viernes, 27 de septiembre de 2019

Carlos Margiotta



Olor a tostadas  
Carlos Margiotta

No me alcanza, nunca me alcanza para llegar a fin de mes. La situación me angustia y la idea de no poder me sumerge en un pantano. Tal vez no debí haber dejado aquel trabajo seguro en el banco y hoy sería gerente de alguna sucursal con un buen sueldo, aunque las cosas cambiaron también para el gremio, la malaria nos llego a todos. Tal vez mi vida es la consecuencia de una cadena de malas elecciones arrojándome a este lugar donde sobreviven los perdedores. De la carta que espero, ni noticias. “Cuando llegue te escribo”, me dijo en la terminal de Retiro apurando la despedida.
Con un correo electrónico en la computadora, sería más fácil, con su respuesta urgente, inmediata, pero, ¿qué haría con la esperanza?, con esa ilusión encendida cada tardecita, cuando vuelvo a casa y camino las tres cuadras custodiadas por dos hileras de jacarandaes estrellados en flores, que alfombran las veredas desde la estación del tren hasta la avenida con su azul desvanecido. Y yo pensando. Pensando en el sobre blanco tirado sobre el parquet, debajo de la puerta, latiendo por ser abierto y desgarrado de un tirón, aliviándome la noche. Esa noche que temo desvelando los fantasmas de ayer. ¿Vendrán a llevarme por la fuerza otra vez?
La veo sentada en el banco de una plaza, la plaza donde empezó todo. La plaza rodeada por la iglesia donde fue bautizada, el edificio municipal, el teatro de la Sociedad Italiana, y varios comercios minoristas como la mercería de Iris, ya viejita, adonde se juntaban con su madre para charlar y tomar unos mates.
Ella escribe una carta, una carta que nunca enviará, como las otras guardadas en el cajón de la mesita de luz. ¿Para qué?. Ni siquiera sabe donde estoy. “Mamá está muy enferma, tengo ganas de quedarme unos días más... te extraño”. Después del viaje empezó a olvidarse de todo, a sentir ajenas todas aquellas cosas que deseaba tanto cuando partió: la ciudad, la gente, el hospital, y sobre todo a Él, a ese hombre con el que se sentía dichosa, plena, capaz de cualquier locura, pero al mismo tiempo sometida.
Es sábado, los muchachos y las chicas salieron a dar la vuelta al perro, como entonces, cuando sus padres se conocieron. Él, paseándose con su uniforme del colegio militar, regresando en su día franco, y Ella, tratando de ocultar esa sonrisa coqueta que aún conserva entre los surcos grises de sus arrugas marcadas por los años y las desventuras. La ronda de los jóvenes continuaba su giro de risitas y miradas, sin el pudor de antaño, cruzando el aire templado del crepúsculo anaranjado, descendido sobre el horizonte de trigo.
Es la hora de la medicina, se dijo, y pasó su lengua por el borde engomado del sobre donde encerró sus palabras, como otras veces.
No soporto los fines de semana sin ella. La cama se me ensancha como la incertidumbre de no saber. En este tiempo trato de hacer algunos trabajos para distraerme: corté el césped, arreglé la pérdida del tanque de agua, pinté el cuartito de atrás preparándolo para su regreso, pero su ausencia vuelve. Mejor dicho su ausencia está presente, lo que vuelve es el abandono con esa sensación de ser desprendido, alejado del lugar amado, entregado por la fuerza a la nada. Me da bronca que se haya ido así, de repente, sin dejar una dirección, un teléfono, sin pedirme, sin necesitarme. Siento celos, me torturo imaginando una traición, y me duele pensar que me esté olvidando. ¿Se habrá cansado de nuestros juegos?.
Camino a casa saludó a José, su novio de la adolescencia, yendo a la misa vespertina con su mujer y los críos. Se detuvo en la farmacia de don Roque, donde por la puertita del costado Imaginó que al entrar a la casa escuchó los quejidos de su madre, llamándola. Se acercó y le acarició la frente, acomodó las almohadas para aliviarle el dolor punzante de la espalda, y estuvo a punto de contarle todo, de hacerle una promesa que le prolongara la vida y el sufrimiento.
Apagó el televisor, eran las cuatro de la mañana y el insomnio lo había atacado de nuevo. Se levantó de la cama y fue al baño para darse una ducha con agua fría como en las épocas de la milicia. Con el toallón verde alrededor de la cintura se paseó un rato por la habitación y salió al jardín. Prendió un cigarrillo agachando la cabeza sobre el hueco de su mano izquierda y miró al cielo buscando la estrella que llevaba su nombre. Allí estaba, parpadeando a lo lejos, y le tiró un beso de humo. Vio pasar a Francisco yendo hacia la fábrica en bicicleta por el camino de tierra, mientras los gorriones empezaban a cantar anunciando la mañana. Repasó las actividades del día y entró a la casa. El olor a pintura del cuartito del fondo le recordó que faltaba darle una mano. Bostezó con el cuerpo vencido y apagó la luz una vez más. Escuchó un ruido a tacitas de café en la casa vecina disponiéndose sobre la mesa, y el olor a tostadas lo despertó como cuando era chico.


