viernes, 12 de noviembre de 2010

MÓNICA TARRAB


 LUNA LLENA


La lucila brilla y se multiplica en la neblina. Viene con espuma de otros lados y sus olas aún adolescentes me arrasan en blanco, tal como la quise abarcándome. Viene con lo mejor de adentro mío, y me pregunto si es un sueño cumplido, o quizás fui yo, que me fui amoldando. Es lo más deseado, realizándose en luz.
Por decirle algo, le digo che, rubia,  aunque no lo es. Muy blanca, para ser mía, y la dejo tan libre como pueda hacerlo, en el mundo. Sabiendo que no me pertenece, aunque el amor definitivo, lo conocí por ella. No deja de sorprenderme, la mayor parte de los días. Me maravillan sus crestas invisibles, su manera solapada de irrumpir. Que permanezca tan cerca, aún yéndose. Reconocerla porque la luna estalla, cada vez que vuelve con su oleaje acompasado.
Che, rubia, acordate, que te digo lo que te digo siempre, lo que otros cantan:
      
"Arroyo claro, fuente serena
 Tengo una gitanilla que es de carrera
 Cuando no tengo el alba, la tengo a ella".(*)

Eran dos pisos de escaleras anchas la primera vez que la iba a ver, y las resolví danzándolas en un viaje sin dolor, donde lo único que podía acariciar era el bolso con delicadezas que le tenía preparado. Fueron atrevidos los ojos inmensos que se me clavaron sin llorar.

Vamos a dejar la solemnidad a un lado, che rubia. Vení conmigo, vení a visitarme y contame algo que te guste. Tengo tu perfume llenando la casa, y siguen bailando en tornasol todos los colores que me fuiste regalando. Acostémonos en el piso boca abajo y haceme saber del día, seguro que hubo un día en que te sentiste mariposa. Mirame un ratito como la primera vez, y hagamos una postal radiante, como te suelo ver. Entonces, si querés te vuelvo a contar porqué elegí tu nombre, Nina.

viernes, 5 de noviembre de 2010

MARISA PRESTI



CONDENA
 
Era lunes. Un día difícil para Horacio Vallejos; abandonar las sábanas tibias, perfumadas por el aroma del cuerpo femenino que dormía a su lado, lo hizo desear apagar el sol que se insinuaba en la ventana. Fue una breve debilidad, siempre había sido estricto con sus responsabilidades y esa mañana no tardó en vencer la tentación de quedarse remoloneando en la penumbra.
La ducha caliente despejó la pereza de sus músculos, dejó caer el agua sobre su cuerpo los minutos exactos que le permitía la tiranía del reloj. Se vistió sin hacer ruido y con mejor humor se dirigió a la cocina para preparar café. Lo saboreó con ganas y a los tres cuartos de hora exactos estaba abriendo la puerta de calle.
El sol anunciaba una mañana agradable, y la vista del jardín que su mujer cuidaba con dedicación levantó un poco más su ánimo. Fijó la vista alrededor, pero no vio a ninguno de sus vecinos; era un barrio de chalet pequeños, nada ostentosos. Tanteó en su bolsillo la llave del auto, y al volver la vista hacia la casa en una silenciosa despedida, quedó paralizado: dos palabras habían sido pintadas en el frente. Dos palabras con aerosol negro, desparejas y titubeantes, que impactaron en su cerebro con la ferocidad de un balazo. ¿Quién pudo haberlo sabido?
En la desesperación de que algún vecino lo viera, maniobró nerviosamente el auto hasta ubicarlo de culata contra el frente. No tapaba mucho, pero por lo menos ocultaba a medias una de las palabras. Si su mujer llegaba a ver lo que estaba escrito ninguna explicación podía justificarlo. Tenía que pensar rápido, el tiempo le jugaba en contra.
Marcó en el celular los números de la oficina. Era uno de los empleados con mejor promedio de asistencia, en veinte años no había faltado más que por enfermedad, por eso se sintió seguro cuando escuchó la voz de Betiana, la recepcionista: Bety, se rompió un caño de la cocina, tengo todo inundado... Quédese tranquilo, le aviso a Ordóñez que está con problemas. Cortó con apuro, sintió las rodillas flojas y su mente se inundó de una ira amarillenta: ¿quién pudo saberlo? Hubiera querido llorar, su vida siempre fue cuidadosa, obediente de las normas, de las tradiciones, de todo lo que sus padres le inculcaron, pero ahora, aquel error podía cambiarla para siempre.
Tapar las dos palabras era vital; rogó al cielo que el negocio de Don Jaime estuviera abierto y caminó con agitación las tres cuadras que lo separaban de su casa.
Con una lata en su mano derecha y un rodillo en la izquierda volvió apresurado unos minutos después, estaba casi por llegar cuando un bocinazo lo obligó a darse vuelta: Buen día, Horacio, ¿cómo anda todo? La mejor amiga de su esposa lo saludaba desde el coche. Apenas pudo contestar, si veía la pintada no iba a dudar en contárselo. Ella lo saludó con la mano y, para su alivio, arrancó a considerable velocidad.
El pequeño golpe de suerte lo enfrentó con su miedo, se había salvado de la mujer pero podía suceder con cualquier otro, quizás más de uno la había visto sin que él lo supiera. Trató de recordar su actitud de aquellos días: ¿en qué se había equivocado? Creía haber actuado con la mayor prudencia; la cuestión era delicada, exigía reserva. Sin embargo, las dos palabras de tosca tipografía sobre la pared revelaban lo contrario. Alguien escarbaba con comodidad en su secreto.
Angustiado, apoyó la lata sobre el césped, dejó a un lado el rodillo y dio la vuelta para mover el auto. Al levantar la vista, vio que la pared estaba completamente blanca. Volvió a mirar. Nada. Ninguna letra ni rastros de pintura opacaban la prolijidad del frente, como si nunca hubiera sido manchado. Un escalofrío lo recorrió por dentro, ¿se estaba volviendo loco? Ya no era necesario pintar la pared, y sin embargo, lo hubiera preferido.
Sin poder pensar con claridad, abrió el baúl y escondió la lata y el rodillo bajo una lona vieja. Lo mejor era irse, si Amelia se levantaba no iba a poder explicar por qué se había demorado. Se acercó a la puerta del auto y de pronto retrocedió horrorizado: sobre la chapa gris claro resaltaban de nuevo las dos palabras cubriendo todo el lateral con chorreante pintura negra.
Horacio Vallejos no era un hombre devoto, pero en ese momento murmuró las oraciones que había aprendido de niño. El teléfono de la casa comenzó a sonar, fue la alarma que lo impulsó a subir al coche, darle arranque al motor y salir velozmente hacia la calle. Aceleró más de lo debido, con la conciencia clara de dejar al descubierto su propia vergüenza, el oculto pecado que ahora se hacía público. Esquivó autos y no se detuvo en ningún semáforo; con la vista fija, las manos agarrotadas sobre el volante, la mandíbula apretada, vio pasar las calles del barrio y la gente en las veredas como si fueran manchas deforme. Unas lágrimas comenzaron a nublar sus ojos. Si sólo pudiera volver atrás, murmuró angustiado, si sólo hubiera dicho no...
Subió a la autopista, a los pocos kilómetros tomó un camino lateral que lo llevó hacia un descampado. Conocía el lugar, había quedado grabado en su memoria desde aquel día. Paró el auto, quedó abrazado al volante llorando lágrimas que nunca había derramado en sus cuarenta y cinco años de vida. Pensó en la muerte, la muerte como refugio, el dolor de disolverse junto a la vergüenza antes de enfrentarse a los ojos puros. El silbato de un tren, a lo lejos, lo intranquilizó. Podía pasar alguien, quizás hasta llamaran a la policía al verlo dentro del coche, tenía que irse de allí. Pisó nerviosamente la hojarasca, pero algo lo hizo retroceder; no podía dejar que se vieran las dos palabras. Buscó unas cuantas ramas dispuesto a tapar el costado del auto, juntó todas las que pudo sostener con sus dos brazos y cuando levantó la vista las dos palabras habían desaparecido. Pasó la mano por la chapa, buscando alguna huella de la pintura negra que minutos antes estaba frente a sus ojos, pero salvo la tierra que se había impregnado nada parecía afectar la textura.
Aflojó el nudo de la corbata, su garganta parecía cerrarse como si se estuviera ahogando. Dejó caer las ramas; por unos minutos quedó inmóvil, abandonado al escalofrío que había empezado a recorrerlo. Aquella vez se dejó llevar, lo reconocía, pero el peor de los pecados no merecía lo que le estaba pasando. La soledad del lugar acrecentó su miedo, casi temblando abrió la puerta del coche y antes de arrancar, accionó los seguros de las cuatro puertas.
Llegar a la autopista le devolvió un poco de tranquilidad, los coches que iban y venían lo hicieron sentir menos solo. Decidió parar en una estación de servicio; en el incómodo baño se lavó la cara varias veces, se peinó y arregló el caído nudo de la corbata. Cuando arrancó nuevamente, algo lo llevó a pensar en la oficina, quizás era el único lugar para refugiarse por unas horas.
Las caras conocidas lo saludaron con sorpresa: ¿Qué hacés acá? Pensamos que no venías. Che, Vallejos, sólo a vos se te ocurre volver. Usted siempre tan cumplidor, lo halagó Betiana. Improvisó con sonrisa inventada una historia sobre el caño roto y se dirigió a su oficina. Al cerrar la puerta, sintió angustia. Algo había cambiado para siempre y una tristeza de muerte le cubría la piel.
La pantalla en negro de la computadora encendida lo llevó maquinalmente a mover el mouse. Lentamente, del fondo oscuro, emergieron con grandes letras rojas las dos palabras.

