domingo, 24 de septiembre de 2017

Carlos Margiotta


                   Enelda cuenta cuentos 
Carlos Margiotta
                                                                                                                              A mi madre
Enelda es una mujer anciana. Su raro nombre no existe en ningún diccionario, como el masculino Eneldo, una hierba de flores amarillas con cuyas hojas se elabora una especie tan deliciosa como ella. A los ochenta años, Enelda ha cumplido con los eternos mandatos que han determinado a las mujeres de su edad. Ha cocinado atada a la hornalla ricos manjares, ha tejido abrigos de esperanzas, ha limpiado pecados sobre una tabla de lavar, ha cosido afectos en las puntadas de los vestidos, ha planchado rebeldías arrugadas en la ropa, y remendado los deseos de los otros, menos los propios.
Enelda cuenta cuentos desde chica, y tres generaciones de los suyos se sentaron a su alrededor para escuchar historias familiares con campos inundados de trigo y mares agonizando sobre las playas de Necochea. Los cuenta tan bien, que parece una gran actriz de carácter con mil voces y ademanes repetidos en mil y una noches siempre distintos, y le duele. Entonces el abuelo Antonio trajo a casa una niña perdida en el bosque, y los pájaros se comieron las migas de pan dejadas en el camino. Fue así como llamó a doña Marona para que le tirara el cuerito, pero estaba ocupada buscando a una joven que perdió un zapato, y como tenía apuro en encontrarla se montó en una escoba. Entonces la tía Lucía la llevó al circo y los enanitos la subieron a un caballo y dio una vuelta en la pista, pero cuando se enteró la madrastra, se enojó y le pellizcó la cola, y le dolió, y pedía por su mamá. Y cuando despertó le preguntó al espejo pero éste le decía siempre mentiras, y le contó a Chola lo sucedido y fueron al cementerio pero se asustaron con una sombra, y al volver se encontraron  un cofre con un tesoro, y lo enterraron en el jardín para que nadie lo supiera, y guardaron el secreto hasta el día en que el chico del tamaño de un pulgar creció, y se fue. Entonces le agarró mal de ojo y no se curaba, y le dieron una manzana para que se durmiera pero el príncipe azul no vino porque se había convertido en sapo, y le dolía...
Enelda está cansada de pelear en un país que le ha ido carcomiendo los sueños hasta los huesos, pero no se rinde, y resiste, y le duele. Desde la cama, sin palabras, agitando los dedos de su mano derecha, libre de agujas y suero, me va a contar su último cuento. Con el índice rasga el aire escribiendo con la pluma de su uña roja. Había una vez… se terminaba el sendero… y de cada lágrima caída en la tierra brotaba una flor… y adelante sólo había un abismo… y los duendes vinieron a rescatarla… pero tenía miedo de saltar… y después se animó y se echó a volar… con el camisón blanco… y sonreía… y las estrellas la guiaban… y era feliz… y colorín colorado…

Ahora, mientras escribo, el hada de mi madre se posa en cada una de mis palabras, acompañándome, siempre.

Anìbal Aguirre


                         POEMAS  Anìbal Aguirre

A PASAO EN LA
MANCA-FIESTA

 Me pasao en la Manca-fiesta,
 pucha que me ha ido mal,
 los churquitos que i llevao
no los i podío cambiar.
Llegao el viernes tarde
 el sábado pa' volverme,
hasta el lunes mi quedao
esperen, pues que le cuente.
Manzanitas chiconas
un puñao de pasa de higo,
querian que les venda
mi cuero grande y lanudo.
Ya no es lo que era antes
los tiempos han cambiao,
ya no está el trueque
todo es vendío y comprao.
Al llegar a la banda
pa' que me ei' de acordar,
cuando estaba volviendo
apenas me han dejao pasar.
Malito, el gendarme,
lindo me ha toqueteao,
Jesús, María y José
la pucha que mi asustao.
Casi me han quitao
las cositas que tenia,
calzón pa' mi runa
medias pa`' la imilia.

I llegao pa' mi rialero
cansada ta' renega
pa' olvidarme un poco
a las carpas i rumbeao.
Amanecio en las carpas
a entrao la polecìa,
-retiresé señora-
mi acodao que decía.
Andaba el uniformao
revoloteando como cuervo,
tan tomada estaba
que al azul lo veía negro.
Ya no andaré volviendo
i hecho mi despedida,
i cantao coplas, i bailao,
me despido de esta vida.
Libre interpretación de un poema de Juana Mendoza.

 EL ANDANTE

Aguirre avanza por la estepa abrapampeña, deja
atrás los Valles Calchaquies y la Quebrada de
Humahuca.
Cabalga en un caballo que perdió las herraduras
y a punto el animal, de seguir andando sin
ganas.
El frío estrangula al andante que busca una flor
exótica en las
alturas.
-No se busca lo que no existe- asì mismo se dice- el
hombre, mientras la piel se le cae como
escamas.


                                   Del libro: Aguirre la ira de dios.

