viernes, 6 de junio de 2008

LUISA BERUTTI


.......DESATAR

Se encierran en mí
los miedos
Se aferran
en horas latentes de insomnio
Alterada de imágenes
imborrables noches
que aún estremecen mis sentidos
no dejan que sueñe
fantasías
exóticas aventuras
que acompañan mi vida
Temblores de ausencia
desde mi niñez
ataduras voraces
escapan ahora
abriendo ventanas
para que el viento
desate los fantasmas

...............oooOooo


......ENSUEÑOS QUEBRADOS

Los sueños olvidados
deambulan por mi cuerpo
errando por cornisas
elevadas de suspenso
de incontenibles aluviones
Pensamientos fracasados
se parten
en un círculo fugaz

Sin dueño
giran en la noche de tormenta
los nudos de aire
en la oscuridad de la caverna
donde las flores
se sientan a mi mesa
del banquete iluminado
por millones de linternas

Es un eclipse
el que presencio
Con el sol de la alborada
estoy durmiendo


................oooOooo


......LAS MARIPOSAS

Allí se colman
y encienden las praderas
desiertas de color

todo se oscurece
con el trueno
que desata mis letras
sobre el rebaño caprichoso

y se pierden
en el viento

ALBERTO COSTANTINO


EL ARTE DE NARRAR

Narrar es algo tan personal que escapa a toda didáctica y enseñar a narrar parece casi imposible. Sin embargo la mayoría de los tratados de redacción dedican varios capítulos a la narración, señalando que, como todo arte, debe someterse a un orden determinado.
Toda construcción obedece a unos principios formales y depende de ciertas leyes psicológicas. Estas leyes y principios de la narración creativa deberán adaptarse al tema elegido por el escritor. No puede desarrollarse de igual modo un cuento que una novela; un drama que un poema narrativo.
Si nos preguntamos ¿qué es narrar?, podemos decir que narrar es contar una o varias acciones. La narración es una escena compleja, y también, un encadenamiento de escenas. La diferencia con la descripción reside en el juego de un factor: vida interior. Mientras la descripción se contenta con fijar el aspecto externo de los hechos percibidos por nuestros sentidos, la narración intenta conocer, además de las acciones, sus causas morales, los sentimientos y el carácter que impulsa a actuar a los personajes en un sentido determinado.
Narrar es escribir para contar los hechos en los que intervienen personas. Narrar el desarrollo de una tempestad, sin eludir más que al espectáculo de las fuerzas movilizadas, es decir una tempestad. La narración necesita al hombre, aunque en algunos casos pueda pasarse sin él cuando personifica individuos del reino animal o vegetal y nos cuenta las aventuras de un pero o de una rosa, a los que en realidad se humaniza. Lógicamente, en toda narración hay también una descripción. Por lo tanto, se puede aplicar aquí la técnica descriptiva, sobre todo en lo que se refiere a la observación y selección de datos.
Lo nuevo y específico de la narración es el principio de la acción. El que narra debe excitar el interés, mantener la atención, despertar la curiosidad.
Leyes de la narración
1) La unidad de la narración se consigue con la búsqueda del punto de vista, es decir, el centro de interés de las ideas y de los hechos. El punto de vista nos servirá de guía para seleccionar ideas: las útiles serán conservadas, las inútiles rechazadas. Esta es en esencia la ley de la utilidad.
Unas veces el centro del interés será el personaje; otras lo será la acción central. En ocasiones atraerá nuestra atención un objeto del mundo material; otras veces será un problema moral el nudo de la narración. Los detalles útiles habrá que buscarlos entre los elementos de la narración, éste trabajo los escritores lo llaman invención o búsqueda de ideas. No olvidar que en una narración hay actores, acción, circunstancia de lugar y tiempo, causas o móviles de los hechos, modo de ejecución, resultado y juicio (implícito o explícito) de los hechos.
2) La narración no es una construcción fija, sino algo que se mueve, que camina, que se desarrolla y transforma. Este movimiento progresivo está regulado por la ley del interés. Porque narrar es contar una cosa, hecho o suceso con habilidad, de tal modo que se mantenga constantemente la atención del lector.
Principios de la narración
¿Cómo se logra el interés? ¿Cómo se mantiene la atención? Para contestar a estas preguntas habrá que recurrir a tres principios fundamentales: arrancar bien, no explicar demasiado y terminar sin terminar rotundamente.
1) Arrancar bien significa que el principio, el buen comienzo, es esencial en toda narración. Hay que evitar los principios blandos, explicativos, lentos. Desde la primera línea hay que buscar un hecho, una idea, una escena o un dato significativo, que atraiga la atención del lector.
2) No explicar demasiado, porque en una narración no deben confundirse nunca con la información. Hay que descubrir a medias un objeto nuevo. No lo descubramos del todo porque muere la curiosidad. Narrar no es explicar, sino sugerir, explicar a medias para que el lector colabore con el autor en la comprensión de la tesis que se le muestra en el relato.
3)Terminar sin terminar rotundamente. La buena narración no debe tener un final definitivo, seco, matemático. Es más bello, más artístico, el fin indeterminado, impreciso, un poco vago. En la vida nada acaba de golpe y porrazo; todos los episodios de nuestra existencia acaban sin acabar y en ocasiones, esos finales son el principio de otro episodio. La vida es una suma, una cadena, cortos episodios son eslabones. Ni siquiera la muerte es un final definitivo.

