lunes, 1 de septiembre de 2014

Carlos Margiotta

El viaje a Ñorquinco  Carlos Margiotta

Cuando llegué a la terminal de trenes de Constitución me di cuenta que me había equivocado, que debía haber tomado un avión hasta Bariloche y alquilar un auto para transitar la vieja ruta de ripio hasta Ñorquinco. Sin embargo pudo más mi entusiasmo por volver a atravesar el desierto patagónico recordando aquellos años de estudiante de medicina cuando pasaba la noche en los asientos de madrera para bajar por la mañana en Ingeniero Jacovachi y hacer el trasbordo en la Trochita con destino Esquel. Además sabía que era una de las últimas oportunidades que tendría para hacer el recorrido antes que las autoridades del gobierno levantaran ese ramal del tren.
El andén que me correspondía estaba lleno de gente, mujeres con sus chicos, parejas, jóvenes, ancianos, familias y algunos solitarios como yo dispuestos a viajar largas horas para festejar las fiestas. No hubo que esperar mucho tiempo para que el tren estacionara en el punto de partida. Dejé que la multitud subiera y acomodara sus bártulos para hacerlo sin apretujones ni apuros. Equipajes, valijas, bolsos, cajas de cartón, paquetes, canastas, mochilas, subían por las escaleras y ventanillas como un ejército de hormigas cargando sus provisiones hasta el hormiguero. Había comprado un pasaje de primera clase junto al pasillo, quería tener libertad de movimiento para pasearme por el vagón y descender en cualquier estación, extender las piernas y fumar un cigarrillo. Finalmente subí por la puerta 32. El baño de caballeros parecía estar limpio y las piletas para higienizarse estaban en condiciones. Acomodé el bolso en el portaequipaje y me senté en un sillón verde medio vencido por el uso cuando los pasajeros empezaron a saludar a quienes habían ido a despedirlos.
Pasaron largos minutos para que la maquina diesel sacudiera la inercia de la hilera de vagones haciendo sonar su estruendo. Los viajeros se fueron tranquilizando en la medida que el tren abandonaba la gran ciudad y se internaba en un paisaje suburbano de techos bajos y estaciones cada vez más lejanas unas de otras. Mi ansiedad también le fue dando lugar a mi propio viaje, a mi propio paisaje, el que me llevaría a encontrarme con mi padre.  Junto a mi asiento, del lado de la ventilla una mujer mayor había comenzado a comer pastelitos de dulce de membrillo mientras desplegaba sobre un repasador a cuadros sobre sus rodillas: un mate, una bombilla, yerba, azúcar, y un termo  en una de sus manos aguardaba para iniciar el ritual criollo.
En los asientos de enfrente una pareja de jóvenes intentaban de entretener a su pequeño hijo. A mi derecha cruzando el pasillo viajaban dos mujeres de mi edad, parecían hermanas, una estaba leyendo la revista Gente y la otra observaba un campo incipiente que se perdía en el horizonte. Un señor vestido con un pantalón árabe, una camisa azul y un sombrero de ala ancha cabeceaba sobre el hombro izquierdo como queriendo caerse en el vacío. Al  lado, un adolescente escuchaba música a través de sus auriculares conectados a una radio. Más adelante podía observar muchos chicos que habían empezado a corretear por el vagón, las madres se levantaban cada tanto para traerlos a sus lugares y más de uno recibía un tirón de orejas. Lindas minas, pensé, lindas criollas. Los hombres permanecían sentados y algunos empezaban a conversar con sus vecinos, otros abrían sus equipajes sacando y guardando ropa. Detrás de mí dos parejitas de estudiantes hablaban del itinerario a recorrer cuando llegaran a destino. Cada tanto pasaba el vendedor de bebidas gaseosas y café con un carrito que goteaba agua de algún cubo de hielo, lo seguía el que vendía sánguches, alfajores y golosinas, agregándole ruidos al viaje, esos ruidos que me asustaban en la infancia. Traté de aislarme del bullicio y volví a arrepentirme de mi romántica decisión, aunque  el viaje de regreso estaba previsto hacerlo de otra manera. Abrí las páginas de un libro de cuentos de Felisberto Hernández que me habían regalado mi amiga Graciela: “Léelo es un escritor uruguayo de principios del siglo XX, te va a gustar”, me había dicho. 
El sol del atardecer atravesaba el interior del vagón como una daga anaranjada. Me dieron ganas bostezar y estiré los brazos tratando de no molestar a mi compañera de asiento y de pronto volví a escuchar esa voz cálida que despertara mi curiosidad: “Soy Ayelen, la mujer de tu padre. Él esta muy enfermo y me pidió que te invitara a pasar la navidad, quiere verte antes de morir”, había dicho por teléfono días antes. Era una voz joven, aunque algo ronca, quizás atragantada por palabras no dichas, como la mi madre. Primero creí que era otra de las tantas mentiras de mi padre y prometí contestarle más tarde. Me dio un número de teléfono que anoté en mi libreta demorando la charla para seguir escuchándola. Creo que esa voz pudo más que las ganas de reencontrarme con el viejo a quien no veía desde la guerra de Malvinas. Más tarde llamé al número y me atendió otra mujer que prometió transmitirle la noticia de mi llegada. Tal vez era cierto lo su enfermedad y no quería desaprovechar la oportunidad de verlo por última vez y creerle. 
Las luces del tren se encendieron anunciando la noche cuando el mozo del salón comedor pasó invitando al primer turno de la cena. Cerré el libro y lo guarde junto al apoyabrazos. Pensaba ir a comer mas tarde, después que el tren se detuviera en Olavarría. Me levante del asiento y fui al descanso donde se enganchan ambos vagones, prendí un cigarrillo y lo fume entre las manos. El paisaje encendido de pequeñas lamparitas brillaba a lo lejos y recordé las navidades de mi niñez cuando toda la familia se reunía en la casa de mis abuelos. Allí estaban mis padres juntos, mi hermana desaparecida, mis tíos, mis primos y los regalos que traía algún tío disfrazado de Papa Noel. 
Volví al asiento, la señora de al lado se había puesto a tejer, el nene de enfrente lloraba en los brazos de la madre que le hacía palmadas en la cola, el marido se comía las uñas. Las hermanas habían cambiado sus lugares y charlaban sobre una telenovela. El gaucho dormía sobre el hombro del pibe que seguía con los auriculares puestos. Las parejitas de atrás estaban dale que dale con los arrumacos. Algunas mujeres seguían luchando con sus críos mientras le pedían ayuda a sus parejas.
“No vayas, no seas boludo, te va a cagar otra vez”, había dicho mi hermano mayor cuando le conté lo ocurrido. “No le creas esa historia del héroe, si algo de grande es el viejo es que es un gran hijo de puta”. Sabía que tenía razón pero a esta altura de mi vida necesitaba de ese encuentro, quería saldar las cuentas pendientes, terminar de una vez y para siempre con esa historia inconclusa y perdonarlo como me lo había pedido mi madre. 
El tren se fue deteniendo en el medio de la ciudad de Olavarría y me baje para estirar las piernas, fui al baño de la estación, compre cigarrillos y un paquete de galletitas Tita. Pensé en mis hijos, la nena viviendo en París, el menor enseñando antropología en la Universidad de México y el más grande con su mujer y mis nietas, acompañando a su madre en un lugar la costa. El viaje hacia la última navidad con mi padre había comenzado.                                                                                                                                         
