jueves, 18 de abril de 2013

NEGRO HERNÁNDEZ


EL LOCO DE LOS NAIPES

Antonio o el loco de los naipes, como lo llaman los muchachos, esta siempre en la mesa situada en el rincón de la ochava del Tres Amigos, allí donde cuelga el viejo teléfono público que dejó de funcionar hace años cuando nacieron los locutorios y más tarde fueran arrasados por la invasión del celular (el Gordo dice que lo llaman celular por el camión donde llevan detenidos a los presos).
Parece una pieza de museo como el propio café y algunos paisajes del mismo barrio que se van extinguiendo lentamente con la tecnología. En otra época lo usábamos para pasarle algún número al quinielero o para avisarle a la patrona que llegaríamos un poco más tarde porque se había armado un buen truco.
Antonio llegó al barrio en los primeros días de marzo, cuando el verano empieza a despedirse entre el calor de las ilusiones que no fueron y las hojas de los árboles de otoño poniendo de amarillo y ocre las calles de Barracas.
Todas las mañanas, de lunes a viernes, lo trae una joven mujer que según versiones del Gallego, es la hija (dice llamarse Inés). Lo acompaña a sentarse en ese lugar lejos de las ventanas, y le pide un café con leche con medialunas de grasa. Después, al mediodía pasa a buscarlo y se despide con cortesía.
Calculo que tendrá más de 80 años y la pinta de haber sido un hombre elegante, de aquellos de buen porte como los galanes de los 50. Es limpio, cortés y educado, con cierto aire de seductor, parece haber sido un viejo director de escuela o algo por estilo.
Cuando entra al salón me saluda con un gesto de su cabeza y trata de sonreírme aunque esforzadamente. Yo le retribuyo el saludo de la misma manera y le doy los buenos días a la joven acompañante.
Los comentarios sobre el nuevo parroquiano comenzaron a circular como los chimentos de un pueblo. Que la hija esta refuerte, que sufrió un ACV, que en su juventud fue un ajedrecista famoso, que estuvo casado con una bailarina de tango, que era escritor y poeta y no sé cuantas cosas más. Lo único cierto es que lo habían visto más de una vez  sacar un paquete de naipes del bolsillo del pantalón y barajarlas sobre la mesa con una mano como si fuera René Labanc.
Pero el más interesante de los chismes lo relató con lujo de detalles Joaquín, el mozo.
-Negro, te juro que una mañana de lluvia lo vi jugar solo al truco. Repartía las cartas como si tuviera un oponente, orejaba las cartas, se cambiaba a la silla de enfrente, orejaba las cartas y volvía al lugar de origen y cantaba envido. Después ocupaba el sitio del otro jugador y pensaba en qué contestar.
Un día estuve tentado de no ir a trabajar para observar a Antonio jugar a los naipes y comprobar con mis propios ojos la historia pero desistí. Los recuerdos de mi madre me dolían cada vez que esa otra  escena se volvía a aparecer disfrazada de enfermedad mental cuando solo se trataba de una sana locura.
El Gordo, el Mirón y Sandoval que tenían horarios de trabajo más libres se turnaban para observarlo y al atardecer compartíamos las experiencias. Te juro que es cierto, yo lo oí mentirse a sí mismo y creérselo, decía el Gordo, mientras agregaba un comentario sobre el culo de la hija. Y lo vi reírse y lamentarse a la vez, no es uno son dos jugadores distintos en uno solo, dijo el Mirón. La máxima la hizo el día lo escuché putearse y reputearse en un genial truco, retruco, quiero vale cuatro, agregó Sandoval.
Una mañana se acercó la hija a mi mesa para pedirme que por favor lo vigilara, que Antonio tenía un mal día, que le siguiera la corriente, que de ser necesario le avisara al Gallego para que la llamara si hacía falta. Y sin dudar compartí la opinión del Gordo acerca de sus atributos.
Entre nuestras risas e ironías sobre el loco de los naipes un dejo de compasión rodeaba siempre la charla y casi nos convertimos en cuidadores celosos de su salud.
A veces cuando lo observaba a Antonio veía a mi madre de 90 años sentarse a la mesa de la cocina para jugar a la escoba de 15, la vi cambiar de lugar, barajar y echar las cartas. Recuerdo como si fuera hoy, verla levantarse para encender la hornalla y prepararse un mate, y pedirme:
-Negrito, cuidame por favor que no me mire las cartas.



RICARDO A. ALLIEVI




EL DIABLO TOCABA EL VIOLÍN  

El diablo tocaba el violín.
Las calientes puertas del infierno estaban abiertas de par en par.
Por allí salían sonidos intensos y armoniosos.
Muy bien afinados y excelentemente ejecutados.
Ella sabía quedarse acurrucada junto al diablo y el violín a disfrutar del concierto en la puerta de ese infierno de gloria.
Gozaba de esos sonidos majestuosos del violín y de la ejecución del diablo, sofocándose con el calor del fuego y del amor que le tenía.
De repente le empezaron a doler los oídos.
Parecía que se le perforaban.
Necesitaba tapárselos para no sufrir.
Le imploraba, con sus ojos angelicales, que dejara de tocar su violín.
El diablo se empecinaba en seguir tocándolo como si no le importara el sufrimiento del ángel amado.
Solamente le importaba el placer de siempre.
No le bastaron sus lágrimas para dejar de hacerlo.
Sólo dejó de tocar cuando el ángel salió corriendo y se arrojó desesperada al fuego ardiente de las llamas eternas de ese lugar donde se consumían juntos de amores apasionados y eternos, con música y fuego.
Así terminó todo.
El diablo dejó de tocar y ella se convirtió en cenizas angelicales.
El diablo, loco de amor por la pérdida de su ángel de adoración, se tiró detrás de ella, en su mismo infierno y todo fue silencio cuando terminó de apagarse el fuego de los amores de los dos incendiados y consumidos por las llamas.
No  hubo más sonidos ni lágrimas.
Ni del violín del diablo ni del ángel enamorada del virtuoso.
Empezó a escucharse sólo el llanto fuerte y desgarrador del diablo por haber perdido su único ángel de ese infierno personal y privado.
El diablo quedó condenado para toda la eternidad en el fuego sin poseer más al ángel salvador.

ANA MARÍA MOPTY



HISTORIAS

Esto de vagar entre hierbas altas, cartón y latas junto al dique, siempre trae algunas consecuencias, por ejemplo, los zapatos. Me refiero al calzado que encontramos sin su dueño. De la ropa que dejan no nos ocupamos porque llega con manchas o quemada. Pero los zapatos se aprovechan pronto y hasta podemos ser generosos cuando algún familiar del propietario solicita para datos o recuerdos. Allí acompañamos en sentimiento, eso tampoco nos cuesta. A las historias no queremos escucharlas. Son demasiadas; siempre iguales y nosotros, en ese caso, perdiendo los zapatos. Tal vez hoy pase el camión. Desde lejos distinguimos su enorme cuerpo verde en el polvo de la siesta. No le guardamos rencor, sería como castigar a los que sin querer nos benefician.