LILIANA LA GRECA


¿ESCUCHASTE?
 
-¿Estás segura?
-Muy segura.
-¿Y cómo te diste cuenta?
-Lo vi. ¿Me entendés?. Lo vi.
-¿Y ahora?
-Y ahora no sé qué hacer con esto. Me molesta. Me duele. Me incomoda, me corroe, me llena el alma de remordimientos y de angustia. ¿Me entendés?
- ¿Y cuál es el camino?
-No sé. O sí sé. Toda mi vida supuse que solo había uno… La verdad.
-¿Entonces?
-Tengo miedo… No puedo olvidar esos ojos imperturbables, inquisidores, paralizantes, que en el preciso momento en que la mató… me miraban fijamente.
-¿Y después?
-Creí que seguía yo, que me mataría. Todo transcurrió fugazmente. Ella se desplomó sobre mis pies, allí en la cola del Banco. Corridas, alarmas, gritos… y el mundo que daba vueltas y vueltas… La policía… ¿Qué pasó? ¡Hable! ¿Puede reconocer al asesino? ¿Cómo era? ¿Cómo estaba vestido?... ¡Basta! ¡Basta!. ¡Me estoy volviendo loca!.
-¿Qué vas a hacer?
-Tengo miedo. Lo conozco. Sé quién es, dónde vive, qué hace, ¡cómo se llama!
-¡Qué terrible!
-¿Por qué no me mató? Y ahora… ¿qué hago con esto?
-¿Te vas a quedar aquí?... ¿Él también sabe dónde vivís…?
-Sí.
-¿Escuchaste?... Alguien quiere abrir la puerta.
-Sí.
-¿Alguien tiene llave?
-No.

SANDRA VIDAL


LA ABUELA

Se sienta en el mismo sillón desde hace treinta años, en la misma cuadra del mismo pueblo, enfrente tiene las casitas cuadradas, desteñidas algunas, blanqueadas otras. En la esquina el chalecito más lindo del pueblo, las tejas parejitas y brillantes de tanto pasarles laca, su dueño Don Domingo se esmera para que reluzcan a pesar de los años, la lluvia y el sol, por eso la abuela siempre las ve del mismo color naranja, tal vez por la luz del atardecer ya que no distingue bien los colores.
Todos los días sale a la misma hora, no se puede salir a la vereda antes que el sol decline, el calor es insoportable, pero más sofocante es adentro, por lo menos afuera el camión de la municipalidad pasa regando y refrescando las calles, sino no podría ver nada por el polvo que levantan los autos, la tierra se asienta y ella se entretiene contemplando el dibujo de las gotas en el polvo, el morocho del camión sabe lo que hace, el agua cae pero no hace barro, la velocidad es constante y el flujo de agua parejo. El camión de la municipalidad pasa siempre a la misma hora, ella no precisa usar el reloj, nunca tuvo uno, no sabe para que sirve, tampoco entiende a quién le puede interesar esa maquinita ¿Quién la habrá inventado y para qué? Si cuando cantan los gallos son las cinco, los zorzales llegan a las seis, sus hijos se levantan a las siete, sus nietos se van a las ocho, vuelven del colegio a las doce y media, almuerzan a la una, toma el remedio a la una y media, se acuesta a las dos se levanta de su siesta a las cinco, el camión pasa a las seis, Don Domingo vuelve de la mercería a las siete, el sol se pone a las siete cincuenta y a las ocho el pueblo queda desierto, todos entran a ver la novela.

VALERIA VACCA


PASOS

Zapatos de cuero, cuerina, con taco, sin taco, zapatillas deportivas, viejas y nuevas , limpias y sucias. Van, vienen, vienen, van. Algunas se pisan, otras no, algunas se apuran, otras van lentas. De repente nada, sólo se ve la vereda, gris y sucia, con algunos papeles y colillas de cigarrillos. Algunas miguitas hacen que las palomas se peleen por ellas, dos palomas, tres palomas. Allí mismo aparece un pequeño gorrión y tan rápido como vino tomó las miguitas entre su pico y se fue. Las palomas empezaron a caminar desorientadas. Una se me acerca, cada vez más y más. Plaf, plaf, se escucha el aleteo y salen volando. Claro, unas pequeñas zapatillas negras y con luces aparecieron corriendo. Bruscamente se detienen, justo enfrente mío. Se aproxima con un paso pequeño y tembloroso, cada vez más y más cerca. Ya a poca distancia, esas zapatillas quedan inmóviles, justo en la línea de mi visión y como si hubiera venido una ráfaga, las zapatillas dan media vuelta y desaparecen.
Otra vez, por un instante la vereda vacía, gris, sucia. Se acercan unos zapatos negros, muy lustrados, conocidos para mí. Se detienen, me acaricia. No logro ver la mano pero reconozco ese olor y esa forma de acariciar. Esa mano cálida me acerca un trozo de carne y me vuelve a acariciar una y otra vez. Ahora retira la mano y siento algo cálido y húmedo en mi hocico. Una voz me dice "hasta mañana".