Escuché la campana de la estación que anunciaba la partida del tren y subí despacio haciendo tiempo para que los pocos pasajeros que descendieron se acomodaran. El silencio del vagón llamó mi atención, la mayoría de los chicos dormían desparramados entre las piernas de sus padres. Yo busqué mi bolso en el portaequipaje y saqué un abrigo para pasar la noche a través del desierto frío. Mi vecina dormía con un leve ronquido y decidí ir al vagón comedor, quería que el tiempo pasara rápido, que la noche no fuera tan interminable como todas las noches desde que ella se fue.
En el salón había pocas personas: una pareja mayor, una mujer rubia de unos 50 años, un hombre peinado con gomina que parecía militar y un cura medio pelado con la nariz colorada por el viento del sur y por el alcohol, pensé. Elegí comer un plato de fiambre con ensalada rusa y pedí una copa de vino tinto. Mientras comía lentamente traté cruzar alguna mirada con la mujer rubia pero ella las esquivó una por una. La pareja comía en silencio y observe que el cura buscaba charlar conmigo desde una mesa cercana, me hizo recordar mis años en colegio religioso. Los comensales se fueron yendo y me quede hasta la hora en que cerraba el comedor.
Volví a mi asiento con la misma inquietud que me asaltaba cada vez que viajaba de noche, mis fantasmas salían a pasear y yo me volvía a encontrar con ellos. En el vagón estaban las luces apagadas aunque la oscuridad se desvanecía a través de las ventanillas donde se cruzaban los destellos de la luna. Me puse el abrigo antes de sentarme y me entregué a la noche escuchando el traqueteo del tren. “Cinco pesos poca plata, cinco pesos poca plata, cinco pesos poca plata…” decía mi madre imitando el andar sobre las vías mientras me acariciaba la frente cuando estaba enfermo.
Cerré los ojos y me interné en mi propio viaje, ese que inicio cada tanto después de una pérdida. “Sos un tipo muy sensible para mi y vos sabés…”, habían sido las palabras de Marta que golpeaban mis oídos. Mi vida amorosa ha sido un camino de desencuentros, me dije, y pensé en la muerte como una mujer a la que me entregaría para siempre.
Abrí los ojos en la penumbra, mis compañeros de viaje dormían sin compasión y los envidié. La mujer de al lado roncaba con sonidos irregulares que podía adivinar siguiendo la secuencia, la empujé suavemente y por un rato hizo silencio hasta que reanudó su rutina con mayor intensidad. Me levante y salí al descanso para fumar un cigarrillo, el olor del aire fresco me hizo suponer que estábamos cerca del mar, faltaban dos estaciones para llegar a San Antonio Oeste y después de cruzar el río Colorado habríamos ingresado en la Patagonia. Volví a mi asiento y tomé una pastilla para dormir.
Cuando desperté estaba en Ingeniero Jacobachi, recién amanecía y hacía frío. Bajé con cuidado los escalones del vagón y me dirigí al otro andén donde me esperaba La Trochita, el viejo y famoso tren bautizado así por el pequeño tamaño de los ejes y la máquina a vapor que parecía un juguete. Era el último tramo del viaje, miré el reloj y calculé que estaría allí cerca de la media tarde. Los pocos pasajeros que hicieron el trasbordo se acomodaron en los estrechos asientos. Una gran estufa a leña que se encendía en el invierno estaba erguida la mitad del vagón y me senté junto a ella. El guarda agitó su pañuelo verde y el tren arrancó con el menor esfuerzo.
Desayuné con un café y unas medialunas que era parte del servicio mirando el paisaje de horizontes montañosos. Estaba muy cansado y me dolía todo el cuerpo pero a la vez estaba satisfecho con la decisión tomada. Quería de soltar parte de mi pasado y cerrar una etapa de mi vida para empezar a recorrer nuevos caminos. Saqué la libreta de apuntes del bolsillo interior de la campera y me dedique a anotar puntualmente las cuestiones que quería hablar con el viejo, esta vez no debía olvidarme de ninguna ni tampoco quería dejarme envolver con su discurso delirante para irme con las manos vacías.
Me recliné sobre el respaldo del asiento y escuché nuevamente las palabras de Ayelen, “Te vamos a esperar a la estación, tu padre me dijo que eras igual a él”. ¿Quienes me van a esperar?, si el viejo debe estar postrado en una cama, pensé. Su voz volvió a replicar en mis oídos, esta vez menos ronca y más cálida. No podía imaginar cómo sería esa joven mujer junto a mi padre, aunque había conocido a muchas de ellas y todas, a mí entender, muy felices a su lado.
En la medida que el tren avanzaba escupiendo humo y chirridos en cada cuesta mi ansiedad iba aumentando. “La suerte está echada”, me dije, es hora de enfrentar la batalla. En una de las estaciones del recorrido me baje y compré unas empanadas a unas señoras que las ofrecían y aproveché para fumar otro cigarrillo. El pequeño pueblo construido alrededor de las vías, esperaba la llegada del tren como un festejo, era el principal el acontecimiento del día. Allí se descargaban correspondencia, productos alimenticios, medicinas y alguno que otro electrodoméstico. Llamaba la atención las casas de techo bajo, las ventanas al ras del suelo y las puertas casi enterradas para cuidarse del fuerte viento.
El tren partió nuevamente y me dejé dormitar en el asiento acariciado por un sol brillante un largo tiempo. Sin darme cuenta sentí que la máquina a vapor hacía sonar su aviso de arribo, miré la hora, eran las cuatro de la tarde. Me asomé por la ventanilla y vi a una muchedumbre esperando en ambas orillas de las vías de Ñorquinco. No podía suponer que yo sería el protagonista del tal recibimiento. Cuando el tren se detuvo la gente rodeó los vagones y pude ver un cartel pintado sobre una gran lona que decía BIENVENIDO DOCTOR ALESSANDRO y mas abajo COMUNIDAD MAPUCHE, y se me arrugó el corazón.
Baje del tren, mis piernas temblaban y una mujer morocha de rasgos aindiados mucho mas joven que yo se acercó blandiendo una sonrisa. “Soy Ayelen”, dijo, y me abrazó como una madre. “Tu padre te está esperando”. Yo no sabía todavía la dimensión de lo que estaba ocurriendo. Saludé a todos agradeciéndole la bienvenida y apretando las manos de los más cercanos, en la emoción me largué a llorar como una criatura y me senté en un banco de madera para recuperarme, una mujer me trajo un vaso con agua.
En el camino hasta casa, Ayelen me contó de la obra realizada por mi padre a favor de la comunidad Mapuche. “Ahora nos respetan, él nos enseñó a pelear por lo que es nuestro”, dijo mientras me tomaba del brazo. Caminé los últimos metros invadido por la confusión y la desconfianza, no podía separar al padre cruel que nos abandonó cuando éramos chicos de éste otro generoso y benefactor, .
Cuando entré a la casa de adobe reconocí el olor de mi padre. “Estoy aquí, vení” me acerqué detrás de un improvisado biombo y allí estaba, acostado de espaldas sobre una rústica cama. “Hijo mio, tanto tiempo ha pasado”, me senté junto a su cuerpo y nos abrazamos largamente. “Tengo tres días para quedarme”, dije.
Durante esos días pude decirle lo que tenía callado sin necesidad de recurrir a mi libreta de apuntes. Él habló entre los dolores del cáncer, con la sinceridad de quien esta plantado frente a la muerte. A veces caía en un sueño profundo y yo salía de la casa a caminar por el pueblo que tanto lo quería. Ayelen lo atendió con la devoción de una mujer que ama. La noche de Navidad, antes de morir, me entrego un paquete de las cartas que no se animó a enviar. “Leelas después...” Los funerales se hicieron con el rito Mapuche y fue enterrado entre los suyos.
“Tal vez vuelva para las Pascuas” le dije a Ayelen sin convicción, antes de partir. Estaba triste pero en paz, mi padre había reparado sus daños en ese lejano lugar, porque a veces el perdón no es suficiente.
Volví a Jacobachi en una camioneta de la municipalidad. En el viaje de vuelta leí las cartas que me había entregado el viejo y las fui soltando una por una sobre los durmientes del riel.

