jueves, 8 de abril de 2010

RODOLFO PELAEZ


EL ÚLTIMO PERRO

Axel miró largamente el horizonte. Es un hombre demasiado viejo y, pese al esfuerzo del implante regulador de funciones vitales, la naturaleza concluye en él.
Es una piedra con infinitas grietas arremolinándose en torno al agua azulada de sus ojos.
Únicamente mueve sus manos, giran lento en pequeños círculos, como si pulsaran una consola invisible.
¿Habrá alguna otra persona más allá de la bruma del atardecer?
Giró hacia la casa con pasos lentos mientras recordaba y agradecía los años invertidos en la reorganización de los recursos, consiguiendo independizar los servicios elementales en las viviendas rurales, convirtiéndolas en unidades autosuficientes. El generador de electricidad, el de agua, el reciclante de desperdicios.
Todos esos recursos y hasta algunos alimentos que ahora eran parte integral de cada casa. Eso le permitió sobrevivir en la soledad. Eso y su larga memoria, muchas veces recordándole de joven con el uniforme de servidor público, asistiendo a las gentes que elegían morir en las calles o en las plazas. Y el dolor frente a la imagen vívida de esas mujeres abriéndose el vientre con navajas, algunas abrazadas a los sustitutos fabricados en forma masiva con la desesperada intención de estirar la agonía o alentar la esperanza.
Un intento vano ya que, a pesar de los esfuerzos de la ciencia, de los especialistas en comportamiento y de los más duros, todas las personas fueron marchitándose; híbridas murieron de a miles, de a cientos, o de a pocos; inexorablemente trastornadas o envejecidas.
Hacía mucho la compañía había lanzado la semilla. Y esa semilla, que pretendía ser la mejor, controlaba la naturaleza al servicio de las ganancias. Ganó los campos de quienes la compraron e invadió los de aquellos que la rechazaban por instinto o por prudencia.
La idea tuvo razones de modernidad y supieron encuadrarla perfectamente en las reglas de juego. Vender una semilla de ventajoso rendimiento que no puede generar descendencia. Si alguien quiere sembrar, debe volver a comprarle a ellos, porque las germinadas solo sirven para harina o aceite, pero no para generar nuevas plantas.
Una idea terriblemente simple y fácil para un negocio impredecible.
Fueron muy bien los primeros años, con cosechas record, hasta que comenzaron los efectos colaterales... La compañía siempre negó que eso tuviera relación directa con su producto, pero comenzó a reducirse la preñez en los animales y los embarazos humanos.
No faltó algún trastornado de la ecología, de aquellas épocas, que lo viera como bendición al proteger la naturaleza del flagelo del hombre. Lo ocurrido rebasó todo cálculo y especulación xenófoba.
Los nacimientos de animales domésticos y de niños desaparecieron totalmente en pocos años.
Sólo los organismos vivos más elementales lograron sobrevivir y readaptarse a la plaga. Los vegetales se recuperaron casi todos. Poco a poco, de los restos putrefactos de generaciones envenenadas, surgieron vástagos que fueron rehaciéndose casi iguales a las antiguas plantas. Algunos peces, reptiles, insectos. El resto, la mayor parte, desapareció con la última generación híbrida.
Ya hace casi medio siglo que murió el último perro en el planeta.
El mundo del poder, que durante muchos años se rigió por la supremacía del más fuerte, ignoró como si no existiese, que el más fuerte no significa necesariamente el más inteligente, el más complejo, el más sutil. Nada se instrumentó para proteger la fragilidad de la inteligencia, la débil sutileza del sistema nervioso que se elevó trabajosamente durante años desde las raíces más oscuras y primitivas.
Tal vez ese fue el error principal, tal vez...
El viejo se detuvo frente a la puerta, volteó levemente y dirigió una mirada nublada de nostalgia hacia el atardecer.
- Aquí estamos, aquí estoy. Sin Irene y su sonrisa de soles.
- Sin saber si alguien vive en algún lugar.
- Sin saber si soy el último, el penúltimo o si ya estoy muerto…
- ¡Tal vez sea así estar muerto!, sin ver a nadie, sin palabras, sin caricias...
Sus manos se mueven en círculos sobre la consola, modifican la transparencia y porosidad de las paredes al modo nocturno. La noche ya esta encima y él hace mucho que acostumbra apagar las luces para poder mirar las estrellas.
La brisa que filtran las paredes le ayuda a sentir su cuerpo en la cama hasta que el sueño se lo lleva.

