domingo, 25 de marzo de 2018

Negro Hernández



El invasor 
Negro Hernández

El carnaval del barrio se había extinguido sin pena ni gloria mientras miraba por el balcón de mi departamento el desfile de la última murga triste por las calles húmedas de Barracas. Esa noche de enero estaba otra vez solo recordando las palabras de Marta en su adios.
“Negro vos sos demasiado sensible para mi, y un gran amante pero a esta altura de mi vida necesito un hombre con guita que me haga recorrer el mundo”. Dijo antes de despedirse con una sinceridad tan cruel que solo atiné a desearle suerte y esquivar el abrazo que me ofrecía.
El Gordo estaba en la costa de vacaciones con la familia y Sandoval en alguna de sus reuniones como administrador de grupos por facebook.
Hacía una semana que no iba por café y decidí volver después de purificar mi espíritu con la meditación oriental y hacer mis ejercicios de relajación para una vida plena.
Cuando  entré al Tres Amigos el viernes a la noche dispuesto a comer una picada me doy cuenta que al Gallego se le ocurrió colgar un gran televisor debajo de la esquina húmeda formada por las dos paredes de ladrillos a la vista y el techo.
¡Ahora van a venir a ver los partidos del codificado! ¡Se viene el mundial de Rusia!, dijo, relajando las cejas cepillo que apretadas sobre el nacimiento de la nariz de daban ese aspecto de severidad eterna.
En un intento modernizador y para no quedar afuera de la nueva realidad mediática, que acusa, condena y absuelve, pone y saca jueces, oculta las protestas, silencia los despidos  y nos muestra rostros sonrientes de los gobernantes mientras endeudan al país.
¡Te felicito! Atiné a decir, puteando para mis adentros. Justo a mí, que vengo religiosamente al café buscando un lugar tranquilo donde escribir, a estar un rato lejos del mundo, a charlar con los amigos, donde encuentro siempre algún romántico que me presta un sueño, o a veces a mirar por el ventanal a las lindas mujeres que se pasean por Barracas alegrándome  la vida, me viene a pasar esto.
¡Tengo que competir con el barcito que abrieron en la estación de servicio! Continuó diciendo el Gallego, mientras la pantalla aceleraba las imágenes entrecortadas por grandes carteles en un canal de noticias y la puta música hacía tachín... tachin... a todo volumen. Para colmo, mi mesa junto al ventanal estaba ocupada por una parejita tomada de las manos, y la piba campaneaba el televisor disimuladamente por encima de los hombros del muchacho. Yo más desorientado que un boxeador después de un cross de derecha, tambaleaba de un lado a otro tratando de encontrar el rincón del ring que me salvara, hasta que el viejo don Anselmo se acercó y me dijo vení con la mano palmeándome la espalda como a un chico desconsolado.
Sentáte Negro, no te hagas mala sangre. Lo que pasa es que te estas poniendo viejo, y los viejos no toleramos ciertas cosas.
Me senté, tuve ganas de prender un cigarrillo y me contuve, finalmente Joaquín me trajo la famosa picada para dos con un balón de cerveza.
El viejo escudriñaba mis pensamientos con esa mirada clara de los tipos de 80 años. Desde que enviudé me tomo las cosas de otra manera. Trato de no calentarme y de aprovechar las pocas ventajas que me ofrece la vida. El mundo nos va desplazando porque ya no les servimos, y nos van tirando poco a poco al tacho de la basura, pero yo todavía me resisto. Fijáte lo que hicieron con la jubilaciones y los remedios del Pami.
A esa altura, la bronca se me había disipando de a poco cuando me acordé del triste ´82. Los chicos peleaban en Malvinas y los grandes miraban por TV el mundial de España. Recuerdo que entonces el boliche de se llenaba de gente para ver los partidos, y a mí me daba tanta indignación que me borré del café hasta que terminó la mentira.
Después el Gallego me hizo caso y le regaló el televisor al Hospital de Niños.
La tele es una fábrica de objetos virtuales, es un gran verso organizado para que sueñes otros sueños, para que consumas sin pensar, es un olvidador de preocupaciones, un asesino de conversaciones, un encantador de serpientes sin piedad.
Como un invasor despiadado, la TV se te mete en la intimidad de las sábanas apagándote el deseo por la mujer que amas, marginándote de la realidad por un rato. Mentira tras mentira te taladra el bocho para que pienses lo que los poderosos quieren que pienses.
Después vine el miedo a ser marginado y el terror a caer en la pobreza. Pero que importa del después.
Hacé la tuya Negro, seguí viniendo al café que los amigos te necesitamos. Vos sabes que la amistad no pasa por el cable. Tomate una ginebrita y contame como te trata la vida con esta
Mishiadura.
Dijo Don Anselmo, mientras la parejita de besaba intensamente y me dieron ganas de volver a ser joven.


