domingo, 9 de agosto de 2015

CarlosMargiotta



Demasiado rubia para morir así (II)  
Carlos Margiotta

Me desperté temprano, Angélica dormía arqueada como una gata al lado mío, besé su hombro desnudo y me levanté de la cama, sabía que ella no se iba a despertar antes de las 2 de la tarde. Me calenté un café y comí mis dos tostadas de pan integral untadas con queso blanco, como me recomendó el médico. Me vestí con un vaquero, un buzo negro y saqué el camperón verde de corderoy del placard, hacía frío y los vidrios de la ventana estaban empañados.
Baje dos pisos por la escalera, en el séptimo alquilo una oficina de un ambiente con una chapa en la puerta que dice: “Juan Arévalo, investigaciones”. Una vez sentado frente a la pc, junto al escritorio, miré mi correo, nada en especial salvo el del comisario Barrientos que me informaba datos sobre el crimen, la filiación de la víctima y una foto del documentote identidad: Luciana Cabeiro, 24 años, con domicilio en General Acha, provincia de La Pampa, estudiante de medicina, sus datos coincidían con el pasaje de ómnibus a Necochea. También agregaba la comunicación a los padres de su fallecimiento y la noticia de que venían a Buenos Aires. El cuerpo estaba en la morgue para la autopsia, y los peritos estaban en la casa tomando huellas, decía sucintamente el mensaje.
Decidí volver al lugar del crimen para hacer mis propias averiguaciones, sabía que la investigación policial dependía mucho de la actuación del fiscal de turno y yo quería resolver el caso antes que la justicia. Barrientos necesitaba mi ayuda para evitar su desplazamiento a un área administrativa de la Federal porque se había enfrentado a un superior sospechado de corrupción. Además algo personal había removido el caso en mis entrañas, quizá la posibilidad que le ocurriera algo parecido a mi hija que se encontraba en Cuzco haciendo estudios de antropología. No era justo que una mujer tan joven, tan rubia y tan hermosa como la pequeña Luciana muriera así.
Cuando llegué al lugar los peritos policiales estaban guardando las muestras tomadas en el interior de la casa. Me acerqué al oficial que dirigía el operativo y me presenté. Quería obtener un permiso para entrar. “¿Alguna novedad?”, pregunté. “Nada importante”, contestó el responsable de mala gana. A la luz del día podían verse detalles que la noche ocultaba, entre ellos los escombros debajo del piletón junto a la escalera, como si hubieran hecho un arreglo de plomería, también había caños de plástico en una extensión de gas hacia la habitación para instalar una estufa. “Estuvieron haciendo unos arreglos”, dijo uno de los peritos. La otra habitación contigua que daba al patio había sido clausurada con ladrillos, en el baño goteaba agua la ducha intermitentemente y en la mesada de la cocina encontré una caja vacía de alfajores La Grifa.
Saludé a los agentes y salí caminado hacia Scalabrini Ortiz, buscando algún locutorio que tuviera servicio de Internet porque supuse que la víctima sería usuaria de Facebook. En el camino entré una ferretería para preguntar si sabían de algún trabajo de plomería realizado en el barrio, me dijeron que no, y me dieron la dirección de un Cyber que estaba abierto las 24 horas. Entré al local y le mostré al encargado la foto de Luciana. “Si, viene todos los días a la tardecita y se queda cerca de una hora”, dijo. No quise darle la noticia de su muerte para no alertarlo sobre la posible investigación que se llevaría a cabo en las máquinas buscando datos.
Sabía que hasta el lunes no habría más novedades del caso, salvo algo de interés que aportara la información de los padres. Camine hasta a esquina del ABC, ese famoso café donde paraba Osvaldo Pugliese, lugar de encuentro de inmigrantes árabes, judíos, armenios y griegos que poblaban el barrio. Ahora había una tienda de ropa de mujer. Todo cambia y todo queda, pensé. Me metí en uno que está en la esquina de Lerma, era temprano para llamar a Angélica y quería pensar un poco sobre el caso, y mi destino.
Tantos años de civilización para que el ser humano siga matando por las mismas razones: amor, dinero y poder. Años de profesión en la frontera con la muerte, jugándome la vida por un sueldo, sin negociar los valores que me dejara mi padre ni rendirme a las tentaciones del submundo del delito.
El televisor del local hacía mención al aniversario de la muerte de Evita y recordé las palabras que Perón me dijo cuando yo era uno de sus custodios en el ´73 “Pibe, usted es muy sensible para este trabajo y así va a sufrir mucho en la vida, cuando quiera le puedo conseguir otro más acorde a su personalidad”.
Ahora comprendía que el General tenía razón, podría haber ayudado a la gente desde otro lugar y no terminar mis días revolviendo odios y venganzas, pero había hecho una promesa frente al cuerpo de mi madre y la cumplí. Era hora de cambiar, pensé,  de dejar esta profesión manchada con sangre y buscar un lugar en la afueras de la gran ciudad para tener un jardín y preparar el asado los fines de semana esperando a mis nietos. Es el momento del reposo del guerrero había dicho mi hija tirándome las cartas de Tarot. Y ahora tenía una muy buena razón para hacerlo, y mi relación con la Tana (así me gustaba llamar a Angélica) era una buena razón.
Llamé al negro Guzmán un compañero de aquellas épocas y que trabaja en la terminal de ómnibus de Retiro y le pedí que me consiguiera los datos del pasaje que viajaba el 17 de julio a las 23  horas a Necochea y le pasé los detalles del mismo. 
Mientras hojeaba el diario sonó el celular. “Arevalo, donde estás… te fuiste y me dejaste sola… así tratás a las mujeres… tengo miedo…vení pronto”, dijo Angélica. “Voy para allá”, contesté. Salí del café y subí a un taxi, en el interior había olor a cigarrillo y tuve ganas de volver a fumar, el deseo vuelve cuando la angustia vuelve y el cadáver de Luciana volvía del ayer como tantas otras muertes.
En el recorrido repasé el caso y llegué a la siguiente conclusión, que la víctima conocía al asesino, que se trataba de un crimen pasional y que cuando la pasión interviene en un crimen es porque hay 3 personas, y cuando hay 3 hay celos, y los celos se confunden con el amor. No tenía ninguna prueba de ello pero confiaba en mi olfato.
Cuando cruzamos Pueyrredón la imagen de la Tana  fue creciendo en mi interior, ella me esperaba y yo iba hacia ella como a una fuente de agua pura para consolar las heridas del corazón. Tengo miedo había dicho ella…  yo también pensé.
                                                                                                                              Continuará