MARTA BECKER



MI MUNDO

El Reino de las tinieblas. Así lo llaman a mi mundo.
Yo, lo llamo El infierno.
Porque es un infierno oír cuando abrís la puerta y me llega tu perfume, escucho tus pasos que se acercan y me saludas, y  paso las manos por tu rostro, con suavidad, marco cada detalle que delate alguna señal, rozo con los dedos los labios abiertos en una leve sonrisa, y te abrazo, recorro tu cuerpo con lentitud, un cuerpo que conozco de memoria pero que es nuevo cada vez, y escucho tu voz, esa voz que me encanta, que suena diáfana, y espero percibir en tus palabras algo, algún cansancio, algún desencanto, y vos dejás tus cosas y te apropias del lugar, te adueñás de mi, te convertís en mis ojos, mis oídos, mis manos, y tu olor absorbe mis pensamientos, y es ese el momento de mi caída, cuando no te puedo ver.

JUANA ROSA SCHUSTER



EL EXTRANJERO 

Mientras nos sentamos a la mesa, admiramos su ropa de primera calidad. La corbata llama la atención por sus destellos que refractan la luz filtrada por la ventana desvencijada.
No puedo creer que nuestro hijo mayor haya venido a vernos después de siete años.
-En Canadá, todo es distinto. Se vive mejor. Tienen que pensar en dejar esto.
Su cadencia, acento y modales, han cambiado. Raulito y Manuel lo miran como si tuviesen los fragmentos de un espejo roto y les costase armarlo otra vez.
-Tu abuelo y tu padre son chacareros. Nuestra vida está en las parcelas.
El recién llegado nos mira y la distancia se alarga y horada las millas.
-No sabés, mamá, las ventajas de vivir en Toronto.
-¿Dónde queda?- pregunta Manuel con inocencia.
-¿Van a la escuela? Sus ojos perforan los míos.
-Cuando llueve mucho, no.
Ese extraño, ese extranjero, no entiende. No sabe acerca del sol que pinta de rosa la escarcha en los campos. Tampoco entiende de los pájaros que sostienen la campiña.
Saca un mapa del bolsillo y usa una lapicera. Hace un recorrido en el papel y explica. No entendemos nada. Raulito se la pide.
-Te la doy. Pero no la lleves a ningún lado porque el capuchón es de oro.
-Vos mamá, no tendrías que trabajar con el barbechó. Podés emplearte en un hotel como personal de limpieza.
-¿Qué tiene de malo cultivar la tierra?
-Es necesario crecer de mente. Lograr objetivos. -¿Qué les espera a los chicos acá?
-Tenemos sesenta y cuatro vacas. Muchas preñadas.
El extranjero tiene un rictus burlón.
La distancia entre el inicio del sendero y el caminante ya no se puede medir: Ha hecho a un lado el plato con polenta y trozos de pollo.
-¿Y tu esposa?
-Jennifer se aloja en un hotel cinco estrellas de la ciudad. ¿O pensabas que iba a traerla?

MARIÉ ROJAS TAMAYO (CUBA)


MIMOSOS
All mimsy were the borogoves
The Jabberwocky. Lewis Carroll

- Abuelo, ¿qué criatura es esa que aparece en el cuadro?
-Simpáticos, ¿no es así? Eran nuestras mascotas. Consentidos, limpios, juguetones, muy acomodados a convivir con nosotros...
-¿Y por qué no he visto ninguno?
-Se extinguieron. No está muy claro en nuestros anales el por qué.
Un día, de pronto, amanecieron muertos. Sin excepción.
-¡Qué triste!
-De eso hace demasiado tiempo, no te entristezcas. Si te vas a poner así no te traigo más al museo.
-Está bien, dime cómo se llamaban y no tocaré más el tema.
-Como buenas mascotas, cada una llevaba su nombre propio; ahora, si quieres saber el nombre genérico, entre ellos se llamaban: homo sapiens, humanos, personas, gente, individuos, hombres. Nosotros les decíamos los Mimosos, porque se pasaban la vida arrullándose. ¡No sé cómo puede haber teóricos que digan que se exterminaron unos a otros!
-Tampoco lo creo - dijo la joven cucaracha, en el cuadro se les ve demasiado delicados para ser violentos.
Defensa inapelable
Ray ve a la hermana registrando sus pertenencias y le dice, enojado:
-Sarah, ¡deja en paz mis cosas!
Ella, sin inmutarse, le pregunta:
-¿Hacen daño?
-No -responde él sin saber a dónde va el diálogo.
-¿Están vivas?
-¿Vivas? ¡Claro que no!
-Pues no puedo dejarlas en paz, si no puedo antes declararles la guerra.

VÍCTOR HOLDEN



PASARON MUCHOS AÑOS  

Nunca fuimos novios, siquiera intercambiamos un beso. La diferencia de edad en ese momento pesaba, yo tenía catorce años y ella apenas once, pero mi  atracción hacia ella era incomparable con el resto de las chicas del grupo, aun las de mi misma edad.
Recuerdo cuando con mis compañeros estábamos parados en la esquina de Callao y Corrientes y ella pasaba todos los mediodías con el micro de su colegio y me saludaba con una sonrisa. Como esperaba ansioso, ese fugaz pasaje. Sólo eso bastaba para colmar mis deseos y me daba el impulso necesario para continuar el día, y esperar el próximo.
El fin de semana, nos volvíamos a encontrar, pero no estábamos solos sino con el resto del grupo, no obstante nos cruzábamos las miradas, y en ese instante percibía que me sonrojaba.  Así pasamos varios años. Nunca se daba la ocasión para estar solos, tampoco yo la buscaba, ni tenía la necesidad imperiosa de decirte lo que sentía. Es más, no se ello se debía a que tenía el temor que mi interés por ella, no iba a ser correspondido.
Las pocas oportunidades que tuvimos de cambiar algunas palabras, eran sobre cuestiones intrascendentes, pero jamás sobre nosotros, tampoco pude transmitirle mis sentimientos.
Transcurrieron los años y con ellos los noviazgos y las rupturas, si bien no nos veíamos esporádicamente, ambos teníamos conocimiento a través de amigos comunes de nuestras relaciones sentimentales y sus frustraciones.
Un sábado a la tarde de casualidad nos cruzamos, y espontáneamente  te invité a salir a la noche. Cuando nos encontramos  le di un beso en la mejilla y al sentir el calor de tu piel volví a sonrojarme.
Recorrimos varios lugares de moda, hasta que terminamos en una famosa casa de té en la zona de San Fernando, allí la intimidad, nos permitió recordar los gratos momentos que pasábamos en grupo y como nos divertíamos, luego hicimos un racconto de los años vividos durante nuestro distanciamiento. Todo estaba bien, pero no pasaba de estar bien. Ninguno de los dos intentó ir más allá. Confieso que no tomé la iniciativa, pero tampoco advertí en ella ningún gesto que me invitara a tomarla. Esa fue la última vez que nos vimos.
De aquel encuentro pasaron cuarenta años, a veces me pregunto si tendría que haber sido más impulsivo. De algo estoy seguro: si sorpresivamente la encontrara volvería a sonrojarme. 