MIRÓN DE PALERMO

DESPUÉS DEL ESPANTO

La primavera estaba cercana, lo advertía el almanaque que colgaba de la pared en ese entonces. Por ese año aparecía distinta, el país también era distinto e iba tomando otra fisonomía, lentamente, como acostumbrándose a un escenario del que había que desmontar una escenografía para construir otra.
Pausadamente me iba acomodando a ese presente que despertaba con ilusión, con esperanza, aunque todavía vestigios de aquel miedo tan adherido a nuestra piel y a nuestra mente. Sobreponerse al terror de los años anteriores, significaba un ejercicio nuevo que requería analizar la etapa con un criterio que permitiera dimensionar profundamente, la salvaje aventura que desató la demencia de los responsables de la tragedia vivida, además de saber que habría de convivir con la certeza y la angustia de miles de rostros conocidos y no, que ya no estaban y alentar una memoria que no olvidará jamás. Fue entonces cuando te encontré casualmente, al doblar una esquina en la calle Corrientes; venías caminando y mirando hacia abajo; al levantar la vista estaba frente a vos. No nos conocíamos, pero diez años atrás, habíamos sido protagonistas de una pequeña parte de la historia, desde lugares diferentes, habíamos comulgado en el rito secular de tantas marchas y habíamos gritado y llorado por igual. Un día tu juventud había madurado de repente y cortaste amarras para irte, mientras yo quedaba atrapado en el país que ahogaba. Nos miramos y sin hablar buscamos un bar; nos sentamos entre las primeras mesas, en una que estaba sobre la vidriera; dejamos nuestros libros y papeles en una silla apilados unos sobre otros; las manos cruzadas sobre la mesa y sin cruzar una palabra. Al acercarse el mozo, levanté la vista hacia él y dije sin consultar que trajera dos cafés. Seguimos en silencio hasta que regresó con el pedido; mientras ponías azúcar en el pocillo y revolvías, prendí un cigarrillo y saqué del bolsillo de mi saco un papel ajado, doblado en cuatro y te lo acerqué ; me miraste apenas un instante, lo tomastes y lo abristes con movimientos lentos apoyándolo en un rincón, comenzastes a leerlo en silencio. Al mirarte sabía que te habías detenido en el ángulo superior derecho, donde a manera de prólogo, explicaba el porqué de lo que seguía. Te ubicaba en esa tarde en la que yo estaba seguro habíamos detenido nuestras carreras y apoyándonos en una pared contemplábamos cómo nuestros pechos se agitaban, con la respiración apurada compartiendo el mismo aire de la idea, no importando desde donde. Después bajaste la vista y recorristes los renglones; yo sabía exactamente en que párrafo estabas. El primer renglón comenzaba hablando de la gente reunida... De aquella multitud apretada en la plaza de cañas y de palos sosteniendo una fraseen un lienzo pintado, de los distintos rostros confundidos en cantos y la mirada nuestra hacia el río. Hablaba del momento donde los nubarrones que presagian tormentas cubrieron a la patria, tu prudente partida acaso necesaria y del quedarnos otros en medio de lo trágico. Pero volvía el relato a ubicarnos ahora, en el tiempo que invita a pensar otros tiempos, y en las nuevas palabras, y en los nuevos caminos y en el ancho horizonte que se abría optimista. Una sonrisa ahora se pronuncia pequeña en tus labios distantes y una sonrisa tuya, apostaba a la aurora. Terminastes tranquila el ajado relato cargado de silencios que imponían las sombras. Ahora era otro tiempo, y las palabras otras y tu regreso caminata que busca sensaciones que atrapan lo nuevo. Ahora era un inmenso torbellino de ganas de beber apurada una mañana nueva. Salimos a la calle y un trecho caminamos entre apurados pasos de la gente que nos pasa, y bajamos Corrientes despacio y hacia el bajo, y Alem espera y nos conduce ahora bajo el techo abrigado de su vieja recova, y entonces recorremos sus baldosas gastadas y miramos espacios que rebalsan de flores. La casa de gobierno quedó a nuestras espaldas, la catedral nos mira silenciosa en su esquina una boca de subte se devora a la gente, y se ofrece a nosotros la diagonal abierta y a recorrerla toda. Emprendemos entonces un regreso impensado por los mismos lugares de protestas antiguas, con los años a cuestas y experiencias distintas.
Las estrellas cubrieron el infinito techo de la ciudad que mira, tomo tu mano ahora, compañera de luchas, y traigo el cielo aquél que un día nos cubriera.