Jorge Ornar Hermiaga

POEMAS Jorge Ornar Hermiaga

Del libro Soñar con la panza vacía
"Soy un poeta que ama
a los que no tienen amor ñipan.
Dardo Dorronsoro
                                                                                      
ÚLTIMA CENA
Anochecido oirás cantar
                                    los grillos,
los cachetes hinchados
cerrarán tus ojos, metido
en ese pozo no podrás ver los
girasoles cuando salga el sol.
Te aferrarás para gritar que eso
que cruje son ideas, eso que
duele son tus páginas
borradas. Y aunque algún
                                                                                                                                           atorrante
                                 se moleste
nunca podrá encerrar tu alma.
Libre de barrotes estarás
esperando
           el mate cocido
                      y la galleta...
                              Tu última cena.
CRÍA
Más allá.,,
            Cadenas, en
épocas duras me amarran al
muelle, como el salmón
buscaré nuevo horizonte,
rio arriba iré
a devorarme la corriente.
Caminaré sobre el lecho seco
del arroyo
quebrarán, mis pies la tierra
hablarán otro idioma las
sandalias, en otro puerto
donde no flote basura, que
salpique la cría,

CRUCIFICADA
Se que miras el encuentro
como una entrepierna del destino.
Subida a los maderos
verás caer tus flácidos cabellos
cubriendo el seno familiar
de tus entrañas.
Entrañas que cobijarán las nubes
de un disimulado parto.
Una fina silueta en el atardecer
será la transparente piel de cordero
que cubre tus venas hechas sogas.
Un llanto efímero,
sin lágrimas, sin sonido,
sin rictus que dejen ver tu enojo
será la despedida.
Solo una sonrisa encubierta
- dejarás -
y el perdón que destila.