Sergio Gabriel Lizárraga



EN TAJOS A LA SED
Sergio Gabriel Lizárraga
Ediciones del Dock. Buenos Aires. 2017.
II
No sé
De qué están hechos sus dientes
Pero la puerta de mi casa
Muerde
Desgaja
Cualquier alma
Deja los huesos
Crujientes
Por eso no sé
Si es tu alma
La que ha quedado fuera
Resguardada
O si son tus huesos
Los que temieron más que tu alma
Porque al entrar a casa
Solo viniste con el color de tu otoño
Y yo no pude esconderte mis hojas
No sé por qué
La boca de mi puerta
Nunca muerde
Lo que en vos
Me duele
III
Hay días en los cuales
Volvemos a nuestras casas
Como se vuelve al pueblo
Hay días en los cuales
La lluvia adivina
Lo nuevo que nos duele
Las casas nos dicen quiénes somos
Y los pueblos a dónde vamos
Hay días en los cuales
Lo que pesa
Se vuelve verso
Y simplemente regresamos
Sin tanto mal sabor
Creyendo que hemos hecho bien
La labor de conocernos
V
Hay un cuervo que mancha
Tu oído de fracasos
Un hedor de avispas
Invadiendo el perfume de María
A Judas solo le importó el dinero
Eligió volcar su paso
Para caminarte de traición
Ella parió su devoción como un perfume que late
Y él respondió a tu voz
Porque tu lágrima fue el nardo
Que desvaneció su muerte
Que lo impregnó de vida
Siempre el amor al desnudar tu piel
Al hablar con los huesos
Al desbordarte como pan
Al cauce seco de tantas hambres
Yo solo pienso
En que no me llamo Lázaro
Y en que ninguno de mis muertos
Se llama Lázaro
XII
Tengo inclinada la espalda
Y el reloj
Se ha detenido
Hay un joven
En la mesa contigua
Perfectamente erguido
Como si su cuerpo
Estuviera en ristre
Como si el tiempo
Fuera su vencido
Yo me pregunto
Por qué hay noches más livianas
Y por qué mi noche
Es una hernia en la voluntad
Una debilidad en los huesos
Un reloj
Que envejece al alma



Fernanda Olinika



                              Fernanda Olinika

El Negro

Fue aquel día en diciembre. Movimiento de gente de un lado al otro. Mes de las fiestas y de mirar un poco el año que paso. Para que otro vuelva a comenzar como si nada. Nuevos proyectos, amigos… solo vivir que no es poco.
Ahí estaba él. Negro, menudito y con grandes ojos que destellaban vida.
Solo, esperando. Que alguien le de libertad y cariño. Y a mí me sobra cariño. Sabía que me iba a dar más, de lo que yo pudiese darle.Gritón y encantador. Hoy, bello como el primer día que me encontró y eligió vivir conmigo. Negro y con una sola cana que se asoma en tanta negrura. Sus pasos silenciosos, seguros y sigilosos, a punto de dar el gran salto para obtener un obsequio para mí. Me acompaña al dormirme y al despertar. Ahí está mi negro bonito. DODO mi gato.

El sueño

Todo se veía como siempre. El sillón, la mesita, el televisor. Ahí estaba mate en mano y unos bizcochitos, viendo el capítulo de la novela que me atrapa todas las tardes.
Encantadora y enamorada de su amigo. Todo el tiempo trataba de disimular. Sin embargo llego  el día. Cenando y contándose historias pasadas, ella le arrimó su boca y lo beso tan inesperadamente que no pudo reaccionar. Le gusto y siguieron con esta locura imposible. Sabe que no terminará bien. Porque Camila no iba a permitir que su amiga se quedará con Juan Ignacio. Los dos están tan apasionados que el calor del amor recorre todo su cuerpo.
Me desperté asustada, mi perro a los lengüetazos sobre mi rostro y el agua del mate quemándome la pierna.


Raúl Prieto



                                   EL Y ELLA  
Raúl Prieto

Que quien haya asolado siglos, milenios se presente ante mí con la belleza de una mujer y la ruda hombre fealdad de un hombre en una continua y dinámica  metamorfosis que la transformaban imperceptible y alternativamente en grotesca gárgola a ella y en Adonis a él, no me sorprendía. Estimo que la indefinición de aspectos formaba parte de su estrategia. Infundía a su vez temor, paz, aliento y desalientos, promesas de una eternidad repleta de sufrimientos o libre de ellos, o quizás simplemente la nada. Intenté comunicarme con palabras, única forma que aprendí a lo largo de mi existencia, que ahora se me antojaba ridícula, inútil, estéril. La gárgola o el Adonis con formas continuamente cambiantes se limitaban a descomponer sus rasgos, sin  brillos en sus miradas, ni arqueo de cejas, nada que pudiera definirse como muecas  humanas.
Procuré relatarle mi infancia, mi adolescencia, mi adultez, mis frustraciones,  mis escasos logros, que al ser mi propio juez cobraron dimensiones irreales: exageradas en las que deberían ser propias de la raza humana. Lugares comunes que no provocaron en él ni en ella mueca alguna. Desde el origen mismo de los tiempos les han rendido tributos. Tierra, fuego, agua han procurado mitigar el indescriptible temor que generaban. Innumerables guerras atroces, quizás las más, se han librado en su nombre, bajo distintos nombres, pero siempre con el único y simple temor a la Nada. En ese preciso instante ambas figuras grotescas y cambiantes: él y ella esbozaron un gesto casi humano, que se les pegó desde el origen mismo de la humanidad: una sonrisa.