Ester Vallboba



Anuncios Inclasificables  
Ester Vallboba

-Se ofrece por no usar amor a medio fraguar. Desgaste medio. En buen estado. Si lo prueba, se lo queda. Garantizado. 
-Se busca mirada perdida. Fue vista por última vez una tarde de otoño, siguiendo el vuelo de las hojas del parque. Se recompensará a quien pueda dar algún tipo de información. -Vendo sombra o cambio por algo que me interese. Carácter algo rebelde, pero noble. Pedigrí demostrable. -Regalo por no poder atender lote de miradas esquivas. Vendo a juego caja con llave y candado para tenerlas a buen recaudo. -Por mudanza del corazón, vendo a peso cartas de amor. Buena calidad de papel. Aptas para reciclar recuerdos, lágrimas y momentos que ya no volverán. Precio negociable. -Busco aprendiz de duende para jornada navideña. Imprescindible buenos propósitos y transporte propio. -Regalo por no volver a usar paracaídas abierto, casco abollado y avioneta con pequeño golpe. Recomiendo leer antes atentamente las “Instrucciones para llegar con éxito a tu corazón”. Interesados pueden visitarme en el hospital. Se aceptan bombones. -Urge airbag para mi corazón. -Cambio margarita deshojada por paraguas roto. Regalo cajita con pétalos de recambio. -¡Aviso urgente! Se ha fugado una nota del conservatorio donde estaba interna. Fue vista por última vez en un pasillo del metro, de la mano de un músico ambulante. Si alguien conoce su paradero, por favor, díganle que sus hermanas, aunque nos deja totalmente desafinadas, nos alegramos por ella y le deseamos lo mejor. -Busco gps que me guíe hasta tu corazón. -Por jubilación, poeta cambia musa por sudoku. -El pasado sábado me robaron el corazón en plena calle. Busco testigo del suceso. -Se busca tiempo perdido. -Intercambio saco de buenos propósitos por una sola promesa cumplida. -Aprendiz de poeta busca inspiración. No importa estado. -Recién salido del armario lo cambia por cama para celebrarlo. -Regalo puerta de mi casa por no usar. Está siempre abierta para ti. -Indeciso busca moneda de dos caras, o de dos cruces, o…, bueno, no sé, para no tener que tomar decisiones. -Busco esperanza para caja de Pandora abierta. -Poeta nostálgico cambia pc por pluma de ave. -Regalo lote de sueños hermosos por no saber con quién compartirlos. -Cambio día nublado por una mirada amiga. -Busco reloj que atrase para alargar nuestras citas. -Cambio libro de astronomía por estrella fugaz. -Busco recuerdos perdidos para llenar memoria en blanco. -Busco nave espacial económica para convertirme en tu satélite. -Náufrago busca botella de vidrio reciclado para mandar mensaje de amor. Indispensable tapón de corcho. -Perdida pajarita de papel. Se recompensará. No lleva chip. - Por suspensión de pagos, empresa recicla talonarios de cheques sin fondos. - Criador de palomas ofrece ejemplares adultos a gobiernos de todo el mundo. Se acompañan de ramita de olivo. Sin garantía de éxito.