ANA MARÍA MANCEDA


EL ETERNO RICTUS DEL ÁGUILA


Hace mucho tiempo que Joaquín Ibañez no se sentía tan feliz. El Sol pretendía esconderse tras los cerros, pero los últimos rayos jugaban a iluminar, como si fueran teclas de un piano tocadas mágicamente, la loma congelada de los bosques, un ángulo del valle o el rostro de Joaquín reflejado en el espejo que había colgado del tronco, haciendo de pilar en la puerta de la casa. Su rostro curtido parecía sereno si no fuese por ese leve rictus que la nostalgia le había puesto como un sello entre la boca y la mejilla izquierda. ¿Sólo la nostalgia? Ya habían pasado tres años, allí quedaron sus compañeros muertos, otros torturados, tenía la imagen del caos, pudo escaparse pero los fantasmas lo perseguían, para colmo de este lado de la Cordillera la cosa estaba densa peligrosa, llegaban murmullos de terror desde la capital.
La jornada había sido espectacular, el aire frío vigorizaba, pero estaba el sol y le pagaron la quincena. Esa noche iba a salir, no ahorraría y aún más no leería a Neruda ni escucharía a Violeta Parra ni a Víctor Jara, solo se reiría, tomaría pisco y sexo, sexo toda la noche. Siguió afeitándose, por un momento lo quiso dominar la angustia de la nostalgia cuando en el espejo quedó reflejado fugazmente la silueta de los cerros con sus bosques congelados y como siempre parecía que desplegaba sus alas de águila y cruzaba la Cordillera, sobrevolando su amada patria, engarzada entre la tierra y el mar.
Bañado y perfumado, las once de la noche lo encontró subiendo despaciosamente la cuesta que lo llevaría a La Casa De La Colina. Al cruzar el estrecho puente se detuvo a mirar el arroyo que bajaba furioso desde lo alto, el deshielo y las lluvias habían producido su máximo nivel, pero aún así no desbordaba, como si manos invisibles guiaran su derrotero hacia el lago y luego hacia el océano. Por un instante pensó que jamás el hombre tendría esa libertad que tienen las aguas, esas mismas aguas que él estaba mirando pronto serían observadas por gente de su pueblo. Se dijo ¡Basta! Siguió su camino, un viejo Renault lo cruzó, se estremeció, era el cabo Gómez, esa mierda era infaltable en la casa de Doña Catarina de Ouro Preto , ma sí, lo ignoraría, esta era su noche, quería estar con Jacqueline, estar con ella era poseer el océano, oscuro, frío, tumultuoso, era embriagarse de algas y montar estrellas de mar, era conectarse con la inmensidad del desierto de hielos, con los volcanes siempre en acecho. Su piel era como la suya, hecha de tierra dolida, olor a copihue y sabor a soledad.
Doña Catarina siempre lo distinguía con Jacqueline, esa mujer parecía comprender todo, su mirada chispeaba de hondura y picardía, tenía un instinto casi animal para captar los deseos de sus clientes ¿Qué vientos la habrían traído a la Patagonia?¿ No extrañaría su tierra cálida y alegre? Que misterioso era el destino de algunas personas. La última parte de la cuesta era brava pero ágil y con todo su cuerpo expectante no sentía la subida, ni bien llegara un pisco le haría reponerse del frío y el esfuerzo. Sonrió, esto no era nada al lado de su huida por la Cordillera, eso sí fue terrible, sin comida, alerta como animal perseguido por sus cazadores, el frío, la oscuridad de los bosques y la mente ocupada con un solo mandato, huir... huir. Recordó cuando llegó a estas tierras ¡Cuánto agradecimiento sentía por sus amigas que lo refugiaron en su hogar! Los días pasaron vertiginosos, cuando la cosa se fue calmando y se pudo organizar lo asechó la nostalgia, se le metió en las tripas y ahí quedó. Era como un parásito que le roía el alma, mañana y noche, mañana y noche, muchas veces sucumbía a su poder y lo alimentaba con poemas, canciones, recuerdos, otras lo quería ahogar con pisco, pero nada, solo quedaba su joven cuerpo achacado por la borrachera y la nostalgia seguía ahí, oprimiéndole el pecho.
Iba a ser un mes que no venía donde Catarina de Ouro Preto. Esas Noches eran como un reposo para los recuerdos, pareciera que lograba vencer por unas horas al monstruo que lo carcomía, quizás lo exorcizara la nostalgia melodiosa de los tangos o las románticas canciones de Leonardo Fabio, ese sí que le gustaba. Al entrar el humo de los cigarrillos lo golpeó, cosa rara en él que las tenía todas, no le gustaba fumar. Entre la niebla se destacaba el decorado rojo y las lámparas adornadas con espejitos de colores que transmitían una luz macilenta pero suficiente como para ver las muchachas con vestidos que de tanto en tanto destella algún brillito de dudosa calidad. El tocadiscos desgranaba la voz plañidera de Fabio que como un alegato al destino le decía a su amada que había sido suya en verano. Sentada en un sillón de raído terciopelo violeta, estaba Catarina de Ouro Preto que con un abanico ostentoso, disipaba el humo y el calor de su cara transmitido por el cercano hogar repleto de leña ardiente. El grueso maquillaje ocultaba su tez morena, como si quisiera ocultar su mestizaje, pero su porte altivo, su rodete sanguinolento y sus joyas baratas, producían lo que ella se proponía, impactar como lo que era, la madama de La Casa De La Colina. Ni bien vio a Joaquín lo llamó con una seña cómplice. Quería a ese exiliado, se reconocía en él, excepto que la Doña disimulaba el rictus con el rojo de sus labios y el rubor en las mejillas carnosas. Joaquín se acercó y se sentó a su lado, pidió un pisco y se relajó. Catarina charlaba sin cesar y sus ojos retintos titilaban de una cierta ternura alcohólica. Jacqueline ya vendría, estaba con un cliente. Algunas parejas salieron a bailar un tango, todo el espacio estaba envuelto de olor a sexo y desesperanza. Al rato la vio bajar por la estrecha escalera que llevaba hacia los cuartos. Estaba desaliñada y llorosa, Joaquín se levantó como un resorte y corrió hacia ella .-¿Qué té pasa? Abrazó a la frágil joven.- No te lo puedo contar Joaquín, ya pasará.- No vení, bailemos y contame. Se metieron entre los otros bailarines, ella se sentía agobiada, él quería poseerla ahí mismo, había esperado tanto esos momentos, sus piernas se entrelazaban siguiendo el ritmo del tango, le acarició la cabeza mientras la miraba.- Contame Jacqueline.- Ese animal... . es un castrado, necesita la violencia... sollozaba. De pronto se quedó atónita mirando hacia la escalera, Joaquín se volvió. El cabo Gómez los estaba observando, su rostro furioso mostraba las mejillas lastimadas y su mirada... esa mirada que él conocía. Todo ocurrió en un segundo, el brillo de la hoja del cuchillo buscó el tierno pecho de la joven y él se interpuso. Sintió un caliente y dulce flujo que salía de su vida y se sintió caer, como en cámara lenta. El silencio humano era total, solamente la voz del disco ignoraba el drama " Ya nunca me verás como me vieras, recostado en la vidriera... esperándote..." Los aterrados rostros de Jacqueline y Catarina de Ouro Preto parecían mirarlo desde un abismo oscuro, lejano, sin retorno. Joaquín Ibañez tendido en el piso del prostíbulo creyó estar sonriendo, esa noche brillante de Agosto en la que etéreas plumas de nieve iban cubriendo finamente las calles y los techos del pueblo, espiadas por algunas estrellas rebeldes que parecían expulsar lágrimas de luz. Se vio elevar y volar como un águila allende la cordillera, deslizarse como planeando por la larga y estrecha lonja de su herida tierra, consolada por las aguas del mar. Creyó que sonreía, pero su boca era un rictus como si señalara un camino hacia la eterna libertad.