SONIA FIGUERAS


EL INCA SEGUIRÁ VIVIENDO

Un aire molesto me vuela los cabellos. Cada tanto saco el mechón incómodo que me tapa un ojo. Este cabello teñido se refleja en un espacio del vidrio de la ventana plagada de carteles con horarios y aunque no está de peluquería se le nota el brillo, el cuidado que recibe.
Quiero no sentirme un pez fuera del agua. Cómo no serlo. Lo soy. Sus ropas, las de ellos, son sencillas igual que las mías pero hay algo. Me contrarío. Necesito sentarme entre ellos, mostrarme una igual, una par. No lo soy. Soy distinta. Pertenezco a la clase media, con posibilidades de estudiar, marido profesional igual que mis hijos, una casa confortable. Todo contrasta.
Vuelvo la mirada a la platea de figuras inmóviles, carentes, sentadas, de pie, deambulantes a la espera de su turno.
Desde un triciclo, Emerson, se llama Emerson, me mira con sus dos añitos escasos y su sonrisa bolivianito hermoso, cara redonda mejillas rojitas tomate en sazón. Me animo. Toco su cabecita lacia muy lacia. La mamá pone su mejor cara de desconfío hasta que sus labios emiten el esbozo de una mueca sonriente. Me inflo como el sapo de peluche de la infancia de mi hija. Quiero levantarlo acariciarlo mimarlo. No. Salgo de la sala de espera. Me ubico contra un pilar. A la espera, mientras observo.
Ella lo atiende como lo hace con todos. Con la mirada a los ojos del otro, fuerte, blanda, comprensiva a la vez. Está acostumbrada a la tez morena, al olor de la leña o el carbón que sale de las ropas inimaginablemente limpias y planchadas, a su trato amable y al de los que vienen a la consulta. Siempre prima el buen gesto porque ella invariablemente se adelanta con una sonrisa.
Yo lo detecté una mañana sentado en una piedra mirándose las manos. El cuerpo asténico, el torso cubierto de blanquísima camisa planchada a duras penas, jeans gastados con el remate de las zapatillas que pedían otras, con esa tristeza en los ojos brillantes acuosos que dan el hambre y la pobreza.
No indago mucho sobre él, por ética, pero sí sé que quiere estudiar. Cuenta alrededor de 18 años, indocumentado y no vive en el barrio ni en la villa. Él está detrás, en la quema, sobre las ratas, donde las casillas no tienen número. Y eso basta para apaciguar mi curiosidad.
¿Cuánto puede esa mujer joven con el beneficio inmenso de haber estudiado, hablarle de Freud, Lacan, del psicoanálisis, que sé que emplea como las condiciones lo requieren?. Me quedo en el prólogo que me refiere de la consulta en el camino de vuelta porque con ella y su conducta no hay acceso, justamente por principios.
En mi imaginación audaz me figuro la desolación. La de ella por no responder con las soluciones necesarias y la de él o la de los demás, que los desespera el no llegar a algún lugar mientras la vida pasa al lado de ellos, con el infaltable "negro de mierda" "¿por qué no trabajan?" "¿a qué vienen?" "¿por qué no se quedaron en su provincia, en su país?"
Entonces recuerdo a mis abuelos catalanes ricos que vinieron porque no acordaban con la política española y a los otros, italianos, desembarcados igual que ellos en tiempos de guerra, que sabían de comer cucarachas o nada. ¡Cómo cambió la mirada hacia los inmigrantes de otras épocas con respecto de los de ahora! ¡cuánta exigencia! ¡cuánta indiferencia! ¡qué discriminación incomprensible!
Otra mañana vuelvo a verlo solo, como la primera vez y aguardo en la calle.
En la espera obligada y a la vez gustosa por ir a buscarla mis neuronas dan un paseo.
Me pregunto por qué tanto odio, por qué genocidios al margen de todo juicio, de toda ética, de todo comportamiento humanitario. Me interrogo por la fraudulenta conquista latinoamericana, los genocidios nazi, armenio y el perpetrado en los penosos, trágicos años nefastos de nuestro reciente pasado que dejaron en el camino cantidad de vidas e ilusiones.
Es un tema que me quema y duele en su irracionalidad y con tantos resabios aún por la portación de rostro nombre raza.
En tanto con estos pensares hago tiempo frente a la puerta del Centro de Salud de la villa, allí donde se funden las miserias y las ganas, las ilusiones y los fracasos, el temor y el coraje, el amor y la violencia.
Concibo miles de hipótesis con respuestas allí, donde corretean niños y perros, coches costosos y carros con jóvenes y hombres por caballos que entran y salen.
Me digo que si admitiéramos oír al otro sin que nos afecte el hecho no elegido voluntariamente de nacer en lugares y circunstancias distintas, más aún, si en verdad no lo menospreciamos al considerarlo "diferente"... el caso es que deberíamos sentirnos "iguales"...
...si tuviéramos una real decisión de aceptarlo, integrarlo con nuestras diferencias, desigualdades, en forma honorable, digna, contribuiríamos a que sobreviniera una humanidad universal en desarrollo parejo.
La mirada de ese chico, el muchacho de las zapatillas viejas, no único, no, en este mundo segregador queda dando vueltas en mi cabeza y de regreso sentadas en el colectivo entre corcoveos escribo unos versos.
 Alli / donde se funden la risa la tristeza / lápices estampitas / un alguien chiquito desconocido / allí / bajo la ciudad potente poderosa / allí / ¿una moneda?/  allí vos y yo / vos / empujás la puerta gira que te gira / yo / en las tinieblas de mi noche oscura y permanente.
Voy a leerle a ella si puedo entre tantos sacudones para saber su opinión. Considero su acuerdo muy importante para mí ya que es tan buena lectora.
No lo hago, me suena a presuntuoso. Tampoco le pregunto por él.
En mis ojos subsisten los suyos, azabaches con su entorno mítico de mágicas virtudes y los llevo prendidos como protegiéndome con su ambarina opacidad.
Y me quedo con el recuerdo de esos ojos, su voz baja y tímida, los modales delicados devenidos del Inca, de nuestros pueblos originarios y me sobreviene una irrefrenable vergüenza.