Celia Elena Martínez



El cura llegó tres días después  
Celia Elena Martínez

Después de mucho vagar el joven llegó a la Capital. Viajó en diferentes medios siempre a dedo o colado, siempre con su mochila sobre las espaldas. Paraba micros pidiendo que lo llevaran sin pagar, había salido del pueblo con dinero sólo para comer, algunos de los conductores se negaban, la mayoría no, subió a autos, camiones, furgones de tren…
Su destino era la gran ciudad, en busca de su padre a quien no conocía.
En uno de los camiones iba un muchachito de blancos dientes, quien estaba en la parte de atrás donde él también ascendió, miró al chico y sonrió. Pararon en una fonda de camioneros, hacía frío pero el fuego crepitaba en la estufa, mientras se calentaban cerca del calor pidió en el mostrador sucio un sándwich y café con leche, los camioneros pidieron una grapa, uno de ellos borracho se levantó tambaleante de la silla. Había anochecido, salieron, en la calle reinaba el silencio, sólo ladridos lejanos y una que otra lucecita en el caserío lejano. El adolescente que había quedado adentro quiso tocar a un felino pero el gato recogió sus patas al desconocerlo.
El muchacho cuando por fin llegaron a la metrópoli se alojó en un mugriento hotelucho cercano a la dirección que llevaba. Preguntó por Miguel Saravia y le dijeron que fuera a la Iglesia, que allí sabían de él. Ya allí le dijeron que no estaba en ese momento, que había viajado al interior,  que volvería en unos días.
Lo esperó. Miguel Saravia, el cura, regresó tres días después, él era su padre.

Susana Kleiban



                                 
Silenciosos regalos  
Susana Kleiban

No parecía sencillo encontrar los culpables de tan horrendo crimen. En el noticiero de medianoche habían puesto en letras de molde en rojo la frase: "ÚLTIMO MOMENTO" y dos movileros emponchados y temblorosos trataban de relatar lo sucedido. El cronista tartamudeaba y no se sabía si era por el frío o por la conmoción de lo que sus ojos habían visto.
Una nena estaba sentada en la puerta del conventillo con el brazo derecho abrazando a una muñeca de trapo y y en la mano izquierda  apretaba un pañuelito del que brotaba mucha sangre. Ensimismada no parecía registrar ni los gritos de los periodistas ni la sirena de la ambulancia, ni los de la policía tratando de separar a los curiosos  Ella y su muñeca, ella y el pañuelito apretado, nadie había reparado en su presencia sólo yo, que tenía un solo temor. aunque me mostrase segura y era que justamente ella me hubiese visto
Tuve que entrar atravesando una a una las piezas del conventillo, ni a la prensa ni a los uniformados  les sorprendió mi presencia: ya que soy médica forense muy requerida cuando se trata de crímenes sospechados por sus características de ser de difícil esclarecimiento
Por eso sé que me harán comentarios, se alegrarán de creer que alguien me convocó y los investigadores me contarán sus pistas preliminares
Todos ellos ignoran que haré lo posible para que no sospechen de mí. Por eso deberé encontrar la manera de silenciar a la nena. Tal vez me acerque a ella y la sorprenda con dos regalos. Un pañuelito floreado y una nueva muñeca.

Silvia Bennoun



    No eran lo que parecían   

Silvia Bennoun


Llegaron ya pasadas las doce de la noche. La música fuerte llegaba a la calle. María Marta Serra Lima cantaba “A mi manera”. Todo el boliche a oscuras, con luces que se prendían y apagaban, mostrando cuerpos juntos y separados. Buscaron sillas junto a una mesa y pidieron unos tragos de whisky  que bebieron. Mirando a su alrededor vieron a dos mujeres. Las luces tenues invitaban a bailar. Juan y Tiago  se miraron. Con una palabra se entendieron. Amigos de la infancia, casi hermanos, iban una vez al mes a bailar a ese boliche desde siempre. Vamos, dijeron. Se levantaron, se acercaron a las chicas y las sacaron a bailar. La música e María Marta calentaba el ambiente. Dulce y Jazmín,  altas con vestido corto negro, pechos abundantes, botas largas negras, muy pintadas invitaban al abrazo y algo más. Juan la toma de la cintura a Dulce y queda atrapado en el perfume que emanaba de sus pechos. Tiago, más cauteloso y desconfiado, baila con Jazmín pero tomándola de la mano. Sigue la música, boleros, románticos, americano. Luego de un tiempo, Juan sale del boliche a hablar con Dulce. La música impedía escucharse. Ya ahí comienzan una ronda de besos, caricias y palabras que cuentan algo de su historia. Todo amor, excitación, respiración jadeante de un primer momento termina en un pestañear,  cuando Dulce le confiesa al oído en medio de casi un orgasmo, sobre su historia de desamor que la llevó a estar entre rejas  por haber matado a su marido. Juan, con ojos desorbitados o por el casi orgasmo o por la noticia,  vuelve al boliche a buscar a su amigo que también había sufrido de espanto al enterarse que Jazmín en realidad era Ernesto. A las cuatro de la mañana partieron en forma veloz, con una historia a cuestas ,que hoy después de treinta años, llegaron a la conclusión que no eran lo que parecían,  dejando una risa a carcajadas que perduró en el tiempo.  



