miércoles, 16 de marzo de 2016

Carlos Margiotta

21 años de palabras 
Carlos Margiotta

21 años de palabras, cientos, miles, millones, infinitas palabras escritas sobre el papel. Palabras hilo tejiendo redes, atando nudos, unas con otras, palabras de diferentes vertientes que confluyen en el río torrentoso llamado Redes de Papel.
Palabras para ser leídas, palabras que nos habitan, palabras alma, sangre, carne, lágrimas, risas, consuelo, sentidos.
21 años de palabras contando historias, creando ficciones, dando lugar a nuevos autores, motivando a los integrantes del taller, recorriendo el país por Internet, suscribiendo lectores, haciendo amigos, orientando vocaciones, curando heridas.
21 años publicando palabras propias, extrañas, conocidas, ajenas en un vínculo eterno con un lector lleno de palabras también. Palabras mujer, parto, bebé, niño. Palabras grito, gemidos, dolor, nacimiento. Palabras hombre, silenciosas, mentirosas, escandalosas, modernas, antiguas, antropológicas.
21 años publicando palabras llevadas por los vientos todos los rincones del mundo. Palabras científicas, mágicas, certeras, engañosas, buenas, esotéricas, crueles, amorosas, dulces, poéticas, consoladoras.  
Palabras ida y vuelta, malentendidas, subjetivas, universales, iguales pero distintas, mamá, papá, hermano, amigo, y la difícil palabra perdón.
Estamos hechos de palabras, viven en la piel, en cada célula, nos atraviesan desde el nacimiento. Somos palabras, las nuestras, las únicas, las dichas y las calladas, las vulgares y las sagradas, las sonoras y las silenciosas, las directas y las furtivas,  las bellas y las dolorosas, las tuyas y las mías.
21 años publicando palabras síntomas, enfermas, tragadas, escondidas, disimuladas, fallidas, equivocadas, olvidadas, censuradas, evasivas, vagas, agresivas, omnipotentes, inútiles, metálicas, onerosas, gratuitas, renacidas, dibujadas, resucitadas, agradecidas.
21 años publicando palabras perdidas, mudas, censuradas, secretas, ocultadas, enterradas, esperanzadas, palabras aparecidas en los sueños, queriendo ser dichas, sueños hechos palabras, significadas, interpretadas, dadas vuelta, al vesre, dirigidas al corazón de los enamorados y solitarios, palabras ilusas, confiadas, creyentes,
21 años publicando palabras libro, palabras taller de escritura creativa, ediciones Aguatierra, Café de la Subasta, Redes de cuentos, Encuento, Otro lugar, Rectangulares mujeres de  papel, Memorias, Tres amigos, Negro Hernández, Lucio Borgia, Alberto Costantino, Arévalo, el Gordo, Sandoval, el Mirón de Palermo, el tordo Jorge, el boga Norberto, y Marta… siempre Marta.
21 años publicando palabras fáciles, fácil de palabra, de fácil lectura, palabras rápidas, compre ya, ahora, inmediatas, lectura veloz, sintéticas, cortas, breves, abreviadas, condensadas, crípticas, confusas, oscuras, muerte de palabras.
21 años publicando palabras profundas hasta la tumba, palabras deseosas, sensuales, acariciadoras, íntimas, desnudas, calientes, sexuales, húmedas, orgásmicas, libidinosas, asquerosas.
21 años publicando palabras y todavía no he pensado en las palabras despedida, hasta pronto, cierre, adiós, final, quizás, tal vez, entonces las use cuando la pasión por escribir se agote, muera, y se convierta en hábito, costumbre, rutina, obligación… mientras tanto el vínculo con el lector seguirá vivo, fértil, re-escribiendo, re-siginicando, re-creando nuestro trabajo, con el otro, siempre el otro, sin el cual nada tendría sentido.


Gracias por leernos.

Jenara García Martín

POEMAS  
Jenara García Martín

AMAR DEMASIADO
Amanecía en el pueblo
Que aún dormitaba.
Pueblo silencioso, polvoriento.
El sol ya radiante se anunciaba
En lucha con el espíritu del viento.
Un día esperé a que la luna se ocultara
Para abandonar el pueblo
Como si fuera un ladrón.
Falto de valor, lloré como un niño perseguido
En la obscuridad de la calle,
Sin testigos.
Me decidí a dejarla,
Fueron muchos años de amarla,
De amarla sin esperanzas. .
Ella lo sabía, mas no me correspondía
Era un juguete hecho a su medida.
La tentación era saltar al vacío
Mas el sol me cegó
Y mi sombra lo impidió
Resistí la tentación
Y no volví la vista atrás.
Crucé esa frontera imaginaria
Decidido a enterrar el pasado
Que tanto me había herido.
La máquina incontrolable  del corazón
Me dominaba.
La llevaba en la sangre.
Respiraba por ella.
La adoraba..
II
Habían pasado diez años
Y la nostalgia del desarraigo
Me hizo regresar
Seguro de que mi amor, estaba muerto.
-¡Diez años!...¡Diez años...
Sin verla...¡ Sr. Juez!....
Y ese fatídico día que la volví a ver,
Iban los dos juntos, muy juntos,
Orgullosos de su caudal de amor…
Mi corazón latió a un ritmo sin control.
¡No había dejado de amarla!.
Cegado por mi irrefrenable pasión
Brilló un puñal entre mis manos
Y aquel hombre que la acompañaba,
A mis pies cayó sangrando...
¡Qué sencilla es la muerte!
Mientras la gente se agolpaba
Para presenciar la escena trágica
Mi corazón lastimado la perdonaba.
Abrazada al cuerpo sin vida
Ella inmovilizada suspiraba.
El cristalino raudal de sus lágrimas
Por su sacra beldad desfilaban.
Cuando de repente,
¡Sr. Juez,!...
Un  grito desgarrador
Salió de su garganta febril
Maldiciéndome. 
III
Perdí la razón y dominado por
Ese enfermizo amor
Enloquecí .
Brilló de nuevo el puñal,
Entre mis manos ,y,
Sin pensarlo, en su corazón lo hundí.
Me quedé inmóvil
Sólo divisaba la composición del  escenario
Que a mi alrededor gritaba
¡Asesino!...¡Asesino! ...
Yo no sentía nada, ni arrepentimiento,
¡Sr. Juez!
Sólo sé que no existo…Que ya estoy muerto




