martes, 4 de mayo de 2010

MARCOS RODRIGO RAMOS

DON PANCHO

Tarde pude descubrir su nombre y apellido. Siempre fue y será para todos nosotros Don Pancho. Ese hombre que pese a su aspecto simple esconde un secreto terrible que es el origen de mi fobia a las personas con audífonos.
La primera vez que lo vi fue en 1976. Nos habíamos mudado a Castelar. La calle de tierra nos permitía hacer esos picados que duraban hasta la noche.
Era bueno tener ocho años, amigos y la pelota. Fue después de la escuela, no habremos jugado ni cinco minutos cuando Diego dio el patadón. La pelota voló hasta caer dentro del patio del nuevo vecino. Cuando Sergio comenzó a subir por la reja apareció del patio trasero un enojado bulldog que lo disuadió del intento. Golpeamos las manos con fuerza e incluso gritamos porque los ladridos no nos permitían ni siquiera escucharnos. Sólo cuando la puerta empezó a abrirse el perro calló aunque no dejó de gruñir.
Salió un hombre pequeño y flaco, llevaba pantalón negro, camisa blanca y corbata, era muy viejo y el poco pelo que le quedaba estaba lleno de canas, tenía unos anteojos muy pequeños. Se acercó llevando un bastón marrón claro. Guillermo habló:
-La pelota se cayó en el fondo.
-Pasen
El perro se quedó parado sin ni siquiera olfatearnos. Fue antes de entrar que noté que el hombre llevaba un gran audífono color crema en la oreja.
-Siéntese- nos pidió.
Nos acomodamos alrededor de una mesa rectangular que ocupaba la mayor parte del espacioso living. Ninguno de los seis pudo dejar de mirar asombrado lo que teníamos a nuestro alrededor. Contra la pared se hallaban unas estanterías con miniaturas. Había casas no más altas que un dedo, autos de tamaño de una uva, también aviones y barcos. Lo increíble no era solo el tamaño sino lo perfectas que eran. Volvimos a sentarnos rápido cuando volvió.
-Veo que estuvieron mirando mis juguetes.
-¿Son de su nieto?
-No. No tengo hijos ni nietos ¿Les gustan?
-Claro.
-Elijan uno cada uno. Se los regalo
-Gracias.
-Mi nombre es Francisco, pero me dicen Pancho.
-Gracias Don Pancho.
-No seas irrespetuoso.
-No hay problema, díganme Don Pancho, me gusta. ¿Qué van a querer?
Sergio y Diego eligieron autos, Marcelo una ambulancia, Carlos y Guillermo unas ambulancias, yo me llevé una bicicleta roja que no era más grande que medio dedo.
-¿Le salieron caros estos juguetes?
-No me costaron nada, los hice yo.
-¿En serio?
-Claro. Cuando crezcan un poco más si quieren les puedo enseñar a hacerlos. ¿Viven cerca de acá?
-Somos todos de la cuadra.
-Acá está la pelota. Vayan y tengan más cuidado.
El partido se suspendió automáticamente. Todos salimos corriendo hacia nuestras respectivas casas. Tan ansioso estaba que casi me olvido la pelota.
Coloqué la minúscula bicicleta sobre la mesa y me puse a observarla con una gran lupa. No podía creer que las rueditas giraran. No conforme la coloqué en el microscopio. La bicicleta tenía pedales, frenos y hasta cadena. Por más que me esforzara no podía imaginarme como había podido construir semejante miniatura.
Al día siguiente nos reunimos todos en la casa de Guillermo. Cada uno llevó en una cajita su juguete. Les conté lo que había descubierto del mío. No menos asombrosos habían resultado ser los otros juguetes. Las casas de Carlos y Marcelo tenían muebles dentro (había que verlos con una lupa) e incluso de noche notaron que una de la ventanas brillaba llegando a la conclusión que dentro de ese minúsculo cuarto había una luz prendida. Sergio y Diego habían descubierto que pinchando con una aguja el volante de sus autos estos emitían un sonido muy leve pero que era sin duda el de una bocina. Más asombrosa aún era la ambulancia de Guillermo. Abrimos con una pinza de depilar la puerta trasera y de ella salió una camilla y una mesa con unos puntos negros del tamaño de un piojo. Pusimos la mesa en el microscopio y vimos que los puntos eran en realidad bandejas en las que había una serie de pinzas.