EMBARAZOSA


Silencioso momento

en que tu edad

comienza a sonreír,

descalza sentís el fresco palpitar

cual arrebol de cascaras al sol.

Tus pensamientos apoyados

en el perfume de una rosa

esperan por la ilusión

que no manchó el tiempo.

Es precario el ajuar

pintado de esperanza,

rescoldo de tristeza

con fondo de piedras

donde se refleja

el ocaso del ocaso

como un embarazoso embarazo

balanceándose entre piernas.

Y pasas tan simple,

                               inadvertida,

vestida de flor en el desierto

cual Señora que ha roto un

hechizo.


Celia Elena Martínez



                     Las amigas  Celia Elena Martínez

Estela, casada hace veinte años con un reconocido médico parecía feliz, pero a veces se planteaba a sí misma si eso era felicidad. Gustavo, su marido viajaba martes y viernes a atender su consultorio de Buenos Aires, ellos con sus tres hijos vivían en Luján.
Estela era psicóloga y trabajaba todo el día, de lunes a viernes por la mañana, en el hospital y por la tarde en su consulta .Conocía los secretos de todo el pueblo y se sorprendía de la cantidad de matrimonios que se mantenían a pesar de las infidelidades de todos. Ella en cambio no podía quejarse, su esposo era fiel.
Laura vivía en Buenos Aires en un coqueto departamento que también usaba para su trabajo de psicóloga. Habían sido compañeras en la facultad con Estela y con Marisa. Laura tenía una pareja que la visitaba cuando ambos podían. Él era Gerardo y tenían un hijo de su larga relación de 10 años. También le comentaba a Estela de la cantidad de infieles que había tanto de hombres como en mujeres con los casados, concubinos o novios. Todo por supuesto sin romper el secreto profesional.
Marisa también atendía pacientes y tenía un novio desde hacía 7 años. Ellos se encontraban en un hotel los días viernes porque ella tenía dos hijos de un matrimonio anterior. Iban al  albergue y comían juntos en un restauran de la zona.
Damián la dejaba en su casa y volvía a la suya.
Las tres eran amigas y se reunían una vez cada quince días a almorzar y contarse sus vidas. También hablaban de sus amores, de los problemas que tenían con ellos. Las tres coincidían en el desgaste por la falta de  presencia de ellos, que tenían que arreglárselas solas, con los hijos, trabajos y dificultades que se presentaban a diario en un hogar. Por todo esto mantenían agrias discusiones con sus parejas.
Un mediodía decidieron tomar el café en otro lugar, La confitería París de Recoleta. De pronto Estela vio entrar a Gustavo muy meloso con una señorita que resultó ser su asistente. Le comentó a sus amigas que estaba su marido con su ayudante, las dos miraron a la vez y reconocieron que habían entrado los tres: Gustavo, Gerardo y Damián que en realidad era el mismo.
Laura enfurecida quiso pararse e increparlo, pero Estela le dijo que no, que lo mejor era irse y regañarle cada una por su cuenta. Se fueron al departamento de Laura que era el más cercano y allí lo decidieron.
Era noche de viernes y se encontraría con ella .Lo llamó a su celular y le dijo que fuera a su casa dado que los niños esa noche irían con su padre.
Lo esperaban las tres. Cuando entró se sorprendió. Estela le pegó un tiro al corazón, fue certero. Después mientras caía Laura apuntó a la cabeza, cuando terminó de caer Marisa le dio el tiro de gracia en el suelo.
Limpiaron todo, se deshicieron del cuerpo. Las tres denunciaron su desaparición  todo hizo pensar que había sido un asalto.
Las amigas siguieron reuniéndose cada quince días.

Juana Schuster



                      Las Cataratas del Niágara  Juana Schuster

Las aguas vienen hostigadas, corren con frenesí, llegan al borde y se deslizan al vacío.
Túnicas de encaje caen y se estrellan contra las rocas en un rugido.
El spray nos humedece el rostro. No podemos hablar debido al grito ronco del salto. Se ve la mano de Dios en la armónica elaboración de tanta belleza.
La espuma corre en vértigo y rueda al fatal e infinito derrumbe.
¡Qué armonía grandiosa la de aquel conjunto de cascadas armadas en la profunda altura!
Indescriptible, indescifrable, solemne gemido de los saltos, semejante a la nota de un
órgano, que hubiese quedado resonando, bajo la bóveda de un templo abandonado
Contemplo las barcazas con turistas, el paroxismo de cien arco iris que se tienden como
puentes de paz, tomo tu mano, nos miramos en estado hipnótico, entonces ,una voz 
íntima que en mi alma resuena, a esa voz potente del río se mezcla.

Yeni Pérez Zamora


                      Cinema  Yeni Pérez Zamora

                                                                    a Lucrecia Martel


Hacía tanto que no iba al cine… Con el corazón en la boca bajó del micro. Miró su relojito. Faltaban quince minutos. Empezaba a las tres de la tarde. No quería llegar cuando hubiera comenzado porque “Miss Mary” era toda una historia. Había leído el libro con avidez y ahora vería en la pantalla, a lo mejor lo que se había imaginado al leer, mientras comiera pochoclo, sintiéndose la protagonista durante una hora y media, sumergida en la butaca de cuero con olor a naftalina.