Jenara García Martín




LA INCÓGNITA DEL PAQUETE   Jenara García Martín

Tenía  veinticinco años,  próximo a terminar la carrera de médico. De carácter introvertido y evitaba las reuniones sociales, salvo las obligadas con los compañeros de la universidad.  Así era el joven Singh. Residía en  Tucumán Capital, con su familia.
Su padre, viudo, se había casado con una mujer de la misma edad que Singh. El tener madrastra, no había sido el drama. El drama era que Singh se  había enamorado  de ella. Aunque trataba de ocultarlo, sus otros dos hermanos,  menores que él, no desconocían sus sentimientos. Vivía un tormento por ese amor. Una locura de amor imposible. La madrastra nunca había demostrado por los tres ningún otro sentimiento que el de reemplazar a la madre que habían tenido la desgracia de perderla para siempre. Un día aterrado por la situación que vivía y un pensamiento tormentoso que no da lugar a la razón, Singh,  se cortó las venas.
Fue una tragedia en la familia, no sólo por los hechos, sino por descubrir el motivo que le había llevado a tal desenlace. La rapidez con que actuaron los facultativos, le salvaron la vida. Es sólo una mera frase: “le salvaron la vida”. ¿Qué vida?... Si él había demostrado que no quería vivir...Tuvo palabras de consuelo. Consejos de los hermanos haciéndole ver, que la vida  puede tener sentido cuando se hacen proyectos para un futuro que él tenía por delante. Pero era necesario cicatrizar la herida que tenía abierta en su corazón. Singh, escuchaba a todos, incluso a su padre, que le habló como padre, a quien le pidió perdón, prometiéndole recapacitar sobre el error que había cometido y recuperar el tiempo perdido en la Universidad. Terminaría lo antes posible la carrera.
-Y después, hijo – le preguntó el padre.
-Después, pretendo viajar a Buenos Aires, pues quiero seguir estudiando para conseguir el doctorado en Psiquiatría, y mientras, trataré de conseguir algunas horas de prácticas en algún hospital.
Singh fue cumpliendo las etapas según las había proyectado y pasados dos años regresó a visitar a la familia en unas vacaciones. Su carácter, en cierta forma, algo había cambiado. y para bien. El ambiente en la familia era más cordial. Todos se alegraron de su visita, incluso la madrastra, que se lo manifestó al estrecharle la mano, dándole la bienvenida. Él era más comunicativo y en especial con su hermano menor,  que terminaba ese año la secundaria, quien no se cansaba de dialogar con él haciéndole preguntas sobre cómo  se había acostumbrado a esa nueva vida y por la especialidad  que había elegido. El otro hermano había ingresado en la Universidad, y estudiaba Letras.
- Saúl. Tú recordarás que yo era muy  introvertido, pues la Psiquiatría es la ciencia que se dedica al estudio y tratamiento de las enfermedades mentales y yo  he necesitado ese tipo de ayuda para salir de ese aislamiento en el que me refugiaba y no quiero volver al pasado que fue producto de mi inestabilidad mental. Elegir esta ciencia me ha convertido en lo que soy hoy.
-Es cierto, Singh. Cómo has cambiado. Antes no se podía conversar contigo y ahora no puedo creer que tenga  la confianza de poder acercarme a ti, sin que me esquives.
-Todo se lo debo a esa complicada ciencia que repitiendo el término, es la ciencia que estudia  para prevenir y diagnosticar la rehabilitación de los trastornos y complicaciones que esconde la mente humana. Y escucha Saúl, recién en el siglo XX comenzaron a identificar  estas complicaciones que esconde la mente, como enfermedades.
-Y antes cómo las trataban.
-La mente humana era un misterio y podían llegar a tratarlos, como…- no siguieron hablando porque la doncella les llamó para la cena.
Mas un día, Singh,  se encontró sobre su cama un paquete que decía: “para Singh” y sin remitente. La incógnita no tardó mucho en descifrarse.
Se lo enviaba la madrastra. Contenía una llave y un puñal. La llave, la reconoció, era la de la glorieta donde ella acostumbraba a ir  todas las tardes a disfrutar del atardecer, en soledad.  La sorpresa comenzó a preocuparle.  ¿Qué mensaje encerraba el envío de esos objetos?   ¿.El puñal?  Símbolo de Muerte. Tragedia. Sangre. Y la Llave:  ¿Para qué?   No podía descubrir el mensaje oculto en el envío de tales objetos. Y comenzó de nuevo el tormento., analizando los por qué  del procedimiento de su madrastra, con quien no había mantenido ningún  diálogo.
Recordaba  cuántas veces, en ese pasado oscuro de su mente,  la había observado, sin ser visto, desde su rincón preferido en el parque, a esa hora del crepúsculo sentada en la glorieta disfrutando de los últimos rayos del sol que iluminaban su bello rostro anacarado. Ese rostro, al que, por vergüenza, nunca había dado un beso. Ni de amistad. Ni de madrastra. 
Llegó el momento en que tomó la decisión de descifrar el mensaje.  Mientras atravesaba el espacioso y cuidado parque, que le conducía a la glorieta,  sus pensamientos volaban confusos. ¿Se habría apiadado de él y le perdonaría?  Llevaba sólo la llave. Abrió la puerta de la glorieta, haciendo el menor ruido posible. Ahí estaba ella sentada en la mecedora mirando a través de los vidrios el hermoso atardecer que se presentaba ante sus ojos. Permaneció inmóvil. Singh dio unos pasos y se arrodilló frente a ella. Las manos. Esas manos perfectas que cuando se saludaban le hacían temblar, las tenía sobre su regazo. Le extrañó su silencio y su inmovilidad. La pidió perdón por amarla y por la  actitud que tanto hizo sufrir a todos.  Ella, sólo levantó lentamente la vista y le miró con una mirada triste, de pena, de dolor, y su cabeza se inclinó, sin que hubiera emitido una sola palabra. Singh no podía entender nada...nada de lo que estaba pasando, mas cuando se animó a tocarla las manos, le recorrió por el cuerpo el indescriptible frío de la muerte....¡HABIA MUERTO!
Su última mirada había sido para él...Descifrado el enigma del  mensaje, permaneció arrodillado a sus pies, apenado y desconcertado ante tal desenlace y cuando pudo reaccionar, huyó del lugar. Se apresuró a cruzar de regreso el parque, y sin que nadie pudiera observarle se introdujo en la casa y se encerró en su dormitorio con el corazón destrozado, sin poder llorar. Había conseguido dominar todo tipo de impulsos  y haciéndose infinidad de preguntas, pues los hechos le demostraban que ella sentía algo por él, pero debía ocultar  el envío del paquete y  que él había estado a su lado cuando aún respiraba. Con una actitud  desconocida en él, decidió actuar con sangre fría y esperó  a que alguien la descubriera.  
Cunado su padre llegó de la Oficina y ella no estaba esperándole, como era su costumbre, preguntó a la doncella y le respondió que la vio cruzar el parque hacia la glorieta y allí fue a buscarla. Al llamarla y no responder, se acercó a ella y  al comprobar  que no estaba dormida si no que estaba sin vida, el grito desgarrador se escuchó hasta en la casa. Singh lo esperaba contando los minutos y salió apresurado cruzando el parque llegando a la glorieta junto a la doncella. El cuadro que presenciaron los dejó paralizados,  produciéndose un silencio estremecedor. Era el momento de su actuación, como Psiquiatra,  y emplear las palabras adecuadas en ese momento. Y fue  él, el que debió consolar a su padre, que no tenía consuelo, actuando con la serenidad que el caso le obligaba. El secreto del encuentro para evitar la actitud de ella y el comportamiento de él, se iría junto con ella, a la tumba.   Habían sido dos corazones heridos, en el pasado,  por un sentimiento culpable, sin pretenderlo, y ahora no podía conocerse ese encuentro furtivo.  Hubiera dado lugar a que pensaran en un acto de infidelidad  por parte de los dos, y nadie hubiera creído que fue ella la que lo provocó.
El sufrimiento de tal desenlace hubiera sido más doloroso y dramático para todos.  
Hasta que no llegó el médico no conocieron  que padecía un sesevero problema cardíaco y su deceso podría producirse en cualquier momento, y que Ella le había rogado mantenerlo en secreto.
Su ausencia sin retorno  dejó en toda la familia un vacío inmenso,  un profundo dolor y una infinidad de preguntas.
 También Singh en su mente  se llevaba grabada la tragedia,  y el remordimiento de la mentira. Un secreto que le abrió una grieta muy profunda en su corazón, preguntándose  qué grado de culpa era el suyo.  Ahora pensaba, como paciente. Cuando volviera a Buenos Aires tendría que visitar a  un Psiquiatra.