MIRIAM YANNUZZI


EL GATO DE CERÁMICA
 
El resplandor de un relámpago atravesó la ventana, y un trueno anunció la inminente tempestad. La lluvia cayó con fuerza y el viento hizo temblar la casa, en medio de una oscuridad que trastocaba el misterio.
Un maullido agudo hizo vibrar los tímpanos de Isabel, que se sentó en la cama y corrió a encender la luz, chocándose los muebles que encontró a su paso. Cuando por fin presionó la perilla, nada. A tientas llegó a la cocina y encendió una vela. Sombras gigantes la rodearon, y caminó con paso vacilante hasta su dormitorio. Entonces lo vio; inmutable, negro, frío, parado a los pies de la cama, al gato de cerámica, única herencia de su tía Eulalia, una pintora excéntrica y solitaria, que había muerto hacía dos meses.
Isabel tomó el gato y lo miró con curiosidad. Lo iba a cambiar de lugar cuando notó que en la base había un papel pegado, lo sacó y vio que estaba escrito. Era una nota de su tía que decía: "Querida sobrina, te dejo mi más preciado tesoro, mi mascota Rubin. El pobrecito murió cuando estaba en Egipto pero hallé la forma de recuperarlo. Cuídalo mucho, era mi compañero incondicional. Con todo mi amor, tu tía Eulalia".

ESTELA ADRIANA FAVIA


CAMBIOS
 
Te habías convertido en un hombre dócil, cuando se notaban aquellos logros inesperados. Él que te conocía podía ver esos cambios, tan sólo con tu forma de hablar amable y serena. Nada tenías que ver a ese ser violento. ¿Recuerdas?. Vivías a las piñas por una cosa u otra, siempre a las trompadas.
¿Y entonces, qué había sucedido?, ¿Te habías convertido en un hombre dócil? Después de tanto odio que te llevó a sacar lo peor de vos. Luego, un ser de luz nació en tu persona. Tal vez, aquella mujer que te señalaba algo diferente en la vida, amor, cordialidad, calidez, simpatía.
Aparentemente ella habría contagiado en tu persona, un alma dócil, algo poco esperado, jamás creído. Pero observo, que sólo fue por poco tiempo.
Cuando ella se alejó de vos, tu esencia salió a la luz…porque ésta no cambia. Todos creímos que tu vida había dado un vuelco, que eras dócil, manejable, pero todo volvió a ser como antes, un hombre necio, sin paz ni gloria, peleado con la vida, insoportable.

jueves, 4 de noviembre de 2010

JOSÉ MOLINA


MIRAS TELESCÓPICAS

Llueve torrencialmente. Hace frío, de esos que calan los huesos. El agua moja mi traje de fajina hasta mis carnes metálicas y llega hasta mi ojo vitrio. Para nada me impide ver el escenario en que me encuentro. Por momentos las gotas se tiñen de rojo intenso y luego se empalidece hasta recobrar la transparencia y la cristalinidad. Esta misma situación se repite entre fuegos, chispas y olores de muerte. Pasan las horas. Todo va cambiando.
Por momentos, mi ojo se empaña como no queriendo ver lo que veo. Intento fijar a mirada cuando una corona de barro y agua se levanta para desplomarse muy cerca de mí. Un cuerpo inerte competa el episodio. Gritos. Una mano palpa el cuello. El gesto lo dice todo. Lágrimas recorren el rostro de quien busco la vida ya sin pulso en el cuerpo abatido. Sigo mirando fijamente. Algunos otros vitrios recorren el campo. La luz láser indica el blanco y al instante otra corona de barro y agua y otro cuerpo que cae. Más gritos, más manos buscan la vida. Estoy al borde, de la trinchera, disfrazada para que no me reconozcan. En la profundidad sigue tirado, no respira, pienso que está muerto. Era mi dueño quien jalaba de mi boca de pólvora y mis lenguas de grito y fuego.
Ruidos de motores desde el aire, por tierra, sonidos sordos y olor a muerte envuelven el lugar.
Giro buscando la vida, a alguien que me saque de este lugar, a alguien que me cubra del frío metálico y me guarde en un cofre y me entierre en el seno de la tierra a descansar eternamente hasta que el oxido se apodere de mi y me destruya en el más absoluto silencio.

GRACIELA NÚÑEZ



ASTUCIA FRUSTRADA

¡A mi no me engaña! Es indudable que aprovechó mi ausencia para irse de farra. No soy estúpida. Estoy convencida que se hace el que no escucha el celular porque si me atendiera tendría que mentirme, obviamente. Seguro que cuando me vea va a decirme que el teléfono se lo olvidó en el auto o que se había quedado sin batería o vaya a saber que invento se le ocurrirá…
Pero yo voy a estar preparada para no creerme esa mentira, no importa cual fuera, no le tengo que creer. ¡Este tipo pretenderá convencerme! ¡Qué ingenuo! De ninguna manera voy a permitirle que insulte mi inteligencia. Voy a exigirle que me diga la verdad. ¿Qué se piensa? A mi no me pinta la cara nadie, yo me la pinto sola.
Mil veces le advertí y el muy idiota se la da de vivo. La astuta seré yo. Ahora mismo voy a llamar a sus amigotes y les diré que recibí una llamada donde me decían que lo tenían secuestrado y de esa manera si alguno de ellos sabe algo de él o están juntos se lo van a contar y así voy a descubrirlo. ¿Qué se piensa este tonto? ¡Engañarme a mí! Ya va a ver lo que le espera….
Tengo que hacerme la desesperada, demostrar que ese llamado recibido me sobresaltó para que de ninguna forma él advierta que lo estoy controlando. Tendré que poner voz de llanto, entrecortada y así me creerán y les sonsacaré la verdad. Una vez que hable con él debo lograr que me prometa que nunca más me apagará el celular y dejarme intranquila. La idea que tengo pensada es para mentalizarlo que la mentira tiene patas cortas y que a la larga todo se sabe. Debo asustarlo, hacerme la dura y no perdonarlo porque no es la primera vez que me lo hace pero quiero y necesito que sea la última por mi propia salud mental.
Me suena el teléfono. Seguro que es él. Debo poner en práctica todo lo pensado. Voy a atender. Escucho la voz de su madre del otro lado de la línea, llorando y diciéndome que a su hijo lo habían secuestrado.