Marta Becker

                                               Visita Inoportuna   
Marta Becker

El Padre Ramón llegó al pueblo para reemplazar al Padre Cosme, quien murió de vejez y un infarto fulminante mientras daba el sermón dominical.
El hombre fallecido fue  llorado ya que era muy querido. Como sabía los secretos de todos muchos lamentaron su deceso pero respiraron aliviados ahora que se los llevaba a la tumba, ya que últimamente el cura estaba un poco disperso y hablaba de más, sobre todo de temas escuchados en el confesionario.
El nuevo Padre trajo muchos libros, algo de mobiliario que dijo ser de sus padres y no los quería perder, poca ropa y completando su mudanza lo acompañaba una morena a quien presentó como la persona que atendía la casa, la cocina y demás trámites.
Luego de instalarse y dar su primer oficio el Padre Ramón le contó a doña Eulalia, representante oficial de las beatas del pueblo, la historia de la muchacha. Se lo dijo como al pasar, pero estaba seguro que llegaría a los oídos de todos y en realidad esas eran sus intenciones.
Un día dejaron en el atrio de la iglesia un canasto con un bebé, con una muda de ropitas y ninguna nota. Nada de nombre, algún dato, alguna referencia, nada. Me hice cargo de la niña, en un acto de caridad y ella creció bajo mi custodia. La llamé como mi madre, María, la bauticé y en agradecimiento, ella me cuida y me acompaña-, fue el relato del cura.
La historia corrió como reguero de pólvora en el pueblo y con la misma velocidad comenzaron los comentarios de todo tipo. Las malas lenguas funcionaban a todo vapor y se armaron corrillos en la carnicería, la farmacia de don Jesús, la panadería y hasta hablaban entre sí del tema las prostitutas cuando no tenían clientes en el prostíbulo.
Suponían –y no se equivocaban- que la muchacha atendía al Padre Ramón en todos los órdenes y eso era algo que las solteronas amargadas no podían permitir. No soportaban  la belleza de María, era algo que hería su amor propio sobre todo porque alimentaba la fantasía entre los hombres, algo que ellas no habían logrado nunca.
El cura atendía con esmero la parroquia y era muy discreto en su vida privada, pero los celos y la envidia son dos pecados difíciles de manejar. Alguien -no se supo quién o nadie lo quiso decir, esos secretos masivos amparados por la cobardía- hizo una denuncia que llegó a la capital acerca de la vida íntima del Padre Ramón. Cuando éste se enteró y antes de que llegara el delegado de la iglesia central  mudó a la muchacha a una casa cercana.
Ella siguió cumpliendo sus funciones  en el cuidado de la casa y las comidas, pero pernoctaba en su nueva vivienda.
El funcionario que se hizo presente decidió compartir unos días con el Padre Ramón, quien se mostró muy dispuesto al interrogatorio y se ofreció gentilmente a darle hospitalidad en la casa parroquial. Imaginaba que así el delegado corroboraría que nada raro alteraba la vida sacra del cura.
Los días fueron pasando y el visitante ocupaba muchas horas hablando con la gente del pueblo. Los comentarios eran diversos, en su mayoría apoyaban al prelado y mencionaban que era muy cuidado en lo personal, pero de las beatas sólo escuchaba desaprobación y enojo. En especial, acosó a María con visitas y preguntas reiteradas en busca de alguna confesión, basado en las habladurías.
Todos estaban convencidos de que el enviado era un hombre probo, fiel a la Iglesia, inmaculado e intachable. El mismo se los hacía saber mientras recitaba los principios ancestrales de la Santa Sede y sus reglas.
Tanto se demoró en las averiguaciones que el Padre Ramón lo increpó - ¿hasta cuándo seguirá la investigación?, consultó, cansado y ansioso de la presencia de la muchacha, que cada vez se hacía ver menos en el templo.
-Todo lleva su tiempo-, fue la respuesta que recibió de alguien que dilataba la visita.
Luego de dos largos meses finalmente anunció su partida.


Dejó a todos mudos y al Padre Ramón  consternado frente al altar cuando se fue del pueblo llevándose a María consigo “para su uso personal”,  dijo.