Gerardo Penini



QUIÉN LO IBA A PENSAR…  
Gerardo Penini

Le juro, pero que se mató, se mató. Así, no sé si de repente o fue poco a poco, sólo le puedo decir que nadie, pero nadie iba a pensar que terminaría como terminó.
Todos lo admirábamos un poco, fíjese que ser escritor y en esta ciudad. Casi un héroe. O casi todos lo admirábamos, la verdad ahora que lo pienso es que para algunos era un perdedor, un iluso. Para otros nada más que un tipo pintoresco.
Tal vez empezó hace tiempo, cuando un día que lo fui a visitar estaba charlando sentado al fresco, bajo el gran damasco del fondo. Hablaba muy animado y en eso vi cómo caían damascos maduros. Le juro, caían y caían sobre él, que seguía conversando con alguien que yo no pude ver. Cosa muy rara, porque la fruta por más que esté madura no cae así, toda en una tarde. Pero los damascos no paraban de caer. Cuando él estaba tapado por esa pila fragante empezaron a llegar abejas, saludé nomás desde la galería y salí a la calle.
No, ya le dije que no pude ver con quién hablaba. Después salió publicado ese cuento tan lindo sobre las abejas que llevaban néctar de los damascos a la abuelita que hacía dulce y la planta que hablaba. No sé para qué se lo cuento, usted lo debe haber leído.
Ahora le digo que susto grande me llevé cuando lo vi con unas gotas de sangre en la camisa. En ese momento fue tal la impresión que no reparé en que era una camisa cuello duro ni en que tenía un moño de seda desarmado bamboleándose sobre el pecho. Aparte de las gotas rojas me llamó la atención una larga pluma como de águila que esgrimía en el aire y una música que llenaba toda la casa. Pero no tenía radio ni tocadiscos ahora que lo pienso. Le juro que esa vez le grité… ¿Qué te pasó? Le dije mientras trataba de verle alguna herida. “Nada – me dijo- estoy escribiendo palabras de amor, tal vez un poema o tal vez no”. Me quedé parado sin saber qué hacer y él se trepó a la vieja escalera de hierro haciendo ademanes, como dirigiendo la orquesta que ya no tocaba, y tampoco tenía ya la pluma en la mano. La risa de un chico que pasaba en bicicleta cortó todo, ni supe en qué momento desapareció dentro de la casa.
Después de publicado el libro de poesías lo vi más flaco…no sé, quizá tendría que haber sospechado, estaba más pálido. Pensé alejarme pero no pude, éramos muy amigos desde la infancia. Para colmo me dijo lleno de entusiasmo: ¡Ahora a meterme de cabeza a escribir una novela! ¡Será mi novela! Tendría que haberlo acompañado más, pero le juro que nadie iba a pensar.
Aunque no, ahora creo que no, no se mató. Fue ese día que le preguntaron ¿Y para qué sirve escribir? ¿Para qué leer tanto? Aunque no me acuerdo si lo escuché o lo leí en su libro.
No señor, ahora por fin es el dueño inmortal de su propia novela, esa que termina con un pobre tipo sentado con los ojos muy abiertos, evaporándose con el humo el día que quemaron todos sus libros, los libros que él leía a lo largo de la novela.

