martes, 28 de junio de 2016

Carlos Margiotta

Como entonces Carlos Margiotta

Recuerdo bien aquel 9 de julio cuando nevó en la cuidad de Buenos Aires. Yo estaba acostado en la cama mirando a través de la ventana caer los primeros copos de nieve sobre las terrazas vecinas. Mónica se paseaba por el living fumando los cigarrillos que había dejado mi padre en dos cartones antes de morir.
-¿Vamos a pasear por parque?- dijo con su voz ronca.
-Vamos-, dije, aunque no tenía ninguna ganas de salir. Nuestra relación se había ido desmayando desde que tuve que atender la enfermedad de mi padre y dejé de ocuparme de sus demandas.
Me puse un pantalón de franela, un pulóver grueso, mi camperón de invierno y una gorra de lana que había comprado en el Bolsón. Cuando salimos a la calle el barrio era una fiesta, las confiterías llenas de gente, familias caminando hacia el parque, chicos juntando nieve al pie de los árboles. Puse mi mano en el hombro de Mónica y ella se acurrucó debajo de mi brazo como entonces.

Nos sumamos a la muchedumbre y nos dirigimos al parque. La noche temprana hacía que las luces del alumbrado público brillaran como nuevas y una caravana de autos tocaba sus bocinas festejando la nevada. En el fondo del parque había abierto la calesita, desde lejos parecía un fuego giratorio aclamado por los nativos a su alrededor. Cuando llegamos tuve ganas de subirme con ella. Vi a don Pascual ofreciendo la sortija y yo estirando mi cuerpo para agarrarla, vi a mi madre tejiendo en un banco, vi a mi hermano mayor corriendo entre los autos, los caballos, los leones y las jirafas de madera, vi a mi prima con miedo tomándome del brazo, no te vayas, no me dejas sola. Vi a mi padre volviendo del trabajo a buscarnos con el Billiken bajo el brazo. Vi a Jorge, Santiago, Ramón y Mario, la barra de Boedo, corriendo a las chicas del barrio que reían asustadas, vi a mis abuelos paseando de la mano, y a Carmen dándome el primer beso en sombra del aquel árbol. Vi a mi tío Antonio haciéndome debutar en un prostíbulo de San Fernando, vi a Taton amasando en la mañana navideña y la abuela María sirviendo  la pasta en la mesa grande, vi a mi primo mayor disfrazarse de Papa Noel, y a los Reyes Magos bajando por la escalera del peache de la infancia. Vi a la tía Irene besarse con mi padre en un pasillo, vi guardar el secreto con odio, vi estallar mi corazón en mil fragmentos. Vi a Fellini filmando Amarcord en el colegio secundario y a un montón de mujeres acosándome en una manifestación, vi a Borges escribiendo el Aleph y al Negro Hernández sus cuentos del café, vi mi tristeza detrás de la risa y mis adioses a las que amé. Vi el último día de Jorge en la tierra, vi a Mónica llegando apurada a la facultad, vi su primer sonrisa apuntando a mi mirada, vi su cuerpo estremecerse entre el mío el día de la primavera, vi sus labios, su lengua, y sus ojos diciendo te amo. Vi los libros de estudio entre las sábanas, vi la ducha donde nos bañábamos juntos, vi nuestra graduación, vi nuestro primer departamento de un ambiente, vi mis poemas de amor desparramados sobre su cuerpo. Vi la muerte de sus padres, vi su desesperación, vi tu disimulo ante el dolor, vi su ausencia y su duelo. Vi otra vez la calesita girando bajo la nieve, vi las lágrimas congeladas de mi madre, vi a mis hijos: a Pablo ganado un Oscar, a Cecilia bailando tango en París y a Gabriel cantando con “Matagallo”, vi a mis nietos estirando la mano hacia la sortija. Vi a Mónica pidiéndome un beso, vi nuestro beso, vi el regreso a casa con urgencia, vi toda mi descendencia saludándome con la mano desde un tren, vi desaparecer el miedo al mañana, vi el fin de la pobreza y una sociedad mejor. Vi la ilusión de enamorarme otra vez de Mónica y arrodillarme en una iglesia para pedir perdón, como entonces.

Rubén Amato

                     Comienzos Rubén Amato

Aquella mujer decide acelerar el paso. La estación de trenes queda a solo tres cuadras. Segundos le bastaron para hacer algo que llevó años programar. Paso de largo frente a la puerta del P.H. donde vive con él, que en ese mismo instante la espera con el mate preparado, envalentonándose para sacar sus puños contra ella. El mismo que la golpea – porque sí – dos veces por semana. Acelera el paso antes que los recuerdos la hagan revivir los dolores en su cuerpo.
Desde algunas ventanas la ven llegar a la ventanilla y sacar boleto “ida”. Son otros ojos femeninos que sueñan con que en un futuro hacer lo mismo. Otras mujeres con magullones en el alma que son cómplices de la osadía sabiendo de qué infierno se está escapando. Tratando de observar cómo se construye el sendero de liberación que les devuelva la vida.
Después de sacar pasaje, abre la puerta de los armarios de donde saca el bolso con algo de ropa. El andén sin gente; sólo el rápido a Retiro, a pocos minutos de partir. Por fin se sienta. Mientras se coloca los auriculares para escuchar No puedo quitar mis ojos de ti, el tren pega ese envión de arranque y toda su vida en aquel pueblo va a quedar atrás.
Después de un par de estaciones abre el sobre con la ecografía para mirar el positivo una vez más. Suspira aliviada.
Abraza su bolso sobre su panza – todavía invisible – y siente que se le ríen las entrañas.


Su niño podrá participar de un nuevo comienzo.

