martes, 5 de octubre de 2010


TALLER DE ESCRITURA CREATIVA
REDES DE PAPEL
Todos los lunes de 18 a 20 hs.

En LA SUBASTA - Río de Janeiro 54  C.Bs.As.
Coordina: Carlos Margiotta
Informes: 4857- 5119

MARISA PRESTI


EL SOMBRERO

Testigo de lo que pasó aquella tarde, eso fui. Tuve que contarlo más veces de lo que hubiera deseado, pero las circunstancias me presionaban. Todos querían saber. Me paraban por la calle, llamaban a mi teléfono, dejaban mensajes debajo de la puerta. Los hechos trágicos necesitan ser exorcizados una y otra vez a través de la palabra, es el remedio terapéutico de la gente sencilla como es la de mi pueblo. Por eso no me negué; respondí a sus preguntas cuantas veces me las hicieron. Al principio era escueto, pero de tanto repetirlo, sin darme cuenta fui agregando algún detalle en el relato. Enriquecí la escenografía, incluí personajes, y a la protagonista le modifiqué la vestimenta, en verdad la pinté más linda de lo que era. Todo sumaba para llegar a una versión realmente inquietante. Me entusiasmé tanto con mi inventiva, que no medí el único riesgo al que quedaría expuesto: no poder distinguir la verdad de la fantasía. Y eso me sucedió, lo que me trabó al punto de sentirme un farsante. Usted ahora me pide que le cuente los hechos con rigor periodístico, y en esto no puedo comprometerme. En última instancia, deberá evaluar usted si la calidad de la fuente merece su confianza. Yo, personalmente, no garantizo nada pero voy a hacer el esfuerzo de contarlo una vez más, y que sea lo que sea.
Era una apacible tarde de otoño, apenas una suave brisa se hacía sentir sobre los soleados jardines del Paseo Norte, sobre la ribera del río. Iba distraído, pateando las pedrecillas del camino, cuando la vi venir caminando por un sendero paralelo. Me llamó la atención la elegancia de su andar, pero al acercarme no pude menos que apreciar la belleza de sus rasgos, enmarcados con un cabello brillante y delicadamente rizado. Llevaba un vestido violeta, de esas telas caras y brillantes que solo usa la gente de alcurnia. Crucé frente a ella, y unos pasos más adelante no pude evitar el interés que me provocaba, por eso di la vuelta y la seguí. Creo que ella no notó mi presencia porque su andar continuó sereno; además, nunca dio vuelta la cabeza para observarme. Caminamos más de media hora, uno detrás del otro, hasta que algo sucedió que la hizo detener el paso. Disimulé lo más que pude mi presencia, sin dejar de observarla, y entonces pude ver claramente un sombrero negro que venía rodando, o mejor dicho que casi volaba con el viento, hasta detenerse a los pies de ella. Se inclinó hasta agarrarlo con sus finas manos enguantadas, lo sacudió un poco, pienso que para quitarle la tierra del camino y así pude verlo bien: era un hermoso sombrero de ala ancha, adornado con una cinta y ese tul tan sugerente que suele cubrir la mirada femenina. Creo que estaba desconcertada; la vi mirar hacia todos lados, seguramente buscando a la posible dueña, aunque sólo se distinguían algunas personas muy a lo lejos. Aproveché el momento para ocultarme detrás de unos arbustos. Me sentía ridículo, como un colegial haciendo travesuras y me preguntaba una y otra vez por qué estaba espiándola. La respuesta me llegó unos minutos más tarde, cuando la hermosa dama se puso el sombrero. Realmente le quedaba bien, no pude menos que admirarla. De pronto se puso a caminar y tuve que apurarme para salir de mi escondite. Y es aquí, señor, cuando sucedió lo inesperado. En esto no fantaseo, fueron mis propios ojos los que la vieron. Junto a un soplo de brisa, el viento la levantó suavemente, llevándola como a un frágil papel hacia las alturas. No sé si gritó. Quizás fue mi imaginación la que grabó un grito desesperado en mi corazón. Pero la vi irse con el sombrero hasta volverse un pequeño punto oscuro en el horizonte.

