miércoles, 25 de octubre de 2017

Carlos Margiotta


 La última vez que vi a mi padre  
Carlos Margiotta

La última vez que vi a mi padre, tenía 86 años. Yo lo había ido a visitar a su domicilio, donde también funcionaba su atelier de sastrería, para invitarlo a la celebración de la Pascua cristiana que se realizaría en mi casa. Podía haberlo llamado por teléfono y ahorrarme la molestia, pero a mi padre le gustaban las formalidades y entre sus valores, la familia era un templo sagrado. 
-Vení, sentáte- me dijo, mientras recogía el diario La Nación que estaba en el sillón contiguo al suyo, separados por una mesita donde descansaba el velador, un paquete de cigarrillos y el cenicero de onix que le regalara después de un viaje a San Luis.
-Mirá, te voy a decir la verdad, estoy saliendo con una señora y voy a pasar la fiesta con ella-. Yo quedé mudo, aunque algo sabía de esa relación, pero no de su boca. Él se levantó de su asiento y fue hasta el mueble que oficiaba de bar, discoteca y depósito de libros, y sirvió dos vasos con whisky. Sólo atiné a decirle que hiciera lo que creía conveniente, dándole a entender que comprendía la situación. Las conversaciones con mi padre eran siempre así, llenas de medias palabras, sobreentendidos, gestos y ausencias que eran necesarias interpretar. Me fui preguntándome qué me habría querido decir y con la sensación conocida de que otra vez me estaba mintiendo.
Semanas después volví, toqué el timbre pero nadie respondió a mi llamado. El encargado del edificio, al verme, me entregó un sobre de papel madera y un juego de llaves. En el interior del departamento estaba todo en orden, y en el sillón de costumbre, La Nación del día anterior. "Ocupate de todo", decía la nota dentro del sobre.
Revise sus pertenencias, miré el placard de la ropa, abrí los cajones de los armarios, controlé los útiles de trabajo y en el botiquín del baño encontré las pastillas para el corazón. Nada me hizo suponer, entonces, que se había ido de viaje.
Ocupate de todo, era la frase que no llegaba a comprender. Tenía claro que debía pagar los servicios, mantener la casa funcionando y entregar la ropa de los clientes que colgaban del perchero. Ya lo había hecho una vez cuando mi padre desapareció sin avisar y unas semanas después me enteré que había viajado a la ciudad de Marsalla, para probarle una pilcha al capo mafia del lugar, íntimo amigo de un diputado nacional cliente de mi viejo. En otra ocasión en la que estuvo ausente, tuve que imitarle la firma en una escritura pública con la complicidad del escribano Méndez, otro de sus amigazos. Todo había comenzado, ahora lo recuerdo, cuando yo tenía 8 años, y mi padre me llevó a ver una propiedad en construcción que había comprado en la zona céntrica, y me dijo: "Este departamento lo compre para tu madre, pero no le digas nada, es nuestro secreto".
En ese momento mi deseo era dejar todo como estaba y mandarme a mudar. Pero no pude. A los pocos días me mude a la sastrería. Empecé a contestar sus llamados, volví a fumar, bebí whisky importado, cite a sus clientes y me convertí en sastre usando los moldes que mi padre tenía de cada uno de ellos. Llamé a su colaborador para que me ayudara en el negocio, y al poco tiempo fui era famoso entre las mujeres, haciéndoles los famosos trajecitos sastre como el que usaba Eva Perón. 
Me despidieron del trabajo, mi esposa me pidió el divorcio y mis hijos reclamaron por mi presencia. Pero mi padre seguía sin aparecer. Una parte de mis sentimientos quería que volviera para quitarme el peso que significaba ocuparme de todo, y otra parte, deseaba que no apareciera nunca más. 
Pasaron los días, los meses y los años. Yo me enriquecí y con la plata disfruté de la vida como nunca lo había hecho. Hice amigos en los círculos selectos de la sociedad, tuve muchas amantes, mujeres finas todas ellas, con las que olvidé todo el pasado y me convertí en un verdadero dandy porteño. 
Ayer me visito mi hijo mayor para invitarme a la celebración de la Pascua cristiana, me dio vergüenza decirle que no podía ir, que tenía un compromiso con una señora con la que estaba saliendo. Me sentí culpable porque la familia es sagrada. No sé cómo lo habrá tomado, es tan poco demostrativo.