Celia Elena Martínez

            Los indispensables Celia Elena Martínez

Se acostaban, leían un rato, se saludaban con un breve beso, Andrea apoyaba en la mesa  de noche, lo que ella llamaba sus “indispensables”, también los remedios de la mañana y apagaba el velador.
Por la mañana, cuando sonaba el despertador se levantaba, tomaba sus remedios y los imprescindibles,  herramienta que dejaba, en la mesita de luz sin la que según ella no podría vivir.
Andaba ligerito hacia la cocina, donde con premura preparaba el desayuno para Raúl. quien siempre bebía a los apurones un café y se iba comiendo la  tostada, mientras salía a la calle.
Andrea alzaba de la puerta el diario, volvía a tomar su inevitable casi juguete de la mesada y sentada saboreaba su colación, mientras leía el periódico.
Subía hasta el dormitorio, se desvestía, quitándose con cuidado a sus “indispensables”, se duchaba y vestía y volvía a colocárselos.
Durante la mañana, hacía la limpieza, y luego salía hacia el Supermercado. Antes de salir pulía con extremo cuidado su casi joya de confort,  por lo menos para ella. Ya era obsesivo.
Cercana a la hora que llegaba Raúl, Andrea, comenzaba a cocinar para la comida de la noche. En un brusco movimiento a Andrea se le cayeron al piso, sus preciados y minúsculos instrumentos que tanto necesitaba. De pronto entró Raúl en la cocina mientras Andrea agachada buscaba con ansiedad.
Fue en ese momento que se oyó el “crash”. El grito de ella .
¿Y ahora, qué hago?
Bajo los pies de él, hecho trizas estaba yo: los anteojos de Andrea.
Ella aullaba.
¡No veo, no veo, no veo nada!
¡Andate, andate de aquí!
¡No te quiero ver!
Raúl rió con una fuerte carcajada.
Si acabás de decir que no ves.
Mientras tanto yo yacía aplastado en el piso.
¡A mí, no me veía nadie.!
A la mañana siguiente Andrea lucía unas nuevas y preciosas lentes, yo estaba en el tacho de basura.

                   

Sonia Catela

                 La respiración del lirio  Sonia Catela

Cuando vi aparecer esta noche a mi viejo, brotado de la bodega de la oscuridad y la tormenta, pensé que la ocasión exigía algo más refinado que el trivial saludo que me propinó. Porque su llegada, dadas las circunstancias, no podía sino responder a un propósito inusitado. Un aviso. Una revelación. Sin embargo, pese al desorden de mis inhalaciones y la rebeldía circulatoria en mis venas, aguanté del lado de acá, en el filo, y no rompí la costumbre de devolverle un "hola" igual de desabrido. -Sí que no esperaba verte -añadí. -Yo tampoco. -¿Y? -requerí. -Te traje algo- acotó y se señaló el bolsillo abultado, -¿De allá? -me espanté. Pero no mostró el objeto; pasó a mi lado sin besarme ni tocarme y entró directo a la cocina.
-Te cebo mate- fue lo siguiente que dijo el Viejo echándose la gorra hacia atrás. Y se metió en esos preparativos como si nada. Yo aguardaba que anunciase lo que embuchaba, escrutaba el bulto en su bolsillo y esperaba sin aliento. Lo miraba sacar yerba y bombilla y calentar agua mientras mi desasosiego crecía, en la punzante sensación de que él me llevaba una ventaja: ahora se encontraría al tanto de todos mis pecados y mis malos pensamientos. Por eso se había acercado, o lo habían mandado. Había atravesado la cavadura de la noche y los truenos con pleno conocimiento de esos secretos hervidos en mi conciencia y que lo incluían a él en remotos y fantasiosos incestos. Y también, el haberlo imaginado desnudo mientras hacía lo necesario para traerme a este mundo. Así había armado la pintura del viejo, glúteos al aire igual a un renacuajo de dos colas, mientras navegaba sobre mi gorda madre. Y ahora él, tan pudoroso, debía hallarse al tanto de esas perversidades filiales, y de la mano de ellas vendría un castigo y también el descubrimiento de una verdad inesperada. -Qué tal tu vida- me atreví y sorbí el primer mate con toda lentitud; él arrimó la mano al bulto y me cortó el aire. -Vos siempre descuidando esa puerta-, reprochó el viejo, siendo que esta noche hubiera podido entrar con cerradura echada o sin ella. -El barrio sigue tranquilo, papá-, dije, -aflojá con tus aprensiones. En una palabra, lo de cualquier encuentro aunque me muriera de ganas de charlar sobre qué opinaba de mis pecados y de las infracciones cometidas por mi imaginación para pedirle perdón si venía al caso, o mantenerme en mis trece si la visita rumbeaba para el lado de las discusiones; siempre porfiamos en nuestras respectivas testarudeces aunque ahora la variante situacional me mantenía recelosa. Volvió a tantearse el bulto del regalo, por afuera. Pero no concretó. Contra su costumbre, mi viejo rechazó la copa de vino que le puse al frente. -Qué te trae por aquí-, seguí atreviéndome. Quería precipitar el meollo o nos quedaríamos en los preámbulos. Eludió como si nada: -Qué tal andan las cosas-, dijo. Repliqué que todo normal. Omití el comentario de nuestras penurias; él no las ignoraría. Como había pocas novedades que agregar, repetí que el barrio siempre tranquilo. El mate no iba a pasar de los treinta minutos por más que yo tragaba y tragaba verde superando el cupo de tolerancia de mis intestinos. Lo controlaba esperando que él abriera la boca y se confesara de una vez. O que metiera la mano en el bolsillo y sacara la cosa que me había traído de allá, aunque esto tanto me amedrentaba.
Mi viejo ceba, metido en su gabán y en su mutismo. Yo espero. Él alza el brazo, empuña el termo, me pasa el mate. Cada vez trato de tomarle la mano, para saber, pero él la escamotea indefectiblemente en el instante precedente. Yo intento especular hasta dónde ha averiguado. Qué tendrá que manifestarme al respecto. Pero el viejo sólo tiende los mates y los pone frente a mí. -¿Y allá cómo estás?- indago y no por formalismo. Otra vez me birla su mano. Por favor, que hable.

 Pero sólo replica "bien" siguiendo su costumbre de parquedades, y oculta alguna angustia si es que le retuerce las tripas y si es que tiene tripas. -Bueno, el último-, anuncia y vuelca el resto final de líquido en la calabaza. No quería que llegase el momento en que ese termo se acabara. Insisto, urgida, sobre qué novedades trae y para qué vino o lo mandaron. -Y cómo querés que esté-, reitera, y se ríe con esa sonrisa conocida, en la que falta el canino de cuando creyó que estaba tuberculoso y se moriría, languideciendo día a día en Cosquín, y vomitando a pedazos sus pulmones podridos. Y sin embargo, tuvo tiempo de hacer lo necesario para largarme a este mundo. Mi viejo no sale del "cómo querés que esté" con su cansancio tristón, y cuando me descuido, ya muestra sus espaldas caminando quién sabe adónde y hasta cuándo. Dejándome sin aliento. -¿Y te vas así?-. Se encoge de hombros. -Pero, volverás-, requiero. -A lo mejor-, susurra, siempre de espaldas. Pone la cosa que me trajo en la mesa: algo tenue y palpitante parecido a un lirio azulado, y se marcha. Cuando intento tomar la flor, ésta se desvanece como si hubiera estado pintada con aire. La puerta se cierra tras la espalda de mi padre, en un encuentro como tantos otros, si no fuera porque desde que él se murió hace cuatro años no nos habíamos vuelto a ver.        