HUGO ASENCIO

EL HOMBRE QUE LLEVABA LA MUERTE ENCIMA

Este hombre que ahora parece un anciano inofensivo y vacilante, en una noche de Enero de 1942, cuando apenas había cumplido los veintidós años de edad, entró a la habitación de Eulalia Pereyra y le sacó el corazón con un cuchillo de cocina. Y así, con este músculo sangrante en la mano, caminó hasta el bodegón de Los Ferro, y lo tiró sobre la mesa donde Victoriano Sosa y el Yuyo Rodas estaban jugando al tute cabrero con un par de parroquianos que ni vale la pena mencionar.
Inmediatamente después que Fausto Leiva vio cómo el corazón de Eulalia manchaba las barajas con sus coágulos, derribaba los vasos de vino tinto y se entremezclaba con los maníes y las aceitunas. Lo tomó a Victoriano Sosa por su pañuelo de cuello y le cortó la garganta de un solo tajo. No sin antes murmurarle: ¡Quedó jodida la Eulalia... de tanto esperarte!...
El Yuyo Rodas empezó a transpirar de pavura porque se la vio venir. Mientras Victoriano se desangraba sobre el piso de tierra con disciplinada resignación y ensayaba una mueca de dolor que se parecía a una sonrisa o a una amenaza. El Yuyo se hizo de un puñal sucio que ostentaba antiguas despedidas y lo invitó al Fausto a salir al baldío de la esquina.
Yuyo sabía que las probabilidades de ganar esta disputa eran remotas. Fausto, a pesar de su juventud, ya era un mal entretenido y experimentado hombre del suburbio, acostumbrado a dirimir asuntos como estos, y a salir siempre victorioso.
La luna se vaciaba en el baldío con cierta inocencia. Ambos puñales estaban angurrientos de supervivencia. Uno de esos puñales temblaba e intuía que iba encontrarse con su destino de turro torcido. El otro no. El otro brillaba y se sacudía en el aire de la noche como una sombra de acero, sabiéndose absuelto de antemano por pura nobleza. Uno de esos puñales sabía que iba a terminar hundido en el barro, hambriento y oxidado. El otro no. El otro se llevaría consigo la carne y el alma de su contrincante, hasta la última gota.
Sólo bastaron un par de miradas y algunos zigzagueos enérgicos para que Fausto enterrara, literalmente, su cuchillo furioso en el pecho de su adversario. Y dicen que ahí mismo lo dejó. No sin antes comentar, ante el cadáver nuevito y perplejo de Yuyo, algo que era casi como una sentencia o como un remordimiento: ¡Así no se mata a un hombre!...
Pero en realidad, estaba hablando de sí mismo. Fausto encendió un pucho y regresó al bodegón de Los Ferro a empaparse de ginebra y de silencio. Entró directamente hasta el estaño, mirando al caminar la punta de sus zapatos. Al llegar, echó un vistazo a su alrededor, y ninguno de los presentes se atrevió a mirarlo a los ojos. Mucho menos a la espalda. Nadie hizo un gesto de más, ni un sonido de menos, tal vez; para no interrumpir la melodía de la muerte.
Siendo muy chico escuché el relato de estos crímenes en una mesa del bar Oviedo, que está en la esquina de Lisandro de La Torre y Avenida de Los Corrales, en el barrio de Mataderos; donde yo solía acompañar a mi padre a masticar su ginebra, sus disgustos sociales y sus cigarrillos negros.
Fausto había sido un boyerito de pies descalzos durante toda su infancia. Abandonado por unos padres que nunca conoció, y forzado a sobrevivir en los mataderos de los años '20 casi como un animalito, por un poco de comida diaria, y durmiendo en fardos de pasto o en bolsas de avena, entre monturas y recados que significaban su hogar. Como un guachito que recibía favores y agresiones en la misma proporción. Entre gente de avería. Se hizo diestro en el manejo del cuchillo por su elevado afán de conservación y desarrolló tanta guapeza como tristeza, debido a sus orígenes.
Cuando iba por los catorce años se hizo amigo de Victoriano y de Yuyo, dos guapos muy temidos en los corrales de entonces, que se vanagloriaban del alegre prestigio de llevar un par de muertes encima, y que lo superaban en edad. Fausto los tomó como ídolos a quienes ya conocían el arte de chupar hasta mamarse, y acuchillar infelices desprevenidos en los potreros del suburbio. Disfrutaban llevándolo a recorrer los prostíbulos que bordeaban la Avda. General Paz, y que ofrecía putas de 20, 30 y 50 centavos. Siempre buscaban a las minas más caras porque con las jóvenes se corrían menos riesgo de pescarse una enfermedad venérea. Contraer una sífilis era un trágico acontecimiento a dos décadas de descubrirse la penicilina.
Alguna vez, Victoriano y Yuyo, lo entrenaron para que supiese defenderse en las peleas con cuchillo. Y estaban orgullosos de ver cómo Fausto aprendía rápidamente los secretos de dichos combates, y se movía ante ellos con extrema velocidad y un instinto asesino, que muchas veces los puso en peligro a ellos mismos, en estas parodias organizadas. Si el boyerito Fausto les encajaba algún tajo accidental en medio de estos ensayos, se echaban a reír hasta descomponerse y terminaban celebrando el acontecimiento con abundante vino y bebida blanca.
No faltó oportunidad de que lo empujaran a entreverarse con algún desconocido que visitaba los prostíbulos con la sola idea de probar su hombría. Y nunca tuvieron necesidad de salir en su defensa, porque Fausto siempre hizo gala de un ensañamiento feroz y terminaba con cualquiera que se le pusiera por delante, por grande que fuera, y por furioso que estuviera. La destreza de Fausto estaba en sus piernas ágiles y en sus brazos largos, que le dejaban a sus oponentes, la perturbadora sensación de estar peleando con dos personas al mismo tiempo. Y ni qué hablar de aquella frialdad demoledora en el momento de decidir la suerte ajena.
La tarde en que Fausto conoció a Eulalia, una jovencita de su misma edad; éste se estaba recuperando de la borrachera del mediodía, apoyado en un árbol de moras de la avenida. General Paz, frente a los prostíbulos. Victoriano y Yuyo, advirtieron inmediatamente que el boyerito se les había enamorado a primera vista. Los guapos se cruzaron una mirada cómplice, sin saber que en aquello que estaban tramando en ese instante, se les estaba yendo la vida.
Al llegar la noche, Victoriano y Yuyo, se combinaron estratégicamente. El primero para correr hasta el quilombo y pagar por los favores de Eulalia a escondidas del ingenuo enamorado. Victoriano se comportó como un animal, mientras se abusaba de ella por unas monedas, y la castigó varias veces pegándole con una toalla mojada, cosa de evitar las marcas. Obligándola a todo tipo de humillaciones físicas, y amenazándola con no decir de esto ni una palabra a nadie, a riesgo de aparecer apuñalada y arrojada en el arroyo Cildañez.
A todo esto; Yuyo lo entretenía a Fausto en el boliche con la excusa de jugar al truco y tomar unas ginebras, con la consigna de demorarlo hasta el regreso de Victoriano, tal cual lo habían acordado en aquella mirada. Y así, medio en pedo como lo tenían, se lo llevaron a Fausto hasta la habitación donde recibía Eulalia y se lo metieron adentro para que el pibe se sacara las ganas.
Se comenta que Fausto se encontró con una Eulalia muy dolorida y todavía ensangrentada, por la brutalidad y el desprecio que Victoriano había ejercido sobre ella. También se supo que a Fausto se le había pasado el pedo en un santiamén.
Ahí nomás fue que empezó a cuidar de ella. Usó todo su tiempo tratando de consolarla y curarla. Y la limpió como pudo, usando partes de una sábana. Eulalia lloró desesperadamente, como lo que era, como una niña, hasta terminar quedándose dormida en los brazos de Fausto, y casi en posición fetal.
Al rato ocurrió que un griego que apenas balbuceaba el castellano, quiso entrar a la fuerza, argumentando quién sabe qué cosas, quizás equivocado de habitación o mal informado, y se trenzó en una discusión con Fausto que lo atropelló inmediatamente, prohibiéndole la entrada. El griego, un tanto borracho y torpe; extraía dinero de sus bolsillos y lo mostraba, señalándola a Eulalia. Fausto, ni lerdo ni perezoso, lo arrebató de un cabezazo en medio de la nariz y el tipo comenzó a sangrar y a sostenerse el rostro con dolor y con desesperación, mientras lloraba infantilmente. Ahí nomás, el griego, sacó un revolver de entre sus ropas. Y Fausto, reaccionó con todos sus reflejos, tomó su cuchillo, y dando un salto se abalanzó sobre el turista y se lo clavó a la altura de la ingle. Una vez que lo hundió lo suficiente, agarró el puñal con ambas manos y lo levantó casi por encima de su cuerpo, proporcionándole un tajo que le subió hasta el abdomen. Y lo dejó tirado ahí, muriéndose del susto y de otras cosas.
Eulalia y Fausto, se escaparon del lugar para no verse perjudicados por esa muerte absurda. Empezaron a convivir en los corrales. Fausto consiguió que le prestaran una casilla abandonada, por intermedio de algunos contactos que tenían Victoriano y Yuyo. Y éstos también se encargaron de limpiar la muerte del griego. Se llevaron el cuerpo en carreta hasta Puente La Noria y lo tiraron al Riachuelo. Y nunca más se supo.
La amistad entre ellos parecía fortalecerse cada vez más, de no haber ocurrido lo que ocurrió. Todas las tardes, y casi hasta el anochecer, Yuyo tenía la tarea de entretenerlo a Fausto en el boliche, mientras Victoriano la visitaba a Eulalia, y le exigía que lo atendiera como alguna vez lo hizo en el prostíbulo, bajo la amenaza de contarle a la policía acerca de la muerte del griego.
Y aquello fue ocurriendo durante varios meses, hasta que llegó a oídos de Fausto y éste no tuvo más remedio que ir por el corazón de Eulalia y la dignidad perdida de aquellos guapos.
Las bajezas de la traición ocupan almas vacías y cerebros en permanente estado de descomposición. Y pensar que la justicia la trajo un hombre que ya estaba muerto, y que sigue así desde entonces.