Los personajes son el resultado de la imaginación del autor, cualquier coincidencia con personajes reales es producto de la casualidad. Mención de honor y edición en antología 2004. Buenos Aires. Argentina

ROBERTO ROMEO DI VITA


LA BICICLETA PERDIDA

No estuvo perdida, se la encontró en la memoria, en todas las memorias de los habitantes de Rosario que quisieron verla.
La encontraron los amigos de Cachilo que salieron a buscarlo; la madre de Cachilo que guardó la bicicleta como una prolongación de su hijo.
De la novia de Cachilo, que alguna vez paseó por el Parque Independencia o el Parque Urquiza, pedaleando en esa bicicleta de leyenda. De Raúl García el maestro que la tomó prestada y llevó cuadernos para los pibes de su escuelita Cabín 9; en esos cuadernos escribió.: "Existen seres humanos que soñaron más allá del sol y con un país mejor".
Vieron la bicicleta de Cachilo, los canallas y los leprosos, los gorriones y los actores de conciencia rosariogasinos.
La vio el negro Fontanarrosa y no puso contener una lágrima. La vio Olmedo desde su banco y su escultura sobre wheelwright y la saludó con tristeza.
La bicicleta solitaria de Cachilo, el muchachito que hace treinta años se dirigió a una cita militante y nunca más volvió; se lo llevaron los inefables oscuros de la muerte.
Pero quedó como testimonio su amiga bicicleta, dibujada en las paredes de Rosario, de San Martín y de otras ciudades. Está en las canciones, en la memoria; todos la ven aún. Es la bicicleta perdida de Cachilo, el pibe que no volvió; todos la verán menos los que se tapan los ojos.

SEBASTIÁN JORGI


PLAZA CONSTITUCIÓN

Los tres niños se pararon frente a la panadería del gran hall de la estación terminal de trenes: Plaza Constitución. Se podría deducir las edades entre 5, 7 y 11 años. Desarrapados, sucios, permanecían como pegados a la vidriera de la panadería. Sus ojos, ansiosos al ver las facturas y el pan, las tortas y los sánguches de miga, estaban como desorbitados. Extendían las manos pidiendo monedas a los pasajeros -miles en una estación terminal del sur de la provincia de Buenos Aires-, aunque, en verdad, lo que estaban aguardando era una señal desde adentro del negocio. La muchacha que atendía, a escondidas de los patrones, les solía dar un par de bolsas, en las que cargaba pan, facturas y restos de porciones de pasteles. Y cada uno, en medio de la desesperada espera, se iban llenando y colmando el hambre con los recuerdos.
Y por qué, mamita, está pasando todo esto que nos pasa, qué pecado hemos cometido, por qué papá se ha ido lejos y ya no nos quiere, por qué debes andar con todos esos hombres en el andén de Temperley…no te imaginás lo que me decían los compañeritos de la escuela, que te vieron más de una vez con varios hombres coqueteando de acá para allá…y yo qué les iba a contestar, me quedaba mudito, pues me daba cuenta que después conseguías comida…
Y a mí, que me iba muy bien en la escuela, desde que papá se quedó sin trabajo, con la crisis del 2001, se ha dado a la bebida y anda tambaleando, medio loco, por las calles de la ciudad o en algunos barrios buscando pendencia…cuántas veces se lo han llevado preso por agresiones y por robos reiterados y mamá, pobrecita, debió acudir al juez para que él ya no se arrime a casa…dicen que lo han visto cartonear por Plaza Constitución, mientras mamá trabaja de doméstica de casa en casa, humillándose, desfalleciente de cansancio…
Y yo qué voy a decir de diferente a mis dos amiguitos, todos creen que somos hermanos, en realidad, lo somos, hermanos de Plaza Constitución y del hambre que no podemos saciar…pensar que hace unos años estaba todo normal en casa, mis papis trabajaban los dos y podíamos pagar el alquiler…ahora, con esta crisis, hemos ido a parar debajo del puente de la calle Paracas, acá, a unas pocas cuadras de Plaza Constitución…y aquí estoy, con mis dos amiguitos, esperando que la empleada de la panadería nos dé pan…
La empleada, apenas su patrona se fue hacia la parte del horno del negocio, cargó una bolsa grande con todo lo que pudo y lo que el tiempo le permitía, hasta el regreso de la dueña de la panadería. Y salió, con una escoba en la mano, para simular que limpiaba la entrada que daba al enorme hall de la estación de trenes. Los tres niños agarraron la bolsa y se fueron hacia los andenes de la zona Vía Temperley.
El gentío, que iba y venía, ya acostumbrados a ver este cuadro de niños marginados por la falta de vestido y por el hambre, seguía los derroteros individuales en el regreso a sus casas. Se trataba de una clase media que había podido resistir los embates de la desgracia y si bien, estaban al borde del abismo por la situación general del país, con una espantosa resignación, continuaban caminando para abordar los trenes. Pero no experimentaban ese terror íntimo de no comer durante días o de estar "mal comidos", la humillación constante de toda una generación de argentinos -a las que se iban sumando cada generación venidera- y así, sucesivamente, como en una progresión geométrica. A tan sólo metros de donde ellos abordaban los trenes del sur, las veredas aledañas de la estación del ferrocarril, albergaban a la intemperie, a varias familias, mal abrigadas y con colchones en desuso, que solían dejar algunos seres piadosos. O en el mejor de los casos, el Ejército de Salvación, que tenía un local en la zona de Plaza Constitución. El nombre "Constitución" era una mueca irónica para quienes debían estar protegidos por la Constitución Argentina, que tanto costara a próceres del siglo XIX.
Los tres niños cruzaron las vías y contentos por llevar el pan a sus familias, ya entrada la noche. Se saludaron y se dijeron hasta mañana. Cada cual se iba hacia su destino, paralelo y tremendo.
Pateaban una pelota hecha de trapos viejos, atadas con hilo sisal, a medida que iban cruzando los andenes de la estación terminal de trenes.