Sin darnos cuenta habíamos abandonado el fútbol y nos reuníamos siempre frente a la casa de Don Pancho a hablar de nuestros juguetes. Sergio nos contó que por las noche solía ver la cabeza de Don Pancho apoyada en el vidrio del altillo mirando hacia el fondo (la casa de Sergio quedaba detrás de la suya). Una vez lo había saludado pero Don Pancho ni siquiera se movió y continuó así como si estuviera dormido, pero estaba parado, y con los ojos abiertos. Detrás suyo se notaba un leve resplandor de luces de colores. Nos mataba la curiosidad por saber qué había en ese altillo. La oportunidad de descubrirlo se me daría pronto.
Fue es viernes de marzo. Estaba solo, sentado en la acera esperando que vinieran los chicos cuando vi que Don Pancho me hizo señas para que me acercara. Me pidió que le cortara el pasto, él a cambio me iba dejar elegir otro juguete para que me llevara. Acepté más que complacido. Me dijo que debía llevar al perro a aplicarle unas vacunas y que no estaría por lo menos por dos horas. Me dejó la llave del portón para que sacará la maquina de cortar pasto y se fue.
Bastó que pasaran veinte minutos para que me decidiera. Si bien subir a ese techo de tejas no era tan fácil, pude hacerlo rápido gracias a mi experiencia extensa bajando pelotas de árboles y tejados vecinos. Llegué a la ventana del altillo que daba al patio del fondo. Pude sentir el murmullo que salía de adentro de la habitación.
Dentro de ella había una mesa grande como una cama de dos plazas y sobre ella una ciudad en miniatura con montañas, edificios, un lago, casas y por sus calles iban circulando autos en miniatura. Un pequeño helicóptero la sobrevolaba. Por las veredas parecían circular cientos de puntos negros que parecían hormigas.
De pronto sentí el ruido metálico de las rejas que se estaban abriendo, evidentemente Don Pancho había regresado antes de lo previsto. Pisé mal y fui a caer de espaldas al piso. El dolor era intenso y no podía moverme. Sólo veía justo arriba de mi cabeza una teja floja que estaba en el techo a punto de caer. Quería gritar pero no podía articular palabra, entonces vi el rostro de Don Pancho que me decía cosas que no podía entender. Fue cuando intentó moverme que la teja cayó sobre su cabeza derribándolo. Su cuerpo quedó tendido a mi lado. Giré hacia donde estaba, tenía los ojos abiertos y no se movía, parecía muerto. Fue entonces que sucedió todo, la tapa del audífono que usaba se había corrido y dentro de él me pareció ver lo que creí hormigas pero la gran proximidad me ayudó a descubrir que en realidad eran hombres y mujeres en miniatura, estaban mirándome. No sé si fue por el golpe o por el susto pero me desmayé.
El accidente fue mucho más grave de lo que podía esperar. Tuve que viajar con mi madre a Cuba para realizar un tratamiento de rehabilitación que duró un año. Mis padres para costearlo tuvieron que vender la casa y ya de regreso en Argentina nos mudamos a Córdoba por lo que no vi desde es día ni a los chicos ni a Don Pancho.Ya pasaron más de 15 años y sigo viviendo en Córdoba. Me llamaron varias veces para que vuelva a Buenos Aires, al barrio, pero no me animo. Mi mamá me dijo que lo que vi fueron alucinaciones producto de la caída pero yo todavía dudo. Incluso ahora cuando veo alguien con audífono me cruzo a la vereda de enfrente, por la dudas. Uno nunca sabe.