JORGE CASTAÑEDA



POEMAS JORGE CASTAÑEDA

MI ESPERANZA BARCO SUR
Barco herido piedra soy
escorial prisma de luz
un color una sustancia
por mis venas sangre azul.
Caballero solo nácar
corazón a contraluz
y una lluvia monocorde
de tristezas en azul.
Soy estrella de los cielos
me lastima la inquietud
pedregal picada abierta
y esta pobre latitud.
Viento torpe catedral
la meseta una virtud
caracolas y gaviotas
mi perdida juventud.
Sílice soy basalto
fogón de lumbre a la luz
distancias faldeos del monte
sordos galopes en cruz.
Araucaria en la espesura
sol amargo y lasitud
riscal perdido vertiente
busco mi escala de luz.
Amigo soy del viento
peregrino y al trasluz
bitácora navegante
mi esperanza barco sur.
PATAGONIA
Reino de plantas enanas
y de piedras tutelares
tiempo perdido en el tiempo
sus últimos avatares.
Misterios en la espesura
donde alocan los imanes
el paso de las centurias
sus edades primordiales.
Fundación en los ancestros
sus luces crepusculares
rosa vana de los vientos
luna por los escoriales.
Imperio de las tacuaras
oblicuas y desiguales
el toquí ceremonial
y de piedra los corrales.
Estepa en el horizonte
sus dioses arteriales
panteón viejo Olimpo caído
su estatura de gigantes.
Recuerdos de la memoria
sus llamadas ancestrales
tiempo que llama de lejos
para descifrar sus claves.
Me voy. El Sur es mi Norte
sus estrellas son mi sangre.
La Patagonia es un sueño
aguardando entre celajes.
EGLOGA  AL PIMPOLLO
Que nadie ose tronchar tu donosura
pimpollo que mañana serás rosa.
Pero recuerda que eres poca cosa
para presumir de tanta hermosura:
mañana el jardín será espesura
y breña sin verdor. ¡Flor vanidosa!
Pasará en carrusel la juventud
y habrá espinas, fatiga y senectud.

SONETO SIN MÁS AL CHANCHO FERRERO
Entre el hiato y la forma agricultor de amargos
fundó con sus porfías las tiendas del aduar.
Puso a un lado los bagres y en el otro los sargos
y bebió en el ritón la angustia de esperar.
Escarbando lechugas desechó los embargos
que ni sus congéneres pudieron derribar.
Supo que muchos ojos vigilan en los argos
y que al ser acosados debemos acosar.
Su trajín manifiesto masticó los asuntos
y un rictus de amargura se apagó con el día.
Si quiso conjugar un mundo de presuntos
Nadie en verdad lo sabe. Solo su jerarquía
quedará entre los setos a fuerza de trasuntos.
Lo adivino casi cerval lejos de su Bahía.


Marta Becker



                                                          FANTASMAS  
Marta Becker   

Apareció un día, tomó posesión de un rincón en  la plaza del barrio, y no hubo quién  lo desalojara. Triste hogar de un despojo que deposita en ese espacio sin dueño sus miserias y misterios todas las noches
La mañana muy fría lo encuentra acurrucado debajo de un árbol amarillento. Como ocurre a diario, el guardián  se acerca y lo sacude.
El montón de ropa  se mueve y asoma un rostro sucio, barba de quién sabe cuánto tiempo, los párpados caídos y un par de ojos sin brillo que fijan la mirada a lo lejos, mientras ignoran a quien tienen delante.
El hombre se levanta. Del gorro de lana sobresalen unos cabellos largos, desgreñados, mechados de muchas canas. Lleva puesto un abrigo raído que le cubre hasta las rodillas, un pantalón que una vez fue negro y unas zapatillas viejas, sin cordones, de color indefinido. Una bufanda nueva le rodea el cuello;  es la única prenda más o menos decente y la luce orgulloso.
Se yergue en toda su altura y totalmente despierto enfrenta con altivez al guardián. Enseguida, suaviza los surcos del rostro con una leve sonrisa y lo saluda. La figura del hombre que cuida la plaza, de traje azul impecable con botones plateados, hace más evidente la decadencia de ese otro, de edad indefinida y silencio permanente.
Al minuto, el cuerpo se encorva y con andar lento, los hombros vencidos y las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, inicia el camino conocido que lo lleva a la iglesia, donde le servirán un desayuno. Hace ya mucho tiempo que nadie le pregunta el por qué, cuándo, cómo o dónde de su historia.
Él no da respuestas.
Se sienta a desayunar y sabe que hoy es otro día y ellos tampoco vendrán.
Mientras revuelve con la cucharita una leche aguada revive la escena y ve su imagen que conduce la camioneta por la ruta, el camión que viene de frente, y los cuerpos de su esposa y dos hijos tendidos muertos en el camino.
Todos los días espera en la plaza  los fantasmas de su familia para pedirles perdón.