*Publicado en la revista virtual “Con voz propia”, dirgida por Analía Pescaner*

MARISA PRESTI


LA MENTE EN EL POZO

El papel temblaba en su mano izquierda. Era un papel cualquiera, pero para Mauricio Agote representaba el borde de un abismo. Nerviosamente, lo apretó con fuerza, como si pudiera neutralizar la amenaza de las letras escritas en él. En otras ocasiones hubiera ignorado el papel, y con cualquier excusa se iría caminando con el tranquilizador fresco de la mañana. Sabía que todo esto lo limitaba; había perdido muchas oportunidades por el mismo problema. Recordó aquel excelente trabajo en una agencia de publicidad que no pudo soportar, o mejor dicho, no lo soportaron.
Mauricio, esto no puede seguir así. La voz de su terapeuta le taladraba los oídos, le generaba bronca. Estoy harto de escucharlo, con su musiquita repetida en todas las sesiones. Como si fuera tan fácil, pensó, habría que ver qué hace si le pasara lo mismo. Varios métodos habían fracasado; el tordo trató sin éxito de liberarlo probando con meditación, visualizaciones, técnicas gestálticas...y nada, todo siguió igual.
Estuve pensando que usted tiene que enfrentar este problema de una vez por todas. Se negó, como siempre. Y entonces escuchó lo que nunca hubiera creído Mire, si usted no prueba, no voy a poder seguir atendiéndolo. Las palabras lo angustiaron; abandonar lo conocido, buscar otro terapeuta, contar de nuevo la historia de su vida, quedarse sin esa confianza ganada con tanto esfuerzo. Prometió que lo intentaría, y salió del consultorio con los ojos velados de gris.
La oportunidad, sin saberlo, se presentó al conocer a Florencia. Un breve intercambio de opiniones en la conferencia del doctor Cazales le bastaron para interesarse por esa periodista de ojos claros y charla incesante, sentada a su lado. Mintió sobre su presencia en la disertación; llegó a armar una historia de investigador universitario interesado en el tema. Florencia le ofreció su ayuda Podría darte buena información, hace tiempo que trabajo este tipo de notas. Un café compartido sin apuro, mientras caían las primeras sombras del atardecer de aquel sábado que le cambió el humor, fue el comienzo de otras salidas amistosas. Cine, teatro, recitales, hasta el día que ella dijo Te invito a cenar a casa el viernes, ¿podés?
Le anotó la dirección en la pequeña servilleta. Él la guardó cuidadosamente en su bolsillo derecho, con ese bienestar que anticipa la vida cuando nos concede lo que más deseamos. Se aspiró todo el entusiasmo de un sorbo, apenas podía disimular la emoción que corría por sus piernas, y esperó con ansiedad los días que faltaban para el encuentro. Por cábala o para hacer durar más el misterio de la mujer deseada, no miró la humilde servilleta adormecida por las arrugas.
En su sesión de terapia recorrió hasta el más mínimo detalle: la ropa que se pondría, ¿le llevaría flores o bombones?, quizás una botella de buen vino era más informal. Mauricio, trate de hablar de sí mismo, no se subestime. Usted tiene muchos aspectos valiosos, pero generalmente los oculta. Su amor por el arte, esos buenos cuentos que escribe, no se quede callado, a las mujeres les gustan los hombres sensibles. Agradeció las palabras estimulantes; esta vez se propuso no fallar, haría cualquier cosa con tal de lograr el amor de Florencia.
Cualquier cosa. Recordó su promesa sobre el puño cerrado que apretaba la servilleta. Frente al elegante edificio de la calle Sucre, paralizado, consternado, con el estómago endurecido como losa, supo que ella vivía en el piso veintiuno. Cualquier cosa menos esto. Sintió un mareo con sólo imaginarse ahí arriba. Quedó de espaldas, decidido a volverse; el peso del miedo inclinaba de nuevo la balanza en su contra. Te invito a cenar a casa el viernes, ¿podés?; la voz femenina le recorrió el cuerpo. Estaría ya arreglada, con la mesa puesta, la comida a fuego bajo sobre las hornallas, tal vez dándose el último retoque al maquillaje, esperándolo.En un impulso toca el portero eléctrico. Empuja la puerta y entra al hall. Frente a él, dos ascensores automáticos esperan su decisión. Respira Mauricio con toda la fuerza de sus pulmones, y elige el de la derecha. Tembloroso, busca el número veintiuno y aprieta; queda suavemente encerrado mientras el ascensor empieza a subir. Sube, sube más de lo que soporta, sube tanto que se afloja el nudo de la corbata, sube más que el temor de perder a su terapeuta, sube más que su deseo de Florencia. Sube para nunca volver a bajar.

miércoles, 7 de abril de 2010

MÓNICA TARRAB


AGUJERO NEGRO

Desapareció la luna. Me asombró, después de haberla visto completa y brillante; bastó un parpadeo para que se esfumara. La busqué por todo el cielo, que estaba limpio de nubes, tratando de descubrir el capricho. Quedé deslumbrada un instante, hasta que comprendí que el sistema tierra-luna estaba destruido, y las consecuencias eran impensables. Cuánto tiempo más viviríamos, y en qué condiciones.
El embelesamiento mutó en terror y dónde están ellos ahora, los que más quiero, y el sol padre no puede esta vez con nosotros. Ella se fue, y dónde está mi música, las plantas que nunca cuidé, las caricias que amordacé. Las manos secas del espanto, la gota de rocío reflejando el universo. El quebranto no dicho, las muecas de la risa y la risa verdadera. Mi vuelo rasante aprendido en sueños repartidos. Los amigos de siempre, espejándome. Los abominables rascacielos, la maraña de cables estrangulando palomas atontadas. La información y los procesos. El progreso y las babas de la antigüedad. El oráculo que danza en las baldosas del subte. El aguijón del tábano en mi espalda. El amor ciego y su desorden. Los ojos capaces, inútilmente abiertos. El perro blanco que no quiso hablar conmigo. Los infames pactos mudos. Los gritos. Los volcanes. El magma y su secreto. La llave que abre el fuego. Dos ídolos invocando al unicornio azul. La clave del éxtasis. La clave de sol y el marfil de mi teclado. Las olas acompasadas en la orilla del lago más remoto. Un susurro en la intimidad del coñac. El encanto del absurdo. Un disfraz sin antifaz. Lo que dejó la tempestad, de una escultura de sal. Mis cicatrices superpuestas. La penúltima estrella fugaz. Las mareas. El bosque donde nunca me perdí. Los nombres que menciono. Los nombres olvidados. Que sean por única o última vez si es que ella mañana no regresa; porque es posible que la no-luna aquiete todo y no volvamos a jugar.