Marta Comelli

                           CORONA DE AVIÓN 
Marta Comelli


Hundidas en el barrunto mar las barcazas son sospecha de definitiva pérdida, sus navegantes seres traslúcidos de mar adentro, ahora lejanos a la costa, hurgan con manos y cañas ese inmenso suelo marino que la marea dejó libre a sus delirios de  pesca irrefrenable. Cargan cangrejos y otras especies de mar,  de todas las maneras posibles en las barcas multicolores y se movilizan hombres y mujeres, como animales transparentes atravesados por el sol. Ellos esperan el agua después del fruto para desenterrar sus barcas y volver a la costa, al mercado, al hogar. 
En la otra orilla se divisa una figura de mujer alta y cristalina, tan azul como las aguas de este mar que se acerca, se aleja y moja sus pies y vuelve a su interior blanquecino, espumoso. Y se acerca, se aleja y moja nuestros pies  y vuelve, retrocede y vuelve. El mar juega con la isla. La isla espera. La isla  despojada, incierta de tiempos. 
Mientras, en el centro de su pequeñez, ella mantiene su cuerpo solitario y erguido por obra de las mareas que  la arrasarán  cuando la hora llegue. Allí, solitarios y maravillados por ambas imágenes una de cada lado de nuestro increíble espacio terrenal, saboteamos peces de colores, abrazamos estrellas de mar y pisoteamos su suelo blanco, arena harinosa, polvo para pieles sensibles.  Habrá un momento en el que el agua suba y desaparecerá  debajo de nuestros pies. Se erguirán las barcas y sus felices pescadores, cantando desconocidas canciones encantadoras de cangrejos, langostas, tal vez alguna sirena y regresarán con el agua empujándolos a sus costas reales, nosotros con el compromiso de unos navegantes conocidos por su irregularidad horaria, apenas nos sostendremos sobre un resto del islote cuando ellos arriben en nuestra búsqueda.
Cercanos a la costa aún podemos disfrutar del hundimiento definitivo por hoy, de la isla, igual el sol y desde la precaria barca,  las traslúcidas imágenes de los guerreros del pan, en una costa y en la otra la transparente luminosidad de un cuerpo de mujer, tan débil como incierto a medida que la distancia se acorta. Es posible imaginar, desaparecerá del escenario cuando pisemos  arenas nuevamente.
Ayudados a bajar insistimos en ver la “Corona de Avión” hundiéndose en el mar, pero  él ya ha cumplido con su tarea diaria de alojarla en su interior hasta mañana.
Al volvernos vemos alejarse una silueta inigualablemente azul, aleteando un pañuelo como si fuera un ala.  El día cierra un circuito natural indescriptible y con certeza no en un todo apreciable al ojo humano.                                                                            



María Cristina Berçaitz

Eulalia y Juan  
María Cristina Berçaitz

Las penas caían como bolseadas sobre el pobre infeliz. Andaba por los campos dando lástima con su flacura, sus ropas raídas y la mugre que cubría sus huesos. Los dientes se le habían gastado de tanto roer cuero de vaca y raíces para sacarles un poco de nutrientes.
Cuando golpeó las manos frente a la puerta del rancho de Eulalia para pedirle agua y un plato de comida, ella creyó que era un aparecido. Así, de primera vista, tenía el alto del finado y el ancho de sus hombros era casi el mismo.
Ella le alcanzó un pedazo de pan y un jarro con mate cocido. Al verlo comer le tembló el corazón. Ni los perros cimarrones comían tan desaforadamente como este pobre desgraciado, mugriento y con el pelo largo y enmarañado enredado con abrojos que más parecían hebillas que espinas.
Eulalia le indicó un grifo a la vuelta de la vivienda para que pudiera higienizarse. También le entregó una toalla gastada, un pan de jabón de lavar la ropa y una navaja.
–Tome –le dijo–, frótese con el cepillo de limpiar zapatillas que está ahí; ¡Ah!, y lávese bien la cabeza… y córtese la barba que le quiero ver la cara.
–¿Todo eso por un pedazo de pan verde de moho?
–Si se lava bien le doy un plato de puchero con caldo.
Y ahí fue el desgraciadito con la toalla y el jabón a lavarse y cortarse la barba con la navaja oxidada frente a un trozo mezquino de espejo.
Sí, tenía una cara flaca y descarnada, pero cara de bueno.
–Acá me tiene, doña, ¿me va a dar el puchero prometido? –dijo apareciendo con sus partes pudendas cubiertas con la toalla como si fuera un taparrabos, dejando al aire las costillas que se podían contar una a una.
No terminó de hablar cuando se vio frente a un plato de lata rebosante de verduras y con un pedazo de falda que se deshacía entre sus dedos ávidos. ¡Cuánto hacía que no comía algo caliente y tan sabroso!
–Doña, si quiere que le arregle algún alambrado o que le pase la azada… –y la miró con los ojos agradecidos y ansiosos.