Mercedes Rosende



Demasiados blues  
Mercedes Rosende

Desperté con el ruido de un golpe en la puerta. Extendí la mano, pero a mi lado en la cama, sólo había un hueco ya frío. Me incorporé y noté que se me estaban formando grandes manchas de sudor en las axilas del vestido.
Hubiera querido bañarme pero ya no era posible. Miré el reloj de manecillas fosforescentes que estaba en el suelo.
Marcaba las seis y estaba por amanecer.
Me deslicé fuera de la cama, apoyé los pies en el suelo de hormigón y sentí frío. Todavía ahora recuerdo aquel frío en las plantas y se me eriza la piel de la espalda, como si ella también tuviera memoria de aquel sitio. Tardé en pararme lo que tardé en acostumbrarme al temblor de mis rodillas. Mientras, dejé vagar la mirada por la enorme cabecera de la cama de madera casi negra, con las molduras cascadas y apolilladas. Era casi el único mueble, con excepción de dos cajones de cerveza apilados y una silla de esterilla medio desfondada, de cuyo respaldo colgaba mi bolsa roja. Pero el lugar era tan grande que parecía vacío.  
Sobre los cajones de cerveza, dispersos sobre un papel engrasado, vi los bordes del sándwich que Tommy y yo habíamos comido la noche anterior.
Pensé que debía mirar hacia la puerta, pero no logré sacar los ojos del borde de la sábana -de flores naranjas sobre fondo violeta, descolorida y mugrienta-, que colgaba sobre el gris del hormigón del suelo. Creo que suspiré, porque recuerdo el esfuerzo por tragarme hasta el sonido de la respiración.
Escuché el sonido de unas pisadas afuera y aunque no pude determinar a dónde iban, estuve segura de que venían por mí. Cuando por fin logré desenganchar la mirada del borde de la sábana, la deslicé por el piso con toda la lentitud que fui capaz, deteniéndome en cada irregularidad. Pasé sobre una cucaracha marrón e inmóvil, que al sentirse descubierta, aplastó más su cuerpo contra al piso. Aunque aquel sitio no tenía ninguna ventana, por debajo de la puerta se empezó a colar un resplandor amarillo y supe que pronto sería de día.
Por fin, miré hacia la puerta, esperando.
A los trece o catorce yo ya era una ladrona. Robaba para conseguir alcohol y algo de fumar. De los almacenes de barrio pasé a las estaciones de servicio y a las tiendas del centro, y con un poco de dinero en los bolsillos aprendí lo que es ser libre y me escapé de casa. Sólo necesitaba un sitio con un techo encima de mi cabeza y una cama al abrigo. Y tenía a Tommy.
Algunas veces me atrapaban y me llevaban a un refugio donde la asistente social intentaba convencerme de lo bueno que es trabajar todo el día para conseguir unos billetes con qué pagar la comida para subsistir hasta el día siguiente.
El método que usábamos con Tommy era rápido, limpio y efectivo, y él comenzó a llenarse de dinero y a comprar cada vez más droga. A veces pasaba una semana entera drogándose y drogándose, sin comer ni bañarse, hasta que se acababa el dinero y yo lo arrastraba a la cama y entonces comenzaba el infierno. Lo veía temblar y sudar, lo tomaba de la mano, le secaba la cara y así atravesábamos la noche hasta que Tommy se dormía. Me quedaba horas enteras balanceándome en la silla a su lado, mirándolo, espiando su respiración, acomodando la almohada bajo su cabeza, hasta que llegaba el amanecer y entonces me metía en la cama y los dos dormíamos hasta la noche siguiente.
También estaban los buenos momentos. Invitábamos a Morgan, Tommy tocaba la guitarra llenando de blues la habitación y tomábamos el té. Ellos se acariciaban con delicadeza, bailaban como novios adolescentes y yo cantaba y servía más té en las tazas blancas. Hacíamos planes, soñábamos cómo gastaríamos el dinero del siguiente robo. Iríamos juntos a una isla tropical, compraríamos abrigos de piel. “Te voy a regalar un auto”, me decía y me tiraba un beso a través de la mesa. “Prefiero una moto, Tommy”, le contestaba yo soplándole un beso desde la punta de mis dedos. Luego ellos se iban a la habitación, cerraban la puerta y yo quedaba escuchando la música de Tommy y llenaba hojas y hojas con retratos a lápiz de la cara de mi madre, que apenas terminaba rompía en pedacitos diminutos.
Nunca imaginamos que en aquel bar hubiera tanto dinero. Era el final de la noche y los borrachos de traje gris se habían marchado a sus casas donde los esperaban sus esposas, el aire acondicionado y las plantas de plástico.
El local era un sótano pequeño y sin ventanas, casi vacío. Sólo quedaban el tipo de la caja y un gordo de cabeza grasienta y nariz babeante que dormía sentado en una mesa del rincón con la cabeza apoyada contra la pared, que ni siquiera abrió los ojos. Desde algún aparato con un suave sonido lluvioso, BB King soplaba un blues que se extendía por el lugar como una niebla opaca. Las paredes del local mostraban heridas de revoque como una piel reventada por la humedad, que dejaban al descubierto los ladrillos. Algunos boxeadores guiñaban sus ojos amoratados desde fotos amarillentas que colgaban de las paredes. Sobre las mesas pintadas de azul - debajo debía haber otras muchas capas de pintura que asomaban por los lugares descascarados- quedaban botellas y vasos sucios, muchos de ellos con bocas rojas dibujadas en el borde. Tommy y yo entramos abrazados como una pareja, él preguntó algo y yo rodeé rápidamente el mostrador, una barra de madera ennegrecida y rayada. Enseguida saqué la pistola del bolso rojo y la amartillé contra el cráneo del tipo de la caja, que quedó con los ojos fijos en la nada. Tommy revisó los baños, la cocina y la oficina de atrás y dijo que estaba vacío.