LULÚ COLOMBO


EL TIEMPO

No me gustan los rosales porque tienen algo de siniestro, como un no sé qué con el dolor, me producen mucho malestar -había dicho la más joven, mientras tomaba delicadamente el pocillo de café. A mí me gustan mucho, me recuerdan cuando podía pasear a gusto sin problemas, cuando tocaba a Schubert y el sol se deslizaba por los cerros -dijo la otra. Mira, niña, yo soy del tiempo en que se tomaba el té a las cinco en punto. Y cómo vino a parar aquí, a este lugar, en esta ciudad tan plana y tan lejos de los ingleses. Las señoras de mi edad se visitaban a la hora del té y se rivalizaba por la calidad de la repostería y del servicio doméstico. Ah, no, de eso, no tengo la menor idea, me imagino que serían unas vidas muy correctas y protegidas. Bueno, correctas no sé y, protegidas, quién sabe. Eran tiempos donde una se enteraba de las cosas en esas tertulias con las amigas pues ciertos asuntos sobre la intimidad de las personas, no se ventilaban por ahí como ahora. Te contaré, niña, un caso muy famoso en la ciudad: el de una maravillosa escultora de aquí, de esta ciudad. No te voy a decir el nombre pues hasta ahora sigue siendo un secreto. Era bellísima y de ella se enamoró locamente un médico de familia tradicional; ella lo hacía padecer con sus extravagancias, y él se enamoraba cada vez más. Por fin, un día se casaron, pero antes, él la hizo revisar por su mentor, famoso psiquiatra, éste testimonió que se trataba de una mujer normal; se podía casar tranquilo. De esa unión nacieron muchos hijos y después de un rosario de escándalos notables, terminaron viviendo uno en la planta alta y otro en la baja. De ella hay muchas estatuas por ahí, eso fue en el año en que llegué a esta ciudad que en aquel entonces era como un pueblo, con gente de todo tipo y de todo el mundo. Había gente muy rica que había hecho fortunas con el comercio; vivían en casonas espléndidas, se construían grandes mansiones que todavía deben estar en pie. Sí, está bien, pero quiero saber por qué la escultora y el médico no se separaron. Mi querida, así no se resolvían las cosas en mis tiempos. Mira, yo vine de Santiago muy jovencita con el consentimiento de mi suegra y con la ayuda de mi aya. Cuénteme de su familia. Ay... hijita, qué puedo contarte... si son sólo historias viejas. No importa, a mí me gustan las historias, cuénteme. Bueno, mi esposo era político y escritor. Me casaron con él cuando cumplí los quince años; tenía el genio fuerte. Luego la policía me andaba buscando. Cómo que la policía la buscaba. Sí, porque él era un hombre poderoso; y dirigía un periódico muy influyente pero..., olvídalo. La anciana respiró hondo y miró al infinito con los ojos brillantes y azulados por el tiempo. -Sin duda es ella-. A las muchachas jóvenes como tú, en otros tiempos, yo solía aconsejarles que nunca se separasen de su máquina de coser y de su colchón, pero a ti, qué te voy a decir, pues, con lo despierta que eres, niña. Máquina de coser, para qué. Para ganarse la vida, mi niña. Yo tocaba el piano y era maestra; pero cuando llegué a Mendoza hacía flores de tela para vivir. Y por qué se vino. Ah... querida, eso fue hace tanto tiempo.
Suspiró entornando los ojos... No se olvide de las partituras. No, no se preocupe, las llevo en el bolso, para cuando llegue y me pueda establecer, la verdad es que no sé adónde; eso ahora no importa. Le encargo mi guagüita, no me la deje solita. No piense más, m´hija, sabe que esto es lo que tiene que hacer, pues. Que Dios la bendiga. No escriba porque si lo hace la van a hallar; veré que puedo hacer con el muerto, déjeme a mí, lo vamos a arreglar en familia; pero tiene que irse ahora mismo. Le tejí estas medias para que se abrigue, el viaje es largo y hace mucho frío, llévese al niño porque aquí corre peligro. Háblele de mí a la niña; para que no me olvide; volveré cuando todo se haya calmado... Ay, dónde estará mi niña...
La anciana abrió los ojos mientras la joven le preguntaba algo. Se siente bien. Sí, sí..., gracias hija,
es que me adormecí un poco, no recuerdo de qué estábamos hablando. Me estaba contando de la máquina de coser y del colchón, claro que eso ahora no tiene nada que ver, nosotros somos de la era de la informática. Sí, he visto por la televisión las maravillas que hacen ahora; niña, tú ni te imaginas todo lo que el mundo ha cambiado. Yo hacía flores de todos los colores, se usaban mucho las camelias y las rosas, en sombreros y solapas; y se pagaban muy bien. Allá en la casona quedó la negrita Pancha que daba vuelta a las hojas de las partituras cuando yo tocaba el piano en la sala de música; eso fue en el diez. Y por qué nunca más volvió a verlos. Cosas que pasan, hija, es tarde ahora. Y estoy muy vieja..., prefiero este jardín, y visitas como la tuya, además, eso fue hace mucho tiempo. Mi hijo, mira que te hablo de cuarenta años atrás o más... si tú ni habías nacido... sintió curiosidad y quiso conocerlos; estaba ilusionado y se fue hasta allá a buscarlos. Logró encontrarlos y se presentó ante ellos. Lo recibieron pero no creyeron que él fuera pariente y que yo estuviera viva en Argentina. Temían que fuera a buscar la herencia; le dijeron que yo había muerto después de haber sido encontrado el cuerpo de mi esposo con el cráneo roto de un golpe y arañazos en el cuerpo. Cómo es eso, su esposo fue asesinado. Bueno, ha pasado mucho tiempo, creo que tal vez pueda confiar en ti. Ya que eres tan curiosa, te contaré algo que he ocultado toda la vida, niña, dijo la anciana bajando la voz -creo que algo sospechaba porque miraba hacia mí, o me parecía eso.