carlos margiotta

RECTANGULARES MUJERES DE PAPEL
                                        
En las celdas de una colmena
donde se repite la vida
las imagino alumbradas,
descalzas, prisioneras,
exhibiéndose en la noche impaciente.
Dobladas sobre una cama sumisa,
agotadas de amores.
las imagino frágiles,
crueles, piadosas,
maquilladas con el llanto tardío
de las que saben tanto.
Pegadas a la tela de mi deseo
como un consuelo,
las imagino blancas,
únicas, arrogantes,
eternas demandantes del fuego,
esas rectangulares mujeres de papel.

                                        Carlos Margiotta

Mónica Russomanno



SAN SEBASTIÁN  
Mónica Russomanno

Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste tren.
Anochece.
Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo estallar el pecho.
No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
 Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia muerte.
El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraña, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.




Mirta Morilla



La clase de anatomía  
Mirta Morilla
 En época de vacaciones, todos los días a la hora de la siesta, Juanjo, el hijo de doña Clara, la almacenera, y Lucho, el hijo del doctor Benitez y yo, nos íbamos al médano. A eso de las tres Juanjo pasaba por casa y se detenía junto a la puerta. Yo escuchaba su silbido prolongado y salía despacito por la ventana que daba al jardín, para no pasar frente al cuarto donde descansaba mamá. Inevitablemente, justo cuando estaba por saltar, oía su voz que me recomendaba, “Pato, llevá algo para cubrirte la cabeza, te podés insolar. ¡Ah, y no te bañes enseguida!”.

El médano era nuestra base de operaciones. Allí Juanjo nos contaba sus extraordinarias historias de ciencia ficción, y Lucho hablaba sobre esos libros grandes con lomos dorados y láminas del cuerpo humano, que tenía su padre en la biblioteca de su casa, en la capital. Y siempre nos prometía que en las próximas vacaciones traería alguno escondido en su mochila.

Durante muchos veranos seguimos con nuestra costumbre de encontrarnos en el médano. El tiempo transcurría veloz y teníamos la sensación de que crecíamos día a día. “¡Qué buena está Carolina, la hija del verdulero!”, decía Juanjo, que ya no leía tantos libros de ciencia ficción. “¿Y María José, la chica que vive enfrente de mi casa ?”, decía yo. “Parece un palito pero,  ¡qué gambas tiene!. Lucho tenía gustos especiales; para él las únicas lindas eran las mujeres grandes que, en ese momento, para nosotros, eran las de más de veinte años. Juanjo y yo teníamos once y Lucho ya iba por los trece.

Ese verano Lucho cumplió con la promesa y trajo dos libros en su bolso de playa: uno de Anatomía Humana y otro de Anatomía Comparada. Empezó a hablar con voz solemne: “El estudio del tamaño, forma, posición y relaciones entre las diversas partes del cuerpo humano en estado de salud...”

¡Qué bueno eso del tamaño, la forma, la posición!,  pensaba yo. Y Lucho seguía: “...se llama Anatomía Normal, y en condiciones de enfermedad, Anatomía Patológica”.

Durante varios días siguió con Histología, Células, su estructura íntima, Glándulas Suprarrenales, Arterias, Venas y Vasos Capilares, Sistema Nervioso Vegetativo, Vejiga, Sangre, Cerebro, Cartílagos, Digestión, Sentido del Oído, Sistema Reproductor....¡Por fin!, pensé, ¡ahora sí! ...”Genitales Masculinos”, seguía Lucho, “Pene, Testículos, Excitación: estímulo  ante el cual  se  produce la  erección; Organos Genitales Femeninos: Ovarios, útero... la vagina se encuentra externamente... “

“¡Qué dibujos horribles!”, protestó Juanjo, “¡yo quiero ver dibujos con minas en bolas y con tetas bien grandes!“ “¡Callate, bestia!”, se enojaba Lucho, “primero tenés que aprender con estos libros técnicos”.

Una tarde Lucho leyó sobre Digestión, Estómago, Hígado, Páncreas y Vías biliares ; bostezamos tantas veces que paró la lectura y nos tiramos en la arena, aburridos, esperando el momento, dejando pasar el tiempo para poder bañarnos. Fue entonces cuando apareció ella, Lola. Siempre la habíamos visto de lejos ; vivía en una casita cerca de la playa, sólo sabíamos que se llamaba así, “Lola”. Para mí fue como una diosa apareciendo mágicamente sobre la arena. Juanjo aullaba,“¡Uuuuhhh, qué minón infernal!“. Ella caminaba despacito, pies descalzos, pelo suelto, envuelta en una salida de playa transparente que dejaba ver su cuerpo bronceado, desnudo. Dejó el bolso en la orilla y se quitó la salida, caminó un trecho, después se zambulló y se alejó nadando.

Empecé a darme cuenta que eso de la erección era cierto. Sentía que mi órgano viril, o sea el pene, ¡bah, mi pito!, crecía, crecía y crecía, ¡se hacía bien grande, bien grande, y los libros  de Lucho decían que el estímulo... -¿cuál era el nombre del estímulo?-  ¡sexual, sí, sexual! , provocaba excitación, o sea calentura, y yo, ¡estaba caliente! y mis testículos -¿ese era el nombre técnico?- ¡los testigos!, como lo llamábamos  con los chicos, se hinchaban más y más, ¡como si quisieran estallar!