Cuando le di la orden, el tipo abrió la caja y me tendió un sucio puñado de billetes. Yo los miré y sin levantar la vista del dinero le pateé las bolas, y los billetes se esparcieron por el suelo, que estaba tan sucio como el resto del lugar. Él cayó también hecho un ovillo, yo me agaché y volví a apoyar la pistola contra su cráneo, revolviéndole los pelos largos y lacios con la punta del caño, hasta que el tipo de la caja comenzó a llorar y vi como se mojaba la entrepierna de su pantalón. “Ahora me hablará de sus hijos”, pensé. El cansancio comenzaba a apoderarse de mí.
De reojo vi a Tommy sacando una botella del mostrador. Él nunca bebe del pico, yo sí lo hago, aunque nunca delante de él. Pero esa noche me sentía un poco pasada, le arrebaté la bebida y tomé largos sorbos que cayeron dentro de mí desgarrando la garganta. Después le devolví la botella.
Miré un instante a mi alrededor y sin más razón que el asco, pateé la cabeza del tipo de la caja bastante más duro de lo que hubiera querido. Y luego otra vez. El hombre se cubría el cráneo con las manos y comenzó a llorar más fuerte, y fue entonces que habló del dinero que tenía escondido en el baño de la oficina. Lo levanté del suelo y lo empujé hasta el sitio que mencionaba. Sentado en un taburete alto de la barra, Tommy bebía scotch puro de un vaso largo y fino que había tomado de algún sitio, y no nos prestó más atención de la que se le presta a una mosca.
Entré al baño de la oficina caminando detrás del tipo que moqueaba y me sentí ganas de vomitar. Las paredes estaban llenas de pegotes oscuros, de dibujos obscenos, de graffitis asquerosos, y en el aire flotaba un olor penetrante a mierda. La papelera del rincón escupía inmundicias que se desparramaban por todo el piso. Casi no había diferencia entre la mugre del water y la de la pileta.
“Asqueroso”, pensé mirándolo.
El tipo me señaló la tapa de la cisterna.
- Aquí está el dinero - tartamudeó.
Yo pensé que también podía haber un arma y le metí el caño en la oreja.
- Cuidado, viejo.
Aunque las manos le temblaban, de alguna forma pudo sacar la tapa de la cisterna, pero al hacerlo ésta resbaló de sus manos, cayó al piso y explotó en pedazos que se mezclaron con la mugre. Yo me sobresalté y casi disparo dentro de sus sesos, pero en ese instante el tipo sacó un paquete del tanque y me lo tendió balbuceando estupideces sobre sus hijos. Estaba envuelto en plástico negro, pero igual se notaba que allí había muchos billetes. Abrí un poco el plástico y los vi. Muchísimos.
Metí el paquete con el dinero en el bolso rojo que me había regalado Tommy en mi cumpleaños. Tenía que encerrar al tipo de la caja y el baño era un sitio igual que cualquier otro. Miré toda aquella suciedad y pensé que el tipo iba a probar de su propia medicina. Un par de culatazos en la cabeza y enseguida optó por colaborar.
- Quedate quieto quince minutos.
Cerré la puerta y volví al bar. Tommy seguía bebiendo sentado en un banco alto y apoyado en la barra, en la misma posición en que lo había dejado, pero el contenido de la botella ya casi había desaparecido.
- Vamos Tommy -le susurré.
Él pareció no escuchar y siguió mirando a la nada. Lo empujé con suavidad y lo hice bajar del banco, sosteniéndolo de la cintura.
- Vamos - repetí señalando la salida.
Dejó el vaso sobre el mostrador y comenzó a caminar hacia la puerta, justo delante de mí. Entonces vio al gordo de cabeza grasienta –que no se había despertado y ya nunca lo haría- y se detuvo.
Tommy se volvió, me miró y yo vi algo en su mirada. Quise detener la acción como en los dibujos animados, pero mi mano, que debía agarrar la suya e inmovilizarla, quedó a mitad de camino, floja, fofa, suplicante, mientras él sacaba su pistola y disparaba una y otra vez a la cabeza del gordo que dormía sentado, que caía hacia delante y rebotaba golpeando su cabeza contra la mesa.
Desde el fondo llegaron los gritos del tipo de la caja, salí del letargo y tomé a Tommy del brazo arrastrándolo a la salida. Una llovizna de blues seguía cayendo sobre el local. Antes de salir me volví y no sé porqué, le miré la nariz al gordo, que ahora babeaba sangre.
Parada al costado de la cama apolillada miré hacia la puerta, sin esperar otro final que el de siempre.
Me incliné a tocar el hueco frío en la cama –estoy segura que pensé en los buenos momentos- cuando el reloj marcaba las seis y diez. Mis rodillas temblaron más fuerte y tuve que aferrarme a la cabecera.
Otra vez me pareció escuchar pasos y sabía que venían por mí.
El desenlace sería como una película vista muchas veces. Tres o cuatro policías en primer plano y tras ellos, la cara llena de angustia de mi madre. Pero esta vez, pensé, será aún peor. Habrá más policías, más armas, más amenazas, pensé. El Juez tendrá un rictus más severo. Sólo la cara de mi madre permanecerá igual, igual, y yo lamenté no tener papel y lápiz para dibujarla y luego romperla en pedacitos.
Malditos hijos de puta, pensé.
Allí, colgado en el respaldo de la silla, estaba mi bolso rojo, el que Tommy me había regalado para mi cumpleaños. Arrojando el miedo a un costado, casi le salté arriba, pero antes de abrirlo supe que el dinero ya no estaba. Saqué la pistola del bolso y apunté a la puerta.
- Malditos hijos de puta -grité.
El papel con los restos de sandwich salió volando al piso llevado por el viento frío que entró al abrirse la puerta, y yo quedé cegada por el resplandor de la luz el amanecer. Una mano me quitó el arma y me empujó con fuerza hacia fuera. No me resistí.
- Estuve revisando el lugar y está abandonado y no creo que nadie nos haya visto llegar. En la tarde llegaremos a la frontera.
Tommy me tomó de la mano y corrimos hacia la esquina donde esperaba Morgan con el motor encendido.