MIRTA SOLER


¿LOLITA, DONDE ESTÁ?

Las miradas húmedas y tristes se perdían en el atardecer, el sol  se desvanecía entre la vegetación de la llanura inmensa, solo algunas espigas de trigo simulando manos en oración congelaban la imagen, paso y más pasos en la larga caminata, todos en silencio  hombres, niños mujeres, sin mirar atrás... se marcharon... Se cerro la puerta de hierro, y era todo gris y negro, lapidas, retratos con gestos de dolor y alguna  que otra sonrisa, flores, flores marchitas  que el sol fue  consumiendo y allí se quedó la muchacha, el traje había quedado guardado en la caja lustrosa, de manijas doradas, cubierto por la tierra y las lagrimas.
¡Lo que importa es la cerveza!  gritaban eufóricos los amigos de Lolita, impregnados de colores, de los sentimientos y de los olores normales de los jóvenes de éstos tiempos...  Al destapar una lata de cerveza de derrama la espuma que  consume el asfalto caliente, alegría, alegría y gritos hasta llegar a una esquina donde los detuvo un cordón de seguridad. Lolita clavo sus ojos celestes en un bulto cubierto con un nylon negro, allí le pareció ver la espuma que se había derramado en el asfalto, miro a sus amigos, vio la lata  aplastada sin nada, nuevamente clavo sus ojos en la imagen perdida en el asfalto y le pareció ver  como se evaporaba la espuma.
Cubrió su rostro con sus manos, y espiando lo que allí ocurría, se marcho junto a sus amigos, quienes no prestaron demasiada atención lo que allí estaba pasando.
Lolita, estaba triste y... Aquella noche en su cuarto invento un arco iris de varios colores para poder borrar aquella imagen. No fue tan fácil... sonidos extraños impactaban en sus oídos, rock, sirenas, frenadas, gritos, llantos, miedo fue todo lo que acompaño a Lolita en esta horrible noche, Al llegar la mañana despertó con el llamado de  su madre, una caricia, un beso, algunas palabras, la joven trató de sonreír, simular estar bien, pero el espejo de su alma mentía, en su interior el horror persistía.
Apenas habrían pasado una horas,  de ese magnifico día que pretendía el sol y los pájaros... pero la tormenta hizo temblar  nuevamente el interior de Lolita, llegó la noticia que Pietro, uno de los chicos del grupo que había elegido como estilo de vida caminar en el abismo blanco, había encontrado psicológicamente  un precipicio por el cual se deslizó eternamente. Mucha angustia, muchas tristeza, mucho dolor en aquello muchachos y muchachas que lo frecuentaban... pero ya pasó. Lolita recordó aquel tarro  aplastado en la calle, recordó aquel bulto negro y también la espuma derramada de la cerveza.  Pietro se había liberado de la cárcel blanca, Pietro estaba cubierto de lágrimas y el amor de su madre, de su padre, de sus afectos, pero solo había cumplido una misión, perfeccionar parte su alma.
Y Pietro que ya había caminando bastante, su recuerdo era ya  una bendición, y dejaba el espacio para que otras almas puedan cumplir con su evolución. Como una película  en blanco y negro
y sentimientos desencontrados productos del afectos profundo y el circunstancial, marcharon bajo la atmósfera de la bronca y de la angustia, del egoísmo de quienes rechazaban la partida y  un témpano liberador de la situación para otros y allí lo depositaron entre claveles y helechos
Dulce noticias se entremezclan en el llanto y el miedo, también pasando por el canal oscuro encuentra la luz una nueva esperanza, una nueva alma que viene a cumplir parte de su evolución, le llamaron " Milagros "  y aparece la euforia  y el deseo de todos de que sean bien inscripta en el libro de la vida, en esta misión que debe de cumplir que no se sabe cual es, ahora busca su protección, su amor, su apego, su alimentos, ante la entrega mutua de quienes con alegría lo esperaban. Lolita impregnada de emoción recordaba aquella lata de cerveza  aplastada y destruida, la espuma que se derramaba, pero ahora cerraba los ojos y veía esa espuma blanca que emergía  entre sus manos  mientras acariciaba a la nueva presencia en el mundo.
Como todas las mañanas Lolita, abrió la ventana de su cuarto, allí se deslizó el sol en su tobogán mágico, ella aliso las sábanas de muchos colores, tomo en su manos la espuma  de aquella lata simulada, dejo el envase para que advirtieran que alguien estuvo allí... y se fue caminando por un rayo de luz, esta vez les había dejado un mensaje que la condición de la humanidad era transformar el mundo donde la presencia de Dios pueda estar revelada y que la esencia de Dios se revela en la tierra y por eso ella había elegido marcharse como lo hace toda la humanidad  por que ya había perfeccionado parte de su alma y debía dar la posibilidad de que todos completen la evolución.  