MARISA PRESTI

HUESOS

Desde temprano, Silvina supo que los nervios le iban a jugar en contra. Se dio cuenta al servir el café, cuando sus dedos temblorosos lo derramaron sobre el plato y tuvo que tomarlo apurada porque no estaba segura de poder sostener el pocillo. Se había levantado temprano, pero la ansiedad que sentía en todo el cuerpo la obligó a tomar la cartera y un abrigo, junto con los lentes de sol, y abrir la puerta de calle antes de lo pensado.
Podía tomar el subte, a esa hora seguro que viajaba tranquila, apenas eran unas cuadras. Cuando llegó, sus piernas no se detuvieron, como si caminaran más allá de su voluntad siguieron llevándola cuadra tras cuadra. El aire fresco de la mañana despeinó su cabello rojizo y un mechón rebelde se obstinó en caer sobre sus ojos. Pensó que a veces era mejor no ver bien; la realidad, como la que ella iba a enfrentar hoy, podía ser demasiado dura. El mechón siguió cayendo, pero algo la llevaba para adelante a pesar de chocarse dos o tres veces con alguno que venía en dirección contraria.
Caminó hasta que los pies empezaron a quejarse. Miró la altura, sin darse cuenta había avanzado más de treinta cuadras, ahora sólo le faltaban tres. La certeza de esa cercanía tan temida aflojó sus rodillas, como el día en que Roberto Isaure le dijo Con una muestra de sangre podemos tener una seguridad del 89%. Habían pasado dos meses desde aquella mañana en que sintió el pinchazo en su brazo y un dolor en el corazón. No se animó a mirar la jeringa que se fue tiñendo de rojo, cerró los párpados preguntándose una y otra vez si todo eso serviría para algo.
Necesitamos mucha gente como vos, solos no podemos hacer nada. Las palabras del doctor Isaure, jefe del equipo argentino de antropología forense, la hicieron sentir menos inútil. Quizás, tantos años de sufrimiento, podrían hoy servir para algo. Isaure le habló de la importancia de contar con un banco de sangre para tantos restos óseos sin identificar. Huesos sueltos, pensó Silvina, huesos abandonados, sin carne que sostener ni destino donde descansar. Le pareció que los huesos se movían solos, iban y venían por su imaginación tratando de armar un esqueleto, pero siempre faltaban dos, o tres, o cuatro. Y volvían a moverse, chocándose unos con otros, peleando por su identidad negada. Sintió pena por esos huesos huérfanos de todo, abandonados al anonimato.
Se paró en una esquina. De lejos, vio la puerta que temía traspasar. La gente iba y venía ajena al drama de los huesos sin nombre, ajena al pasado, con la única preocupación de no pensar. De no saber más, de no revolver, como decían algunos.
Ella hubiera querido hacer lo mismo, pero ya había tocado el timbre y solo tuvo que empujar un poco la puerta para subir la larga escalera que llevaba a la recepción. Pase, el doctor la está esperando. Un largo pasillo y el apretón de manos. La invitó a sentarse. Roberto Isaure era un hombre cálido, afectuoso en el trato, con una sonrisa tímida que parecía estar dibujada en su rostro. No le costó mucho adivinar el estado de ánimo de Silvina, la lucha en la que estaba comprometido le había obligado a intuir las tormentas interiores, a respetar silencios y a callar, cuando era necesario.
Cuando él empezó a hablarle, Silvina sintió que un montón de huesos se amontonaban en su falda. Caían uno detrás del otro, con fuerza, agresivos.
Levantándose, gritó de repente Quiero sólo los de mi padre. Isaure la miró sorprendido, se quedó unos segundos en silencio, y acercándose a ella dijo con voz suave: Era lo que te estaba diciendo, Silvina, ninguno de estos restos corresponde a los de tu papá.

SEJUELA


SÍNTOMAS DE UNA NOVEDOSA PATOLOGÍA: "Sejuela"

Si un café te quita el sueño.
Si una cerveza te lleva directo al baño.
Si todo te parece muy caro.
Si cualquier tontería te altera.
Si te dan mareos con subirte a un banco para cambiar un foco.
Si tienes más cabello en la nariz y orejas que en la cabeza.
Si todo pequeño exceso te provoca aumento de peso.
Si llegas a la edad de los metales; (cabellos de plata, dientes de oro, marcapasos de titanio).
Si haces el amor casi tres veces por semana (casi el lunes, casi el miércoles, casi el sábado).
Si un corte de carne te cae pesadísimo, el picante te irrita el trasero y el ajo lo repites.
Si la sal te sube la presión.
Si al mesero le pides una mesa lo más lejos posible de la música y de la gente.
Si al atar tus zapatos te da dolor de cintura.
Si la TV te adormece.
Si usas varios tipos de anteojos (de lejos, de cerca, medio, de sol...).
Si no toleras la música en alto volumen y piensas que es para locos.
Si te dicen "señora" o "señor" en todos lados.
Si te da catarro con sólo abrir el refrigerador.
Todos estos síntomas son prueba irrefutable de que padeces SEJUELA.

SE JUE LA juventud.