María A. Escobar



                          Sombras María A. Escobar

Camila cumpliría diez años el próximo mes. Sabía perfectamente que no habría una fiesta como la que sí tenían sus compañeras de grado. Su madre detestaba cocinar, odiaba el bochinche, salvo cuando ella y su padre peleaban a los gritos. Entonces el festejo se reduciría a ir a comer algo afuera y que los platos los lavara otro.
La niña era delgada, morena, de grandes ojos oscuros que tenían un eterno velo de tristeza. Los padres, inmersos en sus problemas no le prestaban demasiada atención y ella se acostumbró a no demandarles nada por no correr el riesgo de recibir una segura negativa.
Ahora, al pasar por el baño vio que su madre estaba maquillándose frente al espejo. Los dos saldrían esa noche, a pesar de que ella, algunas veces, había confesado su miedo a quedarse sola. Seguramente su padre le diría, como tantas otras veces, “No seas tonta, nosotros cerraremos bien la casa, no hay de qué temer”.
¿Pero y los fantasmas que acechan  en los rincones cuando ustedes no están?,  se preguntaba a sí misma. Igual ellos no renunciarían a su salida. 
Era una forma de reconciliación después de cada pelea. Buscó a Nerón, el gato y lo tuvo en sus brazos pero éste no se encontraba muy a gusto y se debatía, ella lo apretó bien fuerte, entonces lo soltó. Esa noche sería su única compañía.
Llegó su padre y se cambió la camisa luego de echarse una nube de desodorante. “¿No te bañás?” Preguntó su mujer. “Cuando regresemos” contestó él echándole una fugaz mirada al espejo.
Cuando partieron Camila se enroscó en el sillón, frente al televisor, trataría de distraerse con una película. Eligió mal, la película que comenzó a ver resultó ser de terror pero la miró hasta el final, temblando. Cuando terminó encendió todas las luces de la casa para ahuyentar las sombras. Aún le temblaban las manos cuando buscó la lata de galletitas, y se preparó una chocolatada. Donde estaba Nerón?
El gato se había sentado frente a la puerta de entrada y miraba con fijeza. Qué veía. Por el resquicio de luz que entraba abajo por la puerta, había una sombra que se alargaba hacia adentro. Camila nunca había sido valiente. Y no lo era. Eso decía su padre. Sin embargo, a veces, el miedo suele ser un gran motor para que alguien haga lo que debe hacer. Entonces ella tomó la cuchilla más grande que encontró en la cocina y, sin titubear hizo girar la llave y abrió la puerta. En el umbral un pequeño cachorro negro temblaba de frío.
Camila lo levantó en sus brazos y, acariciándole con dulzura la cabeza, le susurró despacio “¿A vos también te dejaron solo?”.

Pía Barros



Las ganas Pía Barros

Yo no sé de dónde me vienen estas ganas, pero cuando aparecen no hay nada, pero nada y no queda otra que satisfacerlas, quebrarles el punto, no sé-. La cosa es que a Dávalos le dio sed y se fue por cervezas al kiosco de don Mario, la Julia se había echado sobre el pasto a dormir la siesta, porque toda la mañana en clases con ese gusto agrio a resaca en la boca la tenía destruida, pero con una pestañadita todo se pasa, dijo, y yo que empecé a moverme sobre la banca pero las ganas me rompían por dentro así es que dije Ya vuelvo, al rato vuelvo, grité caminando hacia la salida de la U, con esas ganas acuciándome, exigiéndome y yo sabía que cuando se instalaban no me podía echar atrás, ni con duchas heladas, ni con conversaciones sobre la obra de Mallarme, ni con el último escrito de Pablo Freire y la educación perfecta, porque desde que tenía catorce que no podía desoírlas. Por eso me fui caminando, agradeciendo a los dioses porque ya empezaba a opacar el día y los transeúntes llenaban veredas antes vacías por el calor de marzo.
Lo vi desde lejos y supe que era el elegido con el que me sacaría las ganas. Le miraba el cuerpo a las colegialas por sobre el jumper azul y les susurraba obscenidades al pasar. Era perfecto.
Me acerqué a él y le di la oportunidad de apreciar lo contundente de mis pechos antes de decirle que tenía unas ganas incontrolables pero que él era la respuesta. Yo no miento, así es que se lo dije así, de sopetón, lo de mis ganas, claro. Se anduvo como desarmando un poco, pero creo que vio en mi la lotería, el numerito premiado completo cuando le dije que nos fuéramos por ahí, en esa plaza, detrás de aquel árbol donde nadie nos viera, porque mis ganas apremiaban y no era cosa de hacerlas esperar. El tipo no caminaba, corría que casi le topaban los talones con la nuca hacia el sitio oscurecido por el follaje del árbol y los arbustos que dejaban un espacio apropiado donde cabríamos los dos. Estiró las manos temblorosas hacia mis nalgas y yo abrí la mochila, Mis ganas primero, dije, después saqué el bisturí y le cercené el cuello de un golpe limpio varias veces ejecutado. Los ojos se le abrieron silenciosos. Cuando caía, con el dedo índice obtuve algo de sangre que me llevé a la boca. Mis ganas se aplacaron.
Después, corrí donde Dávalos y la Julia porque había que entrar al seminario y “La flores del mal”, con sus largos versos, nos esperaban.