Rodrigo Morales


                     Problemas con los niños 
                                                 Rodrigo Morales

Malena salió de la casita donde vivía con su marido y sus dos pequeños hijos para dar un largo paseo a solas. Estresada por sucesivas e interminables jornadas de tareas maternas, que habían empezado con el nacimiento de su hijo mayor, Malena empezaba a sentir las articulaciones como si las tuviera rellenas de vidrio molido. Al comenzar la jornada había sufrido un desagradable estupor al contemplar su rostro en el espejo del botiquín del baño y descubrir notorias ojeras. Por eso había dejado los niños al cuidado de su marido, que ese día no tenía que trabajar, y había salido sola después de amamantar a la diminuta pero estridente Tania. Confiaba en que un poco de aire, movimiento, soledad y libertad la ayudarían a recuperarse y le procurarían un buen sueño esa noche. 
La mañana estaba nublada y calurosa. Era el día en que terminaban las clases: no le sorprendió ver la plaza principal colmada de estudiantes con ánimo festivo, que alfombraban las veredas con hojas arrancadas de sus carpetas y se mojaban como si fuera carnaval. Para huir del bullicio adolescente, se fue alejando progresivamente del centro de la pequeña ciudad hasta llegar al parque, un gran espacio verde donde la gente acudía a practicar deportes. Caminos flanqueados de gramilla, cada vez más silenciosos y apartados, la condujeron al corazón mismo del parque: un pintoresco circuito para bicicletas donde ella y su marido habían llevado a Pablo en cierta ocasión. Con su pañuelo secó el agua de los cerámicos anaranjados que decoraban un banco de concreto y sin respaldo. Se sentó en éste mientras recordaba el solemne golpe que Pablo se había propinado al chocar contra una de sus esquinas. Ahuyentó de encima el mal recuerdo, que sin embargo persistía en la frente de su hijo en una marca con forma de cuña, y notó que estaba totalmente sola en el parque. 
Esa madrugada había llovido; se respiraba aire puro y húmedo. La gramilla que tapizaba el suelo estaba mojada, como también las hojas de los árboles cercanos. Se quitó las sandalias que su marido le había comprado en la Navidad pasada, y asentó los pies en el suelo, dejando que el barro se colara por entremedio de sus dedos y le refrescara la planta de los pies. El silencio que la rodeaba se hizo absoluto. Tuvo deseos de echarse sobre la gramilla para recuperar las horas de sueño que los berridos de Tania le habían arrebatado la noche anterior. Pero se contuvo. Tenía un vestido de tela fina, con predominancia de blanco, y no quiso estropearlo. Se conformó con acostarse boca arriba sobre el banco, cuyos cerámicos le transmitieron frío a sus brazos y a la parte de atrás de las rodillas, y cerró los ojos mientras balanceaba en el vacío los pies descalzos, embarrados y con gramilla. Sorprendentemente la dureza del banco resultó más reparadora que el alto y mullido colchón de su cama matrimonial. La columna vertebral se le enderezó como por arte de magia, relajó la máxima cantidad de músculos que le fue posible y respiró hondo. Por primera vez en varias semanas estaba logrando algo aproximado a un descanso. 
Así continuó varios minutos, y se habría dormido si no hubiera llegado hasta sus oídos el bullicio adolescente del cual había intentado alejarse en el centro de la ciudad. Mala suerte, pensó. Este lugar es el mejor a la hora de los besitos a escondidas. Sin abrir los ojos intentó calcular cuántos eran, que edad tenían y qué tan cerca de ella estaban.
-Ya tengo que irme –decía una chica.
-Todavía no. Quedáte.
-No. Les estoy pinchando el globo.
-Nada que ver.
Por algún oculto motivo los ojos de Malena se abrieron de par en par al escuchar esa última frase. Antes de mirar a su izquierda ya sabía que eran dos chicas y un muchacho, y que estaban rotundamente calientes. No la habían visto, más por estar entretenidos en sí mismos que por la distancia, que ciertamente no era mucha. Malena veía a las jovencitas de perfil, pero el cuerpo de una de ellas le obstruía la visión del muchacho. Ningún árbol se interponía entre ella y los críos, que no parecían tener más de diecisiete años. Sus camisas escolares, rayoneadas de nombres y garabatos a más no poder, estaban exageradamente mojadas y adheridas al cuerpo. 
-No puedo quedarme.
-Hagamos una cosa –insistió el muchacho-. Si ella te saca el broche de la camisa con la boca, te quedás.
Inmóvil, tan rígida como el concreto que le servía de cama, Malena vio como una chica rubia y esbelta permanecía de pie mientras su amiga, morena y robusta, se arrodillaba ante ella. Malena imaginó las rodillas, desnudas bajo la falda plisada, ensuciándose como sus propios pies se habían embarrado hacía unos pocos instantes. El muchacho las miraba inmóvil como una estatua. La jovencita morena asentó el rostro en el vientre de la rubia, y así permaneció unos instantes, pero cuando despegó el rostro Malena no vio el momentáneamente célebre broche entre sus dientes. 
-No puedo sacarlo. Es muy difícil hacer esto con los dientes.
-Probá de nuevo –dijo el chico, con una tensión helada en la voz.
La muchachita morena volvió a sumergir la cara en el vientre cubierto a medias por la camisa celeste y rayoneada. Rotó la cabeza en distintos ángulos, pero infructuosamente, porque volvió a sacarla sin nada entre los dientes. Se incorporó con las rodillas tan sucias como Malena las había imaginado.
-Está muy duro –dijo.
-Qué lástima –dijo la rubia-. Me voy a tener que ir, nomás.
-Me merezco una recompensa –dijo la jovencita morena-. Por todo lo que traté de sacarte el broche. ¡Mirá mis piernas!
-¿Qué recompensa querés? –preguntó la rubia.
Abrumada por un espontáneo estremecimiento en los hombros que no logró justificar, Malena movió los labios sin emitir un sonido, pero escuchó que el muchacho pronunciaba las mismas palabras que ella estaba pensando:
-Besála. En la boca.
Fue como si los objetos perdieran sus contornos, el parque se volvió difuso y ondulante, como el despertar de un bello sueño, y algo se deshizo para siempre en el pecho de Malena. El muchacho apoyó las manos en las nucas de sus amigas, sin prepotencia, sin prisa ni dudas, y repitió lo que tanto él como Malena ansiaban ver más que nada en el mundo.
-Bésense en la boca.
Presionó las manos, impulsando con suavidad las cabezas de las chicas hacia un centro imaginario. Ellas se dejaron guiar hasta el punto de contacto, donde sus lenguas se encontraron con avidez y sin pudor. Se besaban calurosamente, con los ojos entornados, con las manos alertas a los costados del cuerpo, con una destreza que demostraba que no era la primera vez que lo hacían. Daba la impresión de que el beso duraría todo lo que el muchacho quisiera, y una temblorosa Malena le rogó a Dios que continuaran. Pero el único dios que estaba en el parque en ese momento era el muchacho, y sin soltar las nucas de sus amigas se unió al beso, repartiéndose entre ambas por igual.
-¡Ay! –gimió Malena, con los ojos brillantes y húmedos-. Pendejos de mierda. ¿Qué me hicieron?
Ellos habían terminado de besarse. No porque se hubieran percatado de su presencia, sino porque las chicas se habían sentido incómodas con la intervención de su amigo.
-Demente –protestó la jovencita morena-. ¿Por qué te metiste? La estábamos pasando bien.
-Ustedes sigan –dijo la rubia-. Yo ya me tengo que ir.
Antes de que la rubia se alejara, Malena se sentó en el banco, se puso las sandalias y se incorporó con rapidez. Ahora los chicos notaron su presencia, y la muchachita morena fue la única que liberó una risita nerviosa; sus dos amigos miraron para otro lado. Sin prestarles atención, porque ya había obtenido lo único que podían darle, Malena empezó a caminar en sentido opuesto a ellos. Se acomodó el pelo, suponiendo que la miraban, y se preguntó si esa mañana su marido también habría tenido problemas con los niños.