Elsa Janá

                   Farol sin aceite Elsa Janá

Los rizos rubiones al viento… Cubriéndose la cabeza con un pañuelo, Estela logró frenar esa orgía de cabellos salvajes.  Los ojos marrones más saltones que nunca, se encandilaban con un más allá de dónde. También agitados, las velas y el río. Martín, al mando del timón, no quitaba la mirada de esa nuca rubia tantas veces adormecida en su pecho. Ahí, en el río, Estela y Martín, apenas puntitos mecidos en oleaje. Fraguaban un futuro en común con más sueños que realidades. El vencimiento les caía encima como una brújula desbocada, que empezaba a sacudirlos con muy pocos pagares y alguna promesa de corto alcance.
Bajaron del velero; lo remontaron a tierra. Matearon viendo al río tragarse los últimos resplandores. Y había anochecido bastante cuando el auto rumbeaba hacia la Libertador. Estela comentaba el cansancio y que al día siguiente tendrían los resultados. Martín prometía acompañarla. Poco después, entraban en un remolino. Giraban y giraban asidos de la mano, en un mismo punto sin retorno. Estela se hundía y gritaba entre burbujas. La oscuridad de las aguas se tragaba el cuerpo de su amada, y Martín estaba acalambrado, tratando de zafar de esa impotencia acorralante. La transpiración había humedecido las sábanas. Estela cambió de posición, suspiró y se durmieron cuerpo a cuerpo y piel en piel.
Los resultados y cáncer. Análisis, estudios y cáncer. Ecos de pasillos, cirugías y cáncer. La quimio y ninguna irreversibilidad.


Martín al timón y el velero en tierra.  Cuál el sentido de un reflote sin rizos al viento. La mirada imantada en aquel más allá de dónde, y el río, devolviéndole ojos marrones de nostalgia. Gris río y gris cielo, agosto en atardecer dominguero. La luna se acostó en la confusión de grises sin más allás. Ya en cabina, Martín encendió el farol de noche. Tomó el bitácora y escribió “Estela de un amor de más acá sin dóndes”. Y releyó hasta que se consumió el aceite del farol.

Celmiro Koryto

                    Entre neblinas  Celmiro Koryto          

Estoy cocinando. La música penetra en mi ánimo y Los Carpenter me llenan de nostalgia. Pensé que era la primera vez que ella viajaba sola. Está en Londres para las liquidaciones de fin de temporada. Entre otras cosas, como todo el mundo, tiene manías, fobias y obsesión por la limpieza. Eso suelo perdonárselo. Pero… 
 …Estoy perdida. Salí y olvidé llevarme una tarjeta del hotel. Londres es inmensa y su construcción análoga. Tengo  40 años pero ni una mínima memoria fotográfica.  Mi trauma es la desorientación y un sudor frío recorre mi cuerpo cuando ni siquiera recuerdo el nombre del hotel donde me alojo; y el flojo inglés que hablo nerviosa  parece chino y no recibe -fuera de una piadosa sonrisa- un silencio comprometido que se hace huída. 
Ese pavor de no saber donde estoy ni adónde ir, me engulle y digiere porque sé que uno sueño con realidad. Sé que estoy en tierra de lluvias y  neblinas pero mi oscuridad interior es impenetrable porque olvido donde está el Norte o el Sur y puedo dar vueltas interminables a una manzana sin darme cuenta.
Llamé a mi esposo desde un teléfono público y le dije entre las calles que me encontraba y después de unos minutos de buscar en el callejero, me hizo ir a la estación de metro cercana diciéndome donde hacer la combinación para llegar a Marble Arch y de ahí al hotel que estaba  a unas cuadras y era el Excélsior. 
Esta vez tuve suerte y cansadísima tiré a un lado las compras y me fui a dormir luego de tomar un refrigerio. 
Traspiraba a gota gorda… Subí a un ascensor en "Harrods" para comprarme ropa interior. En el segundo quedé sola y al marcar el tercero, la caja metálica comenzó a avanzar en sentido horizontal, me sentí desesperada, perdida en un laberinto… De pronto, el ascensor se detuvo y al abrirse vi una estación de metro desconocida y desierta: eso lo comprobé al sacar medio cuerpo. Helada de miedo apreté el cuarto piso y el ascensor comenzó a desplazarse horizontalmente en el sentido contrario, después de unos minutos se detuvo y nuevamente se abrieron las puertas y -ahí sí que casi caigo desmayada- debajo mío y a una altura que no supe captar el mar se extendía hasta el horizonte y yo no sé nadar. Mientras apretaba el quinto piso me puse a llorar de miedo y de rabia. El ascensor avanzaba por una ciudad extraña como un vehículo marciano en un año inexistente.
Esta vez el elevador comenzó a bajar a una velocidad asombrosa y mi estómago se escogió con sensación de vacío y con el cuerpo casi pegado al piso. Mis manos en cruz se afirmaron en las paredes laterales y se acalambraron por la presión que ejercía en ellas y pensaba cómo me iba a estrellar abajo. 
Así como cobró velocidad, súbitamente se detuvo y al abrirse las puertas , con mirada cautelosa, vi la galería de una mina de carbón abandonada con un gran foso y en él, esqueletos de antiguos mineros y entonces me sentí condenada a la vieja soledad de Kierkegaard. Oprimí la planta baja y el ascensor nuevamente se movió pero esta vez, se volvió loco, subía y bajaba y se dirigía a derecha o izquierda a veces lentamente y otras a una velocidad que me hizo recordar el elevador del Empire State  o cuando visité Epcot y subí a un juego de vuelo planetario. Los nervios y la secreción que me cubrían lograron despertarme mientras oía intermitentes gritos de terror salidos de mi boca.
Definitivamente desaliñada e histérica llamé nuevamente a mi marido para contarle mis pesares.
Me dijo que no me moviese del hotel que en unas horas mandaría alguien a buscarme y que me traerían de regreso.
Pensé que solo lo dijo para tranquilizarme aunque seis horas después, llegué a mi casa dentro de una caja con el rótulo  FRAGIL y URGENTE, sin un rasguño, mientras escuchaba al empleado de UPS decirle a mi esposo: firme aquí por favor, ya están bajando las cajas 