ELENA ORTIZ MUÑIZ


ERES

Una ráfaga de viento invadiendo mi vida
eres brisa suave, aire puro, oxígeno vital.
Solo tú despiertas mi existencia dormida
me envuelves, me elevas...¡me haces sentir inmortal!

Tu presencia un prado con hierba recién crecida
presagiando fuerza, esperanza y eternidad.
Esos pasos firmes, queridos, justos sin medida
marcando huellas en el sendero, clamando verdad.

Oasis en pleno desierto, remanso de paz.
Eres agua que brota de la fuente en verano,
la cascada valiente que se arroja al vacío.

La sutil luz que ilumina en silencio...despacio.
El fuego de la hoguera cálido, intenso y fugaz
hacia el que puedes tender sin temor, la mano.


OLIMPIA BORDES


ROJO VIDA MUERTE

El martillo está adentro
y lo siento como un esclavo
dueño de la vida.
Es rojo el oro y la rosa blanca
se deshoja en el miedo.
La noche me mira, me duelo
doliendo mi dolor.
Yo soy mi propia muerte.

BELLA CLARA


MUJER - MUJER

Precioso nombre te dio la vida
al nacer entre aguas y delirios.
De tus piernas salió un loto florecido.
De tu pecho la posibilidad de amantar al universo.
De tus caricias
el alivio a tanto dolor
sembrado en la Tierra.
Y de tus sonrisas el cambio necesario
para abrir compuertas del alma.
Mujer,
en ondas de amor
te hicieron valer tus principios de ser.
Vasija fina para traer a otros en luz.
Creada con el pedazo de Adán
que era la nada
antes de arribar a sus costillas
como ave
en esa Eva,
por el fruto nutrida en su saber.
Valiente y atrevida
buscó comer de la pasión sus mimos.
Y de la desnudez la voluptuosidad
del deseo convertido en abrazos.
Ella, esa mujer
que todo lo tiene en sus dotes
refleja la imagen de un cielo
donde cada estrella pinta la mañana
en brillos.
Sus pasos por el planeta estela dejan.
Woman, Femme, Mulher, Frau, donna, Ishá,
y tantas veces mujer en otros idiomas,
habla con Dios en las auroras
y en la noche se encomienda
a los sueños de un mejor mundo
donde hijos y árboles vivan en paz.
Sin arma,
sólo con el poder
de amar al semejante
como ella ama su gesta,
la de la victoria aún en el silencio
al precio de mucha soledad
con nueva voz de la conciencia,
rayo de sol en el hombre.


GINA ESCOBAR


MUJERES


A todas y a "ella"… la MUJER
Hay mujeres que encallecen sus manos forcejeando con la vida.
Hay mujeres que florecen el regazo para acunar en rosas a sus hijos.
Hay mujeres que blindan el corazón ante la injuria para preservar el néctar a los justos.
Hay mujeres de viento y llamarada iluminando el infinito con su alma.
Hay mujeres embistiendo tenazmente a la injusticia y relamen su propio dolor bajo la almohada.
Hay mujeres de laurel y manzanilla, hembras de puño en alto y atrevidas, cuchillo la mirada, espalda erguida bálsamo tibio o banderas aguerridas.
Hay mujeres que por su hombre encienden en el pecho, una estrella en la voz, una metralla.
Hay mujeres que inventan cielos para enseñarnos a volar con nuestras alas.
Hay mujeres que guardan la mirada para el sufrimiento de los parias.
Hay mujeres de ovarios, compañera hay mujeres así, por todas partes. en el monte la llanura en el estero en las cocinas de las casas en las sombras de las calles.
Hay mujeres en el valle y la montaña, mujeres que pelean y que aguantan. Mujeres de estirpe como robles callan a veces… pero no las callan.
Hay mujeres tan mujeres, de tal magia que aunque ligeras sandalias caminaron profunda huella nos dejaron marcada.
Hay mujeres, compañera , tantas que resumen la belleza y las agallas. Mujeres que de hembras son un arte.
Pero hay una, sólo una, tan amada, que de honda herida del amor, hizo un baluarte.
Una, solo una, que con solo invocar su nombre, nos hace inmortales a todas las otras.
Una , cuya talla de mujer la gloria y los honores amerita, erigió en el pueblo su memoria pero quiso que la llamaran, sola y simplemente,
EVITA.