Javier Madeo


                                 El presidente  
                                                    Javier Madeo

Habían transcurrido un poco más de cinco años, siete meses y dieciocho días cuando volvió a encender un cigarrillo. Aquella sabia y sana decisión de abandonar el hábito de fumar concluía en un instante desesperado y en medio de un desorden matrimonial incomprensible. 
Maldijo la primera pitada y tosió. Volvió a pitar y a toser más fuerte. Mientras, sus pulmones se volvían resistentes e intolerantes hasta entregarse, al humo intoxicante que aparecía como en otras décadas. Décadas de días y noches interminables. De pensamientos profundos, puntos finales y de imaginar lo desconocido. También la muerte.
Se paró frente a la ventana, observó las sierras cercanas y las más alejadas, aquellas que parecen un pellizco de Dios a la tierra, al valle verde silencioso y al cielo celeste. ¿Quién apostaría por un día así luego de semejante lluvia?
Las nubes, navegantes sin destino, pintaban otro cuadro en matices blancos y grises diluidos a veces por el sol.
Luego de arrojar el filtro del cigarrillo miró hacia el comedor. Vio la puerta de calle entreabierta, una silla tirada y una copa de vidrio desintegrada sobre el suelo en mil pedazos. En la mesa aguardaba una hoja blanca y sobre ella una lapicera, perpetua como un caracol en la arena.
 Miró nuevamente hacia las sierras y contempló la naturaleza esperando que le devuelva una idea, sólo una, para poder comenzar. Se sintió pequeño, insignificante y tal vez miserable.
Un auto se detuvo para que el conductor de una familia preguntara por la calle Los Almendros. Turistas, pensó. Sigan hasta donde comienza el asfalto, respondió.Otra vez la ansiedad por escribir su discurso antes de que regrese Medea, lo alteraba al punto de volverse una tortura en su mente, casi una locura. 
Caminó de un lado hacia otro, en círculos, entrando a todos los ambientes. En su dormitorio se detuvo frente al espejo. Se miró y sonrió. Practicó gestos levantando de distintas formas los brazos, creyendo que lo aclamaban. Primero uno y luego el otro y después los dos juntos como abrazando a la masa durante veinte minutos. Sonrió y lloró, volvió a sonreír y a llorar desconsoladamente.
Sí, antes mencioné a Medea. Medea Febra Roncini, hija de italianos.
Una vez su padre escuchó en el aeropuerto a un griego llamando a sus hijas: Medea y Febra. Nombres que guardó en su corazón y los descubrió cuando nació quien hoy es o era su esposa. Una mujer bellísima, inteligente y distinguida, pero agotada. Necesitó ayuda.
Él, creyó haber vivido otro de esos ataques de angustia que comúnmente le daban a diario sin entenderlos. Pronto volverá, pensó.
Desde el dormitorio caminó por el pasillo y retornó al comedor. Se sentó a la mesa y tomó otro cigarrillo del atado. Lo encendió y comenzó a fumarlo mientras en su mente divagaban las palabras mas convincentes que luego elegiría para seducir a la multitud. Intentó unas frases pero no se conformó. Las tachó una y mil veces hasta romper la hoja con la punta de la lapicera. Enloqueció. Se levantó y tiró la silla, otra más. Sacó del modular su whisky y bebió sin prejuicios hasta no soportarlo más, hasta ponerse colorado, y volvió a toser cada vez más fuerte, ahogándose prácticamente en el ardor del alcohol. Maldijo a su madre por haberlo parido, a ustedes y a mí. Miró la botella y no tuvo piedad, la reventó contra el suelo. Más vidrios sobre el parquet.
Retornó a la habitación casi arrastrándose. Pensó en su mujer y luego la llamó gritando hasta que frente a la cama y sin alternativa se dejó caer boca abajo y con los brazos estirados hacia delante. Sus ojos enrojecidos comenzaban a cerrarse y mientras se quedaba dormido sólo se oyó  que alguien pisaba las ebrias astillas y murmuró: " Les digo que se cree el presidente". 