Washington Daniel Gorosito Pérez


                
POEMAS  
Washington Daniel Gorosito Pérez

COMALA  
                                       
Entre los cerros                                               
donde los muertos sí hablan                     
huyendo de la niebla
se divisa Comala.
El pueblo asoma su rostro.
Ante la máscara del alba
emergen paladas de maldiciones,
arropadas en silencios inmensos.
Susurros y rumores
trepan del subsuelo
al paraíso de sombras de arriba.
Sombra de la que surgen
los verbos iluminadores de historias,
escrituras de ausencias y cementerios.
La Media Luna estaba en silencio,
entre nopaleras secas.
Árida tristeza
aleteos de almas- escasez de sonrisas,
libélula errante- la muerte.
Comala
como él,
se desmorona como un montón de piedras

MITLA- MICTLÁN  
                      
Aquí reina Pitao-Bezelao*                   
señor del inframundo.
En Lyobáa**
se detienen las agujas
del tiempo.
El ruidoso aletear,
de pájaros sin ojos
provoca que el sol
guarde su luz
y despierte a Huija Tao***
Al unísono,
miles de maravillosas grecas
florecen en la piedra milenaria.
El color ocre
y los aromas nauseabundos
guían
el descenso al Mictlán
donde se extiende
el silencio eterno
que sólo rompe
el quejido de las estrellas.
Las lagartijas huyen
de la gallarda sala de columnas.
Allí, golpea los ojos
la estoica columna de la vida.
A pesar de la muerte
está viva.
*Pitao- Bezelao- El Señor del Inframundo- El Dios de la muerte.
(Cultura Zapoteca).
**Lyobáa- Lugar de muertos,  tumbas o entierros
***Huija-Tao- Supremo Sacerdote de Mitla.



Estela Garber




Goteras
Estela  Garber

Anochece y una copiosa lluvia cae sobre el techo metálico del galpón. Algunas goteras regaban los musgos y plantas crecidas entre los intersticios del concreto del piso.
Estas goteras ya tienen vida propia. Cada una tiene su territorio que con los años han horadado y ahuecado aún más los agujeros del suelo.
La tierra asoma y el verde musgo también. Los yuyos hacen malabares para crecer y buscar hilos de luz en ese galpón frío, oscuro y rancio.
En el techo metálico cada agujero tiene historia. Ha pasado tanto tiempo de abandono que éstos tienen sus bordes oxidados y corroídos.
Podríamos contarlos. ¡Son tantos como un colador lechero!.
El sereno en sus noches interminables los ha apodado.
Hoy llueve tanto dentro del galpón que no ha cerrado su paraguas ni un minuto de su larga tarea laboral. 

Guy de Maupassant



Pierrot   
Guy de Maupassant

La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.
           
Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.
Un agricultor vecino les sugirió: «Deberían tener un perro.» Es verdad; deberían tener un perro, aunque no fuera nada más que para que les avisara. No un perro grande ¡no, por Dios! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro grande? Sólo en comida las arruinaría. Pero sí un perro pequeño (en Normandía se les llama quin) un pequeño quin que ladrara. Cuando todos se marcharon, la señora Lefèvre analizó detenidamente la idea del perro. Después de reflexionar, ponía mil objeciones, aterrorizada al pensar en una escudilla llena de comida; pues era de esa raza parsimoniosa de señoras del campo que llevan siempre algunos céntimos en el bolsillo para poder dar limosna ostensiblemente a los pobres de los caminos y dar en las colectas del domingo. Rose, que adoraba a los animales, expuso sus razones y las defendió con astucia. Por lo que quedó decidido que tendrían un perro, un perro muy pequeño. Se pusieron a buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, que comían hasta hacer temblar. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño; pero exigía que se le pagaran dos francos para cubrir los gastos de la crianza. La señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta a alimentar a un quin pero que no lo compraría. Y el panadero, que estaba al corriente del asunto, trajo una mañana en su coche a un extraño animal amarillo, casi sin patas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y una cola en trompeta, un verdadero penacho, tan grande como todo el resto del cuerpo. Uno de sus clientes quería deshacerse de él. La señora Lefèvre encontró muy hermoso a aquel perrillo inmundo, sobre todo porque no le costaba nada. Rose lo besó y luego preguntó cómo lo llamaban. El panadero contestó: «Pierrot.»
Lo instalaron en una antigua caja de jabón, y le ofrecieron agua para beber. Luego le presentaron un trozo de pan. Se lo comió. La señora Lefèvre, inquieta, tuvo una idea: «Cuando esté bien acostumbrado a la casa, lo dejaremos suelto. Así encontrará qué comer merodeando por el pueblo.» Lo soltaron, en efecto, lo que no impidió en absoluto que estuviera hambriento. Además, sólo ladraba para reclamar su comida; y en ese caso, ladraba con gran insistencia. Todo el mundo podía entrar en el huerto. Pierrot acudía a acariciar a cada recién llegado y permanecía mudo. Pese a todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado a él. Incluso había llegado a quererlo y a darle de su mano, de vez en cuando, trocitos de pan mojados en la salsa del guiso. Pero no se le había ocurrido pensar en el impuesto que debería había ocurrido pensar en el impuesto que debería abonar por el animal, y cuando le reclamaron ocho francos -¡ocho francos, señora!- por esa birria de quien que ni siquiera ladraba, a punto estuvo de desmayarse de la impresión.
Y decidieron de inmediato que debían deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. Todos los habitantes, a diez leguas a la redonda, lo rechazaron. Entonces, a falta de mejor solución, resolvieron que le harían «piquer du mas». «Piquer du mas», «comer marga». Se les hacía «piquer du mas» a los perros de los que sus amos querían deshacerse. En mitad de una amplia llanura, se veía una especie de choza o más bien, un pequeño techo de paja, colocado sobre el suelo. Era la entrada al margal. Un pozo, completamente perpendicular, se introduce hasta veinte metros bajo tierra, para desembocar en una serie de largas galerías de mina. Sólo bajan a esta cantera una vez al año, en la época en la que se abonan las tierras con marga. El resto del tiempo sirve de cementerio para los perros condenados; y con frecuencia, cuando se pasa cerca de aquel agujero, llegan hasta los oídos del caminante alaridos quejumbrosos, ladridos furiosos o desesperados, llamadas lamentables. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen despavoridos de los alrededores de ese agujero que gime; y, cuando alguien se inclina sobre él, percibe un repugnante hedor de podredumbre. Allí se desarrollan terribles dramas en la oscuridad. Cuando un animal agoniza después de diez o doce días en el interior, alimentado por los restos inmundos de sus predecesores, un nuevo animal, más grueso, más fuerte sin duda, es lanzado de repente. Allí se encuentran los dos, solos, hambrientos, con los ojos brillantes. Se miran, se persiguen, dudan, ansiosos. Pero el hambre los apremia; se atacan, luchan durante mucho tiempo encarnizadamente; y el más fuerte se come al más débil, lo devora vivo.