Eulalia fue a buscar algo de ropa del finado. Como había imaginado le quedaba pintadita, un poco floja sobre los hombros huesudos, pero ya había decidido que el hombre se quedaría ayudándola en las faenas del campo, demasiado fatigosas para ella. Ella, por su parte, se comprometía a alimentarlo y a rellenar su pellejo cetrino.
En pocos meses Juan, que así se llamaba el infeliz, había pasado a ser de un pobre desgraciado a un hombre fuerte y musculoso.
Su trabajo era invalorable. Entre otras cosas construyó una nueva letrina, arregló los alambrados que se caían a causa de los troncos podridos, armó un corral para que no se escaparan las gallinas, cambió la paja del techo y renovó la pintura del rancho.
Como se acercaba el invierno, acondicionó el galpón de las herramientas, armó un catre nuevo y lo cubrió con mantas limpias que Eulalia le dio.
Ahora comían juntos en la cocina grande de piso de tierra bien apisonado, y los domingos se sentaban a tomar mate bajo el eucalipto que protegía el rancho.
El hombre se sentía adobado como pavo ante la perspectiva de las fiestas. Hasta se diría que las camisas del finado le tironeaban bajo los sobacos, por lo que las dejaba medio abiertas mostrando el pecho ahora relleno de carne.
Eulalia le temía al invierno, con las noches largas y solitarias y las mañanas blanqueadas por la escarcha. Ella sabía que el frío y la humedad se encarnizaban en las sábanas entre las que se revolcaba en soledad.
Poco necesitó para decidirse. Desde que Juan apareciera sus días eran más cortos y soleados, había rejuvenecido y su cabello lucía brillante y peinado. No quería regresar a lo anterior. A su tristeza y a su melancolía.
–Juan, hace casi un año que estamos juntos, los vecinos murmuran, de modo que si usted sigue acá creo que deberemos legalizar nuestra situación.
–¿Situación? ¿Qué situación? Yo soy su empleado y nada más.
–… Si quisiera podría ser algo más… –dijo coqueta acariciándose la cintura.
Juan la evaluó: la mujer era algo mayor que él, tenía algunas hebras blancas en su cabeza y algunos kilitos de más que la hacían muy apetitosa. Además tenía el rancho –herencia del finado–, y una buena parcela de tierra. Y aceptó. Fueron a ver al cura y al juez y en unas semanas, luego de las publicaciones de rigor, se casaron.
Para festejar fueron a pasar un fin de semana a Luján. Recorrieron la ciudad y visitaron el casino. Nunca antes habían entrado a uno y los encandiló el lujo que los rodeaba.
Suerte de principiantes, salieron con un buen fajo de billetes. Eulalia no cabía en sí de dicha, y Juan, que pensaba en su anterior situación, sentía que era un hombre afortunado.
La muchacha que cambiaba las fichas en la caja les sonrió con un guiño pícaro al ver la cantidad de dinero que se llevaban. Juan se sintió un seductor. A Eulalia, en cambio, no le causó ninguna gracia.
Regresaron al rancho y retomaron la rutina. Pero algo había cambiado. Juan se esmeraba aún más en los trabajos del campo y cuidaba a Eulalia con afecto.
Se sentía dueño y actuaba en consecuencia.
En poco tiempo comenzaron a hacer planes de mejoras y agregaron maní y soja a las cosechas. Eulalia se sentía feliz, su vida había cambiado por completo; hasta se visitaban con los vecinos. Todas las noches le agradecía a la Virgencita el haberle enviado a Juan, y Juan agradecía a Dios su actual bienestar.
Una vez al mes el matrimonio se acercaba a Luján y a su casino, aunque ya no ganaban tanto como aquél primer día en el que la suerte los acompañó por novatos. Siempre la cajera los reconocía y les regalaba su sonrisa cómplice.
No había pasado mucho tiempo de la boda cuando empezaron a hablar de colocar luz eléctrica. En septiembre ya estaba instalada. La felicidad era completa.
Una mañana, como siempre lo hacía, Eulalia se levantó al canto del gallo para calentar agua para el mate. A ciegas, como era su costumbre de tantos años, abrió la garrafa y acercó un fósforo; dejó la pava sobre el fuego y se dirigió al baño. Cuando regresó, el olor a gas era asfixiante: el fuego se había apagado. Manoteó la llave de luz y la accionó.
La chispa que brotó hizo volar la cocina. Eulalia voló con ella y sus pedacitos quedaron esparcidos por el campo.
La velaron a cajón cerrado.
Juan, luego de llorarla comenzó, por consejo del juez, con la sucesión. Eulalia no tenía hijos ni padres, de modo que fue declarado único heredero.
Para ayudar a su duelo cada tanto iba a Luján a rezarle a la Virgencita; de paso se acercaba al casino para disfrutar del lujo, tentar a la suerte y ¿por qué no? recoger las sonrisas de esa cajera. Poco a poco, sonrisa va, piropo viene, comenzaron a intimar.
No habían pasado doce meses que Eulalia había partido y la nueva cocina estaba terminada, linda y reluciente; y la sucesión también.
Juan era dueño absoluto de las tierras y del rancho que mejoraba día a día. Y… él se esmeraba.
Pero Juan tenía otra razón, quería que el rancho entero luciera como nuevo cuando llegara a instalarse su futura esposa, la antigua cajera del casino de Luján.