Miguel Crispín Sotomayor


LA MARCHA


En larga procesión 

camino y callo.


El corazón explota

y la sangre

hasta la boca llega.


La lengua herida

se agita

y como pala extrae

del fondo de la sien ideas raras.


Sangran los pies,

el corazón y la lengua

también sangran,

pero salvadas

están las dos rodillas.



INGENUIDAD


El mundo se derrumba

y yo sigo pensando

que todo ser es bueno.


La ciudad se derrumba,

mi calle, mi casa, mi cuarto

y yo sigo pensando

que alguien vendrá en socorro.


Tú cruzas la calle

abrazada a tu esposo

y yo sigo pensando

que todavía  me amas.



SIN PECADO


Hoy no te vi pasar

mujer ajena

estoy

mejor con Dios

peor conmigo.


SOLEDAD Y NOSTALGIA


Ya no temo a la sombra,

a los lugares oscuros

ni al espejo que me sigue a todas partes.


A soledad y nostalgia, no temo.

Ni a tardes tras ventana

en día de lluvia y viento.


La soledad se gana.

Pero ¡ay! La nostalgia

es siempre cosa ajena.

Julian Santiago


                                   OTOÑAL  
                                               Julian Santiago

Era una tarde destemplada de Mayo, corría el año 1930, Buenos Aires toda sufría y se sacudía por los coletazos del crac financiero, ocurrido en  Estados Unidos el año anterior. El mundo todo estaba convulsionado, los comerciantes quebrados y en los pueblos la gente sin trabajo, las radios a toda hora y los diarios de la mañana y la tarde, difundían noticias apocalípticas. Yo había tenido alguna participación política en años anteriores, hoy, sin compromisos partidarios, escuchaba y miraba todo esto con mucha tristeza. Esa tarde, para aventar tantas malas noticias,  me fui a leer a la plaza de mi barrio. -hacía tiempo que no la visitaba-. Del boliche de la esquina, atiborrado de paisanos que volvían del matadero a tomar su grapa y comentar las prepoteadas del capataz, se oía la voz de Carlos Gardel cantando el tango Mano a Mano. Con paso tranquilo, llegue hasta la plaza, con alguna dificultad, me senté sobre un cantero para recostarme, sobre el tronco de un eucalipto centenario, en el cual, hay un corazón dibujado con temblorosa mano  de adolescente enamorado. Sentía la presencia de los grandes árboles, hamacándose al compás de la suave brisa, como queriendo correr las nubes que cubrían el cielo azul, los veía como seres protectores, ¡me sentía en casa! ¡Qué tiernos y nostálgicos recuerdos trae volver a los lugares donde uno ha crecido!! Al cabo de un largo rato de estar enfrascado en la lectura, notaba que algo que me hacía perder concentración, una sensación extraña que no puedo explicar, en otras ocasiones ya me había sucedido (algunos amigos me han contado la misma experiencia,). Buscando concentrarme, deje la lectura para pasear la mirada en derredor de la plaza. En esa recorrida, observo una mujer sentada, a no mucha distancia de donde yo me encontraba mirándome, al encontrarse nuestras miradas, bajo sus parpados, su turbación se hizo evidente, giro su cabeza al frente con aire detraído, levanto una mano con simpáticos giros de su muñeca, (como espantando fantasmas que revolotean a su alrededor), llevándola hasta su nuca para airear sus cabellos y luego ordenarlos con pulcritud, fijaba su vista en el libro que tenía en su regazo.. Es indudable, que con esos gestos buscaba encontrar el equilibrio emocional que había perdido, al ser descubierta en su indiscreta actitud. Esa acción me permitió observarla con atención. Era una mujer guapa, de porte elegante, cuando me encontré con sus ojos clavados en mí, enviaban una intensa y penetrante mirada, de cabellera negra, algunos hilos de plata se mezclaban entre sus cabellos pasando desapercibidos, sus labios cerrados se extienden hacia los lados y en las comisuras, se le dibujan unas finas arrugas llenas de encanto. Vestía ropas oscuras, un generoso escote, -cubierto con sutileza-por un chal de color claro, hacia resaltar con notoria finura la blanca piel de su cuello. Sus generosos pechos, amenazaban salir de su prisión en busca de los perfumes que brotaban de la fronda que los rodeaban, cada vez que inspiraba el aire. Su rostro, enmarcado por su negra cabellera, le daba al conjunto una  sugerente belleza. Cuando nuestras miradas se reencontraron, me miraba con aire de curiosa expectativa, al instante, insinuó una leve oscilación de su cabeza  irguiendo su pecho, como afirmando que efectivamente me había estado observando, ¡me desafiaba con ese sutil y gracioso gesto provocativo! Esa actitud, me produjo una sensación de zozobra contenida, en mi cerebro, las más audaces y voluptuosas ideas pugnaban por sacar afuera la más acertada decisión a tomar, reflexione unos instantes, mi intimidad se lleno de dudas..., me levante con calma...hice una leve inclinación de mi cuerpo mientras mi vista seguía clavada en sus ojos claros, ella, con decisión, se irguió en aceptación de mi galante saludo ¡Chapo! 
¡Esto no es una actitud indiscreta¡-dije para mis adentros- Salude tocando el ala de mi sombrero, di media vuelta y me aleje de ese encuentro que hubiera dañado mi ¡impoluta dignidad!...Llegue a mi casa, me serví una copa de  Brandy, senté en el mullido sillón frente a los leños rojizos del hogar, mi cuerpo de espaldas encorvadas.... por mis largos años vividos …,y después de un gran suspiro...continúe mi suspendida lectura…