Cuando estuvo decidido que le harían «piquer du mas» a Pierrot, buscaron un ejecutor. El picapedrero que binaba la carretera pidió cincuenta céntimos por hacerlo. Eso le pareció locamente exagerado a la señora Lefèvre. El peón del vecino se contentaba con veinticinco; pero aún era demasiado; y como Rose había hecho observar que más valía que ellas mismas lo llevaran, porque así no lo maltratarían por el camino y no le harían sospechar al animal lo que le esperaba, decidieron que lo harían las dos, al atardecer. Esa tarde le ofrecieron una buena sopa con un dedo de mantequilla. Se tragó hasta la última gota; y cuando removía la cola de alegría, Rose lo cogió y lo envolvió en su mandil. Iban dando zancadas, como merodeadoras, a través de la llanura. Pronto vieron el margal y llegaron a él; la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si no gemía ningún animal. -No- no había ninguno; Pierrot estaría solo. Entonces Rose, que lloraba, lo besó y lo lanzó al agujero; las dos se inclinaron con el oído atento. Primero oyeron un ruido sordo; luego el lamento agudo y desgarrador de un animal herido, luego una sucesión de pequeños gritos de dolor, luego llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la abertura. Ladraba , ¡oh! ¡cómo ladraba! Sintieron remordimientos, pavor, miedo inexplicable y loco, y escaparon corriendo. Como Rose iba más rápida, la señora Lefèvre le gritaba: «¡Espéreme, Rose, espéreme!»
Pasó la noche en medio de horribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que se sentaba a la mesa para comer, y que, al destapar la sopera, aparecía Pierrot dentro, que se lanzaba hacia ella y le mordía la nariz. Se despertó y creyó oírlo ladrar. Prestó atención; se había equivocado. Se durmió de nuevo y, en sueños, se encontró en una amplia carretera, una carretera interminable. De pronto, en mitad del camino, vio una cesta, una gran cesta de campesino abandonada que le infundía miedo. Terminaba, no obstante, por abrirla, y Pierrot, escondido en el interior, le agarraba la mano y no se la soltaba; y ella echaba a correr despavorida, llevando al extremo del brazo el perro colgando, con los dientes bien apretados.
Por la mañana temprano, se levantó medio loca, y acudió corriendo al margal. Ladraba; ladraba aún, había estado ladrando durante toda la noche. Entonces ella se puso a llorar y lo llamaba con mil nombres cariñosos. Él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz de perro. Quiso volver a verlo, prometiendo hacerlo feliz hasta su muerte. Corrió a casa del pocero encargado de la extracción de la marga, y le contó su caso. El hombre escuchaba sin decir nada. Cuando la señora terminó, dijo: «¿Quiere sacar a su perro? Le costará cuatro francos.» Ella se sobresaltó y todo su dolor se esfumó de repente. «¡Cuatro francos! ¡se dejaría morir! ¡cuatro francos!» Pero él añadió: «¿Cree que voy a coger mis sogas, mis manivelas, voy a instalarlo todo, e ir allí con mi chico y dejarme morder por su maldito perro, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado.» Se marchó indignada. - ¡Cuatro francos! Cuando regresó a casa llamó a Rose y le dio cuenta de las pretensiones del pocero. Rose, resignada, repetía: «¡Cuatro francos! es mucho dinero, señora.»
Más tarde propuso: «¿Y si le echáramos de comer, al pobre perro, para que no se muera?» La señora Lefèvre aceptó, contenta; y ahí las tienen, en marcha, con un gran pedazo de pan untado con mantequilla. Lo partieron en trocitos que lanzaban uno tras otro, hablándole por turnos a Pierrot. En cuanto el perro se tragaba un trozo, ladraba para reclamar el siguiente. Regresaron por la noche, y al día siguiente, y todos los días. Pero sólo hacían un viaje.
Y sucedió que, una mañana, en el momento de dejar caer el primer bocado oyeron de pronto un formidable ladrido en el interior del pozo. ¡Había dos! ¡habían arrojado otro perro, otro grande! Rose llamó: «¡Pierrot!» y éste ladró. Entonces se pusieron a arrojarle la comida; pero, a cada trozo, percibían una terrible pelea seguida de los gritos quejumbrosos de Pierrot, mordido por su compañero que se lo comía todo, pues era el más fuerte. De nada les servía especificar: «¡Esto es para ti, Pierrot!». Pues Pierrot, evidentemente, no obtenía nada. Las dos mujeres, sobrecogidas, se miraron; y la señora Lefèvre dijo con tono desabrido: «Yo no puedo alimentar a todos los perros que arrojen aquí dentro. Tendremos que renunciar.» Y, sofocada al pensar en todos aquellos perros viviendo a sus expensas, se marchó, llevándose el resto del pan, que empezó a comerse mientras caminaba. Rose la siguió limpiándose los ojos con una punta de su mandil azul.