Raquel Sevilla


Tres, el número equivocado Raquel Sevilla

El hombre caminaba solo por la ciudad después de guiar y controlar sus empresas, se lo reconocía por su particular andar, al pequeño saltito le seguía un gran paso, así recorría todos los días esa avenida que debía cruzar todos los días. Emiliano Arizu, era un comerciante conocido del lugar, en el barrio se comentaban varias historias sobre su origen.
Fernanda, era una mujer hermosa, alta, morocha que llego hace muchos años al barrio con dinero, mucho dinero y un bebe de días de nacido, compró la mejor casa, organizó su vida entre la crianza y educación de su hijo Emiliano y el coqueteo con los hombres de buena presencia y bolsillo abultado pasase cerca.
Emiliano creció sano, estudioso y trabajador. Mientras que él armaba su negocio con la ayuda monetaria de su nuevo padre, el dueño del banco, Fernanda se dedicaba a malcriar y despilfarrar la fortuna con sus tres nuevos hijos; Roberto, Sotero y Ambrosio.
Tenaz, emprendedor, de mal genio y ahorrativo, muy ahorrativo, Emiliano fue ganando canas y dinero. Al morir su padrastro se hizo cargo del Banco y las dos empresas propias o sea tres negocios, con estas responsabilidades también venía la familia, por lo que decidió poner orden en la organización del hogar y suspendió a su personal de servicio, la mucama, la cocinera y el chofer para obligar a sus hermanos y cuñadas a trabajar en las tareas domésticas.
Fernanda cansada de la quejas de sus tres hijos  y sus tres nueras pensó en solucionar el problema casando a Emiliano. Si se enamora y es feliz… suspiró Fernanda. Marcela era la candidata ideal, una chica de buena familia muy trabajadora… según los comentarios y recomendaciones de las vecinas. Las mismas vecinas que contaban historias sobre el origen del dinero y el primer hijo de Fernanda. Había tres historias; que Arizu era el apellido de ella, no del padre o sea madre soltera que abandonó al padre. Otra historia es que el dinero venía de un hombre casado, que para no hacerse cargo del niño la despachó a Buenos aires con una jugosa cantidad de dinero. También contaron  que se casó con un viejo millonario moribundo y que le endosó el niño y vaya a saber quién es el padre. 
Marcela conquistó a Emiliano con ayuda de toda la familia, el casamiento fue austero y la luna de miel muy económica en Chascomús, en una casa prestada y solio duró tres días. Al final su esposa era igual que el resto de la familia, se adaptó rápidamente a los vicios ya instalados. Tuvieron tres hijos, la ilusión de Emiliano era tener su primer hijo varón pero no fue así, nació Federica. El desconcierto fue tan grande que salió malhumorado a grandes zancadas por la casa y pisó un autito de juguete de sus sobrinos, que se encontraba en el pasillo. 
Tres, tres quebraduras fueron el resultado de tremenda caída, de ahí le quedó la renguera particular, que le daba un andar diferente.
Un día tres de marzo, tres del tres, cerró sus negocios a las tres y cruzó la avenida, abatido de cansancio, no miró y el colectivo de la línea tres lo atropelló.
El tres en su vida lo marcó, tres hermanos, tres empresas, tres hijos, tres quebraduras, tres, tres, tres.


La familia lo despide aliviada, ahora podrán contratar a los tres, la mucama, la cocinera y el chofer.

Andrea Zurlo


Los Otros Andrea Zurlo

Yo-Yo Ma, enfundado en su traje protector blanco con máscara, atravesó con gesto rutinario el alambrado electrificado de seguridad para comenzar un nuevo día de trabajo. Un largo suspiró le empañó el cristal de la máscara, mientras esperaba a que se abriera el portón blindado de acero resplandeciente y que la luz roja de alarma de la frontera dejara de parpadear. El panorama ante sus ojos hubiera sido aterrador para cualquiera pero, después de muchos años de servicio, su estómago y su espíritu se habían fortalecido y ya no sentía ni repugnancia, ni dolor, ni nausea, ni pena, ni culpa. Por alguna razón, tal vez como método de autoprotección, su mente siempre prefería divagar por el pasado obviando la realidad que lo rodeaba. A menudo, pensaba en la buena suerte del señor Shao, su hermano mayor, que vivía en un piso lujoso, del otro lado de la ciudad, con su vida limpia, aséptica y perfecta…¡Por pocos minutos de diferencia! Sí, porque Yo-yo Ma y el señor Shao eran mellizos, pero el señor Shao asomó su cabeza al mundo cinco minutos antes que Yo-yo Ma, decretando su destino. El Gran Nuevo Imperio Chino no admitía más que un hijo. Con cinco mil millones de habitantes no había lugar para más. La ley era clara: en caso de mellizos, si los padres no decidían desembarazarse del segundo niño (un modo burocrático de decir asesinar), éste estaba condenado, desde su nacimiento, a ejercer las labores más humildes, era retirado de su familia y tratado como un paria social, sin derecho a existir; si bien la ley, de manera objetiva y correcta, lo definía, sencillamente, "un Exceso", pero un exceso orgulloso de servir al Gran Imperio. Ahora bien, si miraba a su alrededor, debía considerarse un privilegiado, después de todo él vivía en el Gran Imperio, el único lugar habitable en todo el planeta. Sí, existían los respiradores artificiales, las lluvias verdes, el calor