Carlos Milone

Telequinesia  
Carlos Milone

Hace dos semanas que las cosas importantes le saturan los días, modificando itinerarios habituales, imponiendo horarios insólitos, viajes imprevistos, demandando esa inversión extra exigida por los negocios en tiempos difíciles.
Apaga el celular y entra al despacho dispuesto a encerrarse. Cuando enciende la luz un humo denso y blanco ocupa el espacio, que se vuelve impreciso. No siente el piso, esta transportándose, hasta que las piernas se hunden en un limo caliente que le cubren las rodillas. Un conato de tormenta gira en el aire, lo convulsiona y desaparece, descubriendo una basta llanura de horizontes lejanos y brumosos. Hace un esfuerzo para liberar las piernas, pero advierte con horror que el barro se enfría, se endurece. Signos de interrogación, de su nueva estatura, emergen del suelo. Son de piedra o de madera y algunos de hueso. Están dispuestos en hilera, como tumbas solitarias que ocupan la planicie hasta más allá de donde abarca la vista.
El cielo es una capa negra. Primero ve pasar palomas que no vuelan, flotan, después siguen conejos, sedas de colores, esferas, pelotitas de ping pong, aros encadenados, naipes gigantescos, cubos y una mujer serruchada, que sonríe.
No entiendo donde estoy, pregunta. En el país de la magia, le dice un viejo que esta sentado en un signo de piedra ;  soy el cuidador, acá vienen las cosas que hacen desaparecer los magos, bueno, no ellos, el candor que consiguen de los chicos, tan sublevados contra la realidad de la que desconfían , pero siempre dispuestos para aplaudir la desaparición de todos estos objetos. Aquí terminan además, las preguntas que nunca hacen y lo consideran perdido.
Entonces recuerda lo que olvidó. Había comprado los regalos y arreglado el envío por el celular. También por el celular contrató   trató al mago. En las últimas dos semanas, no fue a ver a su hijo que seguramente a esa hora estará soplando cinco velitas, con los ojos cerrados, pidiendo tres deseos.


Siente que el cuerpo se le comprime, se dobla, va tomando la forma de un signo de interrogación y en pocos minutos es una tumba más en la planicie, una de hueso.