¡Ya soy un hombre!, pensé. ¡Pobre Lola, si la agarro la mato, la parto en dos! ¡¡¡Era la erección!!! ¡¡¡ Sí, la erección!!! ¿Y después? ¿La e-y-a-c-u-l...?

¡Qué se yo !.

“¡Lola, sos una leona!“, rugió Lucho, asombrándonos con su explosión. “¡Te amo, Lola !”, gritó Juanjo. Yo me había quedado con la boca abierta y no podía cerrarla. En ese momento Lola regresó nadando hasta la orilla. Sus largos brazos asomaban acompasados sobre la superficie azul claro del mar. Podía ver su cara, los ojos cerrados, los labios entreabiertos pintados de rojo y los dientes blanquísimos.   Al  incorporarse  miles  de  gotitas de agua brillaban en sus senos perfectos, en su vientre, en sus caderas armoniosas. Toda ella resplandecía, tornasolada. “¡¡¡Lola , te amo !!!”, gritaron al unísono Juanjo y Lucho. Ella miró sorprendida hacia nosotros. “¡Mocosos sinvergüenzas, ya van a ver!“, dijo furiosa. Juanjo y Lucho se evaporaron entre los médanos. Yo seguía con la boca abierta. Mudo. Pralizado. “¿Y vos, rubio carita de ángel? ¿Parece que no tenés miedo?”, y se cubrió con la salida de playa, que era como si nada. ‘¡Así me gusta, sos todo un hombre! Seguro que sos el más grande de los tres”. “¡Sí, claro! Soy el más grande”, mentí orgulloso. “Vení, acompañame, aquí cerca tengo la carpa”.

Caminamos juntos. Ella me rodeó los hombros con su brazo. Sentí su piel suave, húmeda. Tuve un escalofrío. Enseguida llegamos. Entramos. Se quitó la salida de playa y se envolvió en un toallón. Su cuerpo apareció y desapareció en un instante. Ya no lo cubrían las gotitas de agua; sin embargo, brilló más que antes ; fue como un relámpago. Quedé como fulminado. “Vení, vení, tengo frío, acercate”, me dijo Lola mientras se sentaba sobre un almohadón. “¿Qué te pasa? “Yo me acerqué tambaleante. Me senté a su lado. Estábamos muy cerca uno del otro. Me abrazó. Su piel morena ardía y quemaba mi cuerpo, y su perfume dulcísimo, enloquecedor, pegajoso, me emborrachaba tanto como el licor de mandarina de mi abuela Rosa. Con dedos ágiles terminados en uñas rojas y puntiagudas, desprendió el broche de mi short. Mis ojos estaban clavados en dos fantásticas tetas doradas que se balanceaban casi al alcance de mi boca. Lola bajó el cierre. A medida que lo hacía comencé a sentir que lo mío, antes tan crecido, tan... grande, en ese momento, yacía entre mis piernas como un nardo mustio, muerto...

Mi estómago y mi intestino se quejaban con sonidos agudos, prolongados, que me resultaba imposible disimular. El cierre, abierto en ángulo perfecto, señalaba allá, en el fondo, mi nardo, infinitamente pequeño, insignificante, mustio, muerto. Lola miraba. De pronto, empezó a reírse cada vez con más ganas. Lloraba de la risa. Con un movimiento rápido cerré mi short. Me levanté. Mis piernas se aflojaron. Sentía roja mi cara. Con un esfuerzo enorme salí corriendo y no paré hasta llegar a casa. Entré agitado, empapado de transpiración, quería vomitar, tirarme en la cama. Morirme. Mamá, al verme así, se preocupó. “¿ Qué te pasa, Pato? ¡Estás afiebrado! ¡No, no me digas nada, ya me lo imagino!”

“¡¡¿¿Cómo??!!, pregunté con las últimas fuerzas que me quedaban. “Sí, te insolaste, ¡te insolaste!, ¿verdad, querido?”. Arrasado por lágrimas incontenibles, cubriendo mi cara que hervía y con la voz ahogada alcancé a decir, “Sí, sí mamá, creo que sí, estoy insolado, también me bañe demasiado pronto y... ¡se me cortó la digestión !...”.


Mirta Morcilla ha publicado cuentos en las siguientes Antologías : LOS HABITANTES DEL CUENTO  (Vicinguerra, 1989). REFLEJOS DE VIDA (Versibus, 1993). CORTOS CIRCUITOS (Nueva Generación 1994).  


Rubén Amato



                                   Manolarga  
Rubén Amato

En mi familia todos eran un poco manolarga. El sopapo venía de cualquier lado, en el momento menos pensado. En casa eran casi todos una especie de golpeadores seriales donde "la palabra" aparecía  sólo para decir "no me dejaste alternativa". Y... si... nos fajaron de lo lindo. Pero sabes que?... lo hicieron por nuestro bien.
Y tan mal no salimos che!...
Bueno... no nos engañemos, este país  se hizo a los golpes. A los reveses que salen desde "arriba" o desde "abajo"... pero desde los sectores de la política que ya no sabe de que ideología disfrazarse para seguir robando... ves?...
0tra vez los manolarga. Pero ahora para quedarse con el trabajo de todos... Bah... con el poco empleo que nos dejaron.
Yo no se... que es lo que buscan... que no queden más obreros, ni empleados, ni mozos, ni señoras de la limpieza. Los manolarga no van a querer ir a trabajar... ni borrachos pueden alucinar trabajar. Por eso es que cada vez están perfeccionando la robótica. Para que las tareas las hagan los robots
Que sólo necesitan ser recargados.
Hacen todo sin chistar, llevan cargan, hablan lo necesario, no se cansan. No necesitan de dinero. En fin. Y pensar que antes los humildes hicimos de robots varios siglos. Pero ya está bien... no voy a convertirme en un manolarga dándote un sopapo para que te quedes y aceptase estas ideas. Así que hasta luego.
Sólo te digo que la realidad ya es una manolarga  que atrebata sueños y deseos puros de solidaridad.
Eso. No se lo permitamos...
Al menos... no todos los días.