-Oberá, Argentina-

MARIO DE ANDRADE


EL VALIOSO TIEMPO DE LOS MADUROS

"Conté mis años, y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante, que el que viví hasta ahora...
Me siento como aquel chico que ganó un paquete de golosinas: las primeras las comió con agrado, pero cuando percibió que quedaban pocas, comenzó a saborearlas profundamente.
Ya no tengo tiempo para reuniones interminables donde se discuten estatutos, normas, procedimientos, y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada.
Ya no tengo tiempo para soportar absurdas personas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.
Ya no tengo tiempo para lidiar con mediocridades.
No quiero estar en reuniones donde desfilan egos inflados.
No tolero a maniobreros y ventajeros.
Me molestan los envidiosos que tratan de desacreditar a los más capaces para apropiarse de sus lugares, talentos, y logros.
Detesto, si soy testigo, de los defectos que genera la lucha por un majestuoso cargo.
Las personas no discuten contenidos, apenas los títulos.
Mi tiempo es escaso como para discutir títulos.
Quiero la esencia, mi alma tiene prisa... Sin muchas golosinas en el paquete...
Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana.
Que sepa reír de sus errores.
Que no se envanezca con sus triunfos.
Que no se considere electa antes de hora.
Que no huya de sus responsabilidades.
Que defienda la dignidad humana.
Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez.
Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena.
Quiero rodearme de gente que sepa tocar el corazón de las personas….
Gente a quien los golpes duros de la vida le enseñó a crecer con toques suaves en el alma.
Sí, tengo prisa, pero por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar.
Pretendo no desperdiciar parte alguna, de las golosinas que me quedan… Estoy seguro que serán más exquisitas, que las que hasta ahora he comido.
Mi meta es llegar al final satisfecho y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia.
Espero que la tuya sea la misma, porque, de cualquier manera, llegarás..."