Juan Carlos Peralta

                                                
Retorno  
Juan Carlos Peralta

Hay un gran vacío en mi pasado. Hay lagunas en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, dijo el doctor.
Después del choque en la ruta 2, donde perdí a mi mujer y a mis padres, y tras una prolongada internación en un hospital de Dolores, regresé a mi ciudad.
Sólo recuerdo un estruendo, un grito (no podría asegurar si fue de Julieta o de mi madre), un fogonazo, un profundo dolor en el pecho. Y luego, abrí los ojos. Una gran sala de hospital. Enfermeras corriendo de acá para allá, un médico a un costado de mi cama, puntadas por todo mi cuerpo, inmovilidad, desesperación. Quería hacer preguntas, quería saber de ellos. De Julieta, de mis padres. No podía hablar. El médico me auscultaba. Cuando percibió mi intranquilidad, trató de calmarme acariciando mi hombro. Era uno de esos médicos que además de ocuparse de las enfermedades, se preocupaba por los enfermos. Le susurró algo al oído de una enfermera. “¡Todo va a salir bien, todo va a salir bien!”, me dijo después.
Sentí un acuciante deseo de fumar un cigarro. Había contraído ese hábito hacía poco. Necesitaba el humo áspero inundando mis pulmones. Saber que seguía vivo.
Noto cabos sueltos en mi pasado. Hay un gran vacío en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el doctor.
Dejé el departamento que alquilábamos Julieta y yo, en Lomas de Zamora, y me mudé a la casa de mis padres, la casa que heredé. Volví a las calles arboladas de Banfield, a los barrios de antiguos y pintorescos chalets. Llegué a la puerta de la casa, a la puerta de mi niñez. Ahora la casa está solitaria.
Recorrí sus habitaciones, su patio, el jardín que tanto cuidaba mi vieja. Subí la escalera que lleva al cuartito, una pequeña pieza donde mis padres acostumbraban guardar todas aquellas cosas inservibles, pero útiles como recuerdos. Una pieza cuyo orden, siempre fue postergado. Es un consuelo que nuestros seres queridos se proyecten a través de los objetos. Las cosas me hablan de mis padres, me hablan de Julieta. No es autocompasión, es lo único a mi alcance.
Y, en el cuartito, vi mi bicicleta verde de mis ocho o nueve años, vi unos patines oxidados (nunca supe de quién eran), vi una pelota de goma color ladrillo con rayas amarillas (en el potrero donde entrenábamos nuestro pobre fútbol, todavía no usábamos pelota de cuero), vi mi álbum de estampillas (reconocí los exóticos sellos de flores y animales, las de países lejanos y casi desconocidos, las de Europa, Argentina, y toda América), vi una antología de cuentos fantásticos que incluía  “El Aleph” (siento especial admiración por ese cuento de Borges), vi una gran caja repleta de fotos, vi una fotografía de mis compañeros de primaria (la polaca Marcela, la mejor de la clase; el gordo Castillo, impuntual y divertido; el loco Gimenez, el fabricante de gomeras; la gallega Fernández, la más linda del grado ; el flaco Danielito, el más generoso), vi la plaza de Banfield y en la plaza la calesita, vi a mi viejo hamacándome (“¡ Más alto, más alto!”, le pedía siempre), vi la foto de la casa de mis abuelos (los recordé llegando a mi casa, y yo corriendo a la de ellos), vi a Mónica, mi novia de la adolescencia (una foto en blanco y negro, ella sonriente, pecas sobre la nariz repingada, ojos rasgados acompañando su sonrisa, polera, cabello castaño y ensortijado cayendo sobre sus hombros, la cadenita que le regalé colgando del cuello. Bellísima, inolvidable), vi una y otra vez a mis viejos y a Julieta, vi mis afectos y mis nostalgias.
Seguí revolviendo aquella caja de fotografías. Al llegar al fondo, encontré un sobre. No indicaba destinatario ni remitente. Lo abrí. En su interior: una foto y una carta. Hablaré de la foto y de la carta en tiempo presente pues, aún hoy, las conservo. La foto es en blanco y negro, algo amarillenta por el paso de los años. Al dorso tiene una echa: 23 de noviembre de 1960. Es una fotografía de la familia tomada en el patio de la casa de mis abuelos. De pie, aparecen mis padres, mi tía Marta y el tío Javier, tía Carla y tío Luis (tiempo después, el pobre tío moriría de leucemia), el abuelo y la abuela. Sentados en el piso, nosotros, los primos, los que en esa época teníamos entre siete y nueve años: Viviana, la mayor, la seriecita ; Mabel, la terrible, la eléctrica; Jorge, el taciturno, el pensador; yo, que ese año había cumplido los siete; y Fernando, cuya prematura muerte nuestros mayores nos ocultaron durante eses. Primero, fue que Fernando había ido a visitar a otro parientes. Luego, nos dijeron que necesitaba ser operado en un país lejano. Después, surgió la excusa del colegio pupilo. Pero, un Fin de Año, a las doce de la noche cuando todos los mayores brindaban, mis primos y yo nos dimos cuenta de que las lágrimas de nuestra tía estaban despidiendo a Fernando para siempre.
La foto contiene un detalle asombroso. Parado,  al lado de la abuela, se entrevé a un hombre. Su figura aparece algo borroneada. Es el único que no mira al frente. Su vista se orienta un poco hacia la izquierda. La mano derecha se apoya en el hombro de la abuela; la otra, cayendo al  costado del cuerpo, da la sensación de sostener un cigarro. Una  nebulosa desdibuja  su cara ; sin embargo, se advierte su barba oscura, su piel blanca, su seriedad. Sus ojos no se distinguen, son como dos sombras. Alto y rígido, con su edad imposible de determinar, el extraño personaje parece vestido con una camisa clara de mangas cortas y un pantalón de igual tonalidad. A sus pies, sentado sobre el mosaico, Fernando. A pesar de integrarse bien al grupo, a pesar del correcto encuadre de la toma  (descarto  la posibilidad de fotos superpuestas), lo curioso es que al desconocido se lo ve transparente. Eso hace más confusa aún la imagen del enigmático sujeto. Detrás de él, puedo divisar una parte de los jardines de la casa. La mano derecha no impide ver el hombro de la abuela, como si no hubiera ninguna mano sobre su hombro.
Leí la carta que acompaña a la foto .
Estoy bien,  soy feliz. Acá nos tratan con afecto. No nos falta nada. La carta la está escribiendo un compañero, a mi pedido. Como recordarán, nunca fui bueno para la redacción y la caligrafía.
Mandé cartas similares a toda la familia y a los amigos. Sin embargo, creo que es la primera y la última vez. Acá se nos restringen las comunicaciones, de toda índole, con ustedes. Y en el mejor de los casos, cuando nos permiten hacerlo, no debemos indicar destinatarios ni formular referencias acerca de nuestras identidades. Se imaginarán cuál es la razón. Más excepcionales son las autorizaciones para los traslados. Hace poco presenté una solicitud de viaje. ¡Si supieran cómo los extraño! ¡Cuánto me alegraría reunirme con ustedes !
No puedo invitarlos a que vengan. Aunque lo deseo, soy consciente del tremendo sacrificio que ello implicaría. Eso lo dejo librado a  su voluntad. Vengan o no vengan, los seguiré queriendo.
Busquen la foto del 23 de noviembre de 1960.
Siempre suyo,...
La foto la encontré junto a la carta, en el mismo sobre. Significa que alguien ya había leído la carta antes que yo. Alguien buscó esa foto y la guardó con la carta en el sobre.¿Cuál sería el motivo de mis padres para ocultarme este hecho? Quizás pensaron en una broma, un anónimo de algún chistoso. Sí... pero, ¿y la foto ? ¿Tal vez un truco?
La carta está escrita con pluma, tinta azul y trazos gruesos. No reconozco la  letra. No es de Julieta ni de mi padre ni de mi madre. Tampoco es la letra de ningún amigo (“La carta la escribió un compañero, a mi pedido”). Como se aclara en el texto, no hay referencias directas del remitente ni de los destinatarios. No se indican lugares, carece de firma y de fecha (sólo se señala la fecha de la foto).
Al día siguiente del hallazgo quise comunicarme con mis primos, con mis tíos, con mis suegros y amigos. “Mandé cartas similares a toda la familia y a los amigos”, se afirma en un párrafo.
Les hablé por teléfono. No me contestó nadie. Fui a sus casas. No me recibió nadie.
Ahora estoy solo, sin Julieta. Sin mis padres, sin familia. Recorro las habitaciones de la casa con la única compañía de un montón de objetos amados. Leo y releo la misteriosa carta. Miro y vuelvo a mirar la enigmática foto. Intento descubrir algún significado. ¡Todo me resulta tan ambiguo ! Mi vida se ha convertido en un desconcierto. Hay lagunas en mis recuerdos. Hay un gran vacío en mi memoria, como un manto blanco sobre mis ojos. “Las heridas del accidente...”, explicó el doctor.
Paseo por el jardín, contemplo las flores. Camino y, a cada metro, en cada detalle, veo añoranzas, imágenes lejanas y confusas. Las cosas hablan por sí mismas.
 Me senté en la mesa del living, prendí un cigarro y redacté esta historia. Decidí esconderla, junto con la carta y la fotografía, en un rincón de la casa. Opté por no darles divulgación. Qué diría la gente su supiera que a mi edad, todavía creo en fantasmas.