Comprenderás que son secretos que deben ser guardados a siete llaves, como se decía en mis tiempos. Sí, seré una tumba, tómese otro cafecito, me muero de ganas de saber, no se lo contaré a nadie: se lo juro. Además, el único que está aquí es ese señor canoso; pero está leyendo el diario y no nos escucha. No sé, tal vez no debiera, pues. Sí, por favor..., mire que si no lo hace, no la traigo más a tomar café. Está bien, me has ganado. Como ya te he contado, mi esposo era una persona rica y famosa. Yo amaba el piano y las flores. Él gustaba de recitar la Comedia en las tertulias; lo admiraban y le temían por ser hombre de la política. Tenía cuarenta y cinco años cuando mi padre, que era su amigo, sintiendo que iba a morir, le pidió que me protegiese. Y así arreglaron mi casamiento. Pero si usted tenía sólo quince años. Sí, así eran las cosas, no decidíamos nada, nos casaban y se acabó. Qué terrible. No, porque ya nos criaban así. Yo no tuve suerte. Mi esposo era irascible, un genio indomable que ni su propia madre podía doblegar. Tuve con él dos niños. Cuando di a luz a la niña quedé muy débil y eso lo puso furioso; decía que yo simulaba para no cumplir con mis deberes de esposa. Algo me ocurrió, pienso ahora, pues me rebelé y así su ira se hizo incontrolable. Una escena, niña, me ha acompañado por muchos años. Ese día tuve que defenderme, creí que me mataba. Estábamos en la sala de recibo y me tiró al suelo; yo acababa de dar a luz y me sentía sin fuerzas.
La voz de la anciana era apenas un soplo estremecido, -me costaba escucharla. Había un reloj inglés sobre la chimenea, era todo de mármol con un aro de bronce trabajado, marcaba las cinco de la tarde, recuerdo. Conseguí incorporarme y le salté a la cara, lo arañé. Sentí la satisfacción de producirle algún daño. Me siguió golpeando y empujándome hacia la chimenea. Yo ya estaba desfalleciendo y jadeaba por el esfuerzo y la desesperación, hasta que logré tomar el pesado reloj y arrojárselo a la cabeza. Después, creo que caí desmayada; no recuerdo más. Me dijeron que lo había matado, la aya fue mi ángel salvador. Me sacó del recibidor medio muerta y en el ínterin acomodó el cadáver, según me dijo cuando desperté. Luego preparó unas ropas para mí y para mi hijito; me dijo que debía irme porque me pondrían presa.
Percibí que la joven miraba a la anciana con espanto e incredulidad. Quiere decir que usted lo mató. Hay niña, yo tenía sólo diecisiete años y estaba muy asustada. Nadie hubiera creído que era en defensa propia. Como ya te dije, pues, mi esposo era un hombre también admirado por sus modales refinados; tuve que huir. Crucé la cordillera a lomo de mula con mi hijito que tenía menos de dos años. Cambié de nombre y aquí viví hasta ahora; claro que no siempre en esta ciudad. Fui maestra en el campo, allá en el norte. Hice flores para señoras elegantes en Santa Fe. Toqué el piano. Y seguí andando de pueblo en pueblo dando clases; hasta llegar aquí. Años después, conocí el amor de un hombre bueno y lo seguí, pero como ves, niña, todo eso ya no es nada... nada, son sólo recuerdos que se irán conmigo. Bueno abuela, bueno... no se ponga así, bueno... no se ponga así, cuénteme todo. Y pensar que a mí me impresionan las rosas... A usted le debería tener miedo, abuela. No, no te preocupes, eso pasó hace más de setenta años y, como sabes, los crímenes también envejecen... Ya no importan porque son olvidados, y éste también.
Eso dijo la anciana mientras yo me incorporaba y me dirigía hacia ella: Señora, disculpe la interrupción, he escuchado todo. Yo sabía, le aseguro, que usted debía de estar viva en alguna parte. Al fin la he encontrado; soy su pariente, no se asuste; yo heredé las acciones del diario. La vengo buscando desde hace muchísimo tiempo. Sólo tenía esta foto... Esta hermosa foto donde está sentada tocando el piano. La buscaba para decirle que usted no lo mató aquella tarde. Se decían muchas cosas. Después se dijo que usted había muerto, pero nunca lo creí. La criada me lo confesó todo... por miedo a irse al infierno. Esta foto me la dio su hija cuando yo era apenas un niño. Mire joven, puede ser que lo que usted dice sea cierto; no quiero saber para qué me busca ni como me encontró. La he estado buscado por tantos lugares para devolverle lo que le ha sido substraído por todo este largo tiempo. Además, siempre soñé con que al fin la encontraría y que tocaríamos juntos el Nocturno de Chopin que dejó en el atril. He conservado la sala del piano intacta, allí quedó abierta la partitura del número 1, opus 48. Le agradezco joven pero hay cosas, pues, que es preferible no saber; es mejor así. Respondió sin mirarme siquiera y ordenó a la joven: Niña, llévame de vuelta a mi habitación, siento mucho frío y ya se ha hecho tarde.
Quedé inerme junto a la mesa mirando el rosedal. Miré la foto y la guardé. La terminaba de perder para siempre mientras la joven, sin emitir palabra y mirándome con estupor, tomaba del brazo a mi tía abuela, la bella pianista de la foto; tenue viejecita de corazón fuerte, trastabillando como un ave nueva. Su vestido lavanda con gardenias blancas en la solapa se iba descolorando hasta diluirse. Las manos... las magníficas manos y sus elásticos dedos, se iban afinando hasta prenderse al bastón como las patas de un pájaro. Traté de retenerla más allá de la revelación, pero se disolvía a cada paso. Miré con pena esos frágiles huesos donde mi fe y mi búsqueda se iban deshaciendo.
Y me fui.