CARMEN ROSA BARRERE



LAS CHICAS DEL ADIÓS 

El culto a la belleza y los cuidados del cuerpo vienen de lejos y han sido compartidos por ambos sexos. Las mujeres de Egipto aparecen en los frisos que las representan con miembros alargados, rostros afilados y manos de largos dedos y uñas pulidas pintadas de color.
Masculinos con perfil de águila y sus damas, usaban tintes oscuros para remarcar el delineado de las cejas, que otorgaba a los ojos un rasgado misterioso, atractivo y tremendamente sensual. Mika Waltari nos contacta con la presencia de una beldad llamada Nefertiti. Mujer codiciosa que utilizaba a la belleza como anzuelo para convencer a un médico real que recibiría sus favores previa entrega de la tierra donde él debía enterrar a sus padres. Gravísimo ataque a la moral de un hombre de ese tiempo, cuando el culto a los muertos era sagrado… y la tentación una orden del día. Al parecer, el mayor atractivo de la mujer que enloqueció a Sinhué, fue el misterio. Una distancia física utilizada con afinada perfección por la trastornadora de hombres.
Revisando pinacotecas afamadas, se advierte que la piel y el hueso pasan de moda. Las damas de Goya exponen sin miedo sus rollitos; los hombros que se descubren tientan con su redondez madura, propiciando el roce o el mordisco y los senos se descubren. Un caballero ligeramente cínico me dijo una vez: los metros de tela para vestir mujeres son siempre los mismos. O se pone a la vista lo de arriba, o se acortan las faldas. En ese pasado, damas y damiselas que podían ser reinas o cortesanas, usaban la esquelita y la hondura del escote para intercambiar citas escandalosas dentro de sábanas ajenas. Un músico contratado, o un bardo, alzaban la voz para entonar melodías dulzonas o leer sin prisa poemas escabrosos que avivaban el jueguito sexual de la pareja sin escrúpulos pero con ganas. Socializando, usaban abanicos para resguardar la risa y las vestiduras pesadas y las pelucas les prestaban aires de damas austeras, distantes y misteriosas.
En nuestro tiempo - y acá me modernizo del todo - las muchachas no solamente se entrenan en el comer poquito y vomitar como rutina y sin asco, sino que a eso le suman toda clase de gimnasias agotadoras, pesas y aparatos que estiran, ablandan o muchas veces endurecen a los castigados músculos. Ninguna está informada que no todo aparato o rutina le conviene a su esqueleto. Está de moda, lo usa una fulana que es un hembra súper increíble, exhibida en la tele, por la que se pelean con palabras soeces dos seudo masculinos tatuados y cincelados a nuevo porque tienen un dinero llovido del cielo que les permite tales cambios y por los que ellas suspiran. Ésa es vida. Hacia ahí dirigen sus esfuerzos. A eso se reducen sus grandes metas existenciales. Y allá van.
Salir de noche un viernes es la justa. Pegar con la pelota en el arco. Los viernes los lugares de onda están repletos. De parejas y de singles tentadores. El sábado es maso y el domingo un verdadero quemo.
Las jovencitas vienen con una amiga o dos. Todas delgaditas y lindas, aparecen en la media luz tapadas con pedacitos de tela, breteles resbaladizos y pechitos que buscan con urgencia un par de manos hábiles acostumbradas a manejar billetitos verdes. Se acomodan en la barra. Sonríen al barman, así el trago pedido llega bien cargado. Con la boca, beben. Los ojos se pierden donde acaba la vereda y los solos estacionan los automóviles. Si el vehículo es de marca y nuevecito deja de importar si el que desciende es bajito o alto, pelado o lleno de rulos, con cara de yo no fui o de truhán. La noche se escabulle, hay que pescar a alguien divertido, movedizo y sin anillo, mejor. El anzuelo está echado. Transformadas en sirenas de leyenda, no atraen al candidato con cantos. El conjuro aparece con la risa, el largo estupendo de las piernas y la redondez de un traserito logrado mediante el látigo del entrenador. Que no es látigo, pero el tipo las destruye mirándolas con lástima cuando dicen estar cansadas y pretenden huir de la fatigosa rutina.
Beben juntos varias copas riendo como chicos. Bailan apretaditos durante toda la noche. A él le gusta la piel de la jovencita. La desfachatez con la que habla. La entrega con vestido, zapatos de tacón y melena despeinada donde nada se oculta. La ligereza del parloteo comienza a aburrirlo. La estrecha con renovado entusiasmo, silabea una propuesta y se marchan hacia el departamentito de un ambiente que él tiene alquilado con un par de amigos de la facu. Llevan un siniestro almanaque, donde se establecen con rigor los días de ocupación correspondientes a cada uno. Él no sabe su nombre. Ella no conoce lo que él estudia y da por sentado que se enterará mañana. No existen mañanas, ni trajes de novia, ni velos nupciales para estas chicas del adiós. Son hojas al viento desprendidas de hogares disociados y padres corriendo a mil para veranear ese año en un lugar más o menos decente.
Nadie las mira a los ojos cuando son depositadas en sus puertas. Nadie las abraza o las olfatea para percibir qué estuvieron fumando.
Mañana a la tarde la madre asiste a su reunión con gente interesada en formar a adolescentes; hablan de valores, de colegios donde se aprenden los recaudos del sexo como madres modernas y se anotan para visitar barriadas donde las mujeres están desinformadas. Los refranes alcanzan la fama por algo: "La paja en el ojo ajeno y el leño en el propio", es el corolario acertado para este minúsculo mensajito de lo que veo con tristeza si detengo mi atención en la calidad del lente que usa parte de esta sociedad globalizada.

Publicado en Con voz propia, revista dirigida por Analía Pescaner

MARCOS R. RAMOS




ME PAREZCO A ROUSSEL CROW

Cuando la vi por primera vez no reparé demasiado en ella, de pelo corto y casi la mitad de mi edad decididamente no era del tipo de mujer que buscaba siempre. Supe, por comentarios de las empleadas de la fábrica, que yo le había causado "otra" impresión.
-Es tan elegante con esa barba. Se parece a Roussel Crow- había dicho.
-¿De verdad me le parezco?- le pregunté al Tuerto Ibáñez.
-Estás más parecido a la Tota Santillán- contestó agarrándome la panza.
Me miré al espejo, era cierto. Por mucho tiempo había postergado la dieta; no era la ropa lo que se había encogido con el lavado sino que era yo el que se había agrandado con el pan y los alfajores.
Pensaba en la Tota Santillán que todas las semanas salía con una rubia infartante distinta y cada vez estaba más gordo, quizás la moda había cambiado y los "gorditos" nos habíamos vuelto una pieza codiciada por las mujeres. Pero no me engañaba tanto, él aparte de kilos tenía dinero e influencias.
Yo en cambio no tenía nada de valor, vivía en un departamento que me prestaba mi hermano. El registro de conducir me había permitido sobrevivir haciendo fletes para la empresa con una camioneta ajena. Simplemente era un pobre diablo de cincuenta años en el que se estaba fijando una chica de 25; no era ninguna de esas vedettes que salen en la revista Paparazzi pero, viéndola mejor, no estaba tan mal y yo no era precisamente Roussel Crow, ni siquiera la Tota Santillán.
Desde que enviudé, hace quince años, me había tirado al abandono y no había, aunque sea una sola vez, intentado iniciar una relación seria con alguien. Sólo prostitutas, una distinta cada quince días a fin de no generar acostumbramiento ni afecto y si son de distintos lugares, mejor.
Una vez intenté hacerlo con un travesti que era idéntico en todos sus atributos físicos a María Eugenia Ritó, pero fue al ver su "atributo" colgando que desistí de la idea y pagué sin consumir. Prostitutas, albergues, el cabaret, demasiada bebida demasiado pagada, con razón nunca me quedaba un peso en el bolsillo.
Me miré de vuelta en el espejo del baño, vi mi barba desprolija de días, pensé en mi joven admiradora y me dije: "Es cierto, estoy viejo, pero me parezco a Roussel Crow."