ESTELA ADRIANA FAVIA


HARTA

Se levantó sobresaltada de la cama, está ansiosa, una decisión acaba de tomar. Su rostro muestra una gran incertidumbre y tristeza. ¿Pero... si lo hago, que pensaran de mi?, ¿Y los vecinos?.¡Estoy harta!, ¡Harta!, ¡Harta!, ¡No puedo más!, dice moviendo rápidamente sus brazos y golpea el piso una y otra vez con violencia. ¡No doy más! pero... ¿Qué estoy haciendo?, Vacila, llora, ¡Estoy fuera de sí!, Tengo que controlarme, no sé que estoy haciendo. Reflexiona un momento y grita, ¡No me importa que piensen de mí!, ¡Esto aquí, no va más!, Si él se marchó, yo también lo haré. Tomó todas sus cosas y huyó de allí. Cruzó la puerta y se fue, para no volver jamás.

MARIO CAPASSO


ESCENA EN MOVIMIENTO
Un hombre sube a un taxi, a poco de andar el taxista lo reconoce y se lo hace saber, que lo vio anoche, le dice, que en realidad lo ve todas las noches, y que nadie lo moleste a esa hora porque lo mata, que está muy bueno el programa, que lo ve desde que empezó, al principio porque le gustaba a su mujer pero luego él también se enganchó, que su personaje es, lejos, el mejor de todos, y está seguro que de un momento a otro va a descubrir que su madre no es su madre, que se va a casar con Elena finalmente, y que ese Garrido las va a pagar todas juntas, qué, cómo, ah, que Garrido es usted, no puedo creerlo, uh, qué chambón que soy, cómo pude confundirme si anoche vi el programa, en realidad lo veo todas las noches, largo el taxi y llego a casa y mientras como algo lo miro, se lo juro, muy bueno, che, muy bueno el programa, desde que empezó que lo vengo siguiendo, y estoy seguro que Daniel va a descubrir de un momento a otro que su madre no es su madre y que al final se va a casar con Elena, y van a ser muy felices, la pareja más feliz del mundo, mal que te pese a vos, Garrido, hijo de puta.

JUAN CARLOS DE ROSA


LA INVENCIÓN DEL TRIÁNGULO

La invención fue con…..
Padre, Hijo y Espíritu
NO, NO …… que no huele a santidad
Entonces debe de haber sido con …
Mitra, Varuna e Indra
NO, NO ……que tampoco es védica
Tal vez …
Hades, Poseidón y Zeus
NO, NO ……que no es un mito
Cabe la posibilidad de
Gaby, Fofó y Miliqui
NO, NO ……que no es mofa
La línea media de Racing tricampeón…..
Giménez, Rastelli y Gutiérrez
NO, NO … que no es deporte
Podrían llegar a ser …
Ejército, Marina y Aeronáutica
NO, NO ……que no es marcial
¿Será posible entonces que ………
Vos, ella y Yo?
SI, SI ……… nosotros, nosotros

LAURA GENTILE


UN VIAJE EN TREN

Cuando salí del laburo, me dirigí a la casa de mi amiga Vero que vive en Temperley. Me dijo que tomara el tren en Constitución y así lo hice. Contenta por haber encontrado lugar para sentarme, me relajé en el lugar y cerré mis ojos. Al instante escucho: Señoras y señores, no tengo pa´comer y estoy vendiendo… estas curitas, también pañuelos descartables como lapiceras de pluma, tampones, balleninas, cepillo de dientes, eslips con trompa de elefante, pelotas de fulbo, encendedores, cepillo pa´el pelo, tijeras, alajeros, balizas, pastillas pa´el inodoro, pantuflas, colaless con la lengua de los rollings stones, cortauña, pinceles, batidor, agenda… Enfurecida interrumpo y digo: ¿Tapones para los oídos no tiene?, el hombre buscó en su enorme bolso y contestó… Se me terminaron pero se los consigo en la estación siguiente después de Temperley.

LILIANA LA GRECA


MI PEQUEÑO MUNDO

Miro por la ventana, la calle vacía. Cinco de la tarde. Verano, quietud, sopor y mi mundo que aparece… Ayer, un patio, mi infancia… tardes de verano, calor, libros y ensueños, juegos con amigos, mancha, tinenti, el patrón de la vereda, las estatuas, fosforitos y rayuelas. Bicis, historias y cuchicheos…
¿Me miró?... Recuerdos sin sábados y domingos y un sabor a dulce que no empalaga…¡Piedra, papel o tijera!... al botón de la botonera…
Vecinos sin miedo en veredas compartidas… y mi corazón mirando al sur…como decía Eladia. El patio siempre fresco, el aroma a pasto recién cortado, noches calurosas en la puerta de casa y en familia, agua fresca con limón y cubitos para compartir con los vecinos.
Calor y alegría, y esperanza, y cariño, y paz… La mirada acogedora de mamá y papá… y mi vista que descubre un velo hacia la realidad. Mi casa, mis hijos, mi esposo, mi mundo, mi gente. Sonrío…Nuevas historias… Nuevos recuerdos… La vida.

CLAUDIA MUGNOLO


¿UNA MAÑANA IGUAL?