Amanda Pedrozo Cibils

El Gallinero  
Amanda Pedrozo Cibils

Tenía diez años cuando se decidió a irrumpir en la vida de las gallinas, casi sin que ellas se dieran cuenta. Aprovechó una tarde olorosa a reciente aguacero y la fascinación de las gallinas por el arco iris. Los círculos amarillos de sus ojos estaban pegados al cartón azul de arriba cuando Benefrida comenzó a formar parte del gallinero, ya para siempre desde ese lado donde era posible bambolear el maíz entre los dientes hasta hacerlo puré con leche de saliva.
Para eso las había observado por años, desde el mismo momento en que la dejaron salir del pozo de tierra apisonada que su abuela había cavado para que no se arriesgase demasiado en ese gateo que estaba cerca del desvarío. A aquel horizonte de tierra colorada le siguió en su vida ese otro límite de alambres cruzados y pronto sus ojos se hicieron tan baqueanos a esa única visión, que podían seguir repitiéndola hasta cuando no estaban abiertos.
Su obsesión por el gallinero fue un alivio para la abuela, que ya decía que no había que encerrarla tanto. Nadie tenía tiempo para quebrantarse en esa casa. A un niño siguió otro y luchar por la vida les llevó tanto tiempo, que terminaron dejándola instalada en ese pequeño espacio entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo.
Entre todos pero sin decir una palabra concluyeron en que Benefrida salió tilinga como la tía Prudencia, y que igual que ella ya no tenía solución. También entre todos la olvidaron, ayudándose unos a otros en ese trance familiar vergonzoso.
Cuando dejaron de fijarse en su presencia, la niña ingresó al gallinero, entre un aletear silencioso de las gallinas que miraban con fascinación un arco iris colocado en el medio del olor a aguacero reciente y la procesión que le pasaba por dentro justo en ese momento.
Las gallinas se habían acostumbrado desde hacía años a verla, y para decir la verdad completa, ni se percataron de que alguna vez había estado del otro lado del alambre tejido. Esa misma noche la inquilina subió a la planta de pomelo con las gallinas, ahuecando los brazos y cediendo las ramas de privilegio a las más antiguas. La abuela fue la primera que la vio al día siguiente escarbando con las manos para elegir los granos de maíz e irlos aplastando despacito entre los dientes.
Hubo una corrida familiar y nadie supo nunca quién entró primero al gallinero para tratar de sacarla. Apenas los vio, Benefrida se tumbó al suelo echando espuma por la boca. Nadie tenía tiempo en la casa para quebrantarse demasiado, así que la dejaron y se fueron a revolver cada uno sus cosas, sin falsos remordimientos. Al día siguiente la abuela entró al gallinero seguida por los chicos más grandes de la casa, para intentar nuevamente volver a Benefrida al ámbito familiar. Pero la niña aleteó salvajemente, se prendió por el alambre tejido y desde allí se defendió con las uñas. La abuela salió horrorizada.
-Esa niña salió tilinga.
-Igualito que tía Prudencia.
-No, más todavía, yo me acuerdo bien.
Al otro día los despertó un cloqueo como de gallina enferma. Todos supieron que era Benefrida, así que se taparon mejor y volvieron a dormirse pensando vagamente que las cosas estaban saliendo en su hora. Todos evitaron mirar hacia el gallinero ese día y el otro y el que venía después, hasta que resultó inevitable dar de comer a las gallinas. Así fueron descubriendo uno a uno que a Benefrida le gustaba más que nada el afrecho mojado, que odiaba los restos de comida de la casa y que prefería el agua de lluvia que quedaba preso en un pedazo de teja vieja.
Un día, hizo su aparición por la casa pa'i Setrini. Nadie tenía tiempo para quebrantarse, así que enseguida le dieron la razón: había que sacar de allí a Benefrida. Tampoco tenían tiempo para esperar, por lo que entraron seguidamente al gallinero, dispuestos a hacer lo necesario. Un largo lamento marcó el comienzo de ese primer acto de la vida inerte de la niña.
El segundo acto puede ser resumido así: Benefrida sentada en el sitio exacto entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo. Benefrida mirando las gallinas cuando comen, las gallinas cuando cacarean, cuando ponen huevos, cuando cuidan a sus pollitos que dicen pío pío, cuando pelean por una lombriz. Benefrida controlando minuciosamente el rectángulo de sol sobre el horcón del gallinero. Benefrida viendo llegar la noche presa de feroces ataques y desvarío.
El doctor dijo al instante que era epilepsia, la abuela calculó que se trataba de calentura natural, el pa'i dijo que era pecado. Ningún medicamento, ningún rosario, pudo evitar ni uno solo de los ataques: llegaban puntales apenas las gallinas subían a la planta de pomelo. De eso hace cuarenta años, y todavía hoy Benefrida sigue mirando el gallinero, done ya no hay gallinas sino sólo la pobre planta de pomelo vieja y carcomida por los horribles gusanos que se trajo una vez el viento del norte y que terminaron comiéndole el caracú hace cinco años.
Pero en la casa, donde nadie tiene tiempo para quebrantarse y tampoco está para aguantar los golpes de la vida además de las enfermedades propias de la vejez, sólo cuentan de vez en cuando -si se les pregunta- que es demasiado trabajo puchar por la vida, y encima tener que estar sacándole a la tilinga las dos o tres plumitas que le salen en la espalda, fenómeno que se le repite cada vez que alguien, por compasión, asco o descuido, procura moverla de su sitio.


Juana Rosa Schuster

SUMISIÓN  
Juana Rosa Schuster

Detiene un auto. Las mismas palabras de siempre.
El hombre acepta pagar la suma requerida.
Mientras llegan al hotel, ella piensa cómo pudo ser tan ingenua.
Creyó encontrar otro tipo de trabajo en Buenos Aires. Hasta que Rafael se acercó en la estación Constitución. Promesa de convertirse en niñera.
Arriban al lugar y van al cuarto aquél.
Da vuelta la foto que muestra a sus padres con ella cuando era pequeña. Vidas insinuadas en el silencio perpetuo de ese cartón lustroso.
Se desviste. El extraño le pregunta por las marcas.
-Soy muy torpe. Me golpeo con facilidad.
¿Qué importa si ese hombre le cree o no?
¿Para qué decirle que la primera vez, Rafael, la desfiguró con trompadas en el rostro y el cuerpo?
Si el cliente regresará a su casa, abrazará a la esposa y los hijos y hablará de ella con los amigos.
¿Qué interesa si mañana el destino comenzará otra vez a deshojar el almanaque de los días iguales?


El temor, una habitación precaria, un cigarrillo, la plata para Rafael, los tacones altos, la falda corta, insinuante… Las aspas del molino de viento girarán otra vez.

Cora Stabile

Un adiós... ¿definitivo?  
Cora Stabile

Nuevamente la melancolía, esa que viaja conmigo a flor de piel, aparece cuando recorro con la vista el bar vacío.
Las sillas desordenadas aun mantienen el calor de los grupos de amigos que las ocupaban antes, las mesas con las tazas vacías que habían llegado mas de una vez llevando el café humeante y de buen olor.
Las escobas y los baldes preparados Aperando el momento de comenzar a danzar por todo el local descubriendo las baldosas hasta ahora tapadas por muchos desperdicios, tierra y papeles
Las caras cansadas y somnolientas de los muchachos que se encargan de limpiar hablan de las ganas de terminar el día y retirarse a descansar.
Se mezclan aun muy diferentes olores: el desinfectante que se ha mezclado en los baldes con agua y detergente para desengrasar las pisoteados baldosas.
Las puertas de los baños, ahora abiertas, dejan escapar un olor acido de los diversos artículos que fueron usados para limpiar
Pero aun quedaba una pareja sentada en la ultima mesita de ¡a izquierda y como se demoraban en salir los muchachos ya habían comenzado con la limpieza.
El habla mucho en voz muy baja y ella llora silenciosamente, no sueltan sus manos enrojecidas por la fuerza con que las aprisionan.


Por fin advierten la incomodidad reinante y deciden salir... lo hacen lentamente, llegan a la puerta, se miran, se besan apasionadamente y, luego, cada uno parte tomando distintos caminos.