LUCIANA P. MAURO



SEÑALES

Esa mañana despertó y sintió su ausencia. Revisó la cocina,  el living,  el cuarto de los chicos.
Busco alguna notita, aquella que suele dejarle cuando sale sin avisar.
No había rastros de ella en la casa.
La atmósfera había cambiado, su perfume ya no se olía por los recovecos de aquél hogar.
Intuitivamente fue hacia el placard. La ropa no estaba, se quedó contemplando varios minutos aquel espacio vacío. Comenzó a invadirlo un sentimiento de soledad que lo abrumaba. Pensó en los chicos, en sus hijos, en los de ambos.
Preparó el mate y cayó en la cuenta que no tenía con quien compartirlo. Tantos años juntos, imposible imaginar una vida sin ella.
Buscaba respuestas. Retrocedió en el tiempo. No hallaba motivos para esa terrible decisión. La culpó pensando en otro hombre, no se le ocurrió que el problema fuera él.
Una vez le había sido infiel, a pesar de amarla. La tentación fue irresistible. Supuso que jamás se enteraría, fueron apenas tres veces bien mentidas.
Últimamente hablaban poco, no pudo recordar la última charla.
Quiso vislumbrar algún indicio. Ese año  había olvidado su cumpleaños pero ella lo absolvió de culpa y cargo con una sonrisa en su rostro. La sonrisa si la recordaba.
El aniversario,  pasado por alto, no lo contó. Era moneda corriente, ella decía que no tenía importancia. Otras cosas hacían a la pareja. Otras cosas, ¿en esas había sido bueno? Aceptó que en este último tiempo había estado ausente. Ausente para ella.
Quiso volver a recordar la charla.
Dudó del amor, pero no justificaba el abandono. ¿El abandono de quién? No era lo suficientemente valiente para responderse.
Las diez de la mañana. Debía despertar a los chicos y alistarlos para ir a la escuela. Temía enfrentarlos.
Mientras le daba el beso de buenos días recordó por fin la última vez que charlaron. Una pelea. Salieron de su boca palabras que jamás debió pronunciar. Quedo tieso mientras los niños le repetían una y otra vez la misma pregunta ¿dónde está mamá? 

CELIA E. MARTÍNEZ



CARTAS DE MERCEDITAS Y ORESTES 

Pehuajó, 20 de marzo de 1925

Orestes, amado mío, he estado pensando en ti todo este tiempo desde que nos separamos.
No sabía que existía esta forma de amor. Las tardes cálidas del verano que se va en el cuarto del pequeño hotelito. Sentirme tan pertenecida a alguien, tan entregada.
Me abochorno de sólo pensarlo.
Estoy esperando con ansias tu regreso. Todas las tardes voy a la estación a esperar el tren de las siete para ver si en él llegas.
Sé que soy muy anhelante, que no me diste una fecha exacta, pero dijiste que sería un día de las próximas semanas. Cuento los días desde que te fuiste, todavía siento tus caricias, tus manos en mis pechos, tus largos besos, quemando mis labios, todo tú dentro de mí y en la soledad de mi habitación me sonrojo.
En casa todos preguntan, qué me pasa, que estoy tan cambiada.
El hombre del hotel me mira con una sonrisita extraña cada vez que paso; trato de no pasar por esa calle.
Sólo  en mi dormitorio me siento tranquila para poder recordarte.
Muchas noches en mis sueños apareces y en ellos hacemos el amor, me despierto transpirada y no sé que me pasa, también me despierta la misma sensación que sentía cuando me poseías y todo llegaba a su fin y entraba en éxtasis
Amado, querido mío espero tu respuesta, te he mandado cada día una carta desde tu partida y no he tenido ninguna respuesta, pero pienso que tu trabajo te tiene ocupado, que pronto vendrás, tuya para siempre.
Merceditas
   

Buenos Aires, 5 de abril de 1925

Pequeña Mercedes:
Todavía siento el fuego de las tardes contigo, el fuego de la culpa y remordimientos.
No podré regresar, este  amor es prohibido, pecaminoso .
Mis superiores me trasladan a Córdoba Iré a vivir a la cima de una sierra.
Mi nombre es Ignacio. Estoy casado. Casado con alguien a quien tú no puedes suplir.
Mi amor es por sobre todas las cosas. No debí cometer este terrible pecado. Estoy casado con un ser superior a ti .También mis planes son superiores, deseo llegar al cargo más alto.
Soy sacerdote. Quiero ser Cardenal en mi diócesis.
Perdóname el engaño, pero lo que sentí por ti, pequeña, fue reall También he pedido perdón a Dios por haber sido por un momento un hombre simple.
Te amé como hombre por un momento. Ahora sólo estoy entregado a mi sacerdocio, ruego para que tú encuentres tu camino y seas feliz .
Perdóname