María se despertó esa mañana triste y lluviosa, se calzó las chinelas y se puso su bata. Fue al baño, llenó la bañera, acomodó las toallas y se introdujo en el agua caliente, masajeando su cuerpo con suavidad y meditando unos minutos. Después abandonó el baño, se secó y cepilló el cabello con dedicación, con tiempo, se vistió. Fue a la cocina se preparó un café negro y tostadas, las comió. Pasó por todos los cuartos que olían a violetas, las que ella con esmero acomodaba en cada uno de los floreros, todo estaba en orden pero ella se empeñaba en dejar la casa más pulcra que de costumbre, volvió a recorrerla iluminando los espacios con los ojos vidriosos.
Se detuvo en su cuarto y se acostó en la cama de dos plazas recién tendida, alisó la colcha con el revés de su mano, está abstraída mirando el cielorraso, ese que conocía desde hace veintitantos años, ese que fue el testigo de penas, dolor, risas, tiernas caricias, agitación, sudor, llanto de hijos.
Se levantó pausadamente, fue al placard, tomó su bolso y con él recorrió todos los espacios de su hogar. Todo está en su lugar, se dijo, todo reluce como siempre y hoy aún más. Salió al palier, se aseguró de echar doble vuelta de llave. Subió al auto rojo, y él arrancó.

VALERIA VACCA


TARDE DE PASIONES

Un mate, la amistad y la confianza. Pasa de mano en mano, en el medio un partido de fútbol, una sensación, unas ansias de ganar. Vuelve el mate al cebador, queda un rato detenido al igual que su aliento. El jugador va esquivando a los adversarios acercándose cada vez más al arco. El cebador atónito toma la pava, vuelca el agua sobre la yerba. El jugador sigue esquivando la última línea de jugadores. Un silencio…
El agua sale de la pava, se rebalsa el mate…Gooollll!!!, se escucha en la reunión de amigos, tapando así el grito del cebador que se quemó

SILVINA MARIEL SÁNCHEZ


LA DECISIÓN
Esa mañana Julieta se levantó ojerosa, malhumorada y con dolor de cabeza por la mala noche pasada en aquel departamento, como le venia ocurriendo desde hace ya varias semanas. Después de escribir una carta con las manos temblorosas, con la bronca contenida, tomó una decisión… dejar el hogar.
A medida que deslizaba la lapicera por la hoja, unas lágrimas aparecieron recorriendo sus mejillas y el sollozo comenzaba a invadirla. Se detuvo, secó la cara, se paró y comenzó a recorrer el pasillo que la conducía a la cocina y el olor del jazmín de su balcón la invadió. Se acercó a la heladera, la abrió y sacó de ella una jarra con jugo de naranjas, bebió un sorbo mientras su cabeza no dejaba de pensar si haría lo correcto, si valía la pena dejar su casa que tantos buenos recuerdos le traía.
Recorrió cada espacio de la vivienda y su cara cambiaba de expresión a cada paso. Sonreía, lloraba, y fruncía el ceño cuando llegaba a su cuarto… Recordó las noches de insomnio a por los ruidos de los vecinos, las peleas, las corridas constantes de muebles, los golpes y la música a alto volumen… entre otras cosas. Siguió recorriendo y su cara se iluminó al evocar las fiestas en el gran comedor con sus amigos y familiares.
Entonces Julieta salió al balcón, y respiró hondo el aroma del jazmín calmando su angustia.
Regresó hasta el escritorio a buscar la carta, tomó su abrigo, la cartera del perchero y fue a despacharla. Salió a la calle, caminó unos metros y se dirigió al subte. Al llegar se encontró con un cartel que informaba que la línea D estaba suspendida momentáneamente.
Retrocedió y volvió sobre sus pasos, al llegar a la esquina miró a lo lejos su departamento y rompió la carta.

STELLA MARIS TABORO


EL TIEMPO DE LAS FRESAS

La luz caía como puñal desprendido del cielo. La claraboya devoraba la claridad y la ponía delicadamente en la alcoba de Elisa. Ella despertaba de un sueño sin sueños.
Había intentado atrapar la magia del bosque cercano. Buscó más de cien veces conversar con las hadas, con los gnomos y hasta con las luciérnagas antes de dormir. Pero ahora despertaba a la adolescencia y otras sensaciones le recorrían.
Entonces soñaba estando despierta, plasmaba en los espejos frases con perfumes a fresas, aunque a veces asomaban algunas niñerías de su infancia pasada, las sorpresas de las navidades, sus cumpleaños cargados con dulzuras, colores, risas y juegos. Sus berrinches, los cuentos de la abuela, los consejos de mamá... Todo se mezclaba en ese puente hacia lo desconocido: ser una mujer, tener tacones, como había ensayado con los de mamá. Pintarse los labios, sombrear sus ojos, mirarse mil veces al espejo, ensayar mil firmas y no decidirse por ninguna. Sentirse alegre y a veces melancólica.
Qué extraña situación estaba viviendo, le habían hablado de un príncipe azul, pero a ella le gustaba alguien que nada tenía de azul. Le habían dicho que se trata de la edad del pavo, pero ella se sentía una reina recién nacida o una princesa como la de los cuentos, viviendo en un castillo de ilusiones, de esperanzas, con espejos de ideas cambiantes y sin miedos. Le gustaba revelar en su diario íntimo todo lo que quería y sentía y estaba segura que allí quedaba guardado en secreto, el mayor secreto del mundo.
Nadie, nunca nadie accedería a esas hojas que en silencio, guardaban todo lo que ella vivía en ese, su tiempo de fresas.