Pero, cuando llegó a la esquina, dos policías le impidieron pasar. Pensó que estaba soñando. Explicó que debía llegar al cine antes de las tres. Corrió la media cuadra que la separaba de la puerta. Subió la escalinata, al tiempo que abría la cartera. Se colgó de la ventanilla de la boletería. Compró la entrada; no esperó el vuelto.

Volvió la cabeza para saludar a un conocido y fue entonces cuando vio el espectáculo: la película estaba en su apogeo en medio de la calle. Quedó petrificada.

Oía los gritos de la directora, quien, trepada en una plataforma que subía o bajaba con lentitud, tenía el ojo pegado a la lente de una cámara que registraba todo.

“¡Corten!”, “¡Repetimos todo!”, “¡Escena Teremin 28, de nuevo!”, eran los mensajes sin conexión, para ella que no entendía nada, disparados por el altavoz. El grupo de extras repetía con resignación la escena del músico loco y su Teremin, especie de órgano electrónico sin teclado, al que no era necesario tocarlo para que sonara. Sólo acercar las manos y el sonido comenzaba a fluir. El personaje movía las manos dibujando curiosas piruetas en el aire, como si en lugar de manos tuviera alas. Según la vehemencia y la gracia, el sonido se volvía más estridente.

Un grupo de extras curiosos caminaba por la vereda, se paraba a escuchar, contaba hasta diez y reanudaba su camino, justo cuando la directora le pedía a Carlos, el protagonista, distraído en firmar autógrafos y recibir besos, que cruzara la calle y avanzara en dirección al extraño casi ejecutante del Teremin. Ella entendió que la escena debía ser una pieza del rompecabezas de la historia total.

Se sentó en las escalinatas de mármol del cine para ver mejor la filmación. Entendió por qué el policía le había impedido pasar en la esquina. Zafó porque iba al cine. Siguió atenta el despliegue. Sin embargo, quería entender la historia. Imaginó tres tramas diferentes. En eso, apareció una adolescente de rostro alucinado a la que un peluquero le acomodaba el mechón que le caía sobre la frente. Dos muchachos fleteros y un señor con portafolio cruzaron la escena, mientras un auto se detenía, se abría la puerta trasera y el primer actor subía, fingiendo realidad. Pero ningún argumento le cerraba.

Se fue metiendo en la filmación, atraída por el desarrollo de la acción. De nuevo ese loco deseo de ser la protagonista. El corazón le brincaba en el pecho. “¡Corten!”, gritó, en eso, la directora. Advirtió que había pasado más de una hora. Recién entonces se acordó del cine y de la película que tanto deseó ver.

Todavía tenía la entrada en la mano. La arrugó, la hizo una pelota y la tiró. Ya no le servía: estaba viendo otra película.


Marta Becker



El guiso Mágico Marta Becker

El restaurante El Guiso Mágico era famoso no sólo en el pueblo sino en todas las localidades aledañas. La gente venía especialmente de lugares lejanos para degustar sus platos y disfrutar de una buena velada.

Lucrecia era la dueña del local. Lucre, como a veces le decían, había nacido en La Esperanza, pueblo ubicado al lado de una estación de ferrocarril ahora abandonada desde que levantaron el servicio. Cincuentona y soltera, dedicó su vida primero al cuidado de sus padres, los primeros dueños del restaurante y, cuando ambos  fallecieron, se hizo cargo  del lugar, le cambió el nombre y se hizo famosa por sus comidas.

Lucrecia no era muy agraciada, según el decir de sus vecinos. Alta, delgada, de pecho casi liso, ojos un poco juntos, nariz aguileña y labios finos, llevaba siempre el cabello recogido y atado con un lazo negro.

Muy pulcra en el vestir, mantenía de igual manera el local. Decorado con sobriedad ofrecía la garantía de un buen servicio y, sobre todo, a precios moderados.

En el aire ondulaban los efluvios de los platos elaborados con tanto esmero. El paladar anticipaba su degustación que luego se convertía en un verdadero placer al consumir las comidas. Lucre decía que quien probara sus comidas no se las olvidaba jamás y quería repetir la experiencia. Y no se equivocaba, porque la gente volvía.

Ustedes se preguntarán en qué consistía su éxito. Se los diré yo, conocedor del tema y asiduo concurrente al lugar. Uno comía y al poco tiempo se sentía transportar, una sensación de placidez invadía cuerpo y mente y la vida se volvía mejor, más liviana, menos triste. Siempre reinaba un ambiente de alegría y las risas, que al comienzo eran discretas, al rato subían de tono.

Consultada la dueña de El Guiso Mágico sobre los detalles de su cocina, se ponía seria, un poco bizca y respondía –el secreto está en los condimentos-.

-Pero un tuco es un tuco-, le decían,  -sí, cebolla, ajo, tomates, pimiento rojo, orégano, ají molido, laurel, una pizca de azúcar, sal y pimienta… y el condimento secreto- contestaba.

Ah, el famoso condimento secreto: unas cuantas hebras de marihuana, de la buena, por supuesto completaban la mezcla de todas las comidas. Yo lo sabía porque la ayudaba a veces en la cocina.

Pero claro, era un secreto.

Cierto día apareció en El guiso mágico un hombre alto, elegante, cabello y ojos oscuros y una expresión seria. Supe enseguida que era el ingeniero agrónomo que había contratado la compañía lechera y, cuando el Diablo mete la cola… la Lucre se enamoró inmediatamente de él.

El ingeniero –hombre de ciudad- medio desconfiado y poco hablador, pidió comida. Al rato estaba conversando con su vecina de mesa como si se conocieran de siempre.