insoportable, el cielo gris…., pero él no había conocido lo que existía antes del Gran Imperio Chino, por lo que era un mundo perfecto así como era, ya que él ignoraba casi totalmente el pasado, porque es sabido que conocer el pasado no ayuda a construir el futuro. Era su abuelo el que le había hablado de los Europeos y de los norteamericanos. Su abuelo, Shao Ma, llegaba con su paso anciano a visitarlo al Albergue de Excesos donde creció. Era un anciano gentil que conservaba una cierta aversión hacia la modernidad y una pasión secreta por el pasado y la historia. Shao Ma no aceptaba las leyes del Gran Imperio, no aceptaba la falta de humanidad implícita en borrar a los niños como si fueran números, o confinarlos de por vida en el área W, de donde nunca saldrían, como su nieto. Lo único que pudo hacer su abuelo por Yo-yo Ma fue regalarle la memoria del pasado. Se sentaban en la pequeña sala de visitas y le narraba historias de tiempos lejanos que Yo-yo Ma escucha deleitado. Por su abuelo supo que los chinos emigraron durante años a Europa y América con la esperanza de enriquecerse, buscando una vida mejor. Se establecieron creando barrios chinos y conservando fielmente sus tradiciones y cultura, dando ejemplo de laboriosidad, sin contaminarse de las malas costumbres de los pueblos con los que tenían contacto. 
Los europeos eran un pueblo culto y rico, fueron conquistadores, colonizadores, impusieron su ley e hicieron guerras.Los norteamericanos también eran ricos, innovadores, exportaban su forma de gobierno, denominada democracia, y siempre controlaban el buen comportamiento de los demás habitantes del planeta, a fin de conservar la paz. Para estas personas, denominadas "occidentales", el mundo era felizmente seguro, como un balcón tranquilo desde donde observar un desfile, hasta que sucedió el Gran Debacle: dominados por el poder de las famosas y temidas Lobies, los gobernantes transfirieron todos sus bienes de producción al Gran Imperio Chino , premiando los méritos demostrados por este último, y los "occidentales" comenzaron su rápida carrera cuesta abajo. Mientras tanto, aquello que fuera la República Popular China se convirtió en el Gran Imperio Chino y, con una política de expansión sin precedentes, conquistaron las tierras a este, oeste, norte y sur de sus fronteras, impusieron su religión, sus leyes y su tiranía, el único modo de dar paz a un pueblo. "¡Para qué le sirve a uno saber que existieron los europeos! Para nada", meditaba Yo-yo Ma al tiempo que preparaba su equipo de trabajo. ¿Para qué les sirvieron a los europeos sus tan mentadas luchas sociales y sus derechos humanos, si fueron cancelados en un plif plaf? Era obvio que los europeos sufrían de alguna forma de autolesionismo que provocó su triste fin. Los norteamericanos, en cambio, reaccionaron e intentaron protegerse a su manera: se rodearon de muros y de escudos espaciales para defenderse, pero no consiguieron evitar la conquista económica, que, después de todo, es la única que cuenta. Además ya quedó ampliamente demostrado que los muros y las murallas no sirven para mucho. Por ejemplo, el Imperio había reforzado la Gran Muralla occidental con todos los medios de destrucción más letales; sin embargo, los pordioseros, los Otros, como los denominaba burocráticamente la ley del Imperio, seguían llegando y muriendo en las puertas del Edén. Yo-yo Ma miró a su alrededor antes de accionar el láser desintegrador."Europeos", se dijo observando los cuerpos que se apilaban sobre el suelo hi-tech de aluminio. Los conocía bien. Llegaban de a millares para morir allí, en la cámara de gas que rodeaba la frontera con Europa, desde los Urales hasta ese lago viscoso y verdoso, denominado con gran pompa "Mar Mediterráneo".Un dejo de lejana e impersonal compasión velaba el ánimo de Yo-yo Ma cuando recordaba las historias de su abuelo, pero su espíritu se había endurecido de mucho desintegrar cadáveres occidentales amontonados en pilas desesperadas y, después de todo, eran solamente "los Otros", esos que no somos nosotros. Era su trabajo. De repente, un murmullo lo distrajo. Procedía desde bajo algunos cuerpos. Yo-yo Ma estaba seguro de que eran de esos que clasificaban como alemanes, o algo así. Utilizando un lanza apartó los cuerpos. Una joven de largos cabellos rubios y ojos increíblemente azules lo observaba aterrorizada y murmuraba palabras ininteligibles. Yo-yo Ma permaneció unos instantes encantado, mirando esos ojos azules, tan azules como decían que alguna vez lo había sido el cielo, y ese cabello dorado que ninguna mujer china podía permitirse sin parecer ridícula. Era hermosa, diferente y muy joven. Habría querido decirle que escapara, pero, ¿dónde?, ¿dónde podría esconderla? Le estaba prohibido tener una mujer. Un Exceso no podía copular ni reproducirse, y muchos menos con una inmigrante clandestina. Hubiera querido preguntarse si era justo, si su abuelo Shao Ma estaba en lo cierto, también los chinos habían emigrado…¿entonces? Prefirió no hacerse más preguntas. Como es bien sabido, el Gran Imperio Chino no perdona la traición. Yo-yo Ma cerró los ojos y apretó el gatillo del láser. No se volvió a mirar, sólo se reconfortó pensando que había sido indoloro.  ■