JUANA SCHUSTER


FIORELLA
El anciano me pregunta otra vez. Cree que su insistencia cambiará el efecto de las cosas. Se apoya en la baranda de arabescos que forman espirales. Ayer también tocó el timbre de la casa.
Respira con dificultad. Debe padecer asma. Es delgado como un junco. Asegura que aquí vive su hija Fiorella. Hace treinta años que no la ve. Le explico todo lo que sé una vez más. Compré la propiedad después de un divorcio. Ignoro todo sobre esa mujer.
Él insiste. Me muestra una foto color sepia. Así llevaba yo el cabello a esa edad. Hace tintinear unas monedas en el bolsillo de su abrigo. Habla un italiano muy cerrado. Lleva un papel con mi dirección. Sus ojos se notan agotados. Han perdido el júbilo de la primera vez. Mechones de pelo blanco se mueven al ritmo de sus vocablos. Lleva la montura de los anteojos arreglado con cinta adhesiva.
-Abuelo, debe haber una confusión. Quiere pasar y cerciorarse. Tomo la decisión. Le digo - adelante.
Sus ojos se pasean con lentitud por los objetos, espera que aparezca algo que lo sorprenda. Toma el cenicero y me explica que ese cristal es de Murano.
Asombrada, le digo que lo compramos con mí ex en Italia.
La mucama trae una taza de café y galletas de sémola.
Bebe con avidez. Tienen el sabor de las que amasaba su mujer. Los vecinos sentían el aroma a vainilla desde sus hogares.
Una lagrima pequeña, apenas visible, se desliza por su mejilla. Se convierten un retacito de diamante que refracta la luz del sol.
-Si sabe algo de mi hija, llámeme. Me entrega una tarjeta de la pensión.
-El sábado vuelvo a Italia si no la encuentro. En el pueblo me ayudaron con la plata para el pasaje.
Lo dice como un general que sabe de antemano que ha perdido la batalla. Se retira toma el camino hacia la estación. Duele su desesperanza. Hace daño su pena. Cierro la puerta. Me miro en el espejo del recibidor.
-Yo soy yo, me digo.
Suena el teléfono.
-Hola Dr. Ramos. ¿Cómo esta usted? Hoy me acordé de tomar la dosis elevada.
-La felicito. Veo que esa memoria va mejorando, Fiorella.

OLGA RAVELLI


CIBER ENCUENTRO

Se hizo tarde, pensó, mirando de reojo la puerta, y apenas levantando su manga para ver el reloj. El libro verde que tenía en la mano le parecía ridículo y desubicado. Quería retrasar el pago del café, darle cinco minutos más de chance. Pagar e ir al baño. Se imaginó que al volver a pasar por el salón lo vería desorientado buscando el libro verde sobre las mesitas. Habían arreglado una consigna cada uno, ella un libro verde, él, un jean, camisa a cuadros y zapatillas negras.
Noches enteras hablando por el privado, contándose los secretos más profundos, (por lo menos, los de ella). Deseándose mucho a través de palabras encubiertas y otras no tanto. Sentía por él algo intenso, parecido al amor.
Se desesperaba cuando la camarita web de mierda no servía para nada (cada vez que la encendían a ella se le cortaba el servicio), hasta había pensado sacrificar algunas cosas de su vida para conseguir una nueva computadora. Finalmente decidieron conocerse y terminar con las intrigas de cómo sos, cuántos años tenés, o decime tus medidas.
A ella no le importaba demasiado lo físico, se lo había dicho muchas veces. Le importaba que fuera un tipo normal, alguien que no se transformara en un estúpido frente a la realidad del encuentro y después… si había o no había piel sería otra cuestión.
Estaba decidida a no ir a encamarse con él en la primera salida, a pesar que había fantaseado de todo por internet, aún sin conocerlo.
Volvió a mirar el reloj con disimulo, en fin, si la primera vez que se iban a encontrar, llegaba tarde, pensó, ¿qué le esperaba para el resto de los encuentros?
Recordó, sin embargo, que siempre encendía a tiempo la computadora y ahí estaba, puntual, yendo a su encuentro para conectarse con ella. El bar elegido estaba casi vacío. El mozo, parado en un rincón con cara de aburrido, esperaba que algún cliente lo llamara para consumir o pagar. Se escuchaba suavemente un tema de los años 60, que se confundía con el ronroneo de los ventiladores de techo que circulaban lentamente. Todo demasiado quieto en esa tarde de verano. ¿Quién se creerá éste tipo, o quién piensa que es para dejarme plantada?
Llego a casa y lo elimino. No, mejor me meto en el primer ciber que encuentre y lo elimino, a lo mejor me estoy salvando de un pirado, de un psicópata, de un asesino serial. Pensaba con bronca.
Faltaba un minuto para que se cumplieran los cinco minutos de chance que le estaba otorgando.
Recordaba cómo se habían conocido, en esa sala de gente que habla toda a la vez, mientras los moderadores con unos martillitos amarillos rajaban a las o los que no les caían en gracia.
Nunca entendió cómo había llegado hasta ahí. Sabía poco y nada de Internet, menos entendió cuando le empezaron a llegar mensajitos en cartelitos amarillos que le pedían verla en privado, se preguntaba todo el tiempo qué era el privado, cómo se llegaba o cómo se entraba, tampoco entendía los nombres absurdos de quienes figuraban en la sala, ella se llamaba Ana, y Ana era y seguía siendo en todos lados, pero ahí... había que llamarse, Luna204, Estrellita9, Bocattodicardinale, Genio78, y todos esquizofrénicamente cambiando su personalidad y sus nombres. Ese mundo, donde la sala, era un lugar en un no-lugar, la tenía atrapada.
Cuando entraba a la sala y todos la saludaban, ella tenía que repetirse con: hola Ranita, hola Papanoél, hola Negromentiroso, etc. Boludamente… hola, más hola, más hola. Después aprendió que había reholas para cuando salían y volvían a entrar. Los sentía a todos muy cercanos, casi como si la estuvieran esperando o necesitando.
Para ser uno de ellos debía aprender los códigos, ahora que lo pensaba mejor, sentía que esos códigos eran una forma casi fascista de manejarse en los grupos, a veces todos contra todos y otras todos contra uno y cuando algo así pasaba, aparecían los dueños del lugar con los martillitos para expulsar a los insurrectos, y la palabra que aparecía era "Eliminado".
Era tan fácil eliminar. Volvió a mirar su reloj. Se levantó y salió.
Despacio… se fueron transformando en una historia, más de eliminados cibernéticos.

ROBERTO RODRÍGUEZ SANTIAGO


Incertidumbres

La tarde recorre por mi silencio
su último cielo.
Poco a poco recojo las nubes en mi pecho.
Inconsciente

Duerme, niña, duerme.
En tus sueños mi pesadilla también duerme.

Sangre

En el cine
corre el filme
danzando en el espectador
como humo es el espesor
en el ojo
figuras tontas y patéticas
y siempre algún malhumorado
o héroe
con el pulgar alzado pero vendado
y nada importante
si se derrama un poco de sangre
¡es el héroe!
¡es el que se esculpe
en bronce
llena la sangre de billetes
como vendajes!
Y la sangre no importa:
de esa, de esa,
¡qué se pierda!
¡qué se pierda!
Siempre que hayan
muchos billetes como vendajes.