-Brasil-

JUAN CARLOS DE ROSA


MI TATA

...................................Buenos Aires, 18 de julio de 1866
Mi querido Tata:
Los hijos somos muy desagradecidos, eso ya se sabe, y yo no soy esepción á esa regla. Hace ya cuatro años que partí de Fraile Muerto para probar fortuna en Buenos Aires y en estos cuatro años no ha tenido usté noticias mías. Hoy siento que debo escrebirle.
Ante todo quiero decirle que establecí comercio y que en poco tiempo he logrado una buena posición. Pero quiero contarle todo, desde el principio.
La eleción de la nueva compañía de dilijencias, la de del español Ramos, no fue acertada. Caballos viejos, postas decididamente malas y un carruaje que parecía se iba a partir en cada balquinazo del camino, son un buen resumen de una travesía que, de haberla hecho con la compañía de don Timoteo Gordillo, hubiera demorado una semana y á mí me tomó el doble.
Ocho nos acomodamos en la dilijencia. Don Juan Azumendi, el patrón de la estancia "El Porvenir", viajaba hasta el Rosario con su mujer y tres hijas. Los otros dos pasajeros eran dos gauchos que iban por conchabos á Arequito y Correa.
Del viaje hubiera tenido poco que relatar que no fuera bien sabido. Todo trascurrió normalmente hasta que estuvimos cerca de la Guardia de la Esquina.
Normalmente, como usté bien sabe, es hablar á cada ratito de los mismos temas, sufrir los inconvenientes de siempre, atravesar pantanos, ríos y guadales, soportar las roturas de los elásticos de la dilijencia y de los tiros y cinchas de los cabayos, esperar luego en las postas las reparaciones, discutir los precios de las comidas y conversar acerca del peligro de los indios, del progreso que teníamos con el ferrocarril y el telégrafo y de otras macanas de menor importancia.
En eso estábamos le decía, mi Tata, ya acercándonos á la Guardia de la Esquina, tal vez á una legua, cuando desde la ventana de la diligencia la mujer de Azumendi pegó un salto y un grito de espanto: un grupo de forajidos venía al galope tendido en direción a nosotros. Sin perder tiempo alguno eché mano al pistolón que, precavidamente, llevé en mi cinto todo el viaje, dispuesto á utilizarlo sin preguntar siquiera á qué venía esa jente. Don Juan me disuadió. Sacó de abajo de su asiento dos Remington, martilló uno y me dió el otro. Para colmo, habíamos pasado Arequito y Correa, por lo que los otros pasajeros ya se habían apeado.
Seguramente el mayoral y los postillones, á quienes no podíamos ver, también tendrían, pensé, sus armas preparadas. Eramos cinco bien pertrechados, dos defendiendo desde el interior de la dilijencia, y tres desde ajuera.
La cosa fué menos complicada de lo imaginao. Sólo se trataba de unos veinte indios rotosos que, á pesar de su aspeto amenazante, tenían por único ojetivo hacer trueque de lo que llevaban por los vicios que pudieran conseguir. Como de costumbre requerían vino, azúcar y yerba.
Entonces ocurrió lo que cambió mi vida. En el anca de un picazo de quien parecía ser el capitanejo, iba montada una mujer tan linda como yo nunca creí que pudiera esistir. La cautiva tenía unos ojos azules que me prendaron para siempre. Ojos asi, sólo supe por mentas que los tuviera el Restaurador. Quedé engualichao.
En el techo del carruaje llevaba cinco damajuanas de carlón, tres arrobas de azúcar y cinco de yerba. Le ofrecí al indio cambiar la cautiva por todo mi cargamento. Ante mi sorpresa, aseptó inmediatamente.
Desmontó del picazo con la gracia de una princesa. Ensubió á la dilijencia y proseguimos con el viaje. Yo con mi cautiva, los Azumendi con dos ponchos pampas en más, unos patacones en menos y todos mui contentos de estar con vida, y buena salú.
No me habló en toda la travesía. Sus ojos azules me miraban tierna y agradecidamente, pero no me hablaba. En estos cuatro años nunca me ha hablao, ni tampoco ha hablado con naides. Seguramente la pobrecita perdió la palabra con el susto del malón y las vejaciones de la toldería, ansí era, tata, lo que yo pensaba.
Al año tuvimos un gurí que sacó los ojos azules de la madre y el pelo renegrido del padre. Tiene la boca suya y camina como usté, mi tata. Lo pienso y se me enllenan los ojos de lágrimas. Se que el llorar no es hombres, pero no puedo evitarlo.
Desde el momento en que se ensubió á la dilijencia sólo viví para ella. Es que esto del amor, recién se entiende cuando a uno le pasa.
Todo era felicidá mi Tata y todo cambió de golpe.
Hace unos días se ajuntaron en mi casa el Juez de Paz, el Comisario del barrio de Monserrat, donde vivo, y el cónsul de Ynglaterra. Los hice pasar. Pidieron hablar con ella. Les dije que era muda, pero insistieron. Cielo, que ansí la había acristianao yo por las mías al inorar su verdadero nombre, se presentó ante ellos.
El cónsul le habló largo rato. Ella lo miraba con sus ojos azules, sin responder, sin un jesto. Entonces ocurrió lo que yo creí un milagro: ella pudo hablar, al principio pareció costarle mucho, tartamudeaba. Demás está decirle que yo no sé inglés, pero alvertí que ella lo conversó en inglés. Así, durante una media hora, hablaron él y ella. El Juez parado a la izquierda del cónsul. Yo, dos pasosdetrás de ella. El Comisario, sentado en una sillita muy cerca de la puerta.
Terminaron la plática y Cielo se dió vuelta, bajó la cabeza y se fué corriendo a su habitación. Fue la única vez en que los ojos azules esquivaron mi mirada.
El cónsul se me acercó. El sí me miró fijo, también con ojos azules y autoritarios.
El hombre se me puso a decir que Cielo no era Cielo sino Lisabe Roberson. Que vino con su marido y otras familias ynglesas a trazar la línea del ferrocarril de Córdoba al Rosario. Que un tardío malón arrasó el campamento y que los salvajes se la llevaron cautiva. Que por milagro el marido salvó su vida y que, repuesto de las heridas, la compañía lo envió nuevamente a Ynglaterra.
Ella va a volver a su patria a riunirse con él, y se va a llevar a su hijo." - me notificó el mui hijo e puta.
Cielo regresó del cuarto con una valija y el gurí de la mano. Sólo los ojos implorantes del pequeño me miraron, con amor y pena.
Ansí quede desgarrao Tata, para siempre.
Por eso quiero contarle que he decidido que lo mejor pa' mí es volver de atrás la historia.
Ayer saqué del baúl dos pesos juertes y una moneda de plata y con ellos compré las cinco damajuanas de carlón, las tres arrobas de azúcar y las cinco de yerba que había entregado al indio.
Volví á tener el carlón, el azúcar y la yerba y también el pistolón en mi mano esquierda y ahora también, como en ese momento, estoi dispuesto a usarlo. Sólo que ahora no está don Juan Azumendi para impedir que lo use. No veo, ya no puedo ver el par de ojos azules. Sólo veo el par de huecos cañones del pistolón escupefuego.
Sepa mi Tata que siempre lo he querido y respetao.
Su hijo de usté Zenón.