Marta Becker


                          ALGO HUELE MAL  
                                                  Marta Becker

Lo reconocí en cuanto lo vi. Mi obsesión histórica se hizo realidad. Me subió la indignación como un vómito y ya no pude sacarme el gusto ácido de la boca.
Lo vigilé día y noche, comencé a seguirlo, a estudiar sus movimientos, corroborar sus horarios, todo me interesaba. Supe por los vecinos que tenía una vida “misteriosa”, según sus palabras. Salía todos los días a caminar, no saludaba a nadie, iba de compras dos veces por semana, no se le conocían compañías ni visitas de ningún tipo, y a través de la puerta de su departamento se escuchaba música clásica todo el día.
Recibía diariamente los dos periódicos más importantes y le pagaba al diariero cada vez que salía. Según  el informe del portero del edificio no tenía deudas, en ese aspecto era “ejemplar”, esa fue su expresión. Era evidente que no quería llamar la atención y se esmeraba por pasar desapercibido, aunque era medio difícil dadas sus rarezas.
 Por supuesto que estaba registrado con otro nombre, pero su cara, su forma de caminar, todo él me era conocido, dolorosamente imborrable.
Fui acumulando ánimo junto con recuerdos y cuando lo primero superó lo segundo toqué timbre en su departamento.
No me hizo retroceder la expresión de sorpresa que tuvo al verme, era evidente que él también tenía memoria. Tampoco me asustó cumplir con la misión que traía en mente y salí bajando por las escaleras con toda tranquilidad. No sentí remordimiento alguno.


Julio César Silvain



                                           La mancha de aceite  
                                             Julio César Silvain