El último romántico

Murió, nada, murió
el último romántico,
apenas del mundo él sabía
y el mundo, de él, fantasía
hizo primero,
comercio certero luego,
y de la cursilería nauseabunda
hasta el fuego
la humanidad en manada.
Murió, nada, murió
el último romántico.
Ya ni la sepultura
recuerda su locura


Sollozos de un amante

Hay para morir
tantas razones
cuando la vida
es tan cruda
que amas y amas
y no existe más
amor que
el existente
en tu corazón,
cuando el mundo
es tan infernal
para hacer añicos
el termómetro
de tu pecho
y tú sólo
miras… ¡solo!

SEBASTIÁN JORGI


EL BAGABUNDO
...............A Elida Colombo. Al padre Abel Calvo
...................Si en un relámpago mi ilusión pudiera,
...................desafiar la muerte, alojar la esperanza.
................................
Arminda Arroyo Vicente

Mamá miró a través de la ventana. Noté que en sus ojos había como una imagen de preocupación. Nuestro padre tardaba más que de costumbre. ¿Habría tenido problemas con el patrón para cobrar los poquitos pesos ? Ojalá que no. Ya estaba por llegar la Navidad y si papá no traía esta semana dinero, no habría para comer y sería terrible para toda la familia. Por ahí andan mis hermanitos, gozando por anticipado la fiesta navideña.
-¡Llega el Niño Jesús! !-canta Paquito.
-¡Y después los Tres Reyes Magos! -canta Lucía.
-¡El Niño Jesús está por venir !
-canta Mariano.
La noche ya había caído con toda su negrura. Mamá ya ha puesto la mesa. Se asoma una y otra vez. ¡Cuánto tardaba papá!
Uno a uno fuimos saliendo al portal. Un chasquido produjo un alto, como una interrupción en nuestra angustiosa ansiedad. Alguien se acercaba. Pero un sexto sentido me decía que no era papá. La figura de un hombre se fue recortando enmarcada en la luz de la luna.
Venía silbando una canción de Atahualpa Yupanqui. Cargaba en su hombro derecho una pequeña bolsa.
-El arriero va... las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas...
Mamá nos cobijó a todos, como en una acción de protegernos del desconocido. Mis hermanitos arrugaron sus caras, temerosos.
-¡Es el vagabundo de la semana pasada! - casi grité
-Vayamos adentro, hijos - alertó mamá.
Recordé que lo habían echado del pueblo hacía una semana y que en ninguna casa le habían dado albergue. Lo reconocí, ya, más cerca: su cara barbada me impresionó y retrocedí un par de pasos.
Mamá llamó:
-Ven, hijo, adentro.
-No temas - dijo el hombre.
Su voz sonó metálica.
-Es el vagabundo que hace unos días merodea por el
lugar - le dije a mamá.
Los ojos del hombre se clavaron en mí. Una sonrisa recorrió su rostro. Bajó la bolsa y la puso en el suelo.
-Necesito algo de beber y un poco de pan.
Casi imploraba. Su voz no sonaba a una orden ni a una amenaza. Miré a mamá. El gesto de ella, pese al miedo por el desconocido, aprobaba mi decisión. Fui hasta la bomba y llené un jarro con agua. Y mamá me alcanzó un pan flauta. Y mis hermanitos una galletitas de maíz. El vagabundo bebió de un golpe y masticó con ganas, el pan. Se guardó las galletitas en la bolsa.
-Va a ser una hermosa noche- dijo -. Gracias.
No le contesté. Pensaba en papá. ¿Se habría quedado tomando ginebra en lo de Soto? ¿Se habría encontrado con el turco Andujar y estarían en el almacén de don Almirón? Si esto era cierto, intuí que papá no había cobrado el salario semanal. Y lo que sería peor, ahora podría estar tirado, medio dormido, cerca del Puente Abandonado o lo que sería más peligroso, caído en la laguna de los Paiva. Una laguna barrosa.
-¿Qué te pasa, muchachito, eh?
-Nada.
-Quédate tranquilo, pronto me iré. En este pueblo no soy muy bien recibido.
Incliné mi cabeza con vergüenza. Recordé que hacía unos días fue maltratado, golpeado, humillado, por un grupo de hombres, frente a la tienda del alemán Stiker. Y uno de esos hombres que habían estado en esa escena, impasible, fue papá. ¿Dónde estás, pa, dónde te has metido?
-Estamos preocupados por papá. No regresa y se ha hecho muy tarde - me atreví a decirle.
El desconocido frunció el seño. Su barba parecía moverse, tener electricidad.
-Vamos por él, pídele permiso a tu madre, dile que no tema, te cuidaré.
Pero mamá no accedió al pedido. El vagabundo tomó su bolsa y se fue yendo, despacio.
-Gracias. Feliz Navidad.
Inclinó su cuerpo, reverencial. ¿Un mendigo de buenos modales? No entendía esto. Después de caminar unos metros, se dio vuelta y me saludó con su mano izquierda. La luz; de la luna parecía enmarcar su figura en una aureola.
Ya era cerca de la medianoche. Mamá se aprestaba a salir, como otras veces, a buscar a papá. Iría hasta lo de don Almirón o doña Cata, para conseguir ayuda. Comprendí que estaba arrepentida de no haberme dejado ir con el vagabundo. Apenas nos había molestado unos minutos.
Una voz sacudió el lugar.
-¡Eh, los de la casa!
Nos asomamos. Mamá, que estaba ya lista para salir, fue la primera
-Sí...
Era la voz del vagabundo. Ahí venia, cargando a papá en sus hombros. Estaba exhausto.
-Ayúdeme, señora, ayúdeme, niño. Se ha golpeado en el Puente Abandonado. Estará bien...
-Gracias, señor...
Mamá no cesaba de agradecer. Papá volvió en sí a los primeros cuidados. Explicó que el patrón había viajado a la Capital. Y no le había pagado a nadie. Miró al desconocido.
-¿Te conozco de algún lado?
-Es posible...
Quise decirle que era el vagabundo que habían humillado hacía unos días en el pueblo. Pero callé. No era el momento oportuno para avergonzarnos aún más. Mis hermanitos se habían acercado y jugueteaban con el desconocido.
-Debo seguir viaje.
Mamá le había servido una taza de mate cocido y torta frita.
-Quédese, señor, hoy es Nochebuena y ...
Un sollozo se atragantó con la voz de mamá. No sabía cómo pedirle perdón al hombre por su desprecio, su temor más que todo y la humillación que había sufrido en el pueblo. Las incomprensibles burlas de la gente.
-Gracias, mi amigo - dijo papá.
-Diga usted mejor: Gracias a Dios. El fue quien me guió hasta donde estaba, sostenido apenas por un destartalado durmiente del Puente Abandonado. Que tengan una buena Navidad. Ah, arriba de ese banco les dejo una bolsita.
Se fue alejando. Ansiosos, mis hermanitos, hurgaron primero el bolsillo del papá. No había caramelos, ni dulces. Nada. Yo me dirigí hacia la bolsita que había dejado el desconocido sobre el banco.
-¿Qué es eso? - preguntó mamá
Al desenvolverlo, vimos que había harina, caramelos, azúcar, yerba y una lata de aceite, entre cosas comestibles. También había un sobre con dinero. ¿Cómo decía papá que no le habían pagado el salario? Que no había recibido la paga. Mamá y papá se tomaron la cabeza. ¿Un milagro? Comprendí entonces quién era ese vagabundo. Corrí hacia el portal de entrada. Su figura aureolada por la luz de la luna se volvió para saludarnos. Giró y dijo:
-¡Feliz Navidad!
Su voz había cruzado todo el campo y nos llenó los corazones de una alegría inusitada, inimaginable un rato antes. Al alejarse, se fue convirtiendo en un punto luminoso que competía con la blancura de la luna.
Del libro: "La Coco Cambá del Okey Club. Ed. Los Robisones.