Horacio Laitano



MICRO RELATOS  
Horacio Laitano

                                                   El tercer ojo  
 El tercer ojo calcula la distancia a medida que se alejan las carretas. En la primera de ellas, un sheriff de cuarenta años, empobrecido por su trabajo, grita far west a los cuatro vientos. Primeramente en inglés, luego en español y por último en árabe. Esta vez, algo turbado por las dificultades del idioma, recuerda que, en realidad, nunca fue feliz... En la segunda carreta, atestada de bolsos y valijas, el conductor castiga sin piedad a los caballos, hasta que la sangre que brota de las bestias le anticipa su propio sufrimiento. Después de cuarenta y ocho horas sin novedades, el conductor da muerte a los animales y se arroja desde un puente... En la tercera carreta, que, a su vez, guarda relación con el tercer ojo, una familia procedente de San Francisco, aconseja encerrar a los ancianos cada vez que el invierno se aproxima.
(Marque con una cruz en qué carreta viajaría usted, si tuviera cuarenta años como el sheriff, cuarenta y ocho horas sin novedades y cuatro ancianos a cargo.)
                                                   Los invitados 
Al llegar los invitados, levantaron las manos y salieron. Nivelaron sus zapatos a la altura de la puerta y corrieron sobre el pasto mal cortado.
Después de la comida, se reunieron en la casa de uno de ellos. “El menor” para los grandes. “El mayor” para los chicos. “El émbolo aceitado” para todos los vecinos.
Por último, (para qué contar los detalles de la espera) un llamado congregó a los escasos concurrentes:
“Pocas pacas lechosas y aclaradas. Las calaras no son maravillosas”. 
                                                      Un hombre sensible  
 Al decir que la quería, golpeaba una mano contra otra. Se apretaba los dedos con el borde de la puerta y gemía de dolor pegado al pasto. Era raro encontrarlo mal dispuesto. Sus piernas se agitaban al llegar la primavera o cambiaban de color como su espalda... No podía ocultar que, pese a todo, era un hombre sensible a los afectos.
                                                             La tormenta  
-Siempre tuve temor a las tormentas –desgranó el Sr. Aravolazo ante un núcleo apretado de vecinos.
-¿La cala es una flor o es una planta? -preguntó la hermana de la viuda.
A medida que las nubes cubrían el entorno, los niños corrían montados en triciclos. El agua salpicaba pantalones y polleras, hasta tomar el color de las baldosas. Un rumor silencioso recorría el vecindario. Una especie de reptil amarillento, que entraba y salía de las casas.
                                             Algo más sobre la Srta. Dixi 
Quienes conocen a la Srta. Dixi aseguran que no es como nosotros suponemos. La Srta. Dixi es una mujer fogosa y decidida, capaz de triturar entre sus piernas a cuanto hombre se le acerque. Ah, si no fuera por la Srta. Dixi, qué sería de esos señores impecables que buscan un sexo cauto y reservado después de su trabajo.
¿Se pueda acaso decir lo mismo de la Srta. Dixi? ¿Necesita ella de esos respetables caballeros, cuyas vidas familiares son un ejemplo de armonía? … Seguramente, no es esto lo que más preocupa a la Srta. Dixi
-Bah, mujeres como ella hay en todas partes.
-Sí, pero ninguna como la Srta. Dixi.
-Sí, sí, la verdadera Srta. Dixi, no la que nosotros suponemos.

Rubén Amato



De trenes y andenes 
Rubén Amato

¿Dónde termina la estación de trenes, dónde comienza?
Tal vez estas rejas ya no dividen derechas de izquierdas, aunque la historia de los movimientos sociales ya no le interese a casi nadie. La cuestión que esos barrotes ya no detienen a nadie, porque un tren que llega son cientos de historias presentes que arriban de ningún lugar y de todos al mismo tiempo.
La estación es un espejismo custodiado por andenes.
Miramos sin ver desde nuestra ventanilla. Nos bajamos con los ojos a recorrerla por un rato, hasta donde lo permite la osadía. Hay quienes se bajan a destiempo de una esperanza y quienes se dejan llevar mansitos por entre las promesas. Otros, esperan bajar milagros en Santos Lugares y ve subir ramilletes de nomeolvides en Ramos Mejía.
De vez en cuando ves un beso que se arrebata en el estribo o ese otro beso nuevo y apasionado que de alguien “de un saltito” se ha robado. Dónde comienza, donde termina esa agradable sensación de infancia. Mientras el guarda viaja siempre “de colado” y esos gendarmes dan más miedo que “los pungas” que andan trajeados.
Más allá, en la ventana de aquel bar de esa parada, lo ves al poeta que escribe esta historia. Tanto calor que los durmientes parecen aflojarse los bulones para liberar tanta “rosca” frente a los andenes que parecen jugar ajedrez pero con fichas humanas.
Un tiempo que no ha de volver y otro que jamás ha de llegar habitan en el lugar cuando el pitido del tren comienza a desandar y al fin se empieza a mover.
Un tren al partir despeina ese pastito salvaje que crece y crece entre las vías y hasta en medio del cemento de los andenes, que trata de sepultar a una tierra que sigue viva y llena de memoria por los viejos pero vigentes reclamos populares.
Un tren que parte en dos las horas pegajosas del atardecer un día cualquiera, parecido a otros tantos.
Cuál es el verdadero viaje: el del que está en la formación o el del que todavía no sacó boleto.
O será que el viaje es el paisaje, siempre en sentido contrario a nuestros deseos empecinado en llegar a ningún lugar y a todos… a la vez.
¿Será cierto aquello de que “el verdadero viaje es aquel que todavía no hicimos”?