Adela Carabelli

                                                POEMAS Adela Carabelli

Preguntas de la poetisa

¿Quién agita el mar cuando nadie lo mira?
                     Y cierra con los ojos
                     Sus fronteras.

¿Por quien permanece el sol
en los crudos inviernos?
                     Y olvida en un instante
                     El amor naciente de la primavera.

¿Por qué se oyen quejas
Sobre las danzas del viento?

En más de mil horas
Construyo en mis manos
Un mundo de palabras y respuestas.
¿Así nacen los  poemas…?

El propósito de la rosa

Al morir las rosas
Fecundan sus fragancias
Y sobre ellas
La melodía dulce
De su último aroma.

Clama la rosa en silencio logros de
Su propósito
.
Actividad

Desate el nudo
Y mis manos hambrientas de trabajo
Contrajeron la época.
Por un instante
Abandone mis pasiones y…
Nada se comparaba con el brillo
De tu inocente mirada.
Allí estabas tú resolviendo
Buscando explicaciones
Y los porque invencibles
De tus primeros pasos.
Desate el nudo

Formando un nuevo moño.

María A. Escobar

Escalera al cielo  María A. Escobar

-Alcira, gritó mamá. Yo estaba entretenida destripando una muñeca.  -Queee, contesté. -Andá a ver si tu abuela necesita algo. 
-Porqué no la mandás a Neneca. -Neneca está indispuesta. Quería decir que Neneca estaba con la menstruación. Me reventaba que mamá no nombrara a las cosas tal cual eran. Yo nunca iba a tener la menstruación, esa cosa fastidiosa que, parece, tenían todas las mujeres, una vez al mes, pero cuando le decía esto a mamá ella se reía y me acariciaba el pelo. -Qué error, decía mamá. Deberías haber sido un muchachito. Era mi sueño, los varones la pasaban mucho mejor que nosotras. Ahí estaba mi padre, jugando a las cartas en el boliche mientras mamá se deslomaba en la casa, lavando, planchando, pelando papas, cocinando, un fastidio. Porqué, porqué no había sido varón.
Destripar a la muñeca era una satisfacción, tanta puntilla, tanto afeite, una maricona, eso era.  Y me la habían regalado tanchochos y yo tuve que poner cara de alegría, para no desencantarlos, pero hubiera preferido una caja de soldados, algo así. Y jamás desplazaría a mi oso, aunque ya estuviera bastante estropeado el pobre.
-Alcira, volvió a vociferar mamá. 
-Andá a ver si tu abuela necesita algo. Dejé la muñeca a medio destripar y comencé a subir la desvencijada escalera de madera. Mis pasos sonaban cric crac cric crac. Alguna vez se desplomaría y la abuela quedaría arriba, sola y luego se moriría, también sola, porque no habría forma de llegar hasta allá arriba o habría que llamar a los bomberos, esos muchachos que vestían tan bellos uniformes.  Eso me gustaría ser cuando fuera grande pero nunca ví mujeres bomberas. Tal vez en el futuro…
Entré a la estrecha pieza que tenia techo de madera, empinado y una pequeña ventana arriba. No había mucha luz ahí. Encendí la de un foco amarillento que hacía que la abuela estuviera envuelta en una tiniebla que la convertía en un fantasma en su gran cama de bronce, medio sentada sobre almohadones multicolores, la cara blanca como una tiza.  Siempre había un fuerte olor a orín,  aunque mi madre subiera una vez al día con una gran pava y una palangana para lavarla y cambiarle la ropa.
Me acerqué y le toqué el brazo que asomaba entre las sábanas.
-Abuela, le dije en un susurro.
-Quién sos, ¿Neneca?.-No soy yo, Alcira. -Ah, la pequeña bandida… eres una pequeña bandi-
da, por eso siempre te irá bien.  No serás como la tonta de tu madre. -¿No es cierto? Te casarás con un hombre rico, aunque no lo ames, porque el dinero es importante y el amor pasa. -Ya ves.
-Y a vos qué te pasó, abuela. 
-Yo tiré mi fortuna en los casinos y en los hipódromos, pero la pasé bien mientras duró hija.  Conocí hombres magníficos pero luego hice lo de tu madre, me enamoré de un cagatintas… y bueno, ya sabés.  -Yo no me voy a casar abuela, voy a  ser bombera, la primera. -No me hagas hablar, me fatigo.
Recitarme un poema, el de la niña negra. -Es triste abuela.  Hizo un gesto con la mano. Entonces empecé:
“Toda vestida de blanco almidonada y compuesta en la puerta de su casa estaba la niña negra…”
La abuela se había dormido, pero una lágrima brillaba en su sien.
Mientras bajaba la escalera y llegaba abajo pensaba porqué lo que se escribía para los niños era triste.  Corazón, por ejemplo, era para llorar y eso no sirve de nada. Tal vez querían educarnos así blandas, lloronas.  No volvería a recitarle a la abuela nada de eso, aunque a ella le gustara.  Yo solía inventar historias magníficas, de mujeres audaces y temerarias. Eso le contaría.  Pero era Neneca la que debería subir, como sea. No habría excusas.
-Qué te dijo la abuela? - Que no sea como tú. -Eso no importa.
Necesita algo?.  -No, hablamos, luego se durmió. -Le subiré un tazón de sopa.
Y mamá se ocuparía de ella como lo hacía con todos nosotros.
No fui yo la que encontró a la abuela muerta en su cama. Fue
Neneca.  Bajó las escaleras cric crac agarrada del pasamanos, temblorosa y le dijo algo a mamá en un susurro. Pero yo me di cuenta que la abuela había muerto y que la escalera aun no se había derrumbado.



Andrea García Campos

                                    Atrapado  Andrea García Campos

Ya no se acuerda León ni a partir de qué, ni cómo ni cuándo empezó a aplicar esa fórmula maldita: primero un cigarrillo, después un whisky aunque empezaba con cerveza o vino blanco, creo; hombres y mujeres, gente que viene y va, música a todo volumen mezclada con sexo urgente y porro, para luego pasar a la cocaína, al juego más despojado y así hasta el reviente sin ningún reparo. El caso era llegar al descontrol con todo lo que eso traía aparejado.
Desde siempre buscó sensaciones nuevas, caminos donde los sentidos se vuelvan lúdicos y las penas se aplaquen. Qué tendría, tal vez ni ocho años, la vez que, luego de un almuerzo familiar en el club, ante un usual descuido de sus padres, León pudo resistir ante su propia ocurrencia de dar fondo blanco a cada vaso que encontró sobre la mesa del quincho. Fue su primera borrachera y el primer registro del más absoluto desamparo de su familia. Él contaba el hecho con orgullo, con orgullo y ojos vacíos.
Más tarde, siendo joven aún, en tiempos en que había trabajo, dedicaba el sueldo entero a calmar sus adicciones; y en tiempos de carencia u obligada abstinencia había llegado a consumir láudano para gatos, alcohol etílico y hasta a inhalar sustancias que conseguía hirviendo plantas de cactus. Del resto se encargó el tiempo, del resto se encargaron los años…
Robar fue siempre una buena opción pero eso sí, nunca había podido matar a nadie. La mala vida lo enterró en un pantano. La cirrosis y la hepatitis C se le sumaron y del resto se encargaron los años…


Atrapado, cual león enjaulado, no por la enfermedad, no por la abstinencia no por la cárcel. Atrapado, por estar completamente solo y no poder contar con quien le ofrezca una mano.

Claudia Delli Quadri

                       
El cuarto  Claudia Delli Quadri
 
Martina descubrió arriba de la mesa el llavero del papá, era el objeto por ella más deseado ya que abría esa puerta del cuarto del altillo, ése que siempre fue un misterio. Miró hacia todos lados para cerciorarse que no había nadie, tomó el llavero rápidamente, lo metió en el bolsillo del pantalón y comenzó a caminar hacia aquella habitación que estaba a lo alto de la escalera.
¿Qué habrá del otro lado?
A veces se escuchan ruidos, gente que habla, hasta un grito le pareció oír en medio de la noche. Cada vez que pasa frente a esa puerta apoya su oreja en ella para tratar de descubrir algo, hasta trató de espiar por la cerradura pero sólo se ve todo negro. El otro día se acercó y preguntó gritando. ¿Quien está ahí? ¿Hay alguien? Sólo había silencio, a ella le pareció que del otro lado la estaban escuchando pero no pudo comprobarlo.
Mientras se iba acercando a la puerta le transpiraban las manos y el corazón parecía que se le iba a salir del pecho, ya estaba parada frente a ella era su oportunidad no había nadie a la vista.
Tomó la primera llave  pero era demasiado pequeña, la metió en la cerradura pero casi se traba, tiró con fuerza y logró sacarla. Ahora elige la llave dorada, esa que tiene un punto rojo, pero es grande ni siquiera entra en la cerradura.
Se escucha un golpe, desde otro lado, Martina se asusta y se le cae el llavero y las llaves se  mezclan. Ya no se acuerda cuales probó. Trata de calmarse, toma aire, apoya la oreja en la puerta y sólo hay silencio. Elige la llave que tiene un montón de puntos, la pone en la cerradura, entra sin problemas, Martina la gira y la llave da la primera vuelta, no puede creerlo está a punto de descubrir el secreto, ese misterio que la atormenta, está nerviosa... da la segunda vuelta solo resta bajar el picaporte...
-¡Martina! Acá estabas, dame ese llavero que me tengo que ir a trabajar.
El papá giró nuevamente la llave y se fue con el llavero, ese que tiene la llave del cuarto misterioso. Martina se quedó parada mirando la puerta cerrada y le pareció que del otro lado había alguien que se estaba burlando.