Del libro: "La coreografía de los Mares", UNR Editora. Rosario

ALICIA CHILIFONI


EL REGADOR

A veces me quedo estática, creyendo estar ante una visión fantástica, extemporánea. Esta mañana, por ejemplo. Iba hacia el supermercado a hacer las compras del día, y cuando llegaba a la ruta, me sorprendió ver avanzar lentamente, por el carril central, un gran camión regador. ¡No puede ser!, pensé. El regador pasaba por las calles de tierra de mi pueblo, sobre todo en verano, por la mañana y por la tarde. Los chicos más osados corrían a la par, mojándose los pies, refrescándose, salpicándose entre sí. Las nenas nos replegábamos a la vereda. Por un rato no podríamos jugar en la calle, hasta que desapareciera el barrito. Pero eso se compensaba con lo lindo del olor a tierra mojada. Claro que con esos solazos, bien pronto volvía a estar todo polvoriento; pero ayudaba a que los escasos vehículos que por entonces circulaban por el pueblo, no levantaran nubes de polvo.
Y este regador de hoy, ¿a qué viene? Entonces me doy cuenta de que en sendas franjas de tierra que separan los carriles centrales de las calles colectoras han plantado pequeños sauces, palmeras, y flores diversas. Y que hacia ellas van orientados los chorros de agua.
Como me pasa con tantas otras cuestiones, hacía años que el regador no se me aparecía ni siquiera en la imaginación: estaba olvidado.
Qué bueno que ahora huelo la humedad, cierro los ojos, y me veo sentadita en aquélla, la vereda de mi casa natal, en un atardecer cualquiera, enhebrando florecitas de colores en efímeras pulseras de yuyo, de tan corto esplendor, que se marchitarán antes de que despliegue sus lunas sutilmente perfumadas, la dama de noche de mi jardín.
Abro los ojos y me apuro, porque no hay nada de todo eso, y porque recuerdo que tengo que hacer la comida. Voy por los ingredientes. Guardo el regador para pensarlo con tiempo esta noche, antes de dormir, hasta agotar los detalles. Y después lo esconderé en la trastienda de mí, con tantísimos recuerdos amodorrados, que de vez en cuando la vida espabila, como hoy, de un tan oportuno tironcito, que viene de tan lejos, acarreando el aroma de aquel pueblito que fue.

JUAN CARLOS DE ROSA


CATORCE DE AGOSTO

El 14 de agosto del año 997, Turmak Atalir, el mejor jinete que hubiera pisado las yermas tierras de la banda occidental del Bósforo, al despertar vio a un ratón que penetraba en el bolso de lana que Maliak, la tejedora, le había entregado ese mismo día.
Por la noche, mientras cabalgaba hacia Esmirna, una astuta cuerda, hábilmente tendida por ladrones, hizo que su caballo rodara. Turmak Atalir dio con su cabeza en una roca. Murió tras pocos minutos y muchas convulsiones.
El 14 de agosto del año 1197, Jean Jacques Hourdie, natural y vecino de Toulouse, hubo de despertar viendo a un ratón que se introducía en un deslucido odre de cuero.
Murió esa misma noche, sin causa aparente.
El 14 de agosto de 1397, Francesco Biotto, detto il Magnifico, quien visitaba las umbrías colinas toscanas, vio al despertar a un ratón ingresando en una saca de paño gris.
Murió antes del alba. Una mancha bermeja, del tamaño de una nuez de Andalucía, adornaba imprevistamente su cuello.
El 14 de agosto de 1597, Fernando de Albiñana y Mompó, alcalde de la rica villa que desafiaba a las huecas faldas del Potosí, observó al despertar a un ratón que entraba en la alforja de pienso del establo. En él había dormido buscando resguardo de los indios recién sublevados.
Regresó con la noche. Se quitó el morrión y lo puso contra el pecho.
Un paciente encomendero, que allí aguardaba a don Fernando, resolvió el pleito partiéndole la cabeza de un sólido e impío garrotazo.
La agonía fue larga, pero no lo suficiente como para permitirle llegar al siguiente amanecer.
El 14 de agosto de 1797 Cahual-Curá, mozalbete pampa de las Salinas Grandes, despertó y vio a una laucha que ganaba su bolsa de yerba.
Esa noche, en un fallido malón a la bien protegida Guardia de Luján, el inhóspito plomo de un arcabuz penetró en su entrecejo. Tras un alarido de despedida, murió mientras caía de su envidiable ruano.
Hoy, 14 de agosto de 1997, yo, Juan Jacinto Albornoz, nacido en la Banda Oriental y con domicilio en Montevideo, he visto al despertar a un ratón que se metía en mi mochila azul.
Son, apenas, las tres de la tarde.

GABRIELA BRUCH


FONDO DE NOVELA

Se sentó al lado de la ventana, frente al mar. Ya es otoño, pero aún no sopla el viento patagónico. Ha escrito más de cuatro páginas de su novela y ya se siente cansado, como si hubiese tenido que atender a sus personajes, darles el almuerzo, servir el café, conversar de cosas intrascendentes, como el tiempo y el paso de los años. Algo irreversible.
Prende su pipa y se sirve la última copa de vino. Extraña el porro, pero está lejos del pueblo. Se conforma con el tabaco. Mira hacia afuera, hay luna. La luz se proyecta desde el horizonte hasta la costa, un amplio camino plateado que resalta la espuma.
En el centro de la mesa ratona, están los binoculares. Recuerda el día anterior, a pleno sol, las olas gigantescas sobre el horizonte. Le da placer y temor. Eso es océano, lo que ve ahora es mar. Y es tan distinto...
Tiende a agarrarlos, a mirar a través de ellos, pero le da una larga pitada a su pipa y vuelve a pensar en la novela. Los personajes se han alejado un poco, no están tan metidos en este instante de soledad que tanto necesita. Apaga el celular y se levanta del sillón amodorrado. En la heladera sólo hay dos tomates y una chuleta de cerdo. No tiene ganas de cocinar, por lo tanto vuelve a su pipa y a su copa de vino ,que ya está llegando al final.
Recién ahora da cuenta de las pequeñas y múltiples estrellas que pueblan el cielo patagónico, que parece estar más cerca de la tierra que otros cielos. La luna había invadido toda su visión, pero ahora está más pequeña, aunque el camino plateado no cesó. Es hermoso ver bailotear la espuma de las olas en la orilla. Esta sensación de placidez, sólo la encuentra después de haber escrito algunas páginas, aunque sean pocas, aunque la novela que tiene en mente sea su única compañía.
Piensa, una casa tan grande ,un ventanal mágico y nadie conmigo, pero no está solo. Los personajes rondan su mente y también su corazón. Esto último es lo más importante, al fin y al cabo, él eligió esta vida. Un escritor es un ser solitario. Escuchó por ahí que se puede pintar a dos manos, tocar el piano a dos manos, pero jamás escribir. Escribir es un salto al vacío. Y ahí, tan cerca, el mar.
El océano, lejos, por suerte, porque es de noche y todo se agiganta, hasta los miedos, hasta lo que el día hace desapercibir. Un animal, corre por la arena, no se distingue bien, pero su atención es lábil.
Otra vez el impulso de tomar los binoculares, pero en vez de eso, espía casi de costado computadora, que quedó encendida y con el personaje principal indeciso. Ahí lo dejó, esperando que haga su vida, que tome el rumbo, que no lo interrumpa.
Se sienta, piensa en su hijo, que a esta hora debe estar preparándose para salir, allá en la ciudad lejana, bulliciosa y feroz. Qué suerte estar acá y no soportar ninguna demanda, salvo la propia.
Un aullido corta el silencio y las palabras comienzan a fluir, tiende a sentarse nuevamente en el ordenador, a plasmar en la pantalla todo ese cúmulo de ideas que sólo asaltan en la noche; pero desiste. No es tiempo, ya pasó, debe esperar hasta mañana, los duendes se han ido a dormir y ahora son los demonios los que gimen las palabras.
Cree en sí mismo más que en cualquier mortal y ahora sólo sabe que debe tomar los binoculares y mirar.
El horizonte se acerca, una línea blanca, las olas del océano, gigantescas. Se queda sí unos minutos, no importa cuántos y hasta se olvida de la novela.
Enfoca un punto cualquiera, bañado apenas por el reflejo lunar. Sin mediaciones, lo ve. Ve salir de las entrañas de ese mar tumultuoso, el gigantesco animal negro, casi azulado, bellísimo, la aleta temible, erecta, las fauces abiertas a la luna. Un solo salto, uno solo, negro, azul, vientre de las profundidades, un grito de terror que no alcanza a oír. Y luego desaparece. Las olas siguen fantaseando a lo lejos, con esa orilla y con él, que se desploma, su cara extasiada, bella , iluminada apenas por la luz azulada de la pantalla que se dispone a esperarlo por siempre.
Afuera es noche y parece que hace frío.