Miguel Abalos


Manías  
Miguel Abalos

Creo que todos los seres humanos tenemos nuestras manías -por llamarlas de alguna forma- que en el correr de los años van en aumento hasta que se convierten en algo casi patológico. Por ejemplo cuando después de cerrar la puerta -desde afuera cuando se sale o desde adentro para irse a dormir- se verifica en más de una oportunidad si quedó bien cerrada, tratando de disipar la duda de haberla dejado abierta.
Fue el caso de Andrés Peralta, que ese verano de iba de vacaciones con su mujer. Ya llevaba recorridos ochenta kilómetros rumbo al este -concentrado en el tránsito de la ruta y con la mirada atenta a la raya blanca que divide la carretera en dos- cuando empezó a repasar mentalmente si había dejado las cosas en orden en la casa vacía. Cada vez que se iban por muchos días, la preocupación por dejar todo en condiciones lo ponía muy nervioso.
Pensó en la llave general del agua; una avería en la cañería de entrada podía provocar una inundación, ¿la había cerrado? "¡Claro que sí! -le dijo su otro yo- te arañaste la mano derecha con las espinas del rosal que cubre el contador". Andrés se miró el rasguño complacido, le comprobaba el cierre de la llave.
¿Había bajado las persianas? Sí. Una de ellas se le trabó y tuvo que hacer fuerza, apretándose un dedo que todavía estaba hinchado. ¡No había duda! Ahora su mente fue al contador de la luz, que estaba en una parte alta. Usó la escalera chica, estiró el brazo para apagar la llave y se golpeó el hombro contra la pared. Aún le dolía… eso también estaba bien.
Ahora trataba de recordar el momento en que había cerrado la llave del gas. Febrilmente, buscaba un indicio que lo llevara a la total seguridad de haberlo hecho. No iba a suceder nada pero, un pequeño escape podía convertirse en un peligro… imaginó la casa explotando en mil pedazos. Estaba en plena ruta, en medio de un tránsito intenso y rápido. Trató de serenarse… sin lograrlo. Dos minutos después, dándose cuenta que su inquietud iba en aumento, detuvo el auto en uno de los descansos de la carretera.
-¿Qué pasa? -preguntó su mujer-
-Creo escuchar un ruido en la parte de atrás -mintió-
Miró las ruedas y abrió la valija del coche. Respiró profundo tratando de calmarse y poder continuar el viaje en paz consigo mismo. Su otro yo -que a esa altura se había convertido en un irónico indeseable- le decía: "Sos un idiota, tanto cuidado y no cerraste la llave del gas, ¡es para no creer!, justo vos que sos tan cuidadoso".
Volvió al volante y le dijo a su mujer que el ruido era un bolso que estaba mal puesto.
No lograba equilibrarse. Tomó la decisión que le revoloteaba la mente y preguntó:
-¿Vos cerraste la llave del gas?
-No. Nunca lo hago, siempre te ocupás vos. ¿Te olvidaste?
-No, no. Todo está bien.
Un momento después -a cien kilómetros por hora- se incrustaba en la parte trasera de un semiremolque.


Cuando despertó ya no estaba en este mundo. Observando "desde fuera", se tocó la frente y se encontró un pequeño chichón… ¡El golpe contra la pileta cuando cerró la llave del gas…! ¡Ah! ¡En la casa todo quedó en perfectas condiciones como para estar tranquilo! Ahora lo único que lamentaba era el accidente.

Nelida Beatriz Hualde


 La casa de mi madre 
Nelida Beatriz Hualde

Algunas cosas me ha tocado revivir y pude cantar alegremente las bellezas de la vida, que ha sido pródiga conmigo y son un rayo de sol de primavera. Pero esta vez, cuando me tocó visitar la casa de mi madre, encontré la melancolía que me llenó de magia triste.
La casa de mi madre –que fue la de mi infancia – es antigua, con su zaguán de entrada y su vestíbulo amplio con el piso en damero blanco y negro.
En la puerta me detuve para mirar al empleado de la inmobiliaria que me acompañaba.
Era un sacrilegio hacerlo entrar allí, al rincón de mis recuerdos, la sagrada institución de mi madre. Pero había que venderla, y el empleado vomitaba las frases aprendidas para bajar el precio.
“Fíjese señora que ya estos materiales, si bien son preciosos y a mí me gustan, la mayoría de la gente los rechaza. Hay pisos más modernos y todos siguen la moda o lo que les señalan las propagandas. “
Seguía hablando, pero yo ya no lo escuchaba.
Entré a la cocina, espaciosa, con la cocina económica a leña que había sido de la abuela, y ví a mi madre inclinada sobre las ollas. Hasta aspiré con fruición el rico olor de una salsa y el perfume del dulce preferido de naranjas amargas y limón.
Sentí pesado el pecho, como si algo lo estuviera aplastando, pero me dije que tenía que dominar las emociones.
El empleado farfullaba algo sobre las cañerías, y que había que instalar el gas, y bla, bla, bla.
En la puerta del que fue el dormitorio de los “chicos” volví a sentir ese dolor agudo en el pecho. Las camas estaban tendidas como antes, y yo me vi con mis hermanos brincando en ellas y tirándonos con las almohadas en medio de las risas y el barullo. Y al momento entraba mi madre, tan joven y hermosa como entonces, y todos, sin palabras, dejábamos el desorden para escuchar su cuento del final del día, que a veces terminaba con todos dormidos.
Mamá ha ingresado en un geriátrico. Se había analizado bien la resolución. Pero todos los hermanos habíamos convenido que era necesario, que estaría mejor atendida, que nosotros teníamos nuestras familias, que no teníamos comodidad suficiente para llevarla, ni tiempo disponible, que nuestros trabajos, y nuestros hijos, y nuestras responsabilidades, y nuestras cosas nos absorbían, y etc. etc. etc. Eran muchas las razones argumentadas. Y había que acordarse de la tía Rosa, que desde que estaba internada había mejorado tanto, entretenida y rodeada de tanta gente de su edad. Pocas veces se la vio tan feliz…
También había urgencia en vender la casa, porque estaba tan vieja y destruida. Demandaba gastos que no podíamos afrontar. No nos podíamos ocupar de ella...
Y ya habíamos llegado al altillo de los trastos. Ahí no vi a mi madre, seguramente porque la habíamos ubicado en el geriátrico, convertido en alojamiento de trastos humanos.
Tampoco subió el empleado, tal vez intimidado por el aspecto de la escalera de madera carcomida.
Sola, miré cada cosa. Y en un rincón, descolorida, vi a mi muñeca favorita.
Había quedado allí porque ya no servía para alegrar a otra niña. Estaba pasada de moda. Ni hablaba. Ni caminaba. Ni siquiera tenía pelos. Ni ojos. No era como las quieren ahora. Ya no encantaría a nadie.
Tenía puesto un vestido azul. Recordé que lo había hecho yo misma, con un bolsillo adelante – me gustan los bolsillos para guardar cosas- y este era bien grande.
Metí la mano en él y saqué un papelito. Ahí, de mi puño y letra, estaba escrito “Sos mi vida y nunca te dejaré.”
Pensé que la muñeca y mi madre se parecían en su final.
Escapé, por miedo a morir de angustia.