Gabriela Carrera



Retazos de Irina  
Gabriela Carrera

El día que la abuela Irina falleció, mamá llamó por teléfono y me pidió, con carácter de orden, que me encargara de todo lo referido “mi abuela” que ella no pensaba volver a ese pueblo de mala muerte, ni volver a esa casa del demonio ...”que seguro está embrujada”...
La relación de mamá con la abuela no fue de las mejores. Y me crié escuchando a una maldecir a la otra. Una vez papá me dijo, “No les hagas caso, se aman pero gatos grandes no comparten jaula”. Será por ello que antes de cumplir los veinte me fui a vivir sola.
Para feriados de carnaval, tomé prestado el coche de papá y fui a cerrar la casa de la abuela. Tres años habían pasado de la última vez que la visité en "El Dorado" un pueblito encantador, sólo de visita. Sus casas, sus calles, su gente parecen haberse detenido en el tiempo. Será por ello que Irina decidió quedarse allí, nunca se lo pregunté.
Cuatro días me tomó juntar todo aquello que podía ser útil muebles, ropa, utensilios de cocina y libros que ya tenían destino, el hogar El Remanso, donde concurro dos veces por semana a dar una mano. Cuando los muchachos de la mudanza se llevaron todo decidí pasar una noche más y seleccionar para mí retacitos de Irina para que me acompañe y no quede perdida en los velos del olvido. Mamá ya me había advertido “No quiero nada”
Cenando en la única casa de comidas del pueblo, se sienta conmigo a la mesa, una amiga de mi abuela, no la conocía pero recordaba haberla visto en el sepelio. Pedimos una botella de vino y entre copas pudo contarme parte de la vida de Irina que yo no conocía y antes de irse me dejó una caja, que la abuela le había pedido guardar, y ahí se fue mi mágica amiga dejándome llena de preguntas.
Ya en la casa buceo en el tesoro que había llegado por casualidad a mis manos, las pocas pertenencias de Irina esa abuela extraña para mí, extraordinaria para la señora de la casa de comidas.
La caja contenía fotos, recortes de periódicos viejos, retazos de tela con fechas en el reverso y atadas con una cinta de raso las cartas que habían sido escritas por ella y su amado Esteban, mi abuelo. En su juventud Irina había pertenecido a una compañía de circo que deambulaba por todo el territorio. Eran nómades buscando alimento y refugio en cada pueblito que visitaban. En una de las fotografías podía verse a mi abuela en su atuendo de “Adivina” polleras largas, pañuelo en la cabeza, los pies desnudos y sus manos colmadas de anillos y pulseras, eso recuerdo de Irina, el tintinear de sus pulseras.
La noche que Irina conoce a Esteban el Circo El Coloso, según un recorte de periódico, se encontraba en el pueblo Frontera en la provincia de Formosa a orillas del Río Paraguay. Esteban había ido al pueblo a ver que era eso de la atracción del Circo, y ahí la vio a la adivina mestiza, sus ojos color aceituna, la piel bronceada por el sol del norte entre velas y tules. Nunca recordaría lo que  le predijo, quedó hipnotizado  si recordarían que hubo un eclipse de luna dejando el pueblo a oscuras por un rato y con los sentidos desordenados por unos días a unos cuantos. El día que el circo levantó su tienda, Irina y Esteban cruzaron al Paraguay y no se supo de ellos por un tiempo.
Cuando queda embarazada de mi madre vuelven y se instalan en El Dorado, él se dedicaría a la madera e Irina no dejaría los vicios de la adivinación. Venían a consultarla si encontrarían el amor, otras veces, cómo perderlos.
Todos los recortes de periódicos mostraban alguna catástrofe o noticia relevante siempre relacionada con algún acontecimiento familiar. El día que muere Esteban, en un accidente talando árboles, un recorte anuncia una extraña invasión de langostas. La noche que mi madre naciera hubo un tornado, dejando al pueblo aislado por las inundaciones.
La vida de mi abuela se encontraba en esa caja entre mis manos, unos pocos recuerdos de mi niñez, retacitos de mis vestidos de niña guardados con fecha, algunas historias de mi madre que renegaba de su infancia poblada de gente que entraba y salía de la casa en busca de una pócima que calmara calambres o una palabra de consuelo. 
Decide dejar a la hechicera entre sus brebajes y reuniones de aquelarre, viene a Buenos Aires tratando de dejar el pasado y ser simplemente Luna.
La llamo y le digo: “vieji todo listo, quedó vacía. Mañana viene el martillero y la pone en venta.