CARINA PEDREIRA


PODRÍA SER...

-¿ Cómo estas, tanto tiempo?
- Bien, y vos?
- Bien, trabajando y estudiando.
- ¿ Aun no terminas tu carrera?
- No, todavía me faltan 10 materias.
- Bueno ya la tenés.
- Si, me falta poco, pero me demore mucho después de tu viaje.
- Si, no sabia que por mi culpa se te atrasó tu estudio.
- No fue por tu culpa, sino por los momentos que tuve que vivir y las decisiones que tuve que tomar.
- Si, ¿ y me pudiste perdonar?
- Yo no tengo que perdonar, creo que es mejor terminar todo antes de continuar con una mentira, el amor es misterioso, no todos amamos de la misma manera, ni tampoco de la misma forma.
- Te amé y aun no te pude olvidar, fui un cobarde.
- De verdad no te creo, cuando uno ama, no deja a la persona antes de casarse.
- No fue así, en mi corazón no te deje nunca.
- Bueno, esta bien, todo pasa, el tiempo te ayuda, no a olvidar pero si a comprender y a ver que las cosas no son tan graves como las sentís en ese momento.
- Si, ya se, nunca me voy a olvidar tu cara, tu mirada, tus ojos llenos de lagrimas, cuando te dije que me iba.
- Bueno, basta, no recordemos más, ya esta, tengo que ir a buscar a Sofía.
- Sofía, ¿tu hija?
- Sí, mi hija.
- ¿Cuantos años tiene?
- Diez.
- ¿Diez años?
- Si, diez años, no me tomes de la mano, esta por venir.
- ¿Sofía podría ser mi hija?
- Si, podría... adiós.

