamá, el caballo también está volando!
Y desde el fondo del agua la madre le respondió a su caballito de mar:
-Sí, hijo, como algún día tu volarás.

Amar

El niño no estaba dispuesto a que aquella lágrima de su madre fuera inútil. Por eso se lanzó a nadar en la gota para mostrarle que su lágrima podía ser el más hermoso mar.

Pertenencia

Al mar no le importaba tener en sus ojos un poco de arena.

Amor tormentoso

Cuando aquellas nubes apenas se rozaron hubo truenos y relámpagos.

La solidez de lo invisible

La piedra está a punto de estrellarse contra el grueso cristal de la ventana. No sabe la piedra que estallará en mil pedazos contra algo que no se ve.

Descuido

Se besaron con más pasión que nunca. Murieron asfixiados.

Melodía de amor

Cuando comenzó a silbar, todo el mundo se abrazó.

Primer beso

Entre los labios pasó un huracán.

Gato negro

Para ella, no importaba que fuera de noche. Lo veía más hermoso que nunca.

Alegría

El terror cruzó la puerta de cristal azul.

Relatividad

En la sombra de aquel hueco, la hoja fue tallada. Fugaz.

Apetito

Tenía tanta hambre que, cuando se dio cuenta, ya masticaba el último de sus propios huesos.

Ataque aéreo

La paloma merodeaba amenazadora alrededor del gusano de seda. Nadie supo qué pasó. Tiempo después, del capullo salió la primera mariposa con plumas blancas

STELLA MARIS TABORO



ELEGÍA ROJA 

El sol palideció de pronto
navegaba ahora en un mar rojo
el color de la sangre
el tinte del amor
el matiz de una profunda herida…

Gumersindo, calzó sus botas y salió alegremente desde su rancho a buscar su caballo. Era el peón más joven de la Estancia "Flor del Cardón". Parte del lugar se espejaba en el gran lago vecino.
Antes de montar, lo llamó la señorita Elisa. Ella, asomada a la ventana más grande de la casona eje del casco, esperó  su obediencia.
-¿Qué quiere Ud., señorita? -dijo, tímidamente, Gumersindo.
-Necesito  que venga aquí y busque todas las piedritas que se cayeron del jarrón quedando dispersas como si hubiesen impactado contra las paredes.
Gumersindo asintió con su cabeza sin pronunciar palabras. Agachado, como un animal obediente, juntó uno a uno, los cientos de pedruscos, mientras Elisa reía desaforadamente, con esa risa burlona que la caracterizaba.
Mientras sus manos  juntaban más y más piedritas, él la miraba queriendo no ser visto por ella, tan bella, tan delicada y tan cruel.
Desde niño la amaba, pero ella  siempre lo miraba con desprecio.
Salió de la casona muy triste y cabizbajo, como queriendo ocultar su rostro moreno, se dirigió a buscar el potro, casi arrastrando sus alpargatas bigotudas.
Pero Elisa quería jugar con el peoncito, ilusionarlo para luego  reírse de él y burlarse como lo hacía con todos los que ella veía como sirvientes.
Una noche, estando sola, maquinó todo.
Le avisó a Gumersindo que lo esperaría a cenar en la casona.
El peoncito no podía creer que ella, la señorita, quería compartir su cena con él.
No sabía cómo presentarse, buscó sus mejores pilchas y con una colonia barata se baño por completo. La cita era a las 9 de la noche.
Ella se vistió  como una princesa y sobre el mantel blanco puso velas rojas. Una melodía suave invadía el ambiente.
Los nudillos de Gumersindo golpearon la puerta, temblando de miedo.
-¡Adelante! - Dijo Elisa-  ¡Pase mi peoncito querido!
Él se adelantó y quedó maravillado al verla y esa luz de las velas, esfumada sobre la mesa y aquella  música, que nunca había oído, le quitaron el habla.
Se sentaron y ella lo sedujo con la mirada,  con sus gestos y  sus manos.
Él temblaba. Ella con sus palabras seguras, el todo silencio.
Después, ella disparó su fusil.
-¿Sabés, Gumersindo? Te llamé para divertirme.  Sos un peoncito estúpido ¿creés que  me fijaría en vos? ¡No, jamás! ¡Ahora, fuera de aquí tonto, ridículo, sentarse aquí conmigo, me has ofendido! 
Gumersindo salió humillado, no pudo llegar a su rancho, se dirigió al lago  y se lanzó al agua golpeando su cabeza contra una roca. Del cuerpo del peoncito brotaba tanta sangre que el  lago se pintó de rojo intenso.
Muy arriba, el cielo del amanecer  se espejó en el gran lago. Un sol pálido y aterrado ahora viajaba en un cielo rojo, tan rojo como las aguas del lago.

MARTA BECKER



MINI CUENTOS

ENCUENTRO FUGAZ
El hombre camina por la vereda de la sombra. Por el lado del sol la mujer va sorteando algunas baldosas rotas. Al llegar a la esquina cruzan y se cruzan. En el medio de la avenida chocan. La vibración es inmediata. Ahora es el hombre el que camina por el sol y piensa en ella. En la sombra, la mujer palidece y se olvida.

VERSION  2012
Caperucita le dice a su mamá: Mamá, mamá, voy a visitar a la abuelita ¿qué le llevo? Llená la canasta con algunos alimentos
-le contesta la madre- y una buena colección de preservativos de todos los colores, aromas y sabores.

MILAGRO
Milagro, gritó doña Rosa frente al cuadro con la imagen de la Virgen. Llamó a su hija por teléfono para darle la noticia. La Virgen llora, le dijo emocionada. Llena de fe, se arrodilló frente a la imagen y rezó largo y tendido, pidió por su familia, sus amigos, el país, el mundo, en fin, por todos. Lloró ella también mientras el cuadro seguía chorreando. La hija llegó corriendo para corroborar el milagro. La acompañaban todos los vecinos, alborotados por la noticia.
La gotera que cae del techo sigue mojando la imagen de la Virgen.


COMPAÑÍA
Todas sus mujeres se reúnen alrededor del féretro y lo lloran. Tanto y tanto lo lloran que las lágrimas inundan el velatorio. El cajón flota entre las presentes. Y tanto y tanto siguen con el llanto que el agua comienza a cubrirlas. Primero desaparecen las más bajitas, le siguen las de mediana estatura y por fin se ahogan todas.
El finado sonríe. Todas vuelven a estar conmigo.

FELIZ CUMPLE
Hoy es mi cumpleaños. No creo que nadie me salude, seguro en la oficina se van a olvidar. Así, me salvo de llevar nada para festejar.  Mi familia vive lejos y seguro no lo tendrán en cuenta porque no les interesa y como hace tiempo que no hablamos está rota la comunicación y ahora que lo pienso yo tampoco los llamo entonces no puedo reclamar. Pasaré el día sin decir nada para no comprometer a nadie y si alguno se acuerda le voy a agradecer. Pero lo dudo.
Mejor, me quedo en la cama.