Marta Comelli



AHOGOS VENECIANOS  
Marta Comelli

Los delicados y fríos tonos de un Crucifijo del siglo XIV parecen ahogarse ante las ‘’Catorce Estaciones del Viacrucis ’’ de Tiépolo. Allí estoy y sobrevivo al paso del tiempo, al atropello humano, descarnado, a los colores tiernos y desfachatados de Venecia. ¿Sin Ti?
 Parada en San Paolo, luego de verlo sofisticadamente envuelto en su turbante de oros y amarillos, el Indú, me mira con recelo. Parece recordarme cuando Murano, Lido, los ahogos de entonces, como estos de una cruz que entregué hace un momento en manos de San Giácomo de Rialto. La bocanada de aire puro llega al bajar las escalinatas para acceder a su campo, donde  el ‘’gobbo’’ atrapa mi mirada, ese hombre fatal y arrodillado que la sostiene. Piedra de siglos, mito, allí están juntos, escalinata y jorobado del Rialto, fe, esperanza de misericordia en las velas encendidas al santo de la reconciliación.
¿Él me sigue o me persigue?
Rosas blancas, inmaculadas,  cuelgan sobre un puente  y se deshojan al roce de mis manos ávidas buscando, entregando caricias. Sutil descubrimiento de la tersura de esos pétalos, sensuales, aterciopelados. Me asfixio. Él me mira fijo ahora y enfrenta. Nos mezclamos, nos buscamos entre los frutos del mercado, entre las flores, sus perfumes. Tú, ¿dónde estas?  Él, juega con su turbante, lo acaricia, Yo con los frutos.   El espacio se ilumina con un sol abrasador, las  conversaciones musicalizadas, el colorido coloquio de ese mundo matinal  al que nos sometemos, a sus sensaciones, sus delicias. Jugamos el juego de la caricia y el olvido,  de la lejanía y el casual rencuentro luego de años, cuando su mirada fue una llave al candado de mi angustia.
Entonces, Tú corrías puentes desde mis manos, brotabas palabras desde los ojos autómatas, desprolijos de incredulidad y miedo.
 ¿Él, dónde se gestaba, surgido de la imaginación de quién, en qué ocultas miradas o palabras?
Otro campo, es San Polo de imprevista austeridad ante los ojos. Me aquieto. Palacios que conservan con orgullo su belleza, y allí, Él se acerca, ya no me mira con miedo, en sus manos oscuras brilla un vaso rebosante de un líquido rojo, lo acerca a su boca, bebe, sensual bebe, me mira luego y lo eleva en un brindis. En sus ojos no hay desesperanza,  desamparo, ni en los míos. Ofrece con su mano una aceituna que bordeara el vaso, pasa y sigue, pasa y quedan, su aroma, su no voz, su mirada serena de tierras delicadamente oscuras, distantes.
Desde lejos, con la mano en alto, Tú  me reclamas. Otra vez el hueco del que me rescatas, y salto.                              

Florencia Bellora

PASAJEROS  
Florencia Bellora

Su atención por favor, este tren no conduce pasajeros.
Zumbaban los altoparlantes de la plataforma subterránea al mismo tiempo que bajaban hordas del tren. 
Fue curiosa la sensación que me asaltó al poner los pies sobre el andén. La afirmación que hacía esa voz anónima por el altoparlante retumbaba todavía en el aire y al levantar la vista entendí a que se refería.
Se levantaban de sus asientos y apuraban el paso hacia la escalera mecánica cientos de casi humanas monstruosidades.
Caras pálidas, algunas verdosas, y enceradas, de ojos inmensos y múltiples, con mechones de pelo en parches enmarcando bocas tan tirantes que ninguna estaba cerrada, dejando entrever bajo los labios azulados, dientecitos marmóreos espaciados y desordenados.
Se escuchaba la rítmica respiración de aquellos seres que 20 segundos antes del anuncio, eran humanos, por lo menos a primera vista.  El aire se volvió denso y espeso, visibilidad nula; ¿por dónde respiraban si no tenían narices?.  Humanidad anfibia y subterránea.
Los otros vagones venían cargados de lo que parecían ser otra especie de monstruosidad. Esbeltos cuerpos femeninos, larguísimas piernas envueltas en escamas azules, cinturitas de avispa y proyecciones tentaculares dispuestas como grandes polleras. Entre las tetas inmensas, una luz cristalina, que iluminaba esas caras, que a pesar de las densas escamas, eran perfectas.  Narices pequeñitas, ojos grandes entornados con grandes pestañas plateadas, y labios carmín, cerrados en un beso. 
Se oía un zumbido constante que envolvía a ese grupo reptilesco de mujeres. En su tránsito por el andén, de paso firme y sereno, fueron desplegando pequeñas alas transparentes, batiéndolas limpiaron el ambiente de aquel aire espeso exhalado por aquellos anfibios.
No sabía que pensar. Me encontré sentada en un banco sin entender que eran aquellos pasajeros, y me azotó la duda, ¿habría mi cuerpo sufrido una metamorfosis al salir de ese tren? Miré en derredor, no había espejos, y la gente volvía a acumularse tras las líneas amarillas esperando el próximo tren hacia Catedral.
Saqué un espejito de la cartera, después de mucho revolver, viendo que mis manos seguían siendo las mías, empecé a respirar más despacio.  Lo abrí a la altura de la cara, con los ojos cerrados.  En el momento que iba a abrirlos, siento el peso de una mano en la espalda, una respiración frutal que me envolvía, y una voz tan serena, melodiosa, un murmullo "solo alcanza con mirar para adentro."


Con los ojos aún cerrados, guardé el espejo. Agarré el saco. Salí al frío de la noche, y decidí que no estaba para multitudes, caminé.