Se transformó.

A partir de ese mediodía el Ing. Sosa -así su apellido- comenzó a concurrir diariamente al restaurante. Se convirtió en un vicio. Y también Lucrecia se transformó.

Se soltó el cabello, puso color en sus ropas, amplió las sonrisas y lo atendía en forma especial. Sosa era indiferente a las deferencias de Lucre, sólo consumía y hablaba con los otros comensales.

En su desesperación, la Lucre decidió aumentar en los platos del ingeniero el condimento secreto. Así, con cada comida Sosa aumentaba su alegría.

Ocurrió que un día se pasó con la dosis, Sosa terminó el almuerzo y se puso a bailar con la Sra. De Grandoli, la mujer del dueño de la lechería, que estaba en el local. Al Sr. Grandoli no le resultó graciosa la situación.

Calmados los ánimos, salieron y cada uno siguió con sus cosas.

El hecho fue el comentario de todos los comensales de El guiso mágico y sus alrededores. Lucrecia estaba como loca. Loca de amor, un amor no correspondido.

Al día siguiente decidió jugarse a todo y puso en el tuco del ingeniero una sobredosis del condimento secreto.

Lo observó comer tranquilo y mientras lo vigilaba no entrevió ninguna reacción especial. Internamente, su corazón palpitaba de alegría.

Terminado el almuerzo Sosa atravesó la puerta de El guiso mágico, tomó una bocanada de aire fresco y echó a correr como una liebre. Sus pies casi no tocaban el suelo, tal era la velocidad, al tiempo que gritaba y gritaba palabras incoherentes.

Nadie sabe dónde y cuándo terminó de correr el Ingeniero Sosa, sólo se sabe que desde entonces Lucrecia se la pasa llorando.


Fernanda López

NS/ NC Fernanda López

¿Por qué insisto si no termino de conocerte? ¿Por qué te busco si casi nunca te encuentro?
¿Por qué cuando te encuentro no me encuentro? ¿Por qué cuando te vas, te persigo?
¿Por qué cuando te alcanzo, retrocedo? ¿Por qué cuando me alejo, te acercás? ¿Por qué este miedo?
¿Por qué esta incertidumbre? ¿Por qué tanto misterio?
¿Para qué apostar si siempre te pierdo?
¿Para qué arriesgarse si vos no querés ganar?
¿Para qué seguir jugando si el resultado siempre es un empate insoportable?
¿Por qué insisto si no termino de quererte? ¿Por qué te busco si casi nunca me querés?
¿Por qué cuando te quiero no me quiero? ¿Por qué cuando te vas, no te retengo?
¿Por qué cuando te alcanzo, me empequeñezco?
¿Por qué cuando me alejo, te hago falta?
¿Por qué estos rodeos? ¿Por qué esta inseguridad?
¿Por qué tanta histeria? ¿Para qué apostar si no hay nada en juego?
¿Para qué arriesgarse si no vale la pena?
¿Para qué seguir jugando si no vale la risa?

Nacho Fernández



          Un sueño con violines  Nacho Fernández

Ese día en Cerdido para muchos era un día más. Para el cartero tenía un sabor diferente, era su primer día de reparto. La gente lo recibía con entusiasmo. Él rompía su habitual frialdad derramando su alma en cada corazón que le ofrecían. Pero la historia del cartero tiene toda una vida de contenido.
Vino al mundo en una mañana de otoño cuando el sonido del gélido invierno se escuchaba al fondo en una aldea del norte de Galicia, en plena montaña, desde donde con un olfato fino se puede escuchar el sonido frío y bravío del Océano Atlántico en el horizonte. La aldea la llenaban de vida sus 500 habitantes, todos ellos de origen, menos Olga "la habanera".
Olga era la maestra del pueblo. Procedía de Ferrol, un bello lugar del norte de España cerca de donde el Océano Atlántico baila sus ultimas danzas y donde el Mar Cantábrico empieza a golpear con su fuerza bruta. Debía su apodo a las continuas historias que contaba de cuando su abuelo estuvo en la guerra de Cuba. Su llegada al pueblo vino después de recorrer una parte de su vida mutilada por las desgracias: con la orfandad recibiéndola con prontitud, y rematada por un embarazo no deseado producto del encuentro con un joven de noble cáscara pero podrido por dentro.
Olga decidió limpiar el moho que le tapaba su corazón con el aire puro que se respiraba en este lugar que los dioses definieron cuando hablaron de paraíso.
Y este aire puro fue el que recibió a Nacho, así se llamó el hijo de Olga. Eran las doce y cuarto del mediodía. En el pueblo el nacimiento de un nuevo ser espolvoreaba de felicidad a la gente, provocando un alborozo orballesco que hacía sumergirse a la oscuridad que había cubierto de pena el pasar de los días de esta novelesca estación. Las nieves que habían caído los días anteriores parecían no querer decir adiós en lo alto de la montaña como esperando saludar a Nacho, que justo a las doce y veintidós minutos comenzó a escribir la historia personal que para cada uno de nosotros es el tiempo que pasamos en esta vida.
La casa donde vivían Olga y Nacho era de piedra, quizá demasiado grande para dos cuerpos que la habitaban, quizá demasiado pequeña para dos almas que la llenaban. Bajo el frío que transpiraba la piedra que cubría la casa estaba el calor que derramaba el amor madre-hijo que Olga y Nacho transmitían.
Durante los primeros meses se dedicó a saltar, reír, jugar. No habló hasta más allá de los tres años, donde empezó a balbucear alguna que otra palabra, más que nada era un conjunto de letras inconexas. Se llegó a pensar que se iba a quedar mudo. Así lo decía Paco, "el partos", el curandero del pueblo; incluso Elvira, "la bruja", intento echarle alguno de sus conjuros para que el niño pudiera hablar. Elvira era odiada por todos los vecinos, pero al final todos acudían a ella. Decía que hablaba con la Virgen todas las noches, y que incluso se le apareció un día mientras daba de comer a sus caballos. Lo que esta claro es que todas "las brujerías" de Elvira nunca tuvieron resultado.
Cuando Nacho ya pudo hablar y caminar le gustaba mucho salir por las mañanas a recibir a Pepe a la puerta, hombre impenetrable de rostro quemado por el sol, esperando dar su paseo matinal en burro, cuya cuadra estaba adosada a la casa. El sonido del burro, junto con el de los pájaros y algún que otro gallo que había por la zona daban un carácter sinfónico a los despertares matinales. Al lado de Pepe, estaba su mujer, Inés, de ojos de luciérnaga y corazón de leona. Los dos, además del burro, tenían varias vacas. Recibían todas las noches la visita de Olga y Nacho en busca de la leche, el ordeño de las vacas era uno de los momentos más felices para Nacho.
Además de Pepe e Inés, nuestro protagonista disfrutaba de la gente que día a día pasaba por su casa. Así tenemos a Maruja, hermana de Inés, y Vicente, dos naturales del pueblo que emigraron a Suiza en busca de trabajo y que fueron los que por su vecindad en Ferrol con Olga le abrieron la puerta a este idílico destino. José Manuel y Lourdes eran los dos chicos más próximos en edad a Nacho, con los que aprovechaba éste para jugar desde que salía hasta que se ponía el sol: fútbol, baloncesto y su autentica debilidad, la bicicleta. De los golpes recibidos en ella recuerda el primero que le dejó mas de un mes sin poder moverse, y varios más sin poder jugar al ritmo de antes. Pero eso no le resto un ápice para perder la felicidad. Olga le enseñaba todos los días que la felicidad no te la da el poder saltar y jugar, la felicidad te la da el poder sentir, y el sentimiento esta en el corazón, y mientras uno tenga sano el corazón tiene que ser feliz. Ahí aprendió una gran lección.