Cuando pasé junto al empleado, que me miraba azorado, alcancé a gritarle : “Por favor, váyase, váyase. La casa ya no se vende.”

Daniel de Culla


ATRAGANTADO DE AMOR


Mi amigo, al cruzar el campo de fútbol, que da a la explanada

Mirando la fachada del Seminario,  alegre me decía:

-¡Qué facha tiene nuestro Seminario¡

Ocultos debajo de la sotana, como curitas sin cabeza

Nos escurríamos por los pasillos del edificio hasta llegar a la cocina

Donde la monja cocinera, pensando

Que veníamos de ejercicios espirituales

Nos ofrecía dos cafés con leche, que sabían a agua de fregar

Con dos galletas con canela, diciéndonos ella:

-Pero, muchachos, ¿cómo es que os levantan tan temprano

Para ejercicios espirituales? Nosotros contestando:

-Hermana, en sólo dos horas corridas del sueño

El padre espiritual nos la levanta,  el padre nos viste, hermana

Mientras las Lujurias nuestras lloran gotas de leche y sangre

Pue él nos monta a caballo como si fuéramos sus criados delante

Dando cinco lengüetazos en el cogote de cada uno

Y nosotros dos sin poder hablarnos.

Ya pasó el tiempo. Nos azuzan los perros benditos de la Lujuria

Y queremos salir, para siempre, a la calle

Sabedores de que en este Seminario ya no hay Fe.

¡Ya estamos hartos de estos soberbios padres¡

Nos íbamos a marchar sin despedirnos

Pero, ayer me confesé para decirle adiós al padre

Diciéndole que no me sentía pecador ni necesitaba su absolución

Pues yo no tengo pecados, tan sólo el tallo mejor

Pero eso sí, que si algún día le vemos por los alrededores

De las Vistillas,  le follaremos mi amigo y yo

Detrás de san Francisco el Grande

Con un amor de dos filos hasta llegarle al corazón

Su campanilla repicando: que se ha muerto el padre Olivares

Que se ha muerto atragantado de Amor.


Daniel de Culla

Jorge Enrique Arias


Gajes del oficio 
Jorge Enrique Arias



Entró en la habitación y cerró los ojos, dejó la valija en el piso y volvió a mirar. Una pocilga, peor de lo que temía. ¿esperaba algo distinto? Y si lo pensaba mejor, ¿qué otra cosa merecía? Se lo había dicho mil veces. Por qué no se quedaba en su tranquilo pueblo provinciano, donde lo que tenía poder ser mucho o poco, según se mire, pero era de él, y no debía soportar las vergüenzas que la ciudad impone a los huéspedes de hoteles miserables. El caso es que le costaba rechazar a los aún  le tenían confianza, y no era sólo por dinero sino por una mística en su oficio, y la ilusión, tal vez, de que todo podía continuar como cuando era joven. "como a los veinte años", pensó, con una mueca resignada. Según su costumbre miró por la ventana más allá de la avenida y de la plaza que había frente al hotel, y miró las ventanas de los edificios más cercanos, los balcones. Ya no volvería a hacer esa breve inspección, la ventana quedaría cerrada hasta mañana. Ahora no necesitaba acostarse para sentir el roce áspero de las sábanas rústicas. Tampoco iba a correr los muebles para cerciorarse de que ese tenue crujir de las maderas, que si prestaba atención podía escuchar claramente, era la inequívoca señal de entrada al submundo cloacal de las cucarachas. Cucarachas negras, más precisamente lustrosas, como bañadas en tinta china. Especialidades de la urbe.  Más tarde salió a caminar, llevaba su valija. No vio a nadie en la recepción, una suerte, pensó, aunque al regresar quizás debía decir algo que justificara andar con aquel peso, o se podría malinterpretar su aparente desconfianza. Dio unas vueltas. Moverse le hacía bien, un cansancio moderado lograba distenderlo, y a la noche le permitía dormir de un tirón hasta la mañana. el sueño era importante; la distensión, fundamental. Entró en un bar y como le había sucedido en otras ocasiones se preguntó qué alteración podía causarle un pocillo de café, qué descontrol una copita de ginebra.  Como fuera se limitó a un agua mineral sin gas y un sandwich tostado, nada más, el estómago vacío o demasiado lleno complicaban el descanso. De vuelta en el hotel se sentía con esa medida justa de excitación y expectativa no que no eran inconvenientes, al contrario, o mantenían alerta y decidido. Esta vez encontró al recepcionista, que al verlo con la valija, en lugar de hacerle una pregunta le facilitó una respuesta. "Vendedor el hombre", dijo, "Acá tenemos varios huéspedes que traen mercadería del interior… ¿y cómo anda la venta?" "Embromada", dijo él, "Lo importado es mucha competencia".  A la noche apenas si lo molestó el ir y venir de los camiones en la calle. Llevaban y traían personal del municipio que en pocas horas embanderó la avenida y armó en la plaza el palco y las tarimas para las autoridades y delegaciones. Aún no salía el sol cuando todo estuvo listo. Él dormía profundamente. Sueño sin ensueños, si había imágenes las olvidaba al despertar. Hacía años que dominaba la técnica de evitarse pesadillas dejando la mente en blanco antes de acostarse, una forma de meditación que le habían enseñado y en la que no creyó mucho al principio aunque la puso a prueba, y resultó.   Bajó temprano a desayunar, no quiso salir de modo que pagó sin protestar el sobreprecio de una magra colación, luego volvió a su cuarto y esperó. En la plaza había una multitud. Cuando supo que había llegado el presidente abrió por fin la ventana, y la valija. Las piezas metálicas de rifle estaban cubiertas por un paño que evitaba los reflejos. Esperó hasta el último momento para adoptar su posición de tiro, le dolía la rodilla en la que debía apoyar casi todo el peso de su cuerpo. Debía reconocerlo, ya no tenía veinte años. 