SLAWOMIR MROZEK


LA FIESTA ONOMÁSTICA

Hice mi visita de presentación a casa del fiscal. El salón estaba casi a oscuras. Sólo a duras penas podía la luz penetrar a través de los visillos y del espesor de las plantas de adorno. La señora de la casa estaba sentada en un sillón cubierto con una funda de hilo blanco y llevaba un vestido estampado con grandes mariposas exóticas. Cada vez que por la calle pasaba un vehículo pesado, tintineaban las guirnaldas de cristal de la lámpara en forma de araña que, desde la penumbra, se inclinaba sobre mi cabeza. Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a la luz tamizada, descubrí en el otro rincón, bajo una palmera, una especie de parque como los que sirven para los niños, sólo que éste era mucho más alto. Detrás de los barrotes de madera, había un hombre sentado junto a una mesa, haciendo calceta.
Como la señora de la casa no me lo presentó ni le prestó la menor atención, yo no consideré adecuado preguntar quién era y, no sin esfuerzo, hice como que no me había fijado en él. Después de transcurrido el tiempo que se considera oportuno para esta clase de visitas, me levanté para despedirme. Al salir eché una mirada de curiosidad al parque, pero sólo pude observar un perfil inclinado sobre la labor. La señora del fiscal, mientras me acompañaba hasta el vestíbulo, me invitó amablemente a la fiesta del día del santo de su marido que debía celebrarse el sábado siguiente.
Por ser nuevo en la ciudad, yo no conocía sus costumbres y consideré que debía formar parte de ellas lo que había visto en el salón del fiscal. De todas maneras, estaba seguro de que pronto se aclararía todo con motivo de mi próxima visita. El sábado por la noche me acicalé y me dirigí a casa del fiscal.
Gracias a la abundante iluminación que, a cierta distancia, se reflejaba en el río, negro como la baquelita, se podía ver desde lejos la casa, la más importante de la ciudad. Encima del edificio consistorial ardía un castillo de fuegos artificiales. De ese modo, la milicia local manifestaba su participación en el general regocijo por la onomástica del fiscal. La puerta de la verja estaba abierta; el camino que llevaba hasta la casa estaba iluminado por la luz que salía de la puerta central. Yo me dirigí directamente al salón. La luz de la araña me deslumbre. Los sillones estaban desenfundados. Divisé el rostro encarnado del párroco, las caras amarillentas del farmacéutico y de su esposa, vi al doctor y a la doctora, al presidente del sindicato con su mujer y al propietario de un mísero taller que fabricaba mangos de pluma por encargo del Estado, también con su esposa. El propio fiscal salió a mi encuentro.
Mientras le expresaba mis deseos de felicidad y le entregaba mi regalo, la señora de la casa -que aquel día llevaba un vestido con una banda- me invitó a sentarme. De momento, pues, no tuve ocasión de hacer lo que quería; hasta que no participé en la conversación general, no pude volverme sin llamar la atención. No me había equivocado: en el rincón, debajo de la palmera, estaba el parque y en él el hombre, que aquel día iba vestido con un poco más de decoro; con el rostro apoyado en los brazos, parecía dormir. Tantas veces como me lo permitieron los buenos modales, me volví a mirar al rincón. Los demás asistentes, todos ellos invitados de honor del fiscal, no prestaban la menor atención al asunto; hablaban animadamente y en voz alta como suele hacerse en las fiestas onomásticas. Tal vez el que dormía había sentido mi mirada; me pareció que levantaba los párpados. Pero inmediatamente volvió a la actitud de antes, que expresaba una total indiferencia.
Durante algún rato estuve bromeando con el farmacéutico en medio de la risa general y de una alegre controversia, o intercambié ideas con el párroco, mientras intentaba, con insistencia pero en vano, descifrar aquel enigma. Luego se abrieron las puertas y los camareros trajeron una mesa en la que brillaban abigarradamente cubiertos y servilletas, manjares y botellas. En aquel momento aparecieron también los hijos del fiscal y se sentaron con nosotros a la mesa. A la vista de la cena, se animó la concurrencia y, después del primer brindis, la animación general se hizo aún más alegre. De pronto, entre el tintineo de las copas, los cuchillos y los tenedores, entre la risa argentina de las mujeres y los chistes atronadores de los hombres, sonó una canción. En efecto, el que estaba dentro del parque cantaba: "Volga, Volga...". La nostálgica canción iba acompañada del suave tañido de una balalaika. Los presentes lo tomaron con la misma indiferencia que si cantara un pájaro. Cantó luego "Ojos negros" y, con un poco más de alegría, "Nosotros, los de la asociación juvenil..." En aquel momento servían ya el postre; la mesa estaba envuelta en una nube de humo de cigarrillos. Observé que los niños del fiscal, después de pedir permiso a su padre, tomando de la mesa la botella de kirsch, se dirigían al parque y daban de beber al hombre a través de los barrotes.
Éste había dejado la balalaika a un lado y bebía tranquilamente; luego cantó dos o tres estrofas de "¡Adelante, soldados de la libertad!" o de la "Canción del tractorista". Como yo me había enfrascado en una discusión con el párroco acerca de las teorías de Darwin, no podía observarle con detalle, aunque procuraba no perder de vista el rincón. El párroco argumentaba de la siguiente forma: "Hay gente que sostiene que el hombre desciende del mono. Sólo una cosa es evidente, y es que quien dice esas tonterías, seguro que desciende del mono". Pese a que estaba algo enturbiado por el alcohol, pude comprobar que la bebida también había hecho su efecto en el hombre del parque.
-Usted seguramente no sabe quién es este hombre - me dijo riendo el dueño de la casa, que, por lo visto, hasta entonces no se había dado cuenta de mi curiosidad. -Un capricho de mi mujer. No quería tener en el salón un canario o algo por el estilo, porque sostenía que era demasiado vulgar. Por eso le busqué un progresista vivo. No tenga miedo, es completamente manso.
Los invitados echaron una mirada divertida al hombre de la balalaika. El fiscal añadió:
-Es oriundo del país. Durante un par de años anduvo suelto, sabe usted, e incluso ocasionó algunos daños. Pero ahora está completamente domesticado. Le podemos tener en casa sin ningún peligro. Hace calceta, toca la balalaika y canta. A veces, confieso que tengo la impresión de que siente algo así como nostalgia.
-Tal vez echa de menos la libertad, la actividad; en el fondo es un progresista - dije yo tímidamente.
-¿Cree usted que aquí no le tratamos bien? - replicó indignado el fiscal-. Tiene la vida asegurada, tranquilidad, ninguna clase de preocupaciones. Incluso hemos conseguido que coma de nuestra mano. Usted mismo lo ha podido ver. Ya no es peligroso. Sólo el día de la fiesta nacional y del aniversario de la Revolución le dejamos volar un poco. Pero siempre vuelve. Claro que nuestra ciudad es pequeña. ¿Dónde podría esconderse?
Cuando el fiscal me hubo dado estas explicaciones, el hombre de quien se hablaba miró al cielo y en su frente se formaron unas arrugas. Bajo aquella mirada, el párroco se quedó aterrado; su tenedor, en el que tenía un pedazo de queso, se detuvo a medio camino de la boca. Se interrumpieron las conversaciones y sólo se oyó el ruido que hizo al caer la cucharilla del presidente del sindicato. Incluso el fiscal se puso serio. Pero el hombre del parque tomó la balalaika, se la acercó al pecho, mirando de hito en hito a la elegante concurrencia, y se puso a cantar: "A las barricadas, pueblos de trabajadores..."
El alivio fue general. El sacerdote engulló el pedazo de queso y todo el mundo escuchó con interés la canción.
-¡Estupendo! - exclamó contento el fiscal golpeándose los muslos. El farmacéutico se desternillaba de risa; el presidente del sindicato tenía los ojos llenos de lágrimas. Únicamente la esposa del fiscal parecía no estar satisfecha.
-Cariño - dijo dirigiéndose a su marido -, ya va siendo tarde. ¿No te parece que los niños tendrían que ir a acostarse? A él le taparemos para que no cante más por hoy.
-Está bien - exclamó el fiscal -. El progresista, ahora, a dormir.
Ya muy avanzada la noche me retiré con los invitados que se marcharon los últimos, y se nos despidió cariñosamente. Al salir pasé junto al parque. Una funda de terciopelo con flores de color violeta lo cubría. Pero tuve la impresión de que debajo de ella sonaba suavemente la balalaika y me pareció oír una canción, e incluso comprender las palabras: "... la última batalla..."

TAMARA VITAR


¿Cómo está tu mamá?
-Hola gordo.
..................................................
¿Ya llegaste?
-¿Qué haces? ¿Cómo te fue gorda?
-Todo bien, cansada. ¿Vos?
-Bien, un día tranquilo.
-Yo estuve a las corridas para no variar. Cuando salí del jardín, fui a llevar las fotos del concurso, después de mi mamá, tomé dos mates, fui a Pilates. Vine, puse el lavarropas, cociné, fui a comprar y recién me siento. ¿Fuiste al sanatorio a ver a tu mamá?
................................................
¿Cómo está?
................................................
¿Me escuchaste?
-Todo igual, como hace seis meses.

TU CITA ES EL SABADO DE 16 DE OCTUBRE A LAS 18.30 hs.

ESPACIO NORMA PADRA Café literario

TU CITA ES EL SABADO DE 16 DE OCTUBRE A LAS 18.30 hs.
y todos los terceros sábados de cada mes.

Programada en "La Subasta" Río de Janeiro 54, cap.

Los invitados:

María del Mar Estrella
Ana María Torres: presentación “Seducción”
Se referirá al mismo Michou Pourtalé
Cristina Pizarro
Rubén Derlis
Michou Pourtalé: lectura de poesías
Ricardo Rubio
Victorio Veronese
Piero De Vicari
Coordina: Norma Padra
www.revistapapirolas.blogspot.com
normapadra@gmail.com