Publicado en la revista virtual “La Iguana”

MARÍA DEL CARMEN CHALES


FRIDA DE CERCA



LA CASA AZUL (Cerrada)

Transparencias de cristal tienes
a esta hora Casa Mayor hora de
lo que fue no fue y será cuando
la urdimbre del Quetzal es irisado bosque
ordenando silencios rituales de hados
y dioses sobre tus muros.
.............................A contraluz una
cara de mujer observa.
.............................Detrás
así abanicos otros rostros van y vienen
rostros de un adiós.
...........................Sobre ceniza de espejo
alguien dejó sus iniciales bordadas
en un pañuelo de lino azul:

............................................F.K.




DOS DESNUDOS EN EL BOSQUE

¿Alguna vez he de habitar el Edén
adonde dos mujeres se acompañan
con femenina lisura
..................... sin turbarse
bajo frondoso altar tallado
en mi imaginario territorio frente a
un frío espejo-caja cripta-que me
contiene sin bautizo de Dios?
Álamos blancos copales nopal amates
guanábana Laurel de Indias
unidos por enredaderas en esplendor.
¿Podré vencer esta corteza
y por el cristal huir por siempre
de esa espesura carnal que me sojuzga
llegar al Paraíso sin Eras y con ardor indígena
encender una candela en el confín?



PENSANDO EN LA MUERTE

El ángel custodio nombraré
guardián de mis anfitriones.
Ellos purificaron lo impuro
que azoró mis sentidos
el estigma carnal
el vacío de mis entrañas estériles.
No poseo lámpara poseo ni don
.....................como ofrenda final.
He sido tumultuosa impaciente
-no con el dolor- he comulgado
del cáliz del pigmento lenta morosa
armónica sin las urgencias
mestizas de mi sangre.
He celebrado nupcias con el amor
a solas frente a un espejo en caja
de cal bajo esa corteza
....................con lasciva
mano desnudé mi sexo.
Bajorrelieve exhausto el cuerpo:
miembros atrofiados la columna-tallo
sostenida por hierro y yeso tetas
turgentes propicias para la ávida
boca del infante que sólo nació en
el mural de Diego en Detroit.
Al fin estaré oyendo el silencio que
tanto he ansiado
..................él me dirá a quién amé.


HACIA EL HOSPITAL

Lívida corola desprendida
del tallo
............el cuerpo de Frida en
parihuela de espinas.
.......Alto el dolor sin lágrima,
Instantes ciegos confusión
transeúntes en tránsito salvaje.
Todo dura un asombro y el tiempo
se detiene hasta que la sirena de
ambulancia agravia el aire.
Bajo ladera de faldas esconden
Las mujeres a sus críos
porque quizá ¡esa niña haya muerto!
Lava la lluvia sangre de raíles.

Ileso el farol da vía libre.


FRIDA Y DIEGO

Un señor nacido en Guanajuato
una dama oriunda de Oaxaca
........................... ambos de México
lucimos atavíos festivos así dos
aldeanos que van de romería
Yo Frida visto de tehuana
..........................luzco huipilli rojo
sobre vestido de falda plegada color
verde comprado en Zócalo.
Diego - extraño en él- se ha acicalado
con rigor pueblerino. En la mano
derecha sostiene paleta de pintor
y pinceles nuevecitos. Quizá ha querido
dejar testimonio de su oficio.
Es el día veintinueve de Julio del
Año 1929. Así Yo Magdalena Carmen Friede
Calderón Gonzales contraeré nupcias
con Diego María de la Concepción Juan
Nepomuceno Estanislao de la Rivera y
Barrientos Acosta y Rodríguez. Tengo
Veintidós años y Diego cuarenta y tres.
Una boda decían por capricho.
Una joven y un señor amadísimos amantes.
Este cuadro es mí regalo para Diego.



AUTORRETRATO CON COLLAR DE ESPINAS
Yo Frida Kahlo
.......................la que contiene su vida
en de espinas -raíces del infierno-3
pinté en medio de un bosque sobre
lienza de flora umbría y profunda en
lo de chango y un gato pantera.
¿Habré logrado plasmar mi rechazo a
la muerte en esa libélula que se nutre
savia de corola virgen?
Delicado abalorio el ave silente:
espíritu santo que ata el cilicio a
la carne.
Sobre torzada de seda dos mariposas
marcas de luna inscriben en el espejo:
La más pura presencia es una sangre vertida.
....................Ah el dolor que enluce los huesos.


-del libro “Frida de cerca” Ed. Patagonia-