Marylena Cambarieri



Cortos  
Marylena Cambarieri
     (Publicado en Con voz Propia, dirigida por Analía Pescaner)

Indigestión
Primero me comí la A. Yo soy así: ordenadita, cronológica y formal. Seguí hasta la Z. Y me comí todo el discurso de los demás.
Una ensalada de letras se me atravesó en el intestino y ahí quedó. Se desordenó el alfabeto, se me mezclaron los discursos.
Tiré la T pero me la devolvieron. Torcida.
Perdí la P pero la encontraron. Pedacitos de P.
Convidé la M pero me la hicieron migas. Y tragué las migas de M.
Intenté deshacer el nudo de letras leyendo viejas gramáticas y modernas teorías:
-“Gramática de la indigestión: dimensiones y formas de nudos.”
-“Gramática de la indigestión y sus procesos estructurales en las letras clásicas.”
También leí algunos libros de autoayuda:
-“Usted puede deshacer nudos de letras.”
-“Autoestima y nudos de letras”.
Participé de talleres grupales: duros intentos.
El tiempo pasaba y la indigestión seguía.
-Estará empachada- dijo la abuela.
-Que tome un té- dijo la tía.
-Qué raro, una chica tan buena- dijo mamá.
-Algo habrá hecho-¬ dijo el barrio.
Un día, cansada de pensar y leer sobre el tema caminé hasta agotarme. Me olvidé del mundo y de todos mis problemas. Sentí algo raro: angustia, náuseas, confusión. Lloré. Tiré al piso una palabrota que tenía en el bolsillo. Rompí contra la pared algunas vocales. Y milagrosamente rescaté algunas letras desarmadas que tenía en la cartera. Recuperé consonantes y encontré un espejo. Desanudé mi nudo y volví a casa.
Origen de Laura
Laura desarma la última muerte. Desanda el tiempo del cuerpo, del nombre, de la tumba, del fantasma. Desentierra su corazón. La última muerte se desintegra sobre su tumba. Habita una casa y observa desde la única ventana posible. Se desviste de muerte y se quita el barniz del último hastío. La mirada huye de su refugio y se une a la tierra de los hombres.
Laura desencarna la última vejez. Tiene el cuerpo harto, el hastío de la cicatriz, el cansancio del próximo desencanto. La única lágrima limpia la juventud, desarma la herida.
Laura mujer tiene el costado oscuro disimulado por el ángel. Salta del brinco del árbol a la urgencia del amante. Abre la mirada, el hastío, el hartazgo. Cierra el dolor, el desencanto. Abre la próxima desesperanza. Ineficaz, insostenida,  esconde su soledad sobre la imagen del río. Busca la protección de la noche del árbol. Intuye su última metáfora, el descalabro de su única nostalgia.
Laura recupera la nueva niñez. Desentierra su corazón y calma la inquietud.
Desnuda de infancia encuentra finalmente su camino. Rompe el sexo de la madre, la sangre, el canal, el refugio, el vientre. Desarropada de sí misma reclama la nueva esperanza.
Desamparada de ausencias dicen que retornará al origen nuevamente.
Yo no aseguro tanto. 
Violación 
Me encerró y me acosó sexualmente. Insistió. No quería que me fuera. Yo tenía mucho miedo y no quería quedarme. Me dijo que se estaba convirtiendo en un delincuente. Que siendo bueno no le había ido bien. Me contó que tiene una causa por agresiones recíprocas con otra persona. El otro ya era un delincuente. Que se va del pueblo. Que no quiere más problemas. Que no cree en la justicia ni en la policía. Me pidió que me sentara a su lado. Yo no quería. Tenía que irme. La conversación me había alterado. No pude abrir la puerta. Me permitió que lo intentara y yo lo hice y no pude. Finalmente cedí para que no usara la violencia. No quise oponerme. Y me violó.
No lo lleven preso, por favor.
A mí me gustó.
Y yo lo quiero.
Sí, nos conocíamos.
No, no es mi amante.
Fue mi amante, sí.
No, no estoy enamorada de él.
Sí, estuve enamorada.
Sí, somos amigos.
Sí, le tengo confianza.
Fue un juego, sí.
Tuve miedo, claro.
Él tiene sentido del humor, sí.
Yo tuve pánico, sí.
Él me quiere bastante, sí.
No, no quiere causarme problemas ni dañarme.
Sí, le gusta estar conmigo.
Sí, yo fui por mi propia voluntad.
Me quedé bien, sí.
Está bien.
No me violó entonces.
No molesto más.
Nadie me violó nunca.
¿Falso testimonio? ¿Yo? ¿Una causa por falso testimonio?
Tengo 42 años.
¿Falso testimonio?
Yo soy una señora decente.

Natalia Samburgo



¿A dónde te fuiste amor?  
Natalia Samburgo

¿Dónde quedó todo aquel amor que nos prometimos? ¿Dónde quedaron las caricias que nos dimos? ¿A dónde fueron los besos robados y los entregados?
Y un día te fuiste. Y un día me quedé sola esperando que cambiaras de opinión. Quizás estando lejos comprenderías que me extrañabas, y entontes me buscarías y yo estaría allí para recibirte y sentirte otra vez. Pero los días pasan y pierdo la ilusión. Los días transcurren y me agobian.
¿A dónde te fuiste amor?
Recuerdo tus sonrisas, tu mirada, tu voz. Recuerdo tus caricias y la sensación de mi piel al ser acariciada. Recuerdo cada beso, cada contacto. Recuerdo el calor de tu cuerpo sobre el mío y la humedad de tu aliento. Recuerdo tu perfume y lo siento impregnado en cada rincón. Recuerdo tu brazo alrededor de mi cintura y tu mejilla en mi hombro. Recuerdo tu risa y tu emoción. Recuerdo tu andar, tu baile y tu cantar. Recuerdo el sonido de tus suspiros. Recuerdo la comisura de tus labios al expandirse y como terminaba en un paréntesis encerrando tu boca. Recuerdo tus palabras, tus consejos y tus halagos. Recuerdo tus promesas, tus sueños y tus encantos.
Y ahora no me queda nada. Ahora solo hay silencio, cuatro paredes y tu olor. Ahora el vacío, el frío y esa sensación de no haberte tenido nunca.
¿A dónde te fuiste amor?