FRANCISCO D. GONZÁLEZ


FRANCISCO, MANUEL, EL PATO, EL VINO Y EL ESCOTE DEL FIN DEL MUNDO

Como una cometa morada caía la noche en las calles empedradas de Toledo. Era un viernes de Julio de 1820, y luego de una intensa jornada de trabajo, con todo el cansancio de la semana y con el hambre haciendo estragos en sus vientres, Francisco y Manuel, el uno herrero y el otro labrador, cruzaron la puerta de la antigua taberna y se sentaron a una mesa cerca de la ventana. El lugar estaba en penumbras y no tardó en aparecer la moza que saludó haciendo una reverencia, tratando a sus clientes como a verdaderos príncipes. Francisco correspondió el saludo y se sintió muy halagado, pero Manuel ni siquiera sonrió porque lo tomó como una burla.
Con un tizón la mujer encendió las doce velas del candelabro que estaba en el centro de la mesa. Solo entonces los hombres pudieron observarla mejor. Era bella, muy bella. Sus largos pelos rubios caían por los hombros como una cascada de oro. Delgada, de piel blanca y unas pecas decorando sus mejillas. Pero lo que más les llamó la atención fueron sus senos inmensos y el escote pronunciado que los conducía, como caballos ebrios, desbocados, hacia la locura. Eran ciertamente distinguidos, graciosos, y se balanceaban al compás, como dos péndulos del infierno. Se quedaron absortos, perturbados, impresionados...
-¿ Qué les apetece, caballeros?
Los amigos se miraron sin saber qué responder.
-La verdad es que nos crujen las panzas- Francisco rompió el silencio con la gravedad de su voz. -
-¿Qué puedes traernos para matar las hambres que nos tienen a mal traer?
Ella les recitó el menú del principio al final, y mientras los trabajadores sudados pensaban y se decidían, se fue a atender a otros comensales. Manuel rumeó sus pensamientos y al cabo eligió un pato a la naranja. Francisco había pensado en un pollo, pero su amigo logró convencerlo para compartir el plato.
La mujer les dijo que se iban a tomar su tiempo en prepararlo. Y ya que tenían tanta hambre les sugirió una picada. Entonces pidieron papas a la provenzal, jamón, aceitunas y vino.
Hablaron y hablaron de labores, de mujeres, de hijos y de caballos. Pronto llegó una fuente de papas y una tabla con una pata de jamón. Llegó también una canasta de pan, dos vasos, un cuchillo. Cada vez que la mujer se inclinaba para dejar la mercadería, sentía sobre sus carnes, los ojos lívidos de la desesperación.
Desde la cocina llegó un griterío y pronto atravesaron la taberna en absurda procesión, un pato que se había escapado del filo de una cuchilla, la cuchilla que lo seguía y era empuñada por el cocinero, otro cocinero que venía detrás. La moza se unió al cortejo, y los amigos también persiguieron al pato que emitía terribles graznidos. Fue Francisco quién lanzó el cuchillo que llevaba en su cintura y terminó su vuelo mortal sobre el lomo del ave pronta a ser devorada.
En un instante el cocinero que jadeaba retorció el cogote, y, muy agradecido, sacó el cuchillo del lomo, lo limpió en su falda y se lo devolvió. La moza fue a felicitarlo.
Henchido, el hombre volvió a sentarse. Sonreía como un niño.
No tardaron en llamar otra vez a la moza que iba y venía con su bandeja.
-Las papas están muy ricas, pero les falta sal- dijo Manuel.
Ella metió la mano en su escote y sacó un pequeño salero que le entregó en la mano. Se miraron emocionados. Y de tanta emoción salaron a trote y moche. Y tanto y tanto salaron, que tuvieron que mitigar la sed bebiendo largos sorbos de vino.
Quisieron retomar sus conversaciones pero de pronto se encontraron llamando otra vez a esos senos que los cautivaban.
-¿Sería tan amable de ponerle a las papas un poco de orégano?
-Sus palabras son ordenes, señor.
La mujer buscó y rebuscó en su escote y sacó un diminuto frasco que dejó arriba de la mesa.
-Es orégano bien fresco, yo misma lo he cortado de la planta la semana pasada.
-Gra, gracias- dijeron a coro contentos con Dios, con la vida, con la noche, por haber dado con esa taberna y con esos senos como alacenas.
Francisco intentaba contarle a su amigo de la visita insólita que un marqués de Valencia le había hecho en su herrería. El marqués era un hombre muy celoso, y cada vez que dejaba su palacio, no podía dejar de pensar en su esposa a quién creía libertina. Andaba por esas tierras por asuntos de negocios y había traído las ropas que usaba la infiel. Había traído todas las medidas de sus talles, para hacer, como en la antigüedad, un cinturón de castidad.
-Veo que te has olvidado las aceitunas- dijo Manuel cuando la mujer pasó a su lado, interrumpiendo de cuajo la historia de su amigo. Historia en que no había podido prestar ninguna de sus atenciones. Muy sumido estaba en ese escote que traía la frescura del mundo. "Como dos naranjas" pensó- "Como dos pomelos rosados balanceándose en la rama por los caprichos del viento"
-Perdón, no es que me he olvidado, es que este pato desgraciado me ha demorado los pedidos. Más hace un rato fui a buscarlas y espero que no se ofendan por haberlas guardado en este cofre- Hundió la mano en el escote y sacó un puñado de aceitunas que dejó al lado de la jarra. Luego sacó otro puñado y se fue a la cocina.
Cuando Manuel comió la primer aceituna notó que estaba caliente, notó además que le temblaba la mano. La saboreó lentamente. Francisco contó las que había en la mesa. Eran quince. -Siete te corresponden a ti porque ya te has comido una. Ocho son para mí.
Manuel estuvo de acuerdo. Vamos a separarlas ya mismo para que no halla confusión. El hombre tomó dos aceitunas y comenzó a distribuirlas. -Una para ti, una para mí- pero terminó el conteo abruptamente cuando fue golpeado por la mano de Francisco.
-No quiero que toques mis aceitunas- Escogió las ocho que le correspondían y las llevó cerca suyo, al lado de su vaso.
Manuel cortó el pan y comenzó a cortar el jamón que comieron mientras tomaban el vino, hablaban de bueyes perdidos y miraban a la moza que iba y venía, perturbándolos sobremanera.
La noche transcurría lenta y ociosa. El ansiado pato llegó tendido boca abajo en una bandeja de plata, y terminó su destino final arriba de la mesa.
Manuel pidió más vino y brindaron por la noche, por la amistad, el pato y los pechos. Comieron y bebieron como si fuera la última vez. Comieron como desaforados, como animales. A cada rato llamaban a la moza para pedirle más sal, más orégano. Para pedirle pimienta, perejil, ají molido, tomillo, salvia y cuanto condimento se les ocurría. Ella tenía en su pecho una verdadera huerta y muy solícita iba y venía como una gacela en un bosque nocturno.
Los amigos tuvieron que beber jarras y más jarras de vino para apagar ese calor que, como brasas, habían encendido los picantes en sus lenguas.
La medianoche los encontró completamente ebrios. Completamente sedientos y ávidos de vino. Sin que lo pidieran ella les trajo la cuenta y protestaron porque habían perdido la noción de lo que comieron y sobre todo, de lo que bebieron. Por suerte o por desgracia, llevaban la paga de la quincena, y billete a billete, tuvieron que dejar todos sus dineros, hasta las últimas monedas que rasgaron de los bolsillos.
Regresaron a su casa tomándose de las paredes, alegres, tristes, pobres, excitados.
Nunca más volvieron a esa taberna.