María A. Escobar

Ocupas 
María A. Escobar

Hacía rato que nos queríamos ir de la villa.  Nos quedaba chica, éramos muchos en apenas una pieza y un agujero alejado donde hacíamos nuestras necesidades y luego  tapábamos con tierra o barro, según hubiera llovido o no. Entonces Rodrigo tuvo  la idea porque lejos había un bonito barrio donde viví gente que no era como nosotros.  Gente rica que empleaba a algunos de la villa, mujeres sobre todo, para que trabajaran para ellos por una miseria, claro. No confiaban en ninguno pero había tanto custodio que andá a mandarte una macana.
Nosotros no trabajábamos para ellos, que se fueran a la mierda con su guita. Nosotros nos iríamos de ahí, porque cuando a Rodrigo se le metía algo en la cabeza no renunciaba hasta que lo conseguía, así terco era él. Entonces de llevar a la Iris hasta la estación, con la lata de aceite vacía, nos encargábamos nosotros, le dejábamos una bolsa de pan para que comiera y luego a salir corriendo porque nunca faltaba un comedido que nos gritaba que nos iba a denunciar, pero, bueno, era el único ingreso que teníamos y la pobre Iris no se daba cuenta de nada.
Cuando comenzaba la nochecita la íbamos a buscar. Lo primero  que hacíamos era mirar la lata:  a veces estaba casi llena,  otras, por la mitad y también hubo días que estaba vacía porque no faltaba un avivado que se había metido la plata en el bolsillo. No debíamos dejarla sola, pero el único que podía hacerlo era el Rodrigo porque era el más grande, nosotros éramos chicos y cualquiera podía pegarnos un empujón y sacarnos la lata, así de fácil era. Pero ahora estaba ahí, llena hasta la mitad.
Cuando Iris nos veía pateaba, de alegría, sabía que volvía a casa.  Juntos, arrastrando el carrito, volvíamos a la villa.  Dábamos vuelta la lata y apilábamos las monedas, las de diez, las de veinte, las de cincuenta y luego íbamos a lo de Doña Chicha y comprábamos fiambre y pan y una factura para la Iris. Alguna vez hasta pudimos comprarnos una Coca.
El Rodrigo volvió un día y dijo –ya está- y ya está significaba que había encontrado la casa deshabitada. –A veinte cuadras de aquí.  –Vamos a ir de noche, sin nada. En silencio por unos días y luego, de a poco nos vamos llevando las cosas. Y así lo hicimos, prendiendo una vela sólo en la cocina, para que no se viera la luz. Sacar a la Iris con el carrito era todo un lío. Unode nosotros salía con sigilo y miraba que en la calle no hubiera nadie, entonces la sacábamos con una manta sobre el hombro, porque aunque era agosto hacía un frío de mil demonios.
La casa en un tiempo habría sido bonita, pero desmantelada y deshabitada se sentía más frío adentro que afuera. No habían quedado ni canillas, ni caños, ni pileta donde lavar los cacharros, y, en el baño, solo un agujero.  Se olvidaron la canilla que estaba en lo que un día fue un jardín. Realmente no sabíamos  si, después de todo, no era mejor la villa, pero Rodrigo, dijo que, de a poco, iría arreglando todo.  Nuestra madre, envuelta en trapos tiritaba en el piso. Había que ir trayendo las cosas de a poco.  Tal vez Solanas nos prestaba el carrito por unas monedas, total, cirujeando, no sacaba mucho.
A la semana de estar ahí fuimos perdiendo el miedo y empezamos a traer las cosas. Primero la cama para la vieja donde entraba ella y la Iris, después las nuestras y los cacharros para hacer una sopa, porque de fiambre estábamos hartos.
Rodrigo consiguió unos plásticos con los que tapamos las ventanas. Teníamos un brasero en derredor del que nos amuchábamos, mi madre cocinaba con el, así que a veces  había sopa o guiso. Era otra cosa mojar el pan adentro y quedar con la panza llena. Ya casi estábamos contentos de estar ahí aunque los vecinos no nos saludaran, que se metieran su saludo en el culo. Creo que nos tenían miedo, no éramos como ellos, sin embargo no molestábamos a nadie. Una vez vino un policía. No sabemos qué habló Rodrigo con él, pero se fue después de echar una mirada desde la puerta.
La primavera no llegaba, aun hacía frío y no salíamos, salvo por la Iris. Aunque descuidado teníamos un enorme terreno donde estar cuando había sol.
Una tarde vimos unos nubarrones negros que se desplazaban hasta cubrir todo el cielo. Mamá se asomó por el fondo y nos gritó que había que ir a buscar a la Iris, que venía tormenta.
Salimos Rodrigo y yo, corriendo, pero el agua se precipitó antes de que llegáramos. No teníamos nada para protegernos así que llegamos a la estación chorreando agua por todos lados.  Allí estaba la Iris, también hecha sopa. Y se reía la estúpida como si le llovieran monedas de oro.
Agarramos el carrito y la lata, llena de agua y, en el fondo como brillantes peces dorados, algunas monedas. Volvimos chorreando agua, tiritando, dejando círculos de agua en el piso de cemento. Mi madre la secaba a la Iris con un trapo seco y luego la acercó al brasero, ella no temblaba, se sacudía en espasmos violentos. De repente dijo clarito -mamá.  Nunca había hablado, todos la miramos. Luego su cabeza cayó sobre el pecho. Mamá se acercó, le levantó la cabeza, la miró largo rato y luego se dirigió a todos -está muerta, dijo y se hizo la señal de la cruz. Nos acercamos todos. Los ojos fijos, tenían un brillo que jamás habían tenido.


La enterramos en el terreno y quemamos el carrito. Nada de médicos o policía, sería para problemas.  Así la teníamos con nosotros, aunque, de alguna manera, nunca lo había estado.