Padre Ignacio

HERNÁN SÁNCHEZ



HOTEL FROSSARD 

La construcción era antigua. Había sido la casa de un francés de apellido Frossard que vino a la Argentina, junto con su familia, para emprender un negocio inmobiliario. Vivió con su esposa y sus hijos desde 1927 hasta 1947, año en el que decidieron volver a Paris. Pero el señor Frossard, que se había enamorado de Buenos Aires, no aguantó mucho su estancia en Europa y prefirió retornar a la Argentina. Los que lo conocieron decían que de lo único que se sentía orgulloso en su vida, era de no haber vendido la casa cuando se volvió a Francia. Cuentan que el señor Frossard dijo alguna vez que al subir al barco rumbo al viejo continente, algo en lo más profundo de su alma le decía que su lugar en el mundo estaba en esa casa de Tucumán entre Florida y Maipú. Volvió solo. La casa ya era grande cuando vivían 4 personas, y ahora mucho más. Tucumán se había transformado en una calle muy transitada, y la entrada para carruajes, debajo de la casa, ya se había transformado en un comercio de venta de calzados. La escalera de madera continuaba dándole un toque de elegancia a la fachada y los pisos de roble, del hall, demostraban que la construcción, alguna vez, había pertenecido a la burguesía criolla. El ascensor era traído de Paris, lo demostraba una placa de bronce en donde figuraba el nombre de los fabricantes: "ASCENSORES ROUX, COMBALUZER, PARIS. ÚNICOS AGENTES: M. RECHT & LEHMAN. BUENOS AIRES".
Algunas personas habían querido comprar la casona pero el señor Frossard nunca aceptó. En el año 49 reformó la casa. Las salas de comedor, living y los grandes patios pasaron a ser habitaciones. Así fue como la casa del señor Frossard pasó a ser "Hotel Frossard".
Con el paso de los años, el hotel empezó a ser conocido entre los inmigrantes europeos por las tertulias y grandes cenas que se llevaban a cabo en el hall. La noche del 1 de noviembre de 1950, mientras se realizaba una fiesta, alguien bajó corriendo las escaleras y gritó que el señor Frossard estaba muerto. Según testigos, cuando se acercaron a la habitación número 21, que era en la que vivía el dueño, encontraron al señor al dueño de la casa  en el baño, con la sangre rebalsando la bañadera y las venas cortadas. Fue un caso sencillo para la policía. Suicidio. El diario La Nación hizo una extensa nota sobre lo sucedido. Nadie entendía los motivos. Llamaron a sus familiares a Paris y contaron los hechos. Uno de sus hijos vino a la Argentina para hacer los tramites y llevarse el cuerpo de su padre de nuevo a su país natal. También se ocupó de la venta de la casa. La regaló, como se suele decir cuando algo es muy barato. El comprador fue un comerciante de apellido Sánchez, también inmigrante, español, que después se supo, estuvo presente en la fiesta la noche en qué murió el señor Frossard. Fue el que lo encontró muerto.
Treinta años después, la casa seguía existiendo y el dueño continuaba siendo el señor Sánchez. El hotel, lejos de la elegancia con la que nació, se había convertido en un lugar de mala muerte. Vivían putas, dealers, y ocurrían todo tipo de negocios "turbios". Solo trabajaban dos empleados. El señor Sánchez vivía en la habitación 19 y merodeaba el lugar de vez en cuando. Una mañana, Gutiérrez, que comenzaba su turno en la recepción, tenía un cartelito que decía: "Llamar al señor Sánchez a las 9". Al horario indicado Gutiérrez subió a la segunda planta y golpeó la puerta de la habitación 19.  A los pocos minutos, intentó nuevamente sin éxito alguno. Gutiérrez presintió que algo andaba mal. Un paró cardíaco pensó. Bajó a la recepción, agarró la copia de la llave de la habitación y subió lo más rápido que pudo. La habitación no estaba ocupada. Existía un orden como si nadie hubiera pasado la noche ahí. Gutiérrez llamó a su compañero y le explicó lo sucedido. Coincidieron en que el señor Sánchez se había ido temprano. Por la noche, cuando ambos empleados cambiaban el turno comenzaron a preocuparse por su jefe. Decidieron dividirse las habitaciones que estaban libres y comenzaron a buscar por todo el hotel. Cuando Gutiérrez abrió la puerta de la habitación 21 supo que algo andaba mal. La primera impresión fue de tristeza. El señor Sánchez estaba en el baño, dentro de la bañadera con las venas cortadas. El mismo cuadro de situación que había ocurrido treinta años antes. La policía llegó al lugar, los empleados atestiguaron. Coincidencia en los forenses. Suicidio. Un detective, llamado Montaiuti, de 21 años, que recién entraba en la policía, fue el encargado de recoger testimonios de vecinos y allegados al señor Sánchez. Todos coincidieron en que no había motivos para que se suicidara. Aunque Montaiuti pudo averiguar que el señor Sánchez le había comentado a algunos familiares que le habían descubierto un problema pulmonar y que su estado era delicado. Quizás su enfermedad fue el disparador para que se quitara la vida. No había notas, ni cartas de despedida. Entre tantas averiguaciones, Montaiuti se sorprendió al escuchar la historia de un viejo  vecino de la zona que le contó, lo que para algunos era una leyenda. El vecino se llamaba Francisco Cragno, toda la vida había vivido en un departamento en la esquina de Maipú y Córdoba. Cragno le contó que hacía treinta años el dueño anterior había muerto de la misma manera. Para Montaiuti el viejo era un fabulador. El señor le explicó al detective que él mismo había estado aquella noche.
-Yo era un joven de 35 años. Y conocía al señor Frossard. La casa siempre estaba llena de chicas lindas. Era un hotel elegante no como la pocilga que es ahora,
explicaba Cragno.
-¿Y usted estuvo la noche en que se suicido el señor Frossard? preguntó el detective sin muchas ganas.
-Yo fui uno de los que lo sacaron de la bañadera. Se había cortado las venas. Me acuerdo de la habitación, del olor, de todo. Hace unos años me dijeron que la habitación se seguía alquilando. No entiendo cómo hicieron eso.
-Bueno, no toda la gente sabe que en esa habitación alguien se suicido -dijo Montaiuti.
-La 21, era la habitación 21. La recuerdo bien, porque al otro día del suicidio del señor Frossard lo jugué en la quiniela y gané. Fue la única vez en mi vida, dijo Cragno con una sonrisa.
-Disculpe -interrumpió Montaiuti-. ¿Usted me dice que la habitación en la que se suicido el señor Frossard era la número 21?
-Así es, la número 21.
-Usted me hace perder el tiempo señor. Estoy muy ocupado para que me tome el pelo, dijo el detective mientras se levantaba de la mesa. Que casualidad, ¿Sabe algo? El dueño del hotel se suicido en la misma habitación y de la misma manera.
-¿Usted me está hablando en serio? ¿ En la misma habitación?
-Disculpe señor Cragno, pero creo que usted se enteró del número de habitación y está jugando conmigo.
-Ja, ja de ninguna manera -dijo el viejo mientras se levantaba de la mesa-. Pero si no me cree, espéreme acá.
El viejo se fue por unos instantes. Montaiuti pensaba que perdía el tiempo, que era un suicidio, una simple decisión de alguien que estaba enfermo y que quería dejar de sufrir. El anciano volvió con un diario en la mano.
Acá esta, dijo el viejo poniendo el periódico amarillento sobre la mesa -. Lo guardé porque estoy yo ahí en la foto, ¿me ve?
-¿Ese es usted?, preguntó el detective mientras señalaba una cabeza borrosa.
-Sí, bueno, la foto es mala, y además el diario es viejo. Pero lea, lea tranquilo.
Montaiuti leyó el diario y la descripción del suicidio coincidía con la manera en que se había matado Sánchez. Hasta en la crónica del diario figuraba la habitación 21 cómo en la que ocurrieron los hechos. El viejo no mentía y Montaiuti creyó tener algo.