MARTÍN GARAY


EL HOMBRE EN EL ANDAMIO
 
La ciudad es calma vista con altura, como una lejanía hacia arriba donde el silencio lo calla, donde está sólo y acaso existe un hombre que sale de él y sube aún más volando sin ningún andamio. Hay un balde blanco decidido a moverse con sus manos y un balde amarillo cuya función real es la de ser amarillo. Mientras vuela hace el trabajo de mirar el horizonte borroso, como si fuese un marino y la ciudad un mar uniforme. El ruido yace abajo y en la altura una compañía en lo alto vive del cielo y se desnuda en silencio mientras el sol es amarillo como el balde quieto, que yace a su lado. Se imagina a solas con la ciudad sin andamios, se siente vacío y en silencio, andando por el viento y las nubes. Obrando sobre el tablado tendido en el espacio incoloro de la urbe, solo escucha el ruido opaco del balde que es su propio ruido.
Ella no tiene por qué subir hasta a lo alto, más sin embargo prefiere ver el avance de la obra y constatar junto al plano la verdad de los hechos. Lo extiende y reconcentra el trazo preciso de una recta cuyo reflejo húmedo traza una senda en sus ojos, cuencas claras de un rostro más infantil aún con su casco amarillo. Una sonrisa tenue entiende entonces el final de una línea, como el fin de una octava disuelta en el aire compuesta tal vez para sí en ese instante. Rostro recién recibido con seriedad de quién aún no ha sido serio. Mirada de aroma a niña.
Con súbita prudencia la encuentra en la cumbre del edificio. Salga al sol la tensión trazada, él le advierte el andamio como un camino seguro hacia la nada. Apenas pasado el mediodía los despertó una campana cerca, como a una cuadra.
Supo él de los días sucesivos de ella llegándole hasta el mentón, no impidió cerrar los ojos cuando en su pecho la sintió temblar. No la evitó cuando le perdió el miedo, hombre alto con algo de blanco en el pelo; endurecido, trémulo taxativo, la hirió sin saberlo cuando intentó apartarla.
Faltó un día. Llegó a darle no obstante mediodías de campanas vírgenes, desamparos fieles al acecho del sosiego inevitable creado por ambos; sin ruido opaco de baldes blancos o amarillos, sin cascos protectores. Fatales gemidos y una especie de lágrimas mudas, improvisando una danza. Salieron a bailar neciamente sobre el andamio, tan solo girar con cuidado porque la altura es hecha de belleza.
Llegó a verse encerrada entonces entre muros de aire fértil, elevados en el angosto piso de una línea recta de maderas de viento, de sol de mediodía. Vez en la cuál él la sintió débil y virgen e incapaz de salírsele del pecho. Abusada entre vallas que queman creyó una trampa imprecisa. Muchas visitas de danzas solas por encima del mudo ruido de la urbe.
Bailó con él la melodía imaginada del andamio, obró con lágrimas de sangre transparente. Soñó ella y lo sintió adormecido a tal modo de ser él quién la sueña importunada. Lo llevó hasta el extremo de la tabla, allí hasta donde termina el hombre. Cuando posó ambas manos sobre el pecho, él las sintió. Se aceptaron de algún modo y no fue más el hombre fuerte a lo alto, se sintió vacío como el balde amarillo, se dejó caer a los retiros del aire pero ella atravesó el andamio, recogió su plano y no volvió más.


ANDRÉS ALDAO


EL PERFIL DE NATALIA (Natasha) IVANOVNA

.........La paz y después, dichosamente, en seguida, nada. Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas. Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.
..........................Juan Carlos Onetti

I. Presente
 
Tomaba el café en el bar del centro comercial de la pequeña ciudad serrana. Distraído, con la mente vacía. Nada especial. El frío y las ráfagas de viento helado acentuaban su sensación de soledad. Atravesaba la época del aburrimiento; no miraba películas, la tv lo enfadaba, repasaba los diarios sin leerlos, los libros se apilaban impregnándose de un polvo opaco, las nietas le resultaban indiferentes, no quería recibir gente ni verse con nadie, no deseaba inmiscuirse en los problemas de los demás. Incluidos los hijos... Es un período que acecha, que llega a paso tardo y desempolva la abulia guardada en un rincón oculto; como el reverso de la euforia. No se trataba de depresión - maníaca o simple - sino de un decaimiento anímico que archiva las inquietudes y atrofia el interés por las cosas que son parte de la vida. Es como la angustia que atormentaba a Remo Erdosain, pensó agobiado.
Así se sentía aquella mañana, ausente, ajeno. En ese estado de ánimo nada atractivo, una mujer atravesó su campo de visión - ella sí agradable y atractiva -. Era delgada, vestía un abrigo de cuero y una boina negra ladeada, ojos verdes, cara eslava de pómulos angulosos: una imagen que llegaba del pasado. La memoria abrió sus portales y el nombre estalló como una raqueta... ¡Natalia Ivanovna! Se acordó: y se injurió. Emergió del tedio, pagó apurado e intentó alcanzarla.
Llegó al estacionamiento cuando el Polo rojo y el perfil de Natalia, recostado sobre el respaldo, partían dejándole una estela de evocaciones. Maldijo la lentitud de su reacción, el apoltronamiento, la desaceleración de sus pensamientos. Ofuscado, regresó a su casa.
Esa tarde no cesó de reconstruir la relación que tuvo con Natalia. Hizo una especie de viaje interior, resumió trozos de su vida y llegó a una conclusión: la mujer que había visto pasar encajaba con la imagen troquelada de Natalia. Era ella. No podía ser otra. Aunque sabía que se engañaba... Que sí podía ser otra; que debía ser otra. Se sentó en la cama. Envuelto en sudor, no podía discernir si estaba dentro de una pesadilla o había vuelto a la realidad. Después de todo, acaso, venía a ser lo mismo. Entonces, resignado, consideró que se estaba volviendo loco.
Vivía en esa ciudad serrana, cuya mitad de la población es de origen ruso. Paseaban por las calles mujeres delgadas y bellas de mejillas angulosas, caras y narices eslavas, vestimentas elegantes y zapatos de tacos finos y altos. No había prestado atención - no la suficiente - a ese simple detalle. Sin embargo, no deseaba escamotear su ilusión, espejismo o lo que fuere. Era, quizás, un rescate tardío de la sombría vida de Natalia.
 
