viernes, 3 de octubre de 2014

CUENTOS BREVES



                            CUENTOS BREVES

                                                     Carlos Esteban Cana

Conversando con D.T.
El anciano de la tribu me llevó a lo más profundo del bosque. Era la hora en que los primeros rayos del sol, tenues, sacaban brillo del rocío que corría sereno por las hojas. En medio de aquella espesura, con olor a tierra húmeda, no existía peligro alguno de ser escuchados.
Después de pintar sendas rayas rojas en su rostro, con achiote molido que traía en su vasija de barro, el chamán inició el rito. Engoló su voz en un canto lento, lastimero. Y en el instante preciso que comenzaba la revelación, las sierras eléctricas comenzaron a talar el bosque.
Por lo anterior no fui iniciado. Tampoco pude conocer el nombre oculto de Dios.
Moradas: III
(Adagio hindú)
Cansado de la infinita búsqueda decidí no hacer más. Mis dedos palparon la tierra negra, granulada. Las nubes flotaban. El aroma a hierba mojada se esparcía por doquier. La intensidad de mis latidos fue bajando. Silencio. Inhalé. Exhalé. Había algo más en mi respiración.
                                                          David Slodky
Sueño…
Sueño que me persiguen. Escapo por oscuros pasadizos, mientras ellos me van cercando. Ya desfalleciente, sueño que la jauría humana es sólo un sueño: yo estoy durmiendo en el cuarto de mi infancia, al lado de mi madre. Nada puede pasarme. Los furiosos golpes en la puerta me despiertan; pero no sé si es en la realidad o en el sueño. Por suerte, puedo escapar por los techos. ¿O sueño que me escapo? Angustiado, escribo esto. ¿O sueño que estoy escribiendo? Por favor, Ud. que lee estas líneas, ¡dígame que es real lo que escribo, que no es un sueño! Pero… ¿cómo sé yo -cómo sabe usted- que no es un sueño en el que sueño que me está leyendo?
                                                 Eduardo Coiro

La lección  

 

A edad oportuna la abuela se lo había dicho a su madre con todas las letras.

Años después su madre pudo explicárselo a ella con la firmeza de un catecismo. Como un saber que no debe ser olvidado:

“Hay que conquistar el corazón del hombre, pero que él no conquiste el tuyo”.

No entregar jamás el corazón -ni mucho menos la ilusión- era la consigna.

El tiempo pasó escurriéndose como el agua. Su libertad era tan profunda como su soledad.

En la cola del banco, mientras esperaba su turno para cobrar la jubilación. Escuchó la conversación de dos mujeres jóvenes que hablaban de cómo “Enganchar un tipo”.

Quiso hablarles pero se le hizo un nudo en la garganta. 

Decirles que no es así. Qué el amor no es enganchar al otro.

 Lamentó una vez más no tener hijos ni nietos para cambiar la lección.

 

                                                      David Lagmanovich

El alma en un hilo


Vivía con el alma en un hilo. Era un hilo brillante, dúctil, que dejaba al alma libertad de movimientos sin cortar el vínculo con el cuerpo. Pero el alma no estaba conforme: ¿por qué no soltar el hilo y salir a volar, como una cometa que de súbito se arranca de la mano infantil que la sostiene? Día a día se escuchaban los lamentos del alma por tener que vivir en un hilo. Una tarde que no estaba demasiado ocupado, Dios escuchó sus quejas, y de un celeste tijeretazo cortó la dependencia que al alma tanto le fastidiaba. Nadie volvió a acordarse del hilo, que había caído en medio de unos pastizales. Pero ahora el alma, liberada, siente una infinita desolación.


                                                        José Martínez Gil

La noticia detrás de la sonrisa


Todas las mañanas, cuando apenas asomaba la claridad del amanecer, ya estaba en pie aquel quiosco como una casa de colores llena de regalos. Y llena de los periódicos del día. Desde esa temprana hora, una que otra, y uno que otro cliente, pasaban presurosos para comprar el diario y saber qué había ocurrido el día anterior, aunque en realidad puede que ya lo supieran. Pero era el pretexto, la visita obligada para pasar por el quiosco, porque el hombre, que lo atendía desde hacía muchos años, les daba las mejores noticias para comenzar el día: la sonrisa entre pícara y tierna, la broma entre la broma entre confiada y tímida, el gesto inocente, cariñoso y familiar. Los piropos a cuanta personita quedaba atrapada por sus ojos claros. Y sobre todo la sonrisa, que era la principal razón por la que todo el mundo pasaba por el quiosco, si no para comprar el diario, sí para comprar lo que fuera, con tal de encontrar el verdadero amanecer en el rostro de aquel hombre. Sin embargo, ese paso presuroso de todos, que se iban felices a sus destinos, no les daba “tiempo”. Porque aquél hombre era tan bueno que tampoco quería darles “tiempo”. Tiempo para detenerse un poco más, contemplarle, y conocer y descubrir que en cada una de sus sonrisas, se escondía en realidad, ocurriera lo que ocurriera, se sintiera como se sintiera él, la única buena noticia del día que era segura y que el hombre decidía: la de que todo el mundo se fuera, siempre, y por lo menos, con una sonrisa.


                                           Tinieblas  Juana Schuster


Cuando compramos la casona, evitaba que mis ojos se posaran en él. Tenía algo que infundía temor. Estaba allí de pie, sobre una mesa de cemento. El enanito con su gorro de duende. No se lo dije a Richard. Me trataría de tonta.

Él hablaba de traer rosales, de combatir las hormigas devastadoras como musarañas.

Por la noche, la luna se ocultaba tras carreteles de algodón. Proyectaba una sombra demasiado fragmentada. Despertadora de asombros.

Esa madrugada, no quise permanecer sola, pero Richard tuvo una guardia especial en su trabajo. El auto partió.

Abrí la ventana hacia el jardín, y vi sólo la base. Mi grito de horror abrió las compuertas de mis arterias cuando sentí los pasos desde la planta baja, ¡estaba subiendo lentamente los escalones!

Me tiré por la ventana y corrí hasta la carretera. Goteaba sangre desde mis escoriaciones. Hasta que noté las luces que identificaron un coche. Le hice señas. Me introduje en el asiento trasero.

Un rostro de enano frente al volante, giró para mirarme fijamente, con sarcasmo. Ojos saltones de pescado, con expresión de muerte cercana, de próximo infierno, de inmediata agonía diabólica.


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