Susana Máspoli

Dos por dos  

Susana Máspoli


Tiempo atrás conocí a Ángela María, compartimos la exposición de cuadros de Rudolf Von Crispen pintor cubista impresionista, en realidad claramente no se define la escuela a la que pertenece, digamos “confusionista”. Sus obras reflejan criaturas extrañas, con ojos oblicuos. 
Cristos, ángeles, nubes, en donde si prestás atención ves más elementos que en el todo. ¿Sabés? es poco conocido -me decía Ángela María. La gente le teme. Observar sus obras conlleva momentos extraños, insólitos. Así de pronto nacen hombres alambre, el cubo y la perspectiva se funden, las hojas con bocetos corren con desenfreno. Te asfixiás, no podés respirar. Las paredes llenas de cuadros están en una habitación de dos por dos, estirás las manos, el polvo acumulado en las telas, las paletas, los pomos. Asfixian. De un marco abandonado cercano a una ventana con rejas, saltan hombrecitos de alambre cantan bailan comienzan a silbar canciones de ésas que hace tanta falta escuchar. Dos de ellos deciden salir por la ventana corren por un prado imaginario hacia la puesta del sol que casi alcanzan. De rodillas y agotados esperan el momento culminante. Cuando creen que todo termina, cuando cambia el contraste del día y la noche aparece entre las estrellas una flor, la toman. Cuando las imágenes están desapareciendo sencillamente te das cuenta que la flor yace en las manos. Busco a Ángela María, nos queremos abrazar pero el gesto en el espacio reducido es torpe, quedamos en una enorme tela sin pintar, nos deslizamos atravesamos el ventanal enrejado ¿a qué Universo accederemos? por desconocimiento ¿será algún lugar prohibido? Simplemente nos perdemos en la bruma entelada y sin enmarcar.


Teresa Godoy




                                  La consigna  
                                                  Teresa Godoy

Viajaba en el tren. Estaba de pie. Ningún asiento libre. Iba cansado, con los problemas revoloteando y desmembrada cada sección del cerebro. Allá quedaba una de ellas con la angustia vivida. Acá el rostro desencajado, el seño fruncido, las piernas temblorosas, el corazón latiendo rápidamente. La espera es terrible, estar atento si algún pasajero mostraba un pequeño o leve gesto de estar por bajarse en la próxima estación.  Que uno mirara la hora, que otro se fijara por qué estación estaba por llegar el tren o que alguien se tome del asiento de adelante como ya queriendo ponerse de pie. Más ella, la memoria, quedó en aquella casa y sigue haciendo sufrir a la distancia. Allí lo que más se escucha son gritos e insultos, malos tratos, violencia y atropellos. Pero de los asientos de atrás y de adelante, nadie se levanta. Todos tendrán boleto hasta Lacroze, seguro. El caos que está sucediendo ha perseguido como un fantasma hasta el andén de Lemos. La formación pasó por Lourdes. Desde el tren se ve la cúpula y la cruz encendida de la Basílica. La señal de la cruz es la fuerza que da al pasar esa estación y moviendo los labios como balbuceando una plegaria por lo que allá acongoja.  Es que en esa casa nadie cambia o apaga la tele y a todos les gusta mazorquearse mirando noticieros, programas de chusmeríos, policiales y a la noche películas de terror. Todo atenta contra la salud y queda picoteando el cerebro y hasta después se sueña. Aquella y éste se serenaron cuando el Urquiza llegó a destino: el encuentro de amigos de tantos años, riéndose y contando anécdotas divertidas, porque la consigna de siempre del grupo era dejar de lado casa, trabajo y política, y  ser uno, uno mismo…ser sólo yo.

JULIO CORTÁZAR


CARTA ABIERTA A LA PATRIA 
JULIO CORTÁZAR


Esta tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, esta noche continua, esta distancia. Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos, de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos, estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas, repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego, donde el que come los asados y tira los huesos, malandras, cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas, maestras normales, curas, escribanos, centrofowards livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
  
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.

Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con su verde consuelo, lotería de pobre.

En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la muerte trajeada de mentira.

Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango, coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.

Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga, no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana porque ya basta con ser flojo ahora.

Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.

Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas de carteles partidarios, te quiero sin esperanzas y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos y amargado. Y de noche.