Marisa Presti


                             Un día, una carta 
Marisa Presti

Amalia no se parecía en nada a su hermana. Era de carácter tranquilo, bondadosa, siempre dispuesta a brindarse a los demás, aún en perjuicio propio. A pesar de los años, su sonrisa parecía conservar la ilusión de la juventud, dándole un atractivo especial que despertaba los celos de Irene. Hacía más de cuarenta años que vivían juntas. Las circunstancias económicas habían sellado una convivencia difícil en la antigua casona de la familia.
Una mañana, Irene entró bruscamente en el dormitorio de su hermana, corrió las cortinas y tiró de las frazadas, dejando el delgado cuerpo sin abrigo: ¡Levantáte, ya es hora de que hagas algo! ¿O te pensás que soy tu sirvienta?
No era la primera vez. Cada tanto, solía tener arranques de mal humor, descargándose de cualquier forma posible. Amalia no le contestó. Con esfuerzo, se incorporó lentamente, y sin siquiera mirarla caminó hacia el baño.
No merezco esta vida, murmuró frente al espejo. La imagen le reflejó el dolor con toda su crudeza: la mirada enturbiada, triste, parecía destacar más las profundas ojeras y un ligero temblor en su barbilla le reveló la nerviosidad que recorría su cuerpo. Nunca había odiado a alguien, pero esa mañana tuvo la sospecha de empezar a anidar ese sentimiento en su corazón.
¡A ver si te apurás y preparás el desayuno! La voz fuerte y desagradable de su hermana le llegó a través de la puerta. Sintió que su paciencia se agotaba, pero a pesar de todo se enjuagó rápidamente, se puso el deshabillé y fue hacia la cocina. Sirvió el café con leche, y a los pocos minutos escuchó las consabidas críticas: ¡Esto está horrible! ¿No sabés que me gusta el café liviano? Sintió que todo se atragantaba en su garganta. El cuchillo con la mermelada tembló en su mano unos segundos. Dios mío, pensó, líbrame del mal.
Esa misma tarde, mientras limpiaba los muebles del comedor, se le ocurrió la idea. La sonrisa volvió a su rostro y hasta tuvo ganas de tararear bajito una vieja canción napolitana. Siempre había pensado que su hermana le tenía una profunda envidia, en parte por su carácter, pero mucho más por haberse quedado soltera mientras que ella tuvo la dicha de casarse con Esteban. Fueron pocos los años de felicidad, recordó, hasta aquel accidente terrible que lo quitó de mi vida para siempre. Irene, en cambio, tuvo un solo novio, el famoso Adolfo, que le prometió amor eterno y dos meses antes de casarse se fue a Europa en un barco carguero. Y claro, pensó, ella no pudo soportarlo, se volvió desagradable y amargada, sobre todo cuando murieron mis padres y quedó sola en esta enorme casa. Maldito el día en que acepté su propuesta de vivir juntas…
Al otro día, con la excusa de que faltaba azúcar, salió de la casa temprano. Compró papel y sobre en la librería, se sentó en el bar frente al correo, pidió un café y sacó de su cartera una birome. Estuvo más de una hora, buscando las palabras más convincentes, más apasionadas. Los adjetivos se agolpaban en su mente, fuertes, impulsivos, casi desafiantes, destinados a despertar la pasión de quien lo leyera. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, firmó cuidadosamente, cerró el sobre y cruzó hasta el correo.
El primero que se asombró fue el cartero. Hacía años que no entregaba ninguna correspondencia para las hermanas Aguilar. Cuando vio el sobre leyó dos veces la dirección para constatar que no se estaba equivocando. A las diez de la mañana, introdujo la carta en el pequeño buzón de la entrada. Amalia, mirando con disimulo a través de la cortina de voile, lo vio irse en su bicicleta hacia el otro lado del pueblo. ¿Querés creer, Irene?, dijo alzando la voz, parece que nos llegó una carta.