MARCOS RODRIGO RAMOS


EL ANILLO DE CASIOPEA

Por qué justo ahora hay este viento? ¿Tanto tienen que avanzar las olas del mar? No sé para qué me engaño si la naturaleza no tiene nada que ver. O tal vez sí. Fue todo tan extraño. Desde el espigón, miro a lo lejos el castillo mientras te escribo esta carta que parece de un loco, de un enfermo. Quizás cuando te cuente todo me puedas entender un poco, y si no... Es lo mismo, por lo menos escribir me ayuda a no pensar, a desahogarme, a tener la convicción de que la felicidad no fue un sueño, de que Casiopea pasó por mi vida y se fue, o tal vez se esté yendo de mi memoria y de mi vida por culpa del agua y del viento. No quiero mirar más, mirar es aferrarme al recuerdo, pero dudo. ¿Me estaré aferrando a la locura, a un fantasma, a un sueño? Necesito contarte Julián, para no pensar. Necesito contarte. Mejor comenzar desde el principio.
¿Te acordás de cuando hacíamos los castillos de arena en Valeria del mar, de lo bien que me salían? Bueno, te quiero decir que a pesar de que tengo más de sesenta todavía me gusta hacerlos, por supuesto cuando no hay gente alrededor. No sé, me relaja, me divierte. Te diría que con los años he perfeccionado mi técnica y me consideró un experto en el tema. El secreto o la clave para hacer los mejores castillos está en hacer un pozo de más de treinta centímetros, allí encontrás la arena en su estado ideal, como está blanda, porque está mezclada con el agua, permite que la saqués y le des la forma que quieras. Fue hace casi un mes que pasó todo.
La playa estaba desierta, comenzaba a anochecer y decidí dedicarme una vez más a mi hobby favorito. Hice el pozo y cuando metí la mano un poco más profundo sentí que toqué algo duro. Corrí la arena para ver qué era y te juro que salté para atrás cuando me di cuenta que era una mano. Volví a acercarme para mirar. Era una mano delgada, pequeña, de uñas largas, una mano de mujer. En su dedo índice tenía colocado un anillo con una piedra incrustada de color rojo. Me acerqué para verla con más detenimiento y ahí mismo noté un movimiento casi imperceptible de uno de los dedos, creí que el susto me hacía ver visiones y me acerqué más para tocarla, entonces la mano se movió e intentó agarrar la mía. Salté de vuelta para atrás horrorizado y comencé a gritar pidiendo ayuda pero enseguida me di cuenta que era inútil, no se veía a nadie a ninguno de los dos lados de la playa. La mano seguía moviéndose, abriéndose y cerrándose débilmente. Comencé a cavar desesperado en dirección hacia donde yo creía que podía estar la cabeza, en menos de dos minutos llegué a liberar la mitad superior del cuerpo, era una mujer, aún respiraba. La sacudí para despertarla y allí abrió sus inmensos ojos celestes y gritando angustiada me abrazó fuerte. Yo le acariciaba la cabeza intentando calmarla y volvió a desmayarse. Me tranquilizó un poco ver que seguía respirando, estaba completamente desnuda. Terminé de quitar toda la arena de encima de su cuerpo y la llevé en brazos hasta mi casa que estaba del otro lado de los médanos Llené la bañadera de agua caliente y la coloqué despacio en ella. Con jabón y una esponja fui quitando poco a poco la arena del cuerpo, la que me costó más tiempo quitar fue la del pelo. Ella seguía dormida. Cuando la levanté vi la gran cantidad de arena que había quedado en la bañadera, también la noté mucho más liviana, parecía como si con la arena se le hubiera ido parte del cuerpo.
La sequé toda y le puse una remera blanca que había dejado mi nieta. Era una chica delgada de cuerpo bien femenino, su pelo era rojo y su piel quizás demasiado blanca, no tendría más de veinticinco años. La coloqué en la cama tapándola con una sabana y una frazada. Ya estaba anocheciendo y por la ventana negros nubarrones preludiaban una lluvia inminente.
Fui a la cocina y le preparé un café con leche bien grande dejándoselo en la mesita de luz que estaba al lado de la cama. Cuando volví con un plato con tostadas la encontré sentada tomando el café con ambas manos. Me miró con sus inmensos ojos celestes y algo extraño me sucedió, sentí miedo, una puntada leve en el pecho, como si algo dentro de mí se paralizara. Quizás me exprese mal, no sé si miedo es la palabra... Te parecerá tonto pero tuve miedo, pero no un miedo feo, un miedo extraño, un miedo feliz, como cuando éramos pibes y una mina descomunal se nos acercaba y nos poníamos como un tomate por la timidez. En ese momento, aunque te parezca increíble me pasaba lo mismo, me había puesto colorado y sentía demasiado calor en las mejillas, me faltaba el aire.