El hombre estaba sentado en el jardín, ojeando el diario y escuchando la radio, esa tarde de domingo.   Era apasionante el relato de la llegada de las naves espaciales a Venus y arrasamiento total del planeta. Como una guerra, pensó, pero sin lucha. 
La eliminación sistemática de los venusinos y el dominio total del planeta. 
Venus es nuestro pensó. Era una sensación semejante a cuando terminó de construir la casa y se instaló en ella. Lanús es mío, había pensado.
Continuó leyendo el diario y ajustó un poco el micrófono en el oído, para escuchar mejor el noticioso en la radio a transistores. Venus es nuestro. 
El cielo estaba tormentoso, eléctrico. Zigzagueó un rayo, estalló un trueno. Luego otro rayo. 
Levantó la vista del diario. Lo vio, lo sintió caer. Otro rayo. Pensó. Y enseguida la luz vívida, fulgurante. Otro rayo, se repitió.
Descendió velozmente, girando en círculos concéntricos hasta posarse allí, a cincuenta metros, al borde de la ruta, brillando en su pequeñez. Se sacó los anteojos de leer para verlo mejor y, en ese instante, bajó el otro, atrás, al borde de la huerta. Y enseguida el tercero, a pocos metros del galponcito. 
El primero ya estaba abriendo sus diminutas escotillas, por donde asomaban unos zigzagueantes tubitos anodizados, brillantes y opacos al mismo tiempo. Dobló el diario mientras descendía el cuarto, en el último costado libre, junto a la cerca. Mecánicamente ajustó el micrófono auricular. Venus es nuestro, repetía. 
Se lo sacó despacio, escarbó el oído, apagó la radio y encendió un cigarrillo. Terminando de doblar el diario entró en la casa. 
¿Te decidiste a entrar? Claro, es la hora de la comida. Gritó desde adentro su mujer. 
Cierto. Pensó. Habían vuelto a discutir por la mañana. ¿Sobre qué? Ya no se acordaba. 
Sentados a la mesa, la mujer volcaba en los platos el contenido humeante de la olla, sirviendo la cena.
Por la mañana podía ver bien uno de los aparatos.
Otro, el de al lado del galponcito, apenas se veía, pero el movimiento era igualmente evidente, los casi hombrecitos bajaban, colocaban, apuntaban.
Era fascinante ese movimiento, esa actividad. ¿De donde serían?
Pensó en el teléfono. Levantándose lo descolgó.
¿A quién vas a llamar a estas horas? protestó la mujer. 
A Jorge, para contarle. 
¿Contarle qué? 
Contarle algo. Explicó mientras descolgaba el auricular.
no funciona, dijo.
Recién entonces se miraron. Ella encogió los hombros, él esbozó una sonrisa y volvió a sentarse. Tocó su camisa, pensando que era una linda camisa nueva. Y la acarició un poco.   
¡Vas a cenar con la camisa nueva! Rezongó la mujer. Te la vas a manchar, como siempre.
Era verdad siempre se manchaba, pero la furia le creció como otras veces, pronto a discutir. La miró y sin querer miró afuera. Vio el vehículo metálico, las pequeñas figuras desconocidas, los zigzagueantes cañitos extraños.
Por lo menos prepará la ensalada, dijo ella, alcanzándola.
El tomó la aceitera y la vinagrera. Ella encendió la radio. 
¡Venus ha sido arrasado! ¡Venus es nuestro! Informó, eufórico el locutor.
¿Así que conquistamos Venus? Comentó la mujer. ¡Mientras eso no haga aumentar el costo de vida! 
No, respondió él, mientras destapaba la aceitera.  Cada planeta arrasado permite una mayor expansión, aumento de la producción 
Esa es la idea, pro lo menos. 
Primero Marte, ahora Venus. ¿Y después? 
Después otros mundos.
Cierto, hay tantos mundos.
Sí, hay muchos mundos.
Es una suerte, digo, que haya tantos mundos, aclaró ella.
Sí, dijo él, Y la Tierra también es un mundo.
Sí, dijo él, Y la Tierra también es un mundo.
Volvió a mirar por la ventana los aparatos metálicos, los largos caños zigzagueantes y dijo: Hace calor.
Bastante, contestó ella. 
Al inclinar la aceitera sobre la ensalada golpeó el borde del recipiente y una gorda gota salpicó su pecho, a la altura del corazón.
Me manché, dijo. 
Siempre serás un inútil, rezongó ella. ¡Te ensuciaste la camisa nueva! La compraste para los festejos del domingo y ahora no la podés usar. ¡Cuánto hay que aguantar! 
Perdoname, dijo él, y miró por la ventana los ondulados caños que comenzaban a enrojecer. La mancha de aceite crecía sobre el pecho de la camisa sin poder evitarlo. 
Cuando ella se levantó para traer el postre, él también se levantó. Apenas tuvo tiempo de apoyar la frutera sobre la mesa, cuando él, acercándose le tomó la cara con las manos.
Me vas a ensuciar con la mancha de aceite, dijo ella, apartándose. El se separó un poco, Tenés razón.
Afuera los caños zigzagueantes estaban al rojo vivo. El, un poco alejado, la besó.
Siempre te he querido, dijo, De todos modos, siempre te he querido. Y sonrió.
Entonces desde la boca de los caños, de los cuatro ángulos, brotó un fuego violento, inexplicablemente frío, mientras la besaba tiernamente.
De la casa no quedó nada. Sólo, sobre la tierra arrasada, dos grandes manchas de aceite, un poco separadas.

Nelida Beatriz Hualde


                               Desencuentros  
                                             Nelida Beatriz Hualde