FERNANDA LAVALLE


EUCARISTÍA -La suerte de comunión diaria del anticonvulsivante-


Son las ocho a la mañana, de noche en invierno, diáfana luz en verano, de fríos, y humedades, alegrías y dolores, todo, mientras sostiene la cuchara embebida en aquella suerte de Eucaristía pagana, y al mismo tiempo acto de Fe. Ese obsesivo cuidado en la penetración del líquido, del remedio indicado que se funde en la plegaria silenciosa hacia aquello que no se ve. Como si fuera un alma, son esas neuronas en constantes tensión las que no se palpan. Que cuando se las quiere tocar chocan los dedos con las duras paredes del cráneo. Del cráneo que esconde un misterio en su interior. Mientras los ojos se han cansado de buscar pequeños signos de lo que pasa allí dentro. Si la mirada esta distraída, si la boca bailando en la asimetría.- Son unos segundos hasta que el líquido pasa por la garganta. Termina ese cumplir, y termina en un amén, un pacto con Dios para que no despierte el volcán temido. Vuelve la oración a las diez de la noche, vuelve todo al rito inicial, vuelve a abrirse el frasco, con la misma solemnidad con la que se toma el Cáliz, vuelve el cuidado de la dosis, vuelve el mirar a trasluz la medida del medidor, vuelve a cerrarse el frasco en el mismo lugar. Vuelve el cerciorarse de cuánta cantidad aún queda. Vuelve la imaginación de la caída de aquel líquido por el tracto digestivo, vuelve la representación continua de la pacificación de lo desconocido. Porque no se sabe por qué pasa… pero alguna vez, pasa.