Sonia Figueras



EL PARTIDO Sonia Figueras

Está sentado en una silla de paja en la puerta de su casa. Es domingo. Ya almorzó un plato de ravioles con un vaso de vino. Rechaza la fruta.
Los ojos se le entrecierran en esa siesta calurosa.
Pesada la tarde, dice, pero no le molesta. Un bochinche crece a su alrededor, lo envuelve.
Ya no está sentado en la calle. Está en el túnel, en el instante de entrar a la cancha. Hoy estrena botines. La camiseta, el pantalón y las medias, por supuesto, todo es nuevo. Está acostumbrado a ser la estrella del equipo. Sabe que en cuanto pise el césped la tribuna entera va a corear su nombre y lo ensordecerá.
Tocará el suelo, vendrá  la señal de la señal de la cruz y luego el trotecito saludando a los hinchas.
Suena el silbato. El sol le da de frente. En el sorteo le ganan el arco.
Como es su estilo en cuanto puede agarra la pelota desde atrás y empieza a avanzar ful tras ful. - ¡Eh! ¡Este tipo no ve nada! ¡Tampoco el juez de línea! Y al rubio no se lo puede sacar de encima, lo sigue a sol y a sombra y cada tanto, un caño. Beto lo acompaña por si se da. Llega al área contraria y con un derechazo la estrella contra el palo y… adentro. El primer gol de la tarde ¿o es de noche?
Un lateral y se la saca limpito al rubio que lo sigue, le da una patada en la rodilla y seguro que le arruinó el menisco. Pero él sigue. Parece que el árbitro está ciego, le indica la falta con un gesto, pero nada. Avanza, le duele la rodilla por la patada. En ese avance se acerca al arco. Con él no pueden por más que se venga toda la defensa. Hoy está más afilado que nunca. La pasa a la derecha, el flaco se la devuelve y con un cabezazo preciso define el segundo gol.
La fiesta en la tribuna crece. Qué partido éste. Hoy terminan el campeonato, ganan y son campeones indiscutibles.
Arranca esta vez del medio por un pase del fondo, la para con el pecho, los tobillos le bailotean, como al Diego. El arco está ahí. No levanta la cabeza, no necesita mirar, como el Diego.
Ya sabe. Sabe que la meterá ahí, donde es imposible. De la popular le gritan y él se siente Maradona y la clava en un costado, en el izquierdo, justo en el hueco que le deja el arquero.
Tiene un pequeño mareo. ¿Dónde está?
- Abuelito ¿Sin azúcar como siempre?
Agarra el mate con su mano derecha y con la izquierda acaricia la cabeza de su nieto.