Amanda Pedrozo Cibils

EL GALLINERO Amanda Pedrozo Cibils

Tenía diez años cuando se decidió a irrumpir en la vida de las gallinas, casi sin que ellas se dieran cuenta. Aprovechó una tarde olorosa a reciente aguacero y la fascinación de las gallinas por el arco iris. Los círculos amarillos de sus ojos estaban pegados al cartón azul de arriba cuando Benefrida comenzó a formar parte del gallinero, ya para siempre desde ese lado donde era posible bambolear el maíz entre los dientes hasta hacerlo puré con leche de saliva.
Para eso las había observado por años, desde el mismo momento en que la dejaron salir del pozo de tierra apisonada que su abuela había cavado para que no se arriesgase demasiado en ese gateo que estaba cerca del desvarío. A aquel horizonte de tierra colorada le siguió en su vida ese otro límite de alambres cruzados y pronto sus ojos se hicieron tan baqueanos a esa única visión, que podían seguir repitiéndola hasta cuando no estaban abiertos.
Su obsesión por el gallinero fue un alivio para la abuela, que ya decía que no había que encerrarla tanto. Nadie tenía tiempo para quebrantarse en esa casa. A un niño siguió otro y puchar por la vida les llevó tanto tiempo, que terminaron dejándola instalada en ese pequeño espacio entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo.
Entre todos pero sin decir una palabra concluyeron en que Benefrida salió tilinga como la tía Prudencia, y que igual que ella ya no tenía solución. También entre todos la olvidaron, ayudándose unos a otros en ese trance familiar vergonzoso.
Cuando dejaron de fijarse en su presencia, la niña ingresó al gallinero, entre un aletear silencioso de las gallinas que miraban con fascinación un arco iris colocado en el medio del olor a aguacero reciente y la procesión que le pasaba por dentro justo en ese momento.
Las gallinas se habían acostumbrado desde hacía años a verla, y para decir la verdad completa, ni se percataron de que alguna vez había estado del otro lado del alambre tejido. Esa misma noche la inquilina subió a la planta de pomelo con las gallinas, ahuecando los brazos y cediendo las ramas de privilegio a las más antiguas. La abuela fue la primera que la vio al día siguiente escarbando con las manos para elegir los granos de maíz e irlos aplastando despacito entre los dientes.
Hubo una corrida familiar y nadie supo nunca quién entró primero al gallinero para tratar de sacarla. Apenas los vio, Benefrida se tumbó al suelo echando espuma por la boca. Nadie tenía tiempo en la casa para quebrantarse demasiado, así que la dejaron y se fueron a revolver cada uno sus cosas, sin falsos remordimientos. Al día siguiente la abuela entró al gallinero seguida por los chicos más grandes de la casa, para intentar nuevamente volver a Benefrida al ámbito familiar. Pero la niña aleteó salvajemente, se prendió por el alambre tejido y desde allí se defendió con las uñas. La abuela salió horrorizada.
-Esa niña salió tilinga.
-Igualito que tía Prudencia.
-No, más todavía, yo me acuerdo bien.
Al otro día los despertó un cloqueo como de gallina enferma. Todos supieron que era Benefrida, así que se taparon mejor y volvieron a dormirse pensando vagamente que las cosas estaban saliendo en su hora. Todos evitaron mirar hacia el gallinero ese día y el otro y el que venía después, hasta que resultó inevitable dar de comer a las gallinas. Así fueron descubriendo uno a uno que a Benefrida le gustaba más que nada el afrecho mojado, que odiaba los restos de comida de la casa y que prefería el agua de lluvia que quedaba preso en un pedazo de teja vieja.
Un día, hizo su aparición por la casa pa'i Setrini. Nadie tenía tiempo para quebrantarse, así que enseguida le dieron la razón: había que sacar de allí a Benefrida. Tampoco tenían tiempo para esperar, por lo que entraron seguidamente al gallinero, dispuestos a hacer lo nenecesario. Un largo lamento marcó el comienzo de ese primer acto de la vida inerte de la niña.
El segundo acto puede ser resumido así: Benefrida sentada en el sitio exacto entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo. Benefrida mirando las gallinas cuando comen, las gallinas cuando cacarean, cuando ponen huevos, cuando cuidan a sus pollitos que dicen pío pío, cuando pelean por una lombriz. Benefrida controlando minuciosamente el rectángulo de sol sobre el horcón del gallinero. Benefrida viendo llegar la noche presa de feroces ataques y desvarío.
El doctor dijo al instante que era epilepsia, la abuela calculó que se trataba de calentura natural, el pa'i dijo que era pecado. Ningún medicamento, ningún rosario, pudo evitar ni uno solo de los ataques: llegaban puntales apenas las gallinas subían a la planta de pomelo. De eso hace cuarenta años, y todavía hoy Benefrida sigue mirando el gallinero, done ya no hay gallinas sino sólo la pobre planta de pomelo vieja y carcomida por los horribles gusanos que se trajo una vez el viento del norte y que terminaron comiéndole el caracú hace cinco años.


Pero en la casa, donde nadie tiene tiempo para quebrantarse y tampoco está para aguantar los golpes de la vida además de las enfermedades propias de la vejez, sólo cuentan de vez en cuando -si se les pregunta- que es demasiado trabajo puchar por la vida, y encima tener que estar sacándole a la tilinga las dos o tres plumitas que le salen en la espalda, fenómeno que se le repite cada vez que alguien, por compasión, asco o descuido, procura moverla de su sitio.

Marta Becker

HISTORIAS BREVES Marta Becker

OPTIMISMO
Quiso demostrar optimismo, desbordar optimismo, que rebalsara en su vida y que brotara por todos sus poros el optimismo. Y de ser tan optimista comenzó a reír y reír y reír. Y de tanta risa brotaron las lágrimas, que fueron tantas que lo inundaron y… ahí se terminó el optimismo.

FALTA DE AMOR
Clarivel está en el balcón. Desde allí ve pasar la vida con actitud estática. Todos la ven, ella, desde esa altura, no ve a nadie. Hasta que un día alguien se acerca y en vuelo rasante le estampa un sonoro beso. Clarivel despierta, se despereza, desciende y sonríe como nunca lo hizo.

INDIFERENCIA
La pareja que antes caminaba tomada de la mano hoy ni siquiera se mira. Van por la calle hacia un destino incierto cuando al cruzar la bocacalle ella se diluye por una alcantarilla. Él sigue su ruta impasible.

FESTEJO
El hombre pasa la mirada sobre las mujeres presentes en la milonga. Tiene algo personal que festejar y lo quiere hacer acompañado. Elige una morocha alta, de figura estilizada y mirada soñadora. La saca a bailar y, directo, le propone una noche de placer. Cuando despierta a la mañana con ella al lado comprueba que el festejo era sólo calentura.