Sonrisas, poemas, todo lo intenté.
Y nada.
Había pasado tanto tiempo, tanto…y de pronto lo encontré en el centro, en la calle Corrientes. 
“Vamos al Foro, nuestro antiguo bar”, propuse. 
Sentados en una mesa junto a la vidriera, él pidió un cortado, y yo también 
“Estás igual” mintió.
Y yo empecé la descarga de mis encantos.
Quería reconquistarlo. Le mentí. Inventé una historia que él escuchó con paciencia.
Me observaba mientras lentamente revolvía su café. 
Siempre fue seguro y medido, y ahora se lo veía como un varón satisfecho. Tenía condiciones para triunfar en cualquier cosa que se propusiera. 
Yo acechaba sus reacciones. 
Cambiaba el hilo de mi historia según sus gestos. 
Ya quería que me admirara, ya que me compadeciera, ya que se preocupara por entenderme.
Que me escuchara.
Me esforzaba para que dejáramos de ser extraños.
Por fin le asomó una reminiscencia. “Te recuerdo con la pollera corta arriba de las rodillas y tu entusiasmo por los escritores rusos”, dijo.
Y busqué como aliados a todos los rusos recordados. 
De memoria y sin respirar, le recité una poesía de Gorki. 
Hubiese hecho cualquier cosa para provocarle aquella antigua mirada suya cuando estábamos juntos. Llena de luz. 
Pero terminamos el café. Y se acabó mi charla.
Circunspecto, me tendió su mano. “Fue un placer” me dijo.
Y se fue. 
Sentí dolor. Todo el cuerpo me dolió. 
Paré un taxi y volví a mi casa. A convertirme en la mujer blindada que cuida sabiamente a sus hijos, y entiende, y espera.
Sí, que espera al marido que no tiene horario, ni profesión, ni empleo y que ejercita su libertad por sobre todas las cosas. 
Un “busca” que pelea la vida a trompadas. 
Y yo todavía le ayudo esperando que la nokee.



Juana Rosa Schuster



¿TE ATREVES? 
Juana Rosa Schuster

¿Te atreves a cortar con lazos viscerales?
¿Te atreves?
¿Te atreves a ver quién te espera detrás de esa puerta?
¿Te atreves?
¿Te atreves a desandar la pendiente de aquel beso?
¿Te atreves?
¿Te atreves a quitar otro leño de la hoguera helada de tus sentimientos?
¿Te atreves?
¿Te atreves a abandonar el puerto de tus incertidumbres?
¿Te atreves?
¿Te atreves a dejar de ser alfarero de sombras?
¿Te atreves?
¿Te atreves a amarrar esa barcaza que transporta los lamentos míos?
¿Te atreves?
¿Te atreves a decir qué loco embrujo hay en tus labios?
¿Te atreves?
¿Te atrever a vivir conmigo el aquelarre de la pasión encendida?
¿Te atreves?
¿Te atreves a atrapar las preguntas que se regurgitan siempre?
¿Te atreves?
¿Te atreves a rescatar de los precipicios las cosas
vividas?
Si no te atreves, como un péndulo sin movimiento, no cuentes los minutos que pasé contigo.


Liliana González



                                     Tiempo 
                                                  Liliana González


En ocasiones el tiempo pareciera escurrirse de las ganas de encontrarse. Las palabras no dialogan. Quedan suspendidas en la brevedad de un mensaje de texto. Desorientadas, quedan latiendo en una pausa demasiado larga, para que lo urgente no salga de paseo por otro camino. 
En ocasiones el tiempo pareciera detenerse, mirando antes de cruzar el umbral que autoriza a dialogar sin  miedo. 
En ocasiones el tiempo se sincroniza para que las palabras y las ganas dejen de escaparse. Ese instante único nos detiene, nos mira y da de si aquello que por fin llega; el tiempo.