II. Pasado
Tenés cara de rusita… ¿sos rusita vos? ¿cuántos años tenés, eh? ¿qué pasa? ¿no hablás en argentino? ¿sos rusita o no? ¿de dónde saliste vos? Se tapa la cara y llora, afligida, casi temblando. ¡Che rusita, no es para tanto! ¡Dale, piba, no moqueés... dejáte de joder!
Así recuerda el primer encuentro con Natalia Ivanovna en una de las calles del barrio de su niñez, deslumbrados los dos -la calle y él - por los ojos verdes y rasgados de esa criatura temerosa vestida con ropas extravagantes. Se secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras iba esbozando una sonrisa tímida y dos pequeños hoyuelos resaltaban en sus mejillas. Una criatura insólita. Recuerda que le preguntó el nombre y ella, prudente, turbada, le dijo: Natalia... ¿Natalia qué? insistió. ¿O vos no tenés apellido, eh...? Se lo dijo.
A partir de aquel día la veía con mayor frecuencia. Ya no lo miraba con temor e incluso se paraba a conversar con él. Siempre con las erres arrastradas y la cara de ingenua. Era una nena distinta. Tenía una sensación imprecisa aunque en esa época no entendía la causa.
Andaba vestida con un delantal celeste recortado en la parte superior, la blusa azul marino cerrada hasta el cuello, las medias marrones, ásperas y gruesas, y los zapatos negros y opacos, típica vestimenta de las pibas que estudiaban en una escuela de monjas. La palidez de su cara, la delgadez de su cuerpo, el andar erguido, algo tiesa y echada hacia atrás, resaltaban su prosapia monástica.
Les llevó tiempo hacerse amigos, intimar. Le causaba gracia su forma de hablar arrastrando las erres, sonreírse con los labios entreabiertos, el cándido fruncido de la frente y la trenza larga terminada en una cinta. La primera vez que lo invitó a su casa -una vivienda oscura, desvencijada - conoció a la madre, una mujer demacrada vestida con una pollera larga y una extraña blusa con jabot, mangas abuchonadas y zapatos oscuros y abotonados.
El padre resultó un tipo inescrutable, una esfinge de barba tupida y cara impasible cuya voz jamás escucharía. En las paredes colgaban íconos y cuadros de popes ortodoxos, había candelabros con velas prendidas y un samovar labrado. Luego supo - se lo contó Natalia - que habían salido de la Unión Soviética en 1936, llegaron a Grecia y desde allí viajaron a Buenos Aires en un barco mercante de bandera turca.
Natalia salía muy poco y no participaba de los juegos callejeros. De vez en cuando se encontraban cuando volvían de la escuela. Creo que en esos años fui su único amigo.
Cada vez que la veía le despertaba una gran ternura. No tenía en claro por qué le ocurría... Tiempo después comprendería que fue su primer amor adolescente.
Una tarde de septiembre de 1943 vio a Natalia en la plaza Irlanda abstraída en la lectura de un libro. Se acercó y le dijo que deseaba charlar con ella. Se sentó a su lado y al rato evocó el día en que se vieron por primera vez. Incluso imité su acento eslavo - grrusa, grrusita - y nos echamos a reír. Sin pensar, le puso la mano en el hombro y la besó en la mejilla. Posar mis labios sobre su piel sedosa fue como recibir una caricia de Natalia.
Ella pasaba de momentos eufóricos a introversiones, que le daban a su rostro una mesura dramática. A veces tenía la ajenidad de las criaturas soñadoras. Estos rasgos se le irían acentuando durante la pubertad. Llevaba consigo su imagen y fantaseaba coloquios románticos. Cada noche la sentía a su lado, las cabezas reclinadas sobre la almohada y él elucubrando frases de amor que jamás salieron de sus labios. Era como una novia - su novia - aunque no se lo dijo... No sabía cómo.
En esos días se mostraba retraída, apenada. Ignoraba la causa y aunque la acosaba seguía con esa expresión de ausencia. Al poco tiempo descubrió la razón: ella y sus padres desaparecieron del barrio. No tuvo noticias de Natalia durante mucho tiempo.
 
III. Pasado
Años después (en 1948) se encontró con Natalia Ivanovna en una reunión política de grupos de izquierda que apoyaban al peronismo. La nena beata y cohibida que conoció en el barrio de la infancia se había convertido en una adolescente espigada, hermosa, ojos verdes y rasgados, militante de izquierda y atea. Nos abrazamos y creo que ambos sentimos la misma turbación, como si en aquel instante hubiésemos retornado al pasado. Todavía hablaba con esa modulación eslava, pero poseía un vocabulario amplio y rico en imágenes: se la notaba culturalizada La voz tenía un suave matiz gutural y al sonreírse aparecían los dos hoyuelos. Semejaba una rusita bolchevique, prototipo de la revolución de Octubre. No se lo mencionó... A la salida la invitó a tomar un café pero ella adujo que vivía lejos, que se le había hecho tarde. No quiso darle el teléfono: Nos veremos en otra reunión - dijo -, y entonces podremos charlar y evocar. Se fue caminando con pasos lentos, el cuerpo echado hacia atrás y las manos en un lánguido vaivén.
Volvieron a verse. Al terminar la reunión salieron juntos y se acercó a su lado. Se embriagó con el perfume de su piel y le dijo:
-¿Querés ser mi amiga, Natalia?.
-Somos amigos, ¿no? - le contestó con la sonrisa que resaltaba sus dientes en el resquicio de los labios-.¿Para qué me hacés preguntas tontas?
Siguieron caminando mientras las veredas húmedas reflejaban el desgarbe de las dos figuras. El par de sombras, alargadas por la desmesura de la noche, se aplanaban sobre las veredas taciturnas.
- No me contestaste: ya sé que somos amigos, pero yo te propuse otra clase de amistad, más cercana... más... Estoy enamorado de vos, me cuesta aceptarte sólo como una antigua amiga.
Ella, con la sonrisa de labios entreabiertos, lo observó en silencio. Luego se encogió de hombros y murmuró:
-No tengo ganas de enredarme en nada serio. No me atrae jugar a los novios, y si vos te enamoraste sería mejor dejar de encontrarnos. No, no tengo ganas de complicarme la vida, ninguna gana, ¿me entendés? Te soy sincera, no tengo ganas -repitió seria. Luego, dándose media vuelta, se eclipsó en la penumbra de la noche...
Tuvieron un nuevo encuentro. Último. A la salida fueron caminando juntos.
-No quiero ningún obligación seria, el amor es otra cosa -dijo.
-Es que necesito verte, estar cerca de vos -le suplicó.
-No nos veamos más. Hoy será la última vez. Te aprecio mucho porque fuiste un verdadero amigo... No deseo entristecerte, y sé que te cuesta entenderlo. Me duele decírtelo, chau -. Lo besó en la mejilla y se alejó.
Nunca más la vio. No concurrió a nuevas reuniones. Preguntó a amigos comunes y nadie supo decirle nada. Natalia Ivanovna volvió a desaparecer de su vida... hasta esa mañana.
 
IV. Presente
El recuerdo se fue aplacando al correr de los días. Ese miércoles decidió ir de compras al zoco de la ciudad. El invierno languidecía; los rayos de sol filtrados entre las nubes daban pinceladas de tornasol a los puestos, en los que se exhibían mercaderías a granel: indumentarias y zapatos traídos de las zonas ocupadas, en especial de Gaza: artefactos, frutas y verduras, especias orientales. Un zoco auténtico, atendido por los árabes de los pueblos vecinos y algunos rusos.
Recorría los puestos inmerso en la algarabía cuando la vio pasar por el pasillo paralelo envuelta en el abrigo de cuero negro, la boina ladeada sobre los cabellos oscuros que caían en cascadas. Comenzó a seguirla. Se alejaba con rapidez y él se enredaba entre el gentío que circulaba en los pasillos del zoco. Los compradores, en su mayoría rusos de la ciudad, se aglomeraban dificultándole el paso. La veía alejarse por un pasillo convencido de que esa
mujer no era un sueño o el delirio: era Natalia que había vuelto a su vida. Debía recobrarla, pensó. Siguió forcejeando con el público, discutiendo, pidiendo paso, empujando y empujado hasta que una matrona, ancha como un armario, lo detuvo con sus bolsas y comenzó a vociferar en ruso recriminándole por haberla atropellado. Entre tanto, Natalia desaparecía mientras a su alrededor se formó un grupo, unos atacándolo (la ira de sus voces lo parecía) y otros en su apoyo (lo entendió por las sonrisas y las palmadas en el hombro). Pero seguía atascado. Cuando pudo librarse Natalia ya no estaba. Corrió hacia donde la había visto por última vez; fue inútil. La había perdido por segunda vez.
Luego de varias semanas recuperó la calma. Natalia retornó al panteón donde guardaba los recuerdos y retomó su vida habitual. Una noche despertó agitado palpando la colcha, como buscándola. Los sueños con Natalia, como las lluvias de otoño, volvían cada vez con mayor frecuencia. Sólo sueños. Eran muy extrañas estas apariciones y desvanecimientos: cada vez que la veía ella se eclipsaba, corría sin que él pudiese alcanzarla. Como en las pesadillas. ¿O vivía en una pesadilla...?
Anegado en el trabajo, abría la computadora, leía y guardaba material que luego usaría para sus notas. Pero continuaba en las evanescencias y sueños. Natalia regresaba con su gabán negro, la boina hacia un costado, delgada... como en los tiempos de riesgos y sombras, de anécdotas y duelos.
 