Marcos Rodrigo Ramos



El despertar de Nelson Tovares
Marcos Rodrigo Ramos

¿Qué os espanta/ si fue mi maestro un sueño/ y estoy temiendo en mis ansias/ que he de despertarme y hallarme/ otra vez en mi cerrada prisión?   Calderón de la Barca
Fue  en mi  época de estudiante universitario que conocí a Nelson Tovares. Solíamos ir juntos de la Facultad de Derecho por Pueyrredón hasta Once caminando. Él vivía en la Capital, yo en Haedo. Casi siempre surgía en nuestras conversaciones el tema de los sueños. Le contaba que en la mayoría de ellos solía aparecer la casa en la que vivía con mis padres. Los de él en cambio ocurrían en lugares exóticos como alguna isla del Caribe. Él pensaba que esto se debía  a que vivía en un departamento muy pequeño, la falta de espacio físico hacía que su alma viajara en sueños a lugares amplios en los que se sentía más libre, respirando un aire que no tenía, disfrutando de una vida que no era la suya. A mí me ocurría lo opuesto porque mi casa era un lugar grande y placentero, no me era necesario (en esa época) irme a otros mundos para ser feliz.
Abandoné la facultad y no volví a ver a Nelson  más hasta el fin de semana pasado en que lo encontré sentado en un banco de la plaza de Once. Estaba cabizbajo, con un gorro de lana negro y los ojos fijos en la nada. Desaliñado y sucio parecía un pordiosero.
Cuando me paré enfrente de él tuve la extraña sensación de que, aunque lo había hecho, no quería reconocerme. Me sonrió de costado y  quedó con la mirada fija en un punto invisible del cielo. Lo tomé del brazo y fuimos a un bar. No ofreció resistencia pero seguía en silencio.
Cuando trajeron las facturas y el café con leche entendí que bañarse no era lo único que no hacía desde bastante tiempo. Al tercer tazón de café  su semblante ya había cambiado bastante aunque seguía con esa expresión triste y preocupada.  Comenzó a hablarme, pensé que lo hacía por agradecimiento, más tarde comprendería que fue por resignación. Trataré de reproducir con sus propias palabras lo que me dijo:  
“La última vez que te vi fue hace casi más de veinte años. Los dos íbamos a la Facultad, desconozco las razones que te llevaron a dejar los estudios. Abandoné al año siguiente tentado por el ofrecimiento de un buen trabajo en una   Auditora de Haedo. Fui un empleado muy idóneo en mi tarea y junto a un ascenso vertiginoso de escalafón en mi empresa vino el dinero, mucho dinero. Conocí en uno de mis viajes a España a Marina que sería mi esposa y la madre de mis dos hijos: Madeleine y Emanuel.  Mis suegros, que eran descendientes de nobles de allá, me regalaron un Rolex de oro auténtico, me imagino que tendrás idea de lo qué salen esos relojes, ¿no? La vida me brindaba su mejor sonrisa, tenía todo para ser el hombre más feliz del universo y realmente creía serlo. Todo era bueno y cada día parecía ser mejor. Todo, menos algo.
Nunca podía descansar bien cuando dormía. En mis sueños solía aparecer tirado en algún callejón entre bolsas de basura y sentía mucho frío. Vestido como pordiosero me sentaba en el banco de alguna plaza y tenía mucha hambre.  Cuando despertaba  siempre sentía un dolor intenso en la cabeza y el cuerpo.
Lo terrible comenzó la semana pasada. Marina estaba con los mellizos durmiendo en nuestra cama y no quise despertarlos, entonces me acosté en el sofá del living.  Al despertar me hallaba tirado en medio de un baldío con ropa sucia  y maloliente. Había varias botellas tiradas a mi alrededor. Tenía un dolor de cabeza terrible idéntico al que produce una borrachera, sólo que hacía más de dos años que no probaba alcohol. Estaba cerca del Parque Centenario. Caminé por Hidalgo en dirección a Caballito. En el camino me cruce con unos vagabundos que me saludaron como si me reconocieran. Me colé en el primer tren que vino y fui hasta Haedo. Sólo quería llegar a mi casa lo antes posible, bañarme y sacarme los harapos que vestía.
Cuando llegué a Giménez 3215, dirección en donde estaba mi chalet de dos plantas, había un inmenso supermercado. Las casas vecinas estaban distintas. Llamé en una de ellas pero nadie me contestó. Al rato vino la policía y me invitó en forma no muy amable a irme bien lejos de ahí, dijeron que los vecinos se habían quejado por mi presencia en los alrededores. Procuré explicarle
donde debería estar mi casa pero sacó su cachiporra y comenzó a golpearme mientras me echaba del lugar a las patadas.
Intenté ordenar el torbellino de ideas que circulaban por mi cabeza.
Utilicé las pocas monedas que tenía en el pantalón para llamar a familiares, a amigos, al trabajo y... nada. En todos los casos me contestaban voces desconocidas que no sabían de mi existencia. Fui a la Auditora, el personal de seguridad no me dejó entrar. Hice guardia cerca de la puerta para ver si encontraba a alguno de mis compañeros, a mi secretaria, a mis empleados y... nada.  Ninguno apareció.
Desde entonces me dediqué a buscar a parientes, amigos, alguien que me conociera  pero pareciera que todos se han esfumado. Donde estaban sus casas hay otras construcciones.  Hasta el colegio de mis hijos ya no existe.
Por un momento pensé en quitarme la vida pero luego se me ocurrió una hipótesis no tan descabellada que justifica todo lo que me está pasando. ¡Estoy soñando Rodrigo! ¡Es evidente! Por eso no está mi mujer, ni mis hijos, ni mis amigos, ni mi trabajo, ni nada. Aparecés vos. Vos sos lo único que pertenece a mi realidad de hombre. Vos.... y algo más. Tomá, agarrá esto. Tengo que irme, alejarme de vos.  El saber que no reconocía a nada ni nadie me había dado cierta tranquilidad porque reafirmaba mi creencia de estar dormido, pero ahora que apareciste  tengo miedo. No me sigas. Pronto voy a despertar. Pronto...
“Pronto” fue la última palabra que dijo antes de salir corriendo como un desesperado.  Algo dentro de mí me detuvo y no lo seguí. Todavía aún me cuestionó si hice bien en dejarlo ir, cualquiera pensaría que Nelson está loco, pero yo me permito dudar un poco cada vez que miro el Rolex de oro que me dejó aquella tarde en el café.