- ¿Usted lo conoció a Sánchez?, preguntó el detective.
-Sí, lo conocí, claro. Tenía más o menos mi edad. Pero no nos hablábamos.
-¿Se habían peleado?
-No nos hablábamos desde el día en que murió el señor Frossard.
-¿Se pueden saber los motivos?
-El señor Sánchez había querido comprar el hotel al señor Frossard, pero éste nunca lo quiso vender. Sánchez, en esa época, era un comerciante de renombre. Era un tipo muy egocéntrico, que tenía algunos pesos y no aceptaba un no. Era habitúe de las fiestas que se hacían en el hotel y había tenido muchas discusiones con Frossard con respecto a la compra del hotel.
-¿Y usted por qué dejó de hablarse?
-Nunca fue mi amigo, pero cuando murió Frossard, dio la casualidad que él fue el que lo descubrió muerto y a los pocos meses me enteré que Sánchez había comprado el hotel. Me indigné, pensé: "Bueno, la única forma para que se lo comprara era que muera el dueño". Y no me pregunte por qué, pero siempre imaginé que Sánchez había matado al señor Frossard.
Montaiuti pensó que la historia era muy interesante, si hubiera nacido 50 años antes, sería una investigación seria, y hasta lo podría haber hecho famoso. Pero ahora no servía de nada. Los dos protagonistas estaban muertos, y se habían suicidado de la misma manera, en el mismo hotel, siendo ambos dueños y en la mis habitación. ¿Coincidencia? Se preguntó Montaiuti.
-Gracias por todo señor Cragno -dijo el detective en la puerta de la casa.
-De nada. Una buena historia ¿no?, dijo con algo de ironía.
-Buena, pero son coincidencias, debo admitir que buenas, pero no me sirven para la investigación.
-Lo entiendo. Ah, me olvidaba. La fecha de ambos suicidios es la misma, dijo el viejo, sabiendo de la importancia del dato, pero haciéndose el desentendido.
Montaiuti se fue como si no hubiera escuchado. Pero los datos y las coincidencias lo atraparon. Volvió a la estación de policía y habló con su jefe.
Una mezcla de incredulidad y fatiga, de sus superiores, hizo que el caso se archivara. A Montaiut lo designaron a otra investigación y dejó de prestarle atención a aquello de las coincidencias. Aunque siempre recordaba, de vez en cuando, que la historia del hotel Frossard era de las más interesantes que había escuchado en su corta carrera. Se prometió seguir de cerca los que pasaba con el hotel. La noche del 1 de noviembre del año siguiente. Montaiuti fue al hotel Frossard.
Debido a un remate judicial, el hotel lo habían comprado unos judíos. El detective pudo ver que se habían hecho algunas reformas. Entró en la pequeña recepción y pidió una habitación. Le dieron la 14, pero el dijo que quería una más cómoda, se fijo en la planilla y pidió por la número 21. El conserje le dijo que esa habitación era una doble. Montaiuti dijo que pagaría la cuenta y que quería esa. Entró y lo primero que hizo fue ir al baño. Todo parecía normal. Nada extraño. Se sacó la campera, los zapatos, se lavó los dientes y se sentó en la cama. Cargó el arma y prometió no dormirse. El sueño pudo más. Al otro día se levantó exaltado. Miró a su alrededor, y todo estaba en orden. Fue al baño y nadie se desangraba en la bañadera. Pensó que era mejor así, porque sería difícil explicarles a sus superiores que existía un muerto en el cuarto de hotel donde decidió pasar la noche para investigar un caso que ya estaba archivado. Montaiuti volvió a sus funciones y nunca más habló del hotel y la leyenda.
25 años después. Montaiuti se había convertido en jefe inspector de la policía Federal. Era exitoso, y reconocido por su lucha contra el narcotráfico. Estaba a punto de ser nombrado jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires. Tenía mujer, dos hijos y una vida saludable. Pero algo había estado dando vueltas siempre por su cabeza. Los suicidios del hotel Frossard. Intentó, durante gran parte de su vida, abandonar esos pensamientos, sacarse esa historia de encima. Pero no podía. Siempre que ocurría un suicidio y sus efectivos eran destinados al lugar del hecho, preguntaba dónde había ocurrido. Cuando andaba por el centro agarraba Tucumán y pasaba por la puerta del hotel. Había averiguado quienes se fueron convirtiendo en los propietarios y muchas veces quiso comprarlo. Nunca tuvo éxito hasta que se enteró que estaba en venta. El hotel era ya una obsesión para él, pero cuando tuvo la oportunidad, juntó sus ahorros y lo compró. Lo reformó, invirtió dinero y el hotel volvió a recuperar la luminosidad de la que hablaban los que lo visitaron hacía 50 años. Montaiuti siguió con la obsesión de la habitación 21, y cada primero de noviembre iba a pasar la noche en la habitación. Nada raro pasaba. Pero luego de cuatro años, Montaiuti, creyó que ese primero de noviembre era el indicado. Se cumplían 30 años del suicidio del señor Sánchez, y 60 del suicidio de Frossard. Ambos dueños de hotel, los dos en la misma habitación, el mismo modus operandi, y la misma fecha. Montaiuti creyó que esa noche podía pasar algo especial. Sintió la misma adrenalina que aquella noche, un año después de la muerte de Sánchez, cuando se quedó dormido con el arma en la mano. Imaginó que algún desquiciado se acercaría a querer cumplir con el ritual de asesinar cada 30 años a un hombre en una habitación de hotel. Descartó esa idea porque si era el mismo asesino debería tener al menos 80 años. Era una idea con pocos fundamentos. Alrededor de las 20, Montaiuti le dijo al conserje que se iba a quedar a dormir en la habitación 21. Le pidió que no lo molestara, y que no lo llame nadie. Entró, se desvistió y se puso a mirar algo de tele. La puerta del baño estaba entreabierta, y se podía ver la bañadera desde la cama. Una luz, entraba por la ventana y se reflejaba justo en la puerta del baño. Montaiuti recordó toda su vida, su carrera, sus hijos. Hacía un repaso de lo que había logrado, de sus comienzos. Mientras la luz que daba en la puerta se apagaba y prendía con intermitencia, Montaiuti, saco su arma y la descargó. Quería jugar todas las fichas, quería terminar con esa obsesión que lo había hecho pensar cada día, en los últimos 30 años en ese caso, en ese hotel, en esos suicidios. Sentía la necesidad de saber que todo había sido una casualidad. Fue hasta el baño, puso el tapón, abrió la canilla y se desnudó mientras miraba como el agua llenaba la bañadera. El agua había pasado más de la mitad de la bañadera cuando Montaiuti decidió ingresar. Notó que estaba caliente y agradable. Todo era normal. Pensó en los motivos por los cuales la gente se suicidaba. Deberían estar solos imaginó.
-Yo no estoy solo -dijo-. No tengo por qué suicidarme.
Empezó a reír a carcajadas.
-Estoy loco, esto es una mierda -gritó-. Acá no pasa nada.
Se reía y salpicaba el agua.
-Estoy en la habitación 21 del hotel Frossard, el primero de noviembre, se cumplen 60 y 30 a los de los suicidios, en la bañadera soy dueño del hotel y no pasa nada, no me quiero suicidar -se seguía riendo- Ahh, ¿me falta un cuchillo para que todo sea igual?
Se preguntó el mismo. Agarró del bolsillo de su pantalón una victorinox y la abrió.
-Ahora tengo un cuchillo y no me quiero matar -seguía gritando.
Puso el filo de la navaja sobre sus venas y dijo:
-No me quiero cortar, no me interesa, no me pasa nada -seguía gritando- Vamos a probar si me corto un poco qué pasa.
Hablaba solo. La sangre empezó a salir de su muñeca derecha, probó con un corte más profundo en su muñeca izquierda y empezó a ver como se teñía el agua de rojo. Se miró por un momento y recordó haber visto esa imagen 30 años antes. Lo último que pensó fue que todo era una gran coincidencia.