Liliana González

Cuando se encontraron 
Liliana González

Cuando se encontraron la vida los miró asombrada, se desperezó y descubrió la esperanza.
Cuando se encontraron, sus cuerpos recuperaban la alegría del movimiento.
Cuando se encontraron, el mundo se detenía detrás de ellos para escuchar las palabras  nunca escuchadas.
Cuando se encontraron se reconocieron y recordaron que juntos, habían vivido en otro tiempo.
Cuando se encontraron las manos suavizaban los gestos, hasta hacerlos alas.
Cuando se encontraron se preguntaron donde habían estado.

Cuando se encontraron ...      

Rubén Amato

Caramelos en la tarde 
Rubén Amato

La lluvia lo salpicaba todo, desde el vidrio de los ventanales hasta lo que no nos decíamos. Afuera del bar, los autos humedeciendo a los peatones descuidados.
Nuestras miradas mojando las palabras, las manos ilustrando con dibujos invisibles nuestros decires y mi cigarrillo consumiéndose en el cenicero. Los dos tan salpicados y en llamas al mismo tiempo.
Ir y venir por los recuerdos. Contarnos cosas de otras épocas dolorosas y tratar torpemente de construir ese presente, ladrillo a ladrillo, una escena vieja, algún escenario nuevo.
Sencillo. La tarde aun como un caramelo envuelto. Tu voz y mi voz diciendo cosas para provocar la risa, como ensayando la felicidad.
Como seguir cuando la mesa comienza molestar y nuestras piernas inquietas con ganas de salir a caminar por Palermo. “Mozo, dos cortados más” Hacer tiempo hasta que aparezca la respuesta que dará piedra libre a las ganas de estar en otra parte.
Una historia trae la otra y seguir escuchándonos con ese asombro inexplicable, sin aburrirnos y sin pedir más de lo que podíamos darnos. La lluvia afloja en el momento justo para salir a caminar un poco por primera vez, torpes y risueños como chiquilines, eso éramos a la vista de los demás; como adultos que dejan que el deseo se disfrace de travesura.
Pasear en auto por Buenos Aires y sentirnos en París adentro de una película de Woody Allen. Los árboles brotados aun en el último día de agosto, nublado para los meteorólogos; con un sol interno para nosotros. Dos nuevos soles hechos de muchas soledades y por eso a cada instante más y más calientes. Transitábamos por calles espejadas con el caramelo sin abrir.
Y sin saber de qué forma, o vos o yo, o tal vez los dos, pronunciábamos las palabras clave. Torpes como principiantes al quitarnos los envoltorios. Al comienzo con dulces y silenciosos besos, luego las caricias de reconocimiento de esas geografías inéditas que explorábamos, sigilosos, llevados por las manos del otro (ya sin la mesa de por medio) Mas tarde los rituales de ternura incontenible que jamás, ni vos ni yo ensayamos antes. Nuestros cuerpos temblando, con sólo prometerse cositas: risitas, mimos, libertades de la pasión… y no querer saber de la hora ya que en cada asombro se habilitaba el siguiente susurro. Cada palabra afónica, entrecortada, volvía a encendernos. Cada abrazo era eterno y solo duraba segundos.
La calle otra vez, la noche cayendo sobre la ciudad, ya no llovía. Decidimos despedirnos en otro bar. Casi ni hablamos, solo nos mirábamos como si ensayáramos un viejo idioma, ahora con los caramelos desenvueltos y salpicados de cariño.