Livia Díaz



Mujeres de Palabra Livia Díaz (México)
                                                                   
El 2011 fue un año de intenso trabajo para muchas mujeres, las que escribimos poesía, especialmente, desarrollando un ala, no se sabe si por necesidad emocional o intelectual, pero queda claro que por la económica.
Hace días le pregunté a la poetiza uruguaya Grace Leguizamón si acaso era una casualidad, el que haya emprendido una pequeña empresa de fabricación de muñecas, porque yo lo hice y Lis Durán también, y sé de al menos otras tres, que sin proponérselo, hicieron sus propias empresas de manualidades, así que a mi pregunta, la creadora de Encuentro de ratones, respondió que no.
Así que no es casual que del verso con ratones (mouse de la PC), pasáramos a otra cosa.
Pero hay más. Las que tenemos talleres de fomento a la lectura; las que hicieron grupos de iniciación artística para niños y niñas de la calle, como Lis Durán y Vanda Lúcia Da Costa Salles; las que abrieron grupos en las Favelas, las que promueven la paz y a prevención del SIDA como Silvia Aída Catalán; las que promueven la poesía de sus compañeros como Norma Segades; las que promueven el trabajos de escritores migrantes como Rosario Orozco, Zorica Zentic, Edith Goel y Edith Checa; las que editan, publican y promueven la cultura como Lina Zerón y Enzia Verduchi; las que hacen festivales y los patrocinan como Tatyh Hernández; las que además se van de voluntarias a una zona de riesgos, como Silvia Delgado. Entre otras miles. Ni hablar de los cientos de miles que son maestras y que como María Enriqueta, están haciendo crecer flores en Jardines de la Infancia, con las letras, como María Pugliese y Waldina Mejía. En el entorno de estas poetizas, crece, se desarrolla y se riega, la mente de algunas de las inteligencias del siglo 21.
Recientemente conocí el trabajo que realizan las poetizas dominicanas en Nueva York; Jorge Piña, esposo de Karina Rieke, ha escrito sobre esto y no por apoyar a la mujer –que vale hacerlo- sino por la perplejidad que le causó el empuje de las hembras ante la actividad cultural, a lo que emprendieron al ser convocadas, los logros que han tenido, la fuerza y el crecimiento numérico y el personal; mientras los varones, la verdad, por años, no lograron ponerse de acuerdo.
La sacudida que a los movimientos culturales le están dando las mujeres, por tanto, va más allá de lo que se ve a simple vista.
Al ver la superficie, es un montón de autoras haciendo su trabajo, de la calidad y del éxito ya hablará la historia. Pero en lo profundo, ellas, han abogado por la humanidad sumergiéndose en las necesidades intelectuales y espirituales de cada uno. Así tenemos a Hope en la Patagonia Argentina; que pasó del lienzo al movimiento creativo, en el que se involucró toda la comunidad; el puente que tendió Edith Checa con la promoción y la difusión de la poesía entre interesados, que se volvió de promoción del trabajo y el trabajo algo auténtico y cotidiano para las dueñas de los ratones.
Hay miles de nombres más que se pueden añadir a este escrito, y de sus aventuras, andanzas y encuentros, hablan ellas mismas en cientos de miles de blogs, web y los impresos. Además de la posibilidad del encuentro virtual, por la red de internet y el de los encuentros que hacen posible los promotores y promotoras de cultura, a los países no parece interesarles demasiado nada de esto; en todas las áreas, para la realización de encuentros, para poder en una misma sala a conversar a 20 o más de estas poetizas a la vez, y a leer y a compartir experiencias y unos minutos de su vida, existen el del País de las Nubes, entre otros, que se patrocinan con los apoyos de mucha gente, pero que no son promovidos desde el interior de un ejercicio nacional por atender la voz, imparable, de las mujeres poetas.
La labor que se está realizando en todos los confines de la tierra, involucra muchas actividades en torno a ellas, pero principalmente la promoción de la lectura, la escritura creativa y la educación en general.
Las artes, ganan cada día que alguna da a conocer lo que en la soledad realiza. Porque la poesía es un arte personal y no se puede hacer en bola. Además de que en sus diferentes empleos, añaden con su visión y su perspectiva, mucho de lo que tienen y lo dan a la gente de este planeta.
 Para la comprensión, ahí tenemos a Yolanda Duque en Canadá, transformando su encuentro entre mundos, en libros; a Zorica Zentic y su montón de amigos que traducen la poesía a docenas de idiomas para hacerla llegar a todos los países en donde es posible editar las palabras, aún sin ser grandes editores ni tener grandes capitales; el trabajo que hacen mujeres como la rusa Helena Ramos en Nicaragua; Rosina Conde en la música, actuación y promoción de la lectura; Pina en Guaymas, Nina Salguero en Tuxpan; Silvia Ponce en el sureste, que
sólo con su empuje logró poner la casa de Cultura en ciudad del Carmen y que a pesar de llevarlo todo en contra, a veces, dan el ejemplo a seguir.
Seguramente este escrito es apenas el prefacio de un registro sobre la abundancia en la bondad de las mujeres poetas; y que sus actividades son tantas que faltan muchas planas para escribir, pero no plumas, ojalá que comiencen a dar testimonio de sus propias andanzas, lo que las enriquezca y que el pueblo sepa, que debajo de la falda hay un fondo, que hace hablar al silencio.
En el futuro ya no se va a hablar de los poemas, sino de las poetas también, como promotoras del cambio global, ante un mundo en el que no se dan por vencidas.