V. Presente
Ese día decidió viajar a Tel Aviv. Tomó el colectivo a Naharía, en la estación del tren compró el pasaje y esperó. De vez en cuando miraba la hora. Llegó el expreso y se ubicó en un vagón vacío. A los pocos minutos partió y se enfrascó en la lectura de un libro. Tenía sueño y entrecerraba los ojos. Mientras el tren se desplazaba por las ciudades que rodean el cinturón de Haifa, estuvo semidormido. Abrió los ojos en la estación Playa de Carmel de Haifa. Luego se durmió.
Despertó cuando el tren arrancaba de la estación Universidad, la primera de Tel Aviv. Contemplaba a los viajeros que se desplazaban por el andén cuando advertió una silueta con la boina ladeada caminando entre el gentío. Se levantó disponiéndose bajar en la próxima y volver a la estación... Comprendió que era un gesto inútil. No estaba seguro de lo que veía. ¿Y si fuesen delirios, invenciones o alucinaciones de la mente? Se deplomó sobre el asiento y resolvió no pensar más.
Regresó a Maalot por la noche. De inmediato se puso a buscar en el internet información sobre delirios y alucinaciones. No hallaba respuestas. En verdad, no recordaba muy bien en qué circunstancias concretas Natalia había desaparecido de su vida. Un poco la lejanía de los hechos; después los tiempos de la represión, la pérdida de contactos, el temor de los otros, la desconfianza de muchos. En aquella época -tarea infecunda- no se hacían preguntas: nadie quería hablar o saber. Pasaron muchos años y demasiadas cosas.
Caminaba por las calles de la pequeña ciudad y volvía a recrear sus fantasías. Era el suave olvido, la paz que retornaba, como ondas alborotadas de un lago cuyas aguas se aquietaban. Lo vivió como el responso por una amiga querida que se había perdido para siempre.
Comenzó a frecuentar el barcito del centro comercial, recorría los zocos, escudriñaba los pasillos una y otra vez buscándola. Veía infinidad de rostros eslavos, pómulos angulosos, mujeres de ojos verdes, pero ninguna con gabán negro y boina ladeada. Supuso, en definitiva, que el deseo subconsciente le había tendido una celada pérfida. Y se resignó.
 
VI. Final
Las reminiscencias se atascaron. Caminaba en los crepúsculos silenciosos buscando el perfil de Natalia. Su sombra - la de ella, o la de otra - continuaría merodeando por las veredas solitarias de Maalot (aunque él no pudiese verla) envuelta en su gabán de cuero, la boina negra ladeada, los ojos verdes y sus pómulos eslavos. Había vuelto a la era del tedio y la angustia... Como la que fue devorando la lucidez enfermiza de Remo Erdosain, el personaje arltiano que no podía olvidar...
En la semipenumbra de un atardecer cualquiera, andaba por el sendero que lleva al Parque de Agua de la ciudad. Hacia la lejanía se veían los picos del Monte Merón perfilados contra el cielo. Cruzó la calle y al llegar al final de la senda peatonal casi tropieza con una mujer que vestía gabán de cuero, una boina negra ladeada sobre el cabello oscuro, los pómulos angulosos y ojos verdes... La observó con fijeza y luego balbució:
-Discúlpeme... al verla me pareció que era una amiga mía de Buenos Aires: es usted muy parecida. Pero no... no es.
Los ojos verdes de la mujer joven y bonita lo contemplaron con algo de sarcasmo. Él supuso que le había causado compasión.
Como huyendo del pasado, volvió sobre sus pasos llevando a cuestas el misterio de Natalia.
Aunque, ¿Existió alguna vez Natalia Ivanovna...?

Publicado por Ester Mann en Etiquetas: NARRATIVA

TERESA QUIROGA DE JUÁREZ


SER PÁJARO

¡Qué maravilla! ¡Si pájaro yo fuera!
...Como aquel, que vuela tan alto y sereno
o el de las plumas blancas... o aquel moreno...
No importa cual... un pájaro cualquiera.

Ser como aquella ave que, dulce, enamora,
con su canto tenaz a duendes y hadas,
colgando en el cedro su tibia morada
junto, muy junto, al capullo que aflora.

Colmados los ojos de campos agrestes,
volar, despreciando el miedo al fracaso;
y, a la hora en que el sol bosteza el Ocaso,
osada, cruzar el camino celeste.

¡Que sí!...¡Que ser pájaro quisiera!
Con mis alas tronchar las nubes y el cielo
así, en un trino, llevar mi encanto y mi celo
al alma de mi alma, que sé que me espera.
CONVITE

El viento, en mi cara, musita canciones
y arias soleadas que, en nimias porciones,
arrancan jirones de las cicatrices
sacando de mi alma recuerdos felices.

Un largo camino se extiende, sereno,
con vivos colores y un vientre moreno.
Hay charcos que miran a las mariposas
que danzan altivas cual núbiles diosas.

La oscura melena de azul se me pinta,
y ahogo a la pena bebiendo esa tinta.
Tu voz, que yo espero, escucho, arrobada,
mirando el sendero feliz, encantada.

Mis pies se desprenden, descalzos, livianos,
del húmedo suelo, trivial y mundano.
Al fin, me deslizo con fieles suspiros,
envuelta en mil rizos, y hollando zafiros.
SÁBADO

El bar...
cobijo genial.
Gente como uno.
Alcohol, aspavientos y humo.
Desde la calle
el eco de otra noche
de risas y derroche...
Detrás del cristal
dos ojos niños nos miran...
Detrás del cristal,
dos pies descalzos, se enfrían.
BAHIA DE LAS ROCAS

Gráciles voces marinas;
ensueño azul, placentero.
Honda frescura el sendero
por donde mi pie camina.

Oleaje cauto y copioso;
viento poeta en las rocas.
Dulce sonrisa en la boca
de la sombra que me espera.

Dame la mano, amor mío,
que el agua añil me retiene,
y sólo tu fuerza puede
embarcarme en tu navío.

Dame la mano que anhelo
el calor que he perdido
y susúrrame al oído
las palabras que yo espero.