DELFINA ACOSTA


LA MISIÓN


Tenía doce años. Empezaba a encontrar natural despertarme acosada por un pensamiento. Entonces me levantaba de la cama y me dirigía al gabinete.
Allí escribía. Qué sé yo cuántas dudas escribía, pues -ciertamente- anotaba dudas. Tarea ardua para una niña que debía estar en su lecho durmiendo, pues eran las tres de la madrugada, y hacía un frío espantoso. Un viento que obligaba a los perros callejeros a meterse debajo de los autos abandonados en el callejón del pueblo.
Durante el día permanecía huraña.
- ¿No vas a lavarte los cabellos?
- Solamente un baño.
Mi existencia tomó un rumbo literario. Cuando el sol se ponía y los elementos de la naturaleza inclinaban con rigor a los sauces del cementerio, me apuraba la necesidad de escribir.
- Estás mal de la cabeza mi niña- me decía la nana, disparándome unos ojos asustados.
Pues claro que sí; que me sentía enferma, yo lo sabía.
Por otra parte, ¿qué trazador de versos en letras itálicas, no cae en la cuenta de que su cabeza suele ser invadida, repentinamente, por cientos de langostas?
Por la tarde escribía. Al menos había logrado ajustarme a un horario que no fuera motivo de gritos por parte de mi padre, quien al ver la luz prendida en el gabinete, perdía el sueño nocturno y se levantaba frecuentemente a orinar.
Una tos seca me acosaba.
Mi madre me observaba con lástima; sabía que no podía hacer nada por mí, salvo partir en dos mitades perfectas un comprimido de meprobramato, que tomaba con agua.
Bajo los efectos del tranquilizante, me libraba del tormento de la escritura inmediata, y del presagio de futuras escrituras escabrosas.
Mi caligrafía ilegible revelaba el ánimo furioso del mar, que era, a veces, con su sonoridad vespertina, la causa de mis momentos de nerviosismo.
Escribí veinte historias sobre el mar.
Pero también sobre un jardinero, que enterraba gatos recién nacidos debajo de un rosal amarillo, mientras la dueña de la casa, una anciana jorobada, los andaba buscando por el corredor y las habitaciones.
Cierta vez escribí sobre una mujer delgada y hermosa, que había salido a la calle, a la medianoche, con una alcuza en la mano. Llamaba a sus mininos perdidos con voz de bambú; las ventanas de las casas del pueblo se abrían de par en par.
- No son horas de andar gritando- le decía una señora, que daba de mamar a su niño.
- Gatos malditos. Si los encuentro los mato - gritaba la mujer.
Se hizo parte de mi vida escribir. Y tomar pastillas. Don José, el farmacéutico, me preguntaba a menudo cuándo publicaría mi libro. Yo sabía que el libro tendría que salir alguna vez. Pero aún debía definir el argumento de la moza que se había fugado con el gitano. Es más. No estaba segura de la historia. Jamás me convencieron las fugas. Y en esa indecisión batallaba.
El boticario me admiraba. Él también escribía. Como compraba la medicina a crédito, me sentía en la obligación de escucharlo hablar sobre su libro.
"Penumbras en el ártico" llamaba él a su obra. La cosa es que no sabía decirme ni dos renglones de ella. Mientras envolvía mi medicina recitaba alguna poesía de Amado Nervo. Y luego, como si el poema fuera de su autoría, me preguntaba con un suspiro de satisfacción: "Y, ¿qué me dices? Terrible, ¿no?"
Yo sabía que me estaba enfermando en serio. La obra crecía, se agigantaba, a costa de mi salud. Tenía la impresión de que el mar, la moza de los hermosos cabellos negros enamorada del gitano, los mininos de ojos relampagueantes y extraviados, todos, estaban metidos en mi gabinete.
Mis ojeras me delataban.
- Pero si estás muy mal - me reclamaba mi nana.
No podía parar. No debía dejar en eterno extravío a aquellos mininos. Alguien tenía que detener a la mujer con la alcuza en la calle. El romance de la moza de ojos airados y pelo renegrido merecía un perfecto final.
Todo era demasiado para mí.
Hoy fui a la farmacia. He comprado un frasco entero de somníferos.


-Paraguay-

STELLA MARIS TABORO


LA CINTA QUE CAMBIÓ DE COLOR

Era su silueta inconfundible. El casco de la estancia se elevaba como un señor feudal soberbio. En la inmensidad de la pradera. Verde y fértil alfombra. En su monotonía sólo salpicada con la sinfonía de coloridos trinos, la estancia se erguía, atractiva como una joya y con un entorno de verdes paraísos.
Para llegar hasta allí, había que recorrer un camino estrecho y largo, custodiado