-Usted me salvó.
-Yo te encontré. Mi nombre es Héctor. ¿Vos cómo te llamás?-Yo... No me acuerdo... Es raro. Le juro que lo único que recuerdo es la oscuridad, la imposibilidad de poder moverme, de gritar y de golpe, el calor en la mano, su rostro Héctor. Y el sol... Y el aire... Y su abrazo...
-Prestame tu anillo.
-Sí, claro. ¿Para qué?
-Es común que mucha gente ponga dentro de los anillos inscripto su nombre. ¿Ves? Acá hay escrito algo. Dice: Casiopea. ¿Qué te parece?
- Y bueno. Dígame así. ¿Sabe qué pasa Héctor? Me angustia demasiado no acordarme de nada. Le juro que siento que no tengo familia, que no tengo hogar, que no tengo... ¡Que no soy nada!
Me abrazó y comenzó a llorar con ganas. Yo le acariciaba la cabeza.
-Tranquila. Tranquila. Lo que te pasó a vos, que no tenemos ni idea de qué fue, evidentemente te dejó shockeada y es por eso que perdiste la memoria, pero vas a ver que con el tiempo, y a medida que te tranquilices, vas a volver a acordarte de todo.
-¿Le parece Héctor?- me dijo mirándome fijamente con esos maravillosos ojos celestes que aún estaban llorando. Sentí unas ganas irrefrenables de besarla, de decirle tantas cosas, pero me contuve.
-Claro que sí. Ahora termina de comer e intenta dormir un poco. Vas a ver que más descansada te vas a acordar de todo.
-Héctor
-¿Sí? ¿Necesitas algo más... -me abrazo fuertemente y de imprevisto comenzó a besarme en la boca, por un momento me fue imposible resistirme y la besé también pero luego la alejé con delicadeza y a la vez con fuerza.
-Gracias Héctor.
-Está bien. Para lo que necesites me llamás. Yo estoy en el cuarto de al lado.
Antes de acostarme me duché. Sensaciones extrañas pasaban por mi mente. Por un lado pensaba en cómo le iba a explicar la presencia de Casiopea a mi mujer si aparecía de imprevisto. "No, si la encontré desnuda debajo de la arena querida". El sólo pensar en la situación más que preocuparme me daba risa.
Pensaba en sus ojos celestes que parecían de cristal, en su mirada que me paraba el corazón y me volvía adolescente, en el calor de mis mejillas, en su cuerpo pegado al mío. En su cuerpo...
Me costó un poco dormirme. En mi sueño yo era joven y Casiopea más grande, sin embargo seguía pareciéndome lo más lindo que mis ojos podían ver. Desnuda iba al mar y me llamaba. Yo, torpe y lleno de vergüenza, me quitaba el pantalón y corría sin ropa hacia ella. Cuando llegaba a su lado me abrazaba. Ella se hacía más grande, y yo cada vez más pequeño y a la vez... más feliz.
El portazo y el grito me despertaron. De repente sentí como el cuerpo de Casiopea se metía en mi cama y me abrazaba con fuerza.
-¿Qué pasa?
Señaló hacia fuera temblando y sin mirar. Por la ventana se veían los destellos de varios relámpagos. Sonreí comprendiendo su inocente temor. Le acaricié la cabeza y de a poco sentí que su corazón, pegado a mi pecho, se iba desacelerando.
-Es sólo una tormenta.
Me abrazo con más fuerza sin querer soltarse.
-¿Querés dormir conmigo?
Me miró de vuelta a los ojos y al ver su sonrisa ya
ya no pude, ni quise, contenerme más y la besé.
Cuando desperté, Casiopea ya no estaba a mi lado. La cama se encontraba toda llena de arena. Los pisos también. Por lo mojados que estaban los muebles deduje que las ventanas se habían abierto por el viento y que toda la noche había entrado la lluvia. La llame a los gritos pero seguía sin aparecer, busqué en cada uno de los cuartos pero ninguna señal de ella. Ya más inquieto, salí a la calle y pregunté a los vecinos por una mujer joven de pelo rojo pero nadie la había visto. A la semana encontré debajo de la cama el anillo. Pasó ya un mes y, aunque me niego a creerlo, sé que va a ser imposible volver a encontrarla. Ya mi familia se cansó de esperar que regrese a la Capital y vienen a buscarme pese a mi negativa. Por eso te cuento todo a vos Julián, porque todo parece una locura, un delirio, una fantasía pero... el anillo, Julián. ¿Sabés qué hice con él? Hoy temprano me fui a la playa y hice el castillo más lindo que me salió en la vida. En una de sus torres puse el anillo. Ahora que estoy en el espigón escribiéndote, veo el castillo a lo lejos y me parece una simple montaña de arena. Pienso en Casiopea y lloro sin poder parar. Lloro, porque sé, que mañana, por culpa del agua y el viento, mi castillo ya no va a estar más.
............................................................El capitán Burton