DELFINA ACOSTA


EL LÍMITE

Siempre que iba a la farmacia para comprar apósitos, aspirinas, violeta de genciana y aquellas medicinas menores con las que mantenía completo mi botiquín, me solía hacer acompañar por Ogro, mi perro.
El tránsito estaba endemoniado aquel día. Lo noté al sacar la cara.
Ante aquella impaciencia de los autos por llevarse adelante los segundos que faltaban antes de que la luz de los semáforos cambiara de amarillo a rojo, decidí que no llevaría a mi Ogro. No fuera que tuviera que llorar su muerte y ocurriera que el tiempo me transformara en una de esas mujeres de pelo mal teñido y sandalias desparejas con la memoria de su perro en cualquier conversación: "Ay, él sabía que era el auto del vecino el que llegaba, porque en vez de ladrar hacía una suerte de bocina con su boca. ¿Arte? ¿Magia? No lo sé." O: "Adivinaba el menú (carne roja a la parrilla o una presa de paleta de marrano) en mis ganas y en movimientos. Empezaba a mover la cola, el muy picarón..."
El farmacéutico, un hombre de ojeras profundas y cierto olor a alcanfor, hablaba por teléfono cuando llegué a su negocio.
- ¿Aún no se lo encontró? Cierto es que la gente desaparece y aparece después de tres días..., pero... - lo escuché decir.
Colgó el teléfono y se acercó a mí comentando: "Es el primer caso."
- Pero es seguro que reaparecerá - contesté sin saber de qué se trataba el asunto.
Usted sabe: la gente de la ciudad es así; uno apenas espera que termine de hablar el otro, para decir ya lo suyo; estamos todos apremiados por la urgencia de hacer comentarios. Y vamos de comentarios en comentarios, y cuanto más comentamos menos nos escuchamos y, por supuesto, menos nos entendemos, pero eso tampoco nos importa porque ya no podemos obrar de otra manera; el vértigo se instaló en nuestras existencias.
Cuando regresaba para la casa, vi un grupo de seis hombres; conversaban nerviosamente frente a un bar pintado con un color verde mohoso. Tres fumaban y los tres restantes ya no hacían caso del humo de los cigarrillos que sacaban lágrimas de sus ojos.
Me acerqué a los hombres haciendo como que intentaba ponerme a resguardo del viento sur.
- Cándido ya debería haber regresado - dijo el hombre de cuello largo, camisa arrugada y un sombrero grande que le echaba sombra sobre el rostro. Se le notaba el cuidado que ponía en sus palabras; aquella gente preocupada por la tardanza de Cándido buscaba el favor de la inteligencia para resolver el caso.
Yo sé de individuos que desaparecieron y volvieron a aparecer. Pero me estoy refiriendo a personas que dejaron el aseo de su casa, el plato de escarolas, de apios y de plantas oleaginosas, y la esposa de rostro sonrosado y buenos modales, para ir tras las pisadas de aquellas mujeres fáciles de la zona portuaria; cuando ellas se sacaban la ropa frente al espejo de luna del ropero, era como si se desprendieran de todas sus alas de aves, hasta que quedaba de sus figuras sólo el pico largo y rojizo; picoteaban durante horas, días, semanas y meses el cuerpo purpurino de sus amantes, de aquellos maridos ajenos entonces perdidos. Aquellas mujeres se alimentaban de sus bocas mientras hacían el amor. Y bueno..., cuando el vientre les crecía y sus senos se agrandaban goteando leche, se convertían en pájaros de torpe andar, y su voz huraña sonaba, al caer la última claridad del crepúsculo, como graznidos de cuervos.
Los hombres, desesperados, horrorizados ante aquella situación que les causaba lástima y repulsión al mismo tiempo, retornaban tristes y cansados a sus casas.
El grupo seguía charlando. Mencionaron varias veces la palabra límite.
Aquí debo hacer una aclaración en honor al límite: Hay una casa abandonada, pintada con color azul, a donde vienen, cuando la lluvia es grande, buscando refugio los mendigos. A diez metros de ella, aún se animan algunos niños a intentar una rayuela, algún juego propio de la perversidad de los pequeños como buscar una tarántula coja para luego meterla en un frasco de cuello largo.
Una niña albina suele marcar con tiza la figura del sol en el empedrado, que la lluvia pronto borra, hasta que ella vuelve a despejarlo usando crayolas de distintos colores para dibujar el arco iris.
Ahí termina la ciudad.
Y empieza el bosque.
En fin, los hombres formaron una cuadrilla.
- No queda más remedio que ir - dijo uno, quien parecía liderar el ánimo de los otros.
Y se internaron en el sitio poblado de existencias negras. El viento cambió de dirección y un olor a
comadrejas, a hojarasca de árboles de las más diversas como eternas especies, giró en el aire y dio un grito de advertencia.
Los curiosos de la ciudad se quedaron en el límite, de cara a la oscuridad.
Pasaron tres días y tres noches.
La cuadrilla regresó cansada. Sólo pudieron encontrar el cuerpo de Cándido convertido en carne corrompida sobre un matorral; en sus cavidades parecían haber hecho nido las aves de carroña; algunas bestezuelas peleaban ferozmente por las vísceras. Eso fue lo que contaron.
Pero trajeron, eso sí, colgado de un grueso alambre, el cuerpo todavía sangrante del lobo feroz abatido por los disparos de las escopetas.
Delfina Acosta: nació en Asunción (1956), pero su infancia y su juventud pertenecen a Villeta, donde cursó sus estudios primarios y secundarios.