Negro Hernandez



                      La tía Rosita Negro Hernández

“Yo actué en este local por los años 40”, dijo la tía Rosita después de sentarse a nuestra mesa junto al ventanal del café. El Gordo me miró como diciendo ¿de donde salió esta mina?. El Mirón se despabiló abruptamente para prestar atención y Sandoval empezó a toser para disimular un ataque de risa. Yo los miré uno por uno con bronca señalando su mala educación con la mirada y cuando los muchachos parecieron avergonzados, la presenté.
La tía de Marta había llegado de Rosario hacía unos días para atenderse de una dolencia en el hospital de Clínicas y estaba viviendo en la casa de mi actual pareja. Era una mujer mayor de una extraordinaria belleza que me hacía recordar a mi madre. Su voz conservaba la frescura de su juventud y su porte elegante daba cuenta que había sido una verdadera diva, una de esas mujeres que seguramente habría conmovido cualquier corazón masculino.
“Los amigos del Negro son ahora mis amigos”, agregó y saludó a cada uno con un beso en la mejilla. “Si, aunque les parezca mentira en mis años jóvenes éste era un lugar donde se tocaba tango”.
Miré el reloj para ver cuando faltaba para que llegara Marta. ”En la esquina estaba el almacén y despacho de bebidas y sobre esta calle había un salón más grande donde llegué a cantar”. Tenía miedo de cómo le caería a mis amigos la presencia de la tía Rosita. “Entonces tenía 18 años y estudiaba canto con Nelly Omar, por ella me hice peronista y fanática admiradora de Evita. Iba  a los actos políticos y participaba de los recitales que organizaba la Fundación Eva Perón para ayudar a los necesitados”.
Yo me había fui tranquilizado cuando me di cuenta que los muchachos habían sido seducidos por el encanto de su personalidad. Ella se sentía muy cómoda manejando la conversación y continuó ilustrando con numerosas anécdotas de su carrera.
Después conocí a mi primer marido que era representante de artistas y comencé mi carrera de actriz y cantante haciendo giras por todo el país”. Contó que había actuado junto a las hermanas Berón, que fue compañera de Alba Solís y amiga de Nelly Vázquez, también que fue la presentadora del recién llegado del Uruguay Julio Sosa, y aclaró que su cantor preferido era Miguel Montero.
Marta tardaba en venir a buscarla y yo deseaba que no se aburrieran con su charla. En eso el Pelado –un viejo parroquiano- y Jorge que estaban en otra mesa se acercaron para escuchar por lo interesante de su relato. Los muchachos empezaron a compartir la charla incluyendo historias del barrio.
“Negro, tenés que invitarla  a la reunión de los Librepensadores”, dijo el Mirón. “Tenemos que traerlo a Boris para que la acompañe en el piano”, agregó el Gordo. “Me la llevo a casa para que la conozca mi vieja que en esa época era artista de variedades”, dijo Sandoval. El Pelado que tenía un programa de tango en la FM del barrio le pidió un autógrafo y la comprometió para hacerle un reportaje en la radio. 
“Cuando me enteré que el novio de mi sobrina era de Barracas no dude en pedirle que me trajera al café”. La tía en pocos días me había adoptado como un sobrino más y no hacía otra cosa que agradecerme la gentileza de haberla traído, mientras los muchachos me miraban en forma socarrona.
Para escapar de las cargadas aproveché la presencia del Pelado para contar que Alberto Marino había estrenado el tango Tres Amigos de Enrique Cadícamo, en el local donde estábamos sentados. Fue una noche de verano de 1944, antes de grabarlo con Troilo en el sello Odeón. El dueño de entonces bautizó al café por ese acontecimiento y además, dicen que así pagó una deuda haciéndose cargo del boliche. “Y otra vez allá en Barracas / esa deuda le pagué...”
La tarde se iba yendo detrás de las nubes sobre el Riachuelo y creí escuchar unos truenos pero eran solo unos camiones que cruzaban el puente haciendo ruido sobre el empedrado.
A veces el miedo de que vuelva a sorprendernos la sudestada que años atrás que nos obligó a pasar la noche adentro del café, confundía mis percepciones.
“Antes el tiempo era más lento y no teníamos el apuro hoy, tardábamos mucho más en olvidar las cosas que habíamos vivido y sabíamos esperar”, dijo la tía.
Sonó el celular, era Marta, dijo que estaba demorada por inconvenientes con unas antigüedades que tenía que entregar, que por favor me ocupara de Rosita.
El café se fue despoblando mientras la tía se había puesto a cantar algunas canciones de su tiempo, muchas tan desconocidas como poéticas.
“Cuando no estás la flor no perfuma... si tu no estás me envuelve la bruma”. El gallego apagó la radio, mandó cerrar la persiana de la puerta principal y bajó las luces. Su voz sonaba entre las paredes del Tres Amigos como si éstas la reconocieran después de aquella vez. “Afuera es noche y llueve tanto... ven a mi lado me dijiste...” y  ante el asombro del auditorio creció su propio entusiasmo para continuar deleitándonos con su repertorio. “No habrá ninguna igual. No habrá ninguna... Ninguna con tu piel y con tu voz...”
Mientras la tía Rosita cantaba, los fantasmas bailaban en el café trayéndome imágenes de mi niñez. Me vi jugando en la calle a la bolita, colgado en la cornisa de la azotea como un pirata, haciendo los deberes de la escuela en la mesa de la cocina y dándole un beso a Norita detrás del árbol erguido frente al zaguán. Vi a mi madre acercarse silenciosamente hasta sentarse a mi lado. “Que bien que canta negrito, como a mí me gusta”... Y me dieron ganas de llorar.

Fernanda López



                             La otra  Fernanda López

La otra. La que no tenía nombre. La que ahora tiene hasta doble apellido. La otra. La de los ojos café, la de la boca que te besa, la del pasado compartido. La otra. La de los infinitos rostros que nunca fueron el mío. La otra. La que te quiere, la que querés, la que te tuvo y te vuelve a tener. La otra. La que fue, la que es, la que quizás no sea. La otra. La que te quita el sueño. La que te aleja de mí. La otra. La que es ella, la que no soy yo, la que tal vez es cualquiera. La otra. La que no es otra porque para serlo yo tendría que ser la que amaras más o la que amaras menos o la que amaras distinto. La otra. La que no es otra porque para serlo yo tendría que ser a la que ubicaras en el primer lugar en tu lista de prioridades o a la que engañaras o a la que no quisieras lo suficiente. La otra. La que no es otra porque yo soy ninguna.