Surtió efecto. Irene dejó de batir en la cocina y preguntó: ¿Para quién es? Cuando Amalia le entregó la carta, fue a su dormitorio y cerró la puerta. Por más de una hora permaneció encerrada. Cuando salió, los anteojos no disimulaban la emoción contenida. No dijo una palabra. Ni ese día ni los demás en que siguieron llegando cartas con el mismo remitente: Adolfo Castiñeiras.

Ana María Mopty de Kiorcheff


BREVES 
Ana María Mopty de Kiorcheff

Clasificados
Gratificaré devolución de palabras perdidas a la vuelta de la esquina. Llevaban trote de perro vagabundo y ojos de pájaros sin nido. Me he quedado sin colores y no puedo iluminar mis sueños. Sólo ando solo vivo.
Todas las noches
Debió convencer primero al visir del rey, su padre; luego a la hermana para que juntas superaran tamaño desafío. Cosa distinta sería organizar mil palabras en más de mil noches. Preparada para la vida o la muerte, se arregló el pelo y la túnica; ensayó sus gestos y las manos, libre de anillos inauguraría historias como sólo ella, Sherezade, lo hacía.
Todos los días son jueves
Entre la pared norte y la pared sur se nos ha instalado una lágrima. Se agranda en un espacio donde temo caer ahogando todo recuerdo grato o esperanza. Si sucumbo ante los golpes de sus aguas, no contestarás a mis llamados. Te quedarás ahí ensimismado, apoyándote en el respaldo de la cama. Será jueves y me iré sin que me pienses, vencida, dominada, conducida por el caudal de sus aguas, absolutamente náufraga.
Ingenuidad
Un hombre, perdido en el cinto de su ropa, se alarma. Piensa cómo pudo perderse su persona. Reconsidera. Medita. Reproduce momentos. Se propone cambiar de ropa. Imposible. Tiene encintada el alma.
La montaña
No he podido peinarme al despertar. Las ideas se cruzaban indomables, rechazando el esfuerzo del cepillo. Fue inútil humedecer, colocar cremas, acomodar con los dedos tantas puntas erizadas. Luego he salido por calles aplanadas, disimulando el desorden de mi alma que galopaba buscando la montaña.
Desocupado
Arrellanado frente a la ventana, el viejo recuerda el tren que antes pasaba por la estación desierta. Casi no han quedado vías y las hierbas crecidas las cubren con salvaje verde. El nieto de cinco años se le acerca con las manos colmadas de piedrecillas grises y se las ofrece para que jueguen, cuando en la ventana se borran también las chimeneas de los ingenios desocupados.
La mano
Menudo habitáculo el colectivo, como para envasar sardinas, dice un pasajero, como piojo en costura, acota la mujer del medio y siguen subiendo en cada esquina, como si nada. Súbita frenada y los cuerpos se inclinan sobre otros cuerpos con olor a humanidad acumulada, cuando una mano toca y un hombre y una mujer que ni una mueca en el momento que la mano busca, recorre sin que la femenina ceja ni siquiera se modifique porque son tres: hombre, mujer, mano hasta otra esquina ¡Qué frenada! Y alguien desciende tirando de su saco, recuperando bolso paraguas para que bajen mujer y mano.
Secuestro
Se busca a un hombre con lanza, casco que arremete contra grupos engañosos del gobierno o piquetes de caminos. Se recomienda cuidado a los opresores, injustos, a los que hacen trabajar en negro y no respetan los acuerdos, también a los que roban a los que reciben sueldos sin méritos ni esfuerzo. Lo describen muy delgado de cuerpo, rostro alargado, recitador de proverbios, sin embargo hace felices a sus lectores.