MARCOS RODRIGO RAMOS


LLORANDO FRENTE A ESA CALLE POR LA QUE SE ACABAN DE IR MIS SUEÑOS


No era la más linda de la división, ni la más provocativa, ni la más simpática pero a mí me gustaba. Bety me decía: "Vos podés tener algo mejor". Yo no quería otra cosa, la quería a ella, con sus defectos y virtudes que poco conocía porque casi nunca me hablaba.
En medio de las clases era bueno dedicarme a mirar sus ojos marrones, pero pasaba a veces que me descubría y me sonreía unos segundos, bastaba ese tiempo para que yo viera en esa boca besos escondidos, guiños de complicidad y un tácito "te estoy esperando".
La primera vez que hablamos largo fue cuando nos cruzamos en la biblioteca. Me dio charla casi una hora, ninguno de los dos hizo el trabajo que tenía que hacer. Ahí me enteré que trabajaba de secretaria de un abogado que vivía haciendo alarde de su plata y su Peugeot 605 cero kilómetro. Yo la escuchaba maravillado, más por su voz que por lo que decía, sin emitir palabra.
-Ya es hora de ir a clase, Gonzalo.
-Me llamo Rodrigo- le dije pero no sé si me escuchó. Rápido se había ido por las escaleras sin esperarme.
Pasaron los días y volvió a tratarme con la indiferencia de antes. "¿Qué le ves a esa mina?" insistía Bety.
No me importaba lo que dijeran o pensaran los demás, cada vez me sentía más enamorado y soñaba besos, abrazos y caminatas de la mano a solas.
Se hicieron menos las ocasiones en que nos cruzábamos. Noté que en el aula huía de mi mirada de embobado y más de una vez me pareció percibir cierta expresión de fastidio.
Llegaron los exámenes finales, más de veinte habíamos quedado para el recuperatorio. Para colmo de males el profesor Aguirre había anunciado que sólo cuatro habían aprobado. Andrea se paseaba nerviosa por el pasillo, finalmente se sentó a mi lado y empezamos a hablar del examen. Temblaba y no paraba de comerse las comisuras de las uñas. La excusa fue perfecta y no la desaproveché. Tomé su mano con suavidad y le dije:
-No quiero que te lastimés tanto.
-Bueno Gonzalo. Está bien.
No me dio tiempo para decirle mi verdadero nombre porque enseguida debió entrar al aula a buscar su nota, antes de ir me apretó la mano para que le deseara suerte.
Al minuto apareció a los saltos gritando: "¡Aprobé!". Me abrazó dándome un sonoro beso en la mejilla, después se fue con sus amigas. Quedé allí parado, sin ganas de moverme, feliz, aturdido por el eco de su beso.
-No te enganchés tanto- dijo Bety.
No la escuché.
El examen lo aprobé pero realmente no me importaba demasiado eso. Corrí con la intención de encararla; me sentía valiente y no me parecía una mala idea invitarla a tomar algo con la excusa de festejar.
Pregunté a todas mis compañeras si la habían visto. Me dijeron que se había ido rápido. Contento me fui por la avenida Sarmiento que estaba desierta porque ya eran más de las once de la noche. Caminaba por el medio de la calle cantando alegre hasta que los faros de un Peugeot 605 me indicaron que debía hacerme a un lado. Al pasar frente a mí pude ver al conductor, un hombre gordo, viejo y canoso, de traje y pinta de abogado con plata, una chica lo abrazaba por el hombro. La reconocí enseguida. Sería demasiado ingenuo de mi parte creer que no me vio. No me saludó. Yo tampoco lo hice.
En ese instante sentí que la noche se había vuelto más oscura. Me senté bajo un árbol y quedé solo llorando frente a esa calle por la que se acaban de ir mis sueños, como Andrea, para siempre.

ESTER VALLBONA


...............SÓLO PARA ATREVIDOS


Uno se pasa media vida buscándose y la otra media, escondiéndose. O más bien, como en mi caso, queriendo perderse. Algunos somos como esos puzles rebeldes que no quieren ser completados y esconden sus fichas bajo la alfombra para desespero del jugador de turno. La mayoría abandona la partida y entonces seguimos felices, incompletos para nuestro regocijo. Pero ¡ay cuando das con un jugador pacienzudo que no se da por vencido tan rápido! Entonces estamos perdidos. No hay estrategias que valgan con ellos. No les basta con completar las cuatro esquinas, el marco, y vislumbrar un poco el paisaje de turno. No, quieren llegar al final. Quieren colocar la última pieza, completarnos, y ver de qué estamos hechos realmente.
Así que no hago más que esconder pedazos de mí, triturados bien finitos, para que pasen desapercibidos, y tú te empeñas en remover mis palabras, ponerlas patas arriba, darles la vuelta y sacudirlas a conciencia, buscando recomponerme. Tú preguntas ¿por qué? Y yo respondo ¿para qué? No es necesario buscarle respuesta a todo. A veces, cuando menos lo esperas, tropiezas sin querer con la alfombra y ves asomar la verdad, con carita asustada y temblorosa, y ya no hay vuelta atrás.

...............DE AUSENCIAS

Te echo de menos, que es como decir que te pienso tanto, y tanto, a lo largo del día, que se me hace eterno el momento de volver a verte. Da igual si te veo o no, te echo de menos si no te veo y te echo de menos a los cinco minutos de despedirnos. Con tu voz me pasa lo mismo. Hay momentos en que necesito escucharla, aunque sepa que no estás disponible para mí, aunque la cotidianidad te secuestre ocho horas y, después, mil cuestiones más te retengan hasta tarde. Yo procuro esperar pacientemente mi turno, lo juro, y entretengo mi nostalgia intentando no pensar en ti, pero contigo me pasa como con el chocolate, que cuanto más intento dejarlo más me apetece.
Pero ¿cómo no voy a echarte de menos si estás en todo lo que hago, en lo que no hago, en lo que pienso y digo, en lo que no digo aunque lo piense? Estás presente en todo mi ser, aunque ausente, que es tu forma exacta de habitar en mí.

...........DEBERÍAS APRENDER A MIRARTE

Ahora puedo decir que te he encontrado. Aunque sepa a ciencia cierta que tú no puedes decir lo mismo, porque aún no lo sabes, pero sí, tú también me has encontrado, y daría todo lo que tengo y todo lo que soy por ver la expresión de tu rostro en ese preciso y precioso instante en que te des cuenta.
Sí, yo te he encontrado, lo sé porque ocupas todos los espacios de mi mente. Estás en todo lo que hago y en todo lo que pienso, siempre presente. Me basta recordarte para sonreír, para ahuyentar mis temores. Me regalas un presente tranquilo y un futuro cierto. Ya nada me da miedo, me imagino envejeciendo a tu lado, contando las arrugas nuevas que nacen de tu risa y la mía, besando el horizonte de tu piel para calmar la inseguridad que aflora a veces en ti. Deberías aprender a mirarte como yo te miro. Sólo entonces serías tú, verdadera y ciertamente tú.


(España)

Publicado en la revista virtual Con voz propia, dirigida por Analía Pescaner.




Si me aceptas un consejo, te diré que vivas sin miedo lo que te toque vivir, y no sufras con lo que ha de venir, ¿para qué?, si no está en nuestras manos abarcarlo… Vívelo todo como hay que vivirlo, con el gesto de un saltador olímpico que, con los ojos cerrados y el rostro hacia el cielo, llena los pulmones de aire un instante antes de saltar y zambullirse en la piscina. El placer, también el riesgo, está en el salto, no en su ejecución. Ése, el resultado, ya lo juzgarán los jueces, pero que no te preocupe demasiado…
Yo te doy un diez por seguir a tu corazón, por lanzarte tras él, aunque caigas de cabeza, de medio lado o te pegues un planchazo. Yo te doy un diez, no por ser tu juez, sino quien salta a tu lado.

................DE PUZZLES

ANA ROMANO


PRESAGIO

Apiñada
entre tablas
se acopla
La mirada
mansa
Es
llena de vida
que sucumbe
El hombre aguijonea
Con premura
los colores
Estéril es la entrega
Masacran

Y el suplicio.


TRANSMUTACIÓN

El cuerpo ajado
que acaricias
por los bordes
de la rutina
Encallas
Centro
terso
imponente
Y absorbes
útero.


SECUENCIA

Desnudos
ante el viento
los cuerpos
Desnudos
flamean
en el fuego
Desnudos
junto al río
encandilado
Desnudos
frente al espejo
estallan
Desnudos
se detienen
al llegar
a la cima.


ESPACIO NORMA PADRA Café literario

TU CITA ES EL SABADO 20 DE NOVIEMBRE A LAS 18.30 hs.donde
festejaremos los 15 años de la Revista Papirolas.
Queridos amigos tengo el agrado de convocarlos a
compartir la lectura programada con muchos amigo!!!
En "La Subasta” Río de Janeiro 54, cap.

Coordina: Norma Padra
www.revistapapirolas.blogspot.com
normapadra@gmail.com