ROBERTO ROMEO DI VITA


LA PESADA

Es parte de la "pesada", de los revolucionarios de Mayo. Y sus amigos confían en él.
Domingo debe jugarse una vez más por sus ideales, por sus amigos y porque sabe que llegó el momento y esta vez no puede fallar.
Los que reclutó entre sus soldados fieles, doctores flamantes, curas de pueblos y poetas soñadores, no le fallarán y estarán en la Plaza Mayor a la hora señalada impidiendo el paso de los pelucas coloniales, y si se llega a armar la podrida tienen como misión entrar a dar sin asco.
Los paños que repartió con Beruti esa mañana, a estas horas tienen el sabor de la señal convenida y más de un barrigón tuvo que tragarse su desprecio, ante la mirada volcánica de sus repartidores.
La cosa puede llegar a ponerse brava si Cisneros no quiere renunciar y el ahora Teniente Coronel French, graduado por el propio Liniers, piensa que ya no será contra los ingleses, sino contra los reyes españoles que están presos de Napoleón.
Pero este "cartero único" de la colonia está cansado de ser mandado desde afuera y le sobran agallas para pelear. Ya lo demostró en dos oportunidades, como lo hicieron Manuel, Mariano, Juan José y demás de sus camaradas.
Por eso confían en él, y él sabe que no fallará.
Terminada la jornada del día 25, obligado a renunciar el "sordo",labrada el acta y echada a andar una nueva vida, estos asombrados criollos no pueden creer lo que han conseguido, French por fin puede fumar un cigarro con tranquilidad.
Está fumando un puro a la luz de un farol, acompañado por tres de sus hombres, pero antes ha dispuesto que los domicilios de Manuel, de Mariano y de Castelli estén protegidos de la embestida de algún provocador.
Lo sorprenderán las primeras luces del alba camino a la casa del tano Beruti. Una porteña madrugadora yendo a misa, por su belleza y contorno, está a punto de hacerlo llegar tarde a la cita convenida.
Lleva su mano a la solapa para entregarle un jazmín a la porteñita madrugadora, pero su vista se encuentra con dos cintitas celestes que le penden del brazo, y con malévola sonrisa deja el romance para mejor ocasión.
Suspira con bronca este futuro Coronel del Cuerpo de Infantería América, con las citas de control de los revolucionarios no se puede jugar. Lo peor vendrá después, cuando tenga que fusilar a su amigo Liniers por contrarrevolucionario.


(De su libro: MAYO EN LA SANGRE).

ANDREA GARCÍA CAMPOS

LA ESCONDIDA

Teníamos la plaza entera para jugar, la gente y su movimiento parecían obstáculos. Era perfecto. Contábamos siempre en el mástil.
Vos poco a poco, te alejabas de la piedra intentando siempre que no fuera demasiado, así aumentabas el campo visual girando sobre tu propio eje, nunca de espaldas a la piedra, para interceptar a tus presas al mejor estilo Terminator.
Posibilidades:
Una, tener un contrincante sagaz que te pique: ¡¡¡Piedra Libre Para Todos Mis Compañeros!!!, y te toque volver a contar con sabor a tedio y a baja autoestima.
Otra, que por poca habilidad de los terceros puedas ir librandolos uno por uno y vayan cayendo como moscas.
O bien, que te toque gente difícil... te vas alejando sigilosamente, con los latidos de tu corazón en aumento y cuando llegás al límite, rozando la utopía... el zorro se asoma con trote tranquilo, burlón y con risa sarcástica, como anticipando su triunfo casi seguro.
Entonces quedaban dos caminos: la muerte o empezar a correr con las piernas, con el alma, con las uñas, con los ojos inyectados de sangre, y gritar sin voz: ¡¡¡Piedra Libre!!!, en el mejor de los casos, y volver a tu casa haciendo retumbar la plaza a cada paso.
Así jugábamos a "la escondida" en la plaza de mi barrio.