AMOR CIEGO
Todos los días la huele llegar. En su ceguera, la reconoce por el perfume. La siente acercarse y todo él se altera. Ella deja una moneda todos los días y sigue. Él la visualiza en su imaginación, le da cuerpo, color, vida. Un día toma la decisión y le habla de sus sentimientos. Ella lo escucha hasta el final y le contesta afirmativa que comparte todo. Él no sabe que ella también es ciega.


domingo, 12 de junio de 2016

Carlos Margiotta

Entre paréntesis Carlos Margiotta

Los escritores son libres cuando escriben frente al papel. En ese lugar pueden transformar la realidad en ficción y la ficción en la realidad
de sus deseos.

Escribir es detener el mundo entre paréntesis, y uno está afuera del mundo, sin hambre, sin sed, sin necesidades. Sólo existe una compulsión de palabras que brotan para ser elegidas.

No escribo para comunicarme, ni para contribuir a la cultura nacional, tampoco lo hago para trascender ni ser reconocido. No busco el éxito, ni dar testimonio de una época, menos pretendo asumir un compromiso social mediante la literatura, ni hacerme rico. No me importa si lo que escribo es bueno ni malo, sólo escribo porque me gusta.

El escritor se mueve en una incertidumbre que le agota los nervios hasta que se encuentra con las palabras adecuadas que lo albergaran, sólo esas palabras y ninguna otras.

Si no podemos escribir sobre el amor sin haber amado, ni sobre el odio sin haber odiado, ni de la muerte sin haber muerto, entonces podemos imaginarlo.

Tengo la impresión de que todo ha sido escrito y por lo tanto abandono la tarea de escribir, pero al mismo tiempo creo que nada ha sido dicho, y me pongo a escribirlo.
Siempre escribimos sobre el mismo tema y contamos lo mismo de diferentes maneras en una eterna reiteración.

Cuando sentimos que las palabras nos cansan o nos aburren, lo mejor es no escribir nada.
Las palabras aparecen en un lugar casi sagrado que existe entre el cuerpo y el alma, por eso no escribimos sólo con el intelecto ni sólo con el corazón. Escribimos con las entrañas.
A veces sabemos por donde empezar un relato, o por donde terminarlo, otras veces tenemos frases sueltas alrededor de las cuales construimos una historia. Escritor, no hay palabras se hace palabra al andar.

Para la mirada de un escritor cada hecho cotidiano, simple e intrascendente, contiene una historia que puja por ser contada.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, sin embargo la palabra mamá incluye
infinitas imágenes

La diferencia entre la literatura y la poesía consiste en que la primera nace después del
lenguaje y la segunda mucho antes.

No hay que tomarse en serio lo que uno escribe sino la literatura es sí misma.
Un escritor no debe preocuparse por el tiempo que esta sin escribir, un escritor escribe
siempre.

Cuando más zonas oscuras y huecos haya en un 
relato, más puede imaginarse el lector.

Los escritores son grandes tímidos y mejores mentirosos.

Escribir es sacar a pasear los propios fantasmas para que jueguen sobre el papel

disfrazados de palabras.

Héctor Zabala


Encuentros en el mar  Héctor Zabala

El viejo apoyaba los antebrazos en la barandilla. Ya se conocían de vista, aunque jamás se habían correspondido el saludo. El recién llegado se puso a la par, casi codo con codo, imitando la postura del viejo. Las sirenas del barco se escuchaban cercanas.         
–Así que contemplando las estrellas para gastar el tiempo. Se ven brillantes, ¿no?
–Ay, joven, ¿a mi edad se puede dejar morir otra cosa que no sea el tiempo? Mire, no me gusta esta música moderna. No, no voy a perder el poco oído que me queda, por más que ese hombre quiera insistir con sus fiestitas.
El viejo y el joven (que no era tan joven como el otro pensaba) se miraron un instante, creyendo reconocerse. Era algo difícil de explicar. Estaba ahí y no estaba. Al fin y después de una pausa, enojosa por cierto como suele ocurrir con esas pausas, el que aparentaba más joven se atrevió a decir:
–Tiene usted razón. Las melodías no van con este asunto del mar, por más que el mandamás se imagine lo contrario. Si yo fuera él, no dejaría que interfiriese la música. Y en cuanto a la sordera, no se preocupe, yo descubrí hace tiempo que las hay beneficiosas. Mire, le diré, hará un montón de años, yo...
Y su alma se explayó en la anécdota, y los recuerdos surgieron como aparecidos a los que el mundo debía cobijar de nuevo. Palabras que el viejo en parte dedujo y en parte no; más por culpa de la sordera que de las neuronas.
De nuevo la pausa enojosa. Ese espectro brutal que llamamos silencio. Ese escollo, en forma de sigilo educado y modoso, entre seres cultos pero distintos, que aparecen de pronto y están como obligados a permanecer quietos y frente a frente, sin saber cómo continuar ni qué decirse ni cómo o dónde poner brazos y manos. Sí, como dos mundos disímiles que ocupan un mismo mundo.
Al fin, el que parecía ser más joven rompió los pensamientos del compañero:
–¿No habría que intentar avisarles?
El otro sonrió desolado sin mirarlo siquiera:
–¿Avisarles?, ¿para qué? ¿Para qué hacer cosas heroicas? Somos inútiles y viejos para ellos. Ni nos verían. Tendrán menos oído que los marineros de su anécdota o que yo por mi vejez. Y en cuanto a ceguera, créame, no hay generación que les gane. Mejor déjelos, que sigan felices, envueltos en su mala música y abismados en su baile ridículo que en todo hace agua. No hay nada, absolutamente nada en lo que podamos ayudar.
Y otra vez el silencio, apenas roto por la carraspera del viejo tras la brisa helada que venía del norte y se hacía sentir como nunca.
–¡Pero, ahora que caigo en la cuenta, no nos hemos presentado! –dijo el que aparentaba ser más viejo, tanto por decir algo.
–Bueno, digamos que no me hace mucha falta –rió el otro–. Usted debe ser el que aparece nombrado en casi toda cartelera de concierto del mundo. En cuanto a mí, no sé si la gente me recuerda tanto. No faltará quien crea que apenas soy un mito –terminó riendo.
–Bueno, de todos modos me presentaré: Soy Ludwig van Beethoven.
–Y yo, Odiseo, rey de Ítaca, aunque algunos prefieren llamarme Ulises.
Y siguieron apoyados con los codos en la barandilla, contemplando el cielo nocturno. Las agujas del reloj indicaban casi la medianoche. El almanaque, catorce de abril de mil novecientos doce. Pese a la vejez y a la niebla, ambos espectros ya empezaban a divisar la enorme masa blancuzca.
Este cuento obtuvo 2º Mención en el Certamen Literario Nacional “Prof. Argentina Harrand de Travi" Año 2006, de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Belén de Escobar, provincia de Buenos Aires, Argentina, diciembre 2006.