Jorge Razumny


Guardia arrabalera 
Jorge Razumny

La presente historia me fue confiada por un colega, el Doctor Céspedes, quien actualmente reside en Barcelona y es Jefe de Cardiología de un prestigioso Hospital. 
Ocurrió allá por 1993, en la" Clínica del Sur", del barrio de San Telmo. 
Con su autorización y habiendo transcurrido un tiempo prudencial, la haré pública y trataré de transmitirla tal como él me la contó.
Julio Céspedes era en ese entonces Médico Interno de la guardia de los Sábados, y los sucesos tuvieron lugar en la primera consulta de la noche, creo que poco después de las nueve.
Vestido con su ambo blanco, y mientras grababa uno por uno los diagnósticos de las 14 ecografías de la jornada (para que su secretaria confeccionase los informes correspondientes), golpearon la puerta del gran consultorio de guardia, y entraron a continuación los dos integrantes de lo que sin lugar a dudas constituía una pareja de baile típicamente tanguera. Él -engominado-, con seguros cincuenta años a cuestas, y ella -morocha de pelo largo-, tal vez y a lo sumo, veinte.
El hombre, de elegante estampa abacanada, respetable nariz y fino bigotito, vestía pantalones negros con una franja de raso a los costados, camisa blanca con volados, corbata oscura y finita, botitas charoladas y, sostenía con ambas manos un  chambergo negro, que lo precedía. La atractiva joven llevaba un ajustado vestido también negro, con flecos, profundo tajo al costado y finos breteles que remataban en un generoso escote, desbordado por el nacimiento de un firme y llamativo busto. Calzaba zapatos de elevados tacos aguja y medias negras con insinuante calado. 
-Doctor, -dijo él-, mi compañera tiene desde ayer un fuerte dolor en la pierna derecha, y tenemos que actuar esta misma noche, somos de acá nomás, de la tanguerìa de la vuelta, usted sabe, la de la calle Defensa...
-A ver, querida, siéntese en la camilla, bueno, veamos, ¿dónde le duele?, si toco acá o acá, o acá. ¿En ningún lado? Hubiera jurado que era el gemelo, o tal vez el plantar delgado, pero así, si no  puntualizamos el dolor, no lo sé... Una vez  atendí a una bailarina, era del Colón y tuve que inmovilizarla por un tiempo. Pero el Cascanueces de Tchaikovsky  tiene una gran exigencia en la danza. Esto en cambio.., bueno, supongo será más pasajero...
-Doctor, no crea, mire que Pugliese es muy bravo también, ¿bailó alguna vez "La Yumba"?
-No, bailé tango sólo muy pocas veces. Pero estoy pensando que tal vez, si ella no llevara tacos por un tiempo...
-¡Ni pensarlo doctor! ¡Con semejante hembra!  Sin lucir sus esculturales gambas, se nos van a piantar todos los clientes... De sólo pensarlo se me revuelve el balero, ¡que mishiadura! 
-En caso de que el dolor reaparezca, haremos una ecografía del músculo y entonces veré...   
-Espere, doctor, en mi bolsillo tengo un casette con "La Cumparsita", la podemos pasar en ese aparato que esta en su escritorio, y así, bailando, comprobaremos donde está el dolor-. Y antes que Céspedes reaccionara, se pone el sombrero, agarra con firmeza a su compañera y al compás de la música, sin ningún apronte, comenzaron a dibujar exquisitas filigranas tangueras con ochos milongueros y sandwichitos sobre el embaldosado y lustroso piso de la guardia. Se complementaban como el perfecto y aceitado engranaje de una máquina, de precisos movimientos y certeros objetivos. 
-Tordo, creo que ella se resiente al girar, pero hoy ya no es para tanto, ayer era mucho peor, ¿no es cierto?-. Ella, sin responder, seguía tan hermética como al principio. 
Céspedes iba girando su cabeza hacia uno y otro lado, atónito pero gratamente deslumbrado, y cuando quiso preguntar por el dolorcito, su voz resultó apenas audible. 
voy hasta el baño de la sala de espera y vuelvo enseguida, atráquela sin miedo, así, venga, delicado pero seguro a la vez, y de paso chamúyela, a ver si descubre algo... Céspedes se abrazó con la descendiente de Mireya, quien proseguía su danza mirando hacia arriba, como perdida, y trató de acomodarse a su ritmo. 
De improviso irrumpe el Doctor Quarracino, Director General del Departamento de Guardia, quien observando la increíble escena increpó a Céspedes:           
-Doctor, por el amor de Dios, ¿qué significa esto? Y el juramento Hipocrático, ¿dónde quedó?
Céspedes intentó explicarle que estaba aguardando que reapareciera el síntoma en la pierna de la  morocha. Pero fracasó en su intento, ya que el boquiabierto Quarracino, comenzó a percibir calurosas llamaradas dentro de su almidonado guardapolvo blanco -a las que extrañaba desde hacía largo tiempo- y, ni corto ni perezoso, con enérgica voz de mando disparó:
-Doctor Céspedes, permítame, soy mayor que usted, y de esto ¡sé un tocazo! Dicho esto y esbozando un gesto teatral, se acopló a  la mina mediante un perfecto encastre. Los dos lucían muy ensimismados y bailaban con trabados y sinuosos pasos al compás del dos por cuatro, como malevo con su china en canyengue demostración de tanguería de arrabal...
El varón, que había vuelto y calaba divertido la escena, a la manera de un  libidinoso voyeurista, chapó entre sus brazos a Céspedes, mientras le indicaba: 
-Tordo, Ud. es un poco blandengue, fíjese, primero la base, luego arranco, paro, y así, sienta mi mano detrás suyo, así debe guiarse siempre a la mujer, muy resuelto y cadencioso.
Y las dos parejas, gambeteando camillas, escritorios, negatoscopio, y toda la parafernalia contenida en una sala de guardia, se fueron acomodando fundiéndose cada figura blanca con la otra negra, como dos fichas de un dominó danzante, curioso y sensual damero estilístico.
Así, entrelazados, girando y girando alrededor del salón en sentido contrario al de las agujas del reloj, generaban un lujoso impacto visual que Matos Rodríguez no hubiera imaginado jamás...
-Doctor Quarracino -le espetó Céspedes-, Ud. resultó un perfecto gavión. Dígame, ¿qué opina?. A la morocha, digo, ¿que músculo le dolía? 
-No lo sé, pero esto es un batacazo Céspedes, por favor, ¿podría poner otra vez el tango desde el principio, antes de que finalice? Ah, de paso dígame, ¿como le va a usted con las lecciones?
-No tan bien como a usted, profesor, tratando de que el compadrito no me apriete demasiado, pero no crea, lo sigo lo mejor que puedo...
¡Decí percanta, que has hecho, de mi pobre corazón! ¡¡¡ Chan - Chán !!!