Arturo Lomillo

El abuelo está aquí  
Arturo Lomillo

¿Dónde empezaba y terminaba el abuelo’. Me hice estas preguntas cuando el abuelo Joaquín murió, hace ya diez años. “no lo volveremos a ver en este mundo, pero algún día todos nos encontraremos de nuevo”- me dijo la tía Nora, hablando como si estuviera representando un papel en una telenovela. Mamá no se había animado a darme la noticia y no la creí. ¿Qué quería decir eso de que no lo íbamos a ver más? ¿Acaso el abuelo sólo estaba contenido en ese cuerpo viejo, en cuyas piernas solía sentarme para hablar largamente en las siestas de las abejas que zumbaban en el patio, de los gorriones que venían a buscar las miguitas de pan que les dejábamos en una mesita o, sobre todo, de sus viajes como conductor de trenes? A fuerza de estar juntos habíamos hecho un tejido que unía nuestras conversaciones con el sol, con las tardes con los sonidos del viento, con el cacareo de las gallinas y todo eso era para mí el abuelo: la higuera en el patio, el dulce sabor de los densos higos, la sombra de la parra que se desplazaba lentamente con el andar del planeta, eran mi abuelo. Entre los dos habíamos creado todo un universo.
Entre los dos, he dicho, pero no era así. También estaba la abuela que pese a sus años trabajaba en la cocina y después, silenciosamente, se arrimaba a cebarle mate amargo y escuchaba con una leve sonrisa nuestras conversaciones. Era menos comunicativa y más rezongona, pero a su manera ella también formaba parte del encanto, como el patio soleado y su diálogo con la sombra, las abejas zumbonas, las gallinas siempre asustadas, el viento que aunque seguía de largo dejaba sus semillas, sus mariposas entre las plantas. Había un misterio flotando, mezclándose con nuestras palabras.
Después comprobé que él no venía más rengueando, haciendo sonar su bastón contra las baldosas del patio, a sentarse en el sillón de mimbre, a la sombra de la parra. Por eso, me pregunté dónde empezaba y terminaba el abuelo.
Me fui al fondo a contemplar la higuera y allí estaban las brevas. Arranqué una y me dio su gusto rotundo, el deleite de su consistencia pulposa, su sensualidad detenida; dulzura carnal de soles, lunas, estrellas, vientos y lluvias, acariciando la lengua. Las gallinas se asustaron una vez más, cumpliendo con su papel y “Negro” el perro salchicha, con su aspecto de dibujo animado, vino a torearlas y a buscarme y todo estaba en orden: sólo faltaba el abuelo con su mirada de distancias, su figura robusta, sus bigotes poblados y encanecidos.
En alguna parte debía estar, porque no había ningún hueco por donde pudiera haberse ido de este mundo en el que todo era exceso, regalo. Les pregunté a mamá y papá, a mis hermanos y a la tía Nora si era verdad que el abuelo ya no volvería y Felisa, mi hermana, me contestó con fastidio: “Dejate de estupideces; el abuelo se murió y basta”
Una tarde habíamos pasado con el abuelo frente a la vieja estación ferroviaria y él, sin decirme nada, sabiendo que yo compartía sus sentimientos y que lo seguiría, entró en el amplio salón de acceso en el que flotaba una atmósfera gris de tiempos y distancias, como si a través de los años cada tren que llegaba o salía hubiera ido depositando la imprecisión de los viajes, el no quedarse definitivamente en ninguna parte.
Todavía lo veo pasear su mirada reverente por los rincones, buscando allí su pasado y después en los andenes contemplar las antiguas locomotoras detenidas, acariciándolas con los ojos. Memorizaba sus incontables viajes por el norte de la provincia, que había descripto una y otra vez en nuestras conversaciones; las inacabables llanuras, los montes impenetrables, el trabajo de los esforzados hacheros, la soledad de los pueblos donde tenía tantos amigos a los que ya no veía, gente que le había confiado sus esperanzas siempre frustradas de una vida mejor, miles de días, soles, lluvias, noches, tierra que el abuelo llevaba dentro de sí como los higos su pulpa.
Y ahora yo sentía que todo eso se asomaba por mis ojos. Miraba las avenidas de la ciudad, la gente que transitaba por ellas y me decía: “Estás aquí, abuelo Joaquín, estás aquí; ves por mis ojos”
Un mediodía regresaba de la escuela cuando vi un viejo que caminaba lentamente delante de mí, rengueando. Su figura me resultó tan parecida a la del abuelo que me apuré para alcanzarlo, impulsado por una loca esperanza. ¡Qué frustración al ver su rostro que tenía, sin embargo, cierta semejanza! El viejo me sonrió como adivinando lo que me estaba ocurriendo. Tal vez, él también tuviera un nieto con quien compartir el misterio de largas horas sinceras de conversaciones y silencios.
En casa encontré otra vez el sillón de mimbre con la ausencia del abuelo. Fui al dormitorio y busqué el bastón; lo tomé entre mis manos, palpé las rugosidades de su empuñadura, tratando de sostenerlo como él lo sostenía, con sus manos fuertes y ásperas. Salí al patio, me senté en el sillón de mimbre, hablé con una voz grave y algo ronca con un nieto imaginario que era yo mismo, tratando de imitarlo. El sol de la siesta emborrachaba de reflejos verdeamarillos a las plantas. Entonces supe que el silencio del patio, con rumor de abejas, el viento entre las hojas de la parra, las incipientes uvas, eran el rumbo que comenzaba a abrirse hacia el latido de ese corazón que en mi pecho contenía la nueva presencia del abuelo.

                                                  

Clara Celia Martínez

Los domingos en casa de la abuela 
Clara Celia Martínez

Todos los domingos íbamos a la casa de la abuela Clara, los cinco hijos, los nietos que éramos ocho diablillos, nos divertíamos con la imaginación de aquella época. Hacíamos carpas con las colchas, jugábamos al colchón y otros juegos. Era un departamento grande pero no tanto como para corretear, brincar, también hacíamos un teatro donde actuábamos.
La abuela preparaba la comida, ravioles que ella misma hacía y amasaba.
El relleno de verdura pasada por aquella picadora de hierro rojo, agregaba seso, y una salsa que era roja hecha con tomates naturales, pimiento rojo, la cebolla que daba el sabor, todo picado a mano, chiquito, parecía que usaba una procesadora. Los tomates eran pasados por agua hirviendo,  pelados y quitadas las semillas. Todo era natural, nada de latas ni envases de cartón.
¿Y cuando hacía las empanadas de carne? por supuesto amasadas a mano. El relleno también lo picaba con aquella mágica máquina colorada: la carne , todo lo pasaba por allí. también usaba, los ajíes rojos y cebollas. Las freía en grasa de pella que ella misma preparaba comprando el pedazo de grasa de cerdo. No recuerdo a nadie enfermo por estas preparaciones. Cuando aparecieron las empanadas Salteñas su hijas comenzaron a usarlas para evitar el trabajo de sobar la harina con los otros ingredientes y recuerdo a La abuela Clara retarlas, a pesar que eran mujeres ya grandes,¡vagas!.
Yo no sé el misterio de los condimentos, lo que sé es que nunca volví a comer¡ esos ravioles y esas empanadas!
Cuando era chica y me enfermaba, enseguida me metían en cama, entonces le pedía a mi mamá -Llamá  a la abuela que venga y que me haga empanadas--- 
El sumun eran los pasteles de dulce de membrillo eso sí fue misterioso para mí.
Hacía la masa, rellenaba con el dulce, los unía de una forma distinta a los comunes y también los fritaba,
No sé porque, pero jamás sentí el gusto de las cosas que preparaba mi abuela y ni hablar de las confituras de Navidad, dulces italianos: gli crustuli, la chichirichiata.gli taragli salados y con semillas de anís. Las costumbres de Italia que heredó de su madre y la mía de ella, traté de seguirlas , pero no son ni parecidas.
Ahora ya grande sigo la tradición de hacerlos, pero nunca serán los de la abuela Clara.
Y ahora después  de haber estudiado italiano, comprendo el ”vengono” que yo creía que hablaban mal, no,  es un tiempo de verbo que no se dice con el nosotros en español.


¡Qué hermosa es la niñez! ¡Cómo disfruté de ella! Con los juegos y los sabores.