JUANA SCHUSTER

DIMITRI VASIELIEVICH

Dimitri Vasilievich dudaba del amor eterno que le prometiera Roshenka. Era mucho más joven que él, de gustos dispares, pretendida por mejores candidatos de la aristocracia rusa. Se habían conocido un año atrás, en un baile benéfico de la Cámara Empresaria. Para sorpresa general, lo aceptó para compartir la vida. El día de la boda, ella parecía salida de un cuadro de Chagall, delgada, etérea, de largos brazos. Él entró con paso firme. Lucía una sonrisa de autosuficiencia. Seguro de haber arrebatado el trofeo. Ella sonreía a la concurrencia, con dos lágrimas que nadie notó. Marcaban la amargura interna de ese día.
No pasó mucho tiempo hasta que Dimitri notase que Roshenka no era feliz. Le reprochaba constantemente, su negativa a tener hijos.
- Los niños crecen, querida. Son una molestia.
- Los vientres de mis amigas ya han dado frutos.
- Sabes que viajo seguido por mi trabajo. No sería justo dejarte con esa pesada carga.
La pobre mujer tomaba las puntas del mantel permaneciendo largos ratos tironeándolas con un rictus nervioso. Justo ella, cuyo rostro tenía la placidez de una madonna.
Él se acercaba a tomarla en sus brazos, pero, no era correspondido. Roshenka miraba el río a través de la pequeña ventana. Eternizaba la mirada en el agua oscura y en los árboles de la ribera que cobijaban las ruidosas gallaretas.
Dimitri cedió a su negativa de permitirle tomar clases de violín. Bien sabía que su esposa provenía de antepasados melómanos. Sus suegros eran asiduos concurrentes a todas las galas de conciertos. Hubiese sido injusto no aceptar.
Roshenka experimentó muchos cambios a partir de las clases. Se la notaba extrovertida, la melancolía había desaparecido. Nació entonces una nueva Roshenka que no hablaba de maternidad.
El profesor, de destacada trayectoria internacional, comenzó a estar en boca de todos los habitantes de Odessa.
Pelo negro azabache, ojos color miel, extremadamente delgado y alto, muy joven, modales refinados, sin ataduras familiares.
Dimitri viajaba una vez al mes a Alemania, para concretar las operaciones comerciales.
Una noche, en el hotel de Renania, recibió un llamado imprevisto que lo alarmó: su socio, Andrei Golovoff, una persona destacada por su mesura y reserva, le dijo confidencialmente, que el maestro de música y Roshenka habían llegado por separado a la ópera, y que después de compartir la misma fila de butacas, se habían retirado juntos sigilosamente.
-¿Puedes asegurarlo?
-Sí.
Del sótano del alma le nació un sentimiento de odio y desasosiego. Él sabía que sería el escarnio de todos. Trató de ordenar sus ideas, caminó sin rumbo fijo, largo tiempo. Escuchaba reiteradamente la voz de su socio. Las calles a esa hora eran silenciosas y poco iluminadas.
Un juego de luces, comenzó a danzar delante de sus pupilas. Una majestuosa marquesina invitaba a probar suerte en el casino. De algún lado apareció una muchacha muy atractiva que lo tomó del brazo y le sugirió una noche inolvidable. Se dejó llevar sin pensarlo. El bullicio era ensordecedor, la bolita de la ruleta saltaba caprichosamente en todas las mesas. Se detenía y arrancaba exclamaciones de júbilo o decepción.
Se dirigió a la ventanilla donde adquirió fichas. Eligió una de las mesas. Tímidamente colocó su apuesta en uno de los números. Repetía las jugadas mecánicamente. Su cabeza estaba en otro sitio. No notó que la gente se agrupaba alrededor suyo. No le dio importancia a la cámara de T.V., chismosa e intrusa.
Un empleado tocó su hombro. Le comunicó que por haber llegado al límite de ganancias permitidas, debía retirarse. Le pidió que lo acompañase para canjear las fichas por el millón de dólares que había ganado. Dimitri no podía concentrarse.
Una vez en la calle, apretó el maletín y permitió que el frío lo hiciese reaccionar: poseía mucho dinero. No estaba dispuesto a compartirlo con su esposa. Un sentimiento de revancha se despertó en él. Recordó entre vagas imágenes que un camarógrafo estaba cumpliendo con su trabajo en el lugar. Si la noticia se divulgaba se vería en dificultades. Comenzó a elaborar un plan para evitar que la fortuna tuviese que ser compartida. Viajó a Odessa. Roshenka no se hallaba en casa.
Ya lo tenía decidido: el viejo galpón de madera donde el jardinero guardaba las herramientas. Había también envases de pintura y varios objetos en desuso. Levantó cuidadosamente varias tablas del piso y acomodó la maleta. Dejó todo en su posición anterior. Al entrar al comedor, vio la nota que se hallaba debajo del cenicero de cristal.
Estoy cuidando a mi amiga Lenka en el Hospital Central. No me esperes a cenar.
-Cínica, pensó.
Trajo de la cocina vodka, arenques y caviar.
El canal de noticias mostraba los sucesos más importantes. Se reconoció en el Casino de Renania.
-Sabía que esto iba a ocurrir. Siempre hay un inoportuno camarógrafo.
Se quedó dormido en el sillón. El teléfono lo sobresaltó. Instintivamente miró el reloj. Eran las cinco de la mañana. No alcanzó a levantar el tubo. Un brillo llegaba desde cuarenta metros. El galpón estaba ardiendo. Subían hacia el cielo las llamas. El parque se encontraba alfombrado de brasas.
Cuando los bomberos llegaron, observaron una soga en el techo. En el extremo el cuerpo oscilaba como un péndulo.

CARLOS MARGIOTTA


LA FUENTE DE MORRONES

Compré unos morrones bien colorados para acompañar la carne; a ella le gustaban por su forma de corazón. "Si parece que laten" decía, viéndolos expuestos en la góndola como un rey entre las otras verduras simplemente verdes y oscuras, débiles y sumisas ante tanta presencia. Quería sorprenderla con mi habilidad culinaria y nada más sensual para una noche de amor y primavera. Prendí la llama de la hornalla de la cocina con el fuego mínimo, y coloqué el primer morrón apoyado sobre la base mayor. El fuego se pegó a la piel carmín acariciándola como la mano de una madre. Poco a poco se fue oscureciendo de ampollas negras y estallando en gritos de delicados perfumes de oriente. Después lo di vuelta en el sentido contrario hasta quemarlo totalmente, y continué con los demás, uno por uno, imaginando en cada crepitar nuestros cuerpos abrazados en una hoguera lenta y paciente, prolongando el instante inevitable de la muerte.
En una cacerola con agua fría se desinflamaron juntos, y comencé a despellejarlos. Mi mano reconoció cada pliegue como a su cuerpo desnudo dejándose tocar eternamente. Los abrí con un cuchillo de hoja pequeña y separé las semillas acaloradas. Tendidos en una tabla de madera, los corté a lo largo en forma de labios, y en una fuente transparente los acosté entre rodajitas de ajo y poca sal. Los bañé con mucho aceite de oliva, a la italiana, y los abandoné agotados de amor, descansando hasta la noche, cuando el alma volvería a la fuente de morrones, como ella con su aliento encendido.
Probé uno elegido al azar, acaso el más pequeño, y pude ver su boca confundida de rouge, mordiendo desesperada, y su lengua deslizándose entre llamas jugosas, como en mi boca. Pude ver su mirada caliente suspendida sobre la mesa, esperando el vino, para ahogarse en una copa, y en otra, y en otra más, hasta el basta. Pude ver una fuente gigante de morrones, como un incendio, con nosotros adentro, quemándonos con ajo y sal, sobándonos en el rubí del aceite; los dos hambrientos, y desaparecer en cada bocado con pedacitos de pan.