María A. Escobar


Abuelo Vicente  
María A. Escobar

Vivían en el barrio de Congreso, en un edificio de tres pisos por escalera. Ellos ocupaban uno pequeño, en la planta baja, con un patio mínimo, en donde se precipitaban el polvo y el hollín.  También caían algunos papeles y, con frecuencia,  una pelota o un juguete que algún niño había tirado, o se le había caído. Al rato sonaba el timbre y el dueño venía a reclamar su preciado objeto. Su mujer lo entregaba sin dejar de amenazarlos conque aquella sería  la última vez, amenaza que no se cumplía porque aquello se convertía en una especie de juego y, de alguna manera ellos se sentían menos solos, porque su único hijo se había casado y luego separado y, de algún modo, la única nieta les había sido escamoteada (culpa de su hijo, que nunca había asumido su paternidad y no le pasaba a su ex mujer ni un peso por alimentos),  Especialmente él se sentía avergonzado. En cambio su mujer mantenía un orgulloso mutismo.
Habían tenido un pequeño bolichito en donde él vendía cigarrillos y golosinas, hojas de afeitar, lapiceras, cosas que tenían todos los kioscos. Solo que su mujer, además, daba vuelta cuellos de camisa y levantaba puntos de medias. Nada era descartable. El le llevaba el trabajo a casa porque ella podía así cuidar al hijo y también hacer las tareas domésticas. 
Eso sí, ellos se rompían el lomo pero su único hijo iba a los mejores colegios de la capital.  Cosas de su mujer con las que él no estaba de acuerdo pero callaba.  Casi siempre callaba. Tal vez ella tenía razón y el chico tendría mejores oportunidades que ellos.  Pero lo de la nieta le dolía. 
Era tan bonita, con su pelo rubio, vestida con enteritos de jean y zapatillas, para escándalo de la abuela. No la vieron crecer, la veían tan poco….
En cambio, sus abuelos maternos la disfrutaban todos los días, ese ángel venido del cielo.Mil veces bendecida. La vida de los viejos volvía a cobrar .un nuevo sentido.  La hija de la hija.  Su abuela volvió al tejido, a la máquina de coser, a los paseos al sol.
Muchas de éstas cosas hubiera hecho el abuelo Vicente, pero no sabía porqué Maruja permanecía en un orgulloso ostracismo,  Ella la hubiera criado de otra manera, como una princesa, No hubieran ido a otro lugar que a Harods, a las mejores confiterías, todo aunque ella se matara con la máquina de coser y el viejo deambulara toda la noche vendiendo muñecas o cajitas de música en los piringundines del bajo.
Entonces se repetiría la historia de “Don Giusepe, el zapatero”, una vez más, una vez más… 
El bolichito había caído bajo las topadoras que derribaron negocios y edificios en seguimiento de un progreso impiadoso que solo dejaba media historia de la capital en pie. Entonces el abuelo tuvo que inventar otra forma de sobrevivencia. Conocía muy bien lo que se llamaba “el bajo” y a varios de  de sus frecuentes clientes, chicas que trabajaban en penumbrosos cabaret. Clientes que venían a buscar cigarrillos y preservativos.  Era su paisaje habitual, de modo que echó mano a algunos ahorros que aún quedaban, se fue hasta el once y compró muñecas y cajitas de música, las metió en un gran bolso, que pesaba como una condena y se tomó el colectivo que lo dejó en Reconquista, una noche de invierno en el que el frío, ahí, cercano al río, venía en ráfagas heladas. No le fue mal. Las chicas, que lo llamaban abuelo, le daban una flor de mano frunciendo sus bocas muy pintadas, haciendo algún puchero, le pedían a su ocasional acompañante “Comprame una muñeca o una cajita de música, nunca tuve una”. Y probablemente fuera verdad. El abuelo vendía y, con el bolso liviano y el mismo viento soplándole en el cuello, volvía a su departamento, oscuro y frío. Lo primero que hacía era sacarse el sobretodo y el traje, colgar la bufanda y ponerse el viejo pantalón pijama, las pantuflas en sus pies hinchados y prepararse un mate.  Su mujer, que aún dormía, entreabría los ojos y le preguntaba cómo te fue. Bien, contestaba, bien, aunque entre el humo de los cabarets y el atado de cigarrillos que se había acabado, una tos pertinaz comenzó a sacudirlo poco a poco. También era aquel frío que sentía hasta en los huesos. 
Su hijo se había vuelto a  casar y trabajaba de visitador médico mientras seguía la carrera de psicología y había recuperado, en parte, a su hija aunque ésta lo llamaba por el nombre porque, en realidad el padre era, para ella, la pareja de su madre, que la había adoptado como hija propia. 
De vez en cuando su hijo la traía e iban todos a comer en el restaurante donde habían comido casi siempre, porque Maruja odiaba cocinar, aunque, eso sí, seguía inclinada todo el día sobre la máquina de coser.  Cuando la nieta venía, él escogía la mejor de sus muñecas o de sus cajitas de música y se la regalaba. Sin embargo sentía que había quedado una historia no compartida, que no sabían muy bien cómo dirigirse a la nieta, cómo hablarle, cómo sortear ese vacío de tantos años sin ése tierno contacto que se establece entre los viejos y los niños. Ya no se trataba de un helado o un paseo a la plaza y adivinaban la ansiedad de la niña por volver a su casa.
Pese al cansancio de los años, las madrugadas heladas, el humo de los boliches, no podía dejar ésa forma de vida, que era estar al día, sujeto a la contingencia de una enfermedad o un accidente: estaban desprotegidos, sin ningún tipo de cobertura médica, con la sola fortuna de que su hijo conocía médicos, debido a su trabajo y podía ayudarlos a sortear las inevitables esperas que insumían la atención en hospitales. 
Pero el viejo, finalmente, cayó, derribado por un cáncer de pulmón.
Antes que él murió Maruja, jamás lo iba a sobrevivir y, en la cama de un hospital murió el abuelo Vicente, talvez una madrugada que llegó  a alcanzarle un pálido rayo de sol.  Como El Escribiente de Melvilla se durmió, entre reyes y cortesanos.

José Rosario Di Tomaso


LA RACIÓN DE GROC* 
José Rosario Di Tomaso

Mientras el cabo de la marina Egmont MacQuart, luego del proceso militar que lo había condenado a un año de prisión en un pontón sobre el río Támesis, en las afueras de Londres, por haber agredido a un oficial superior durante una discusión, era conducido con escolta a cumplir la pena, se acercó su amiga lady Margaret Penny.
- Estimado Monti. ¿Por qué mentiste a los jueces diciendo que golpeaste y empujaste por la borda al primer oficial en un arrebato de inconsciencia y no por haberte injuriado?
 El cabo de marina, se detuvo obligado a hacer lo mismo a los policías navales de custodia y le contestó:
- Sabes muy bien Maggie que soy un bebedor consuetudinario. En la prisión todos los días con el magro almuerzo me servirán la ración de groc, como a los otros marineros libres de la Armada Real. Si hubiera confesado la verdad, me habrían declarado amotinado y no agresor.
La pena capital igual sería cumplir como detenido un año en el pontón del Támesis, pero no tendría derecho a la diaria ración de groc del almuerzo.

* Bebida mezcla de ron con agua que, tradicionalmente se le da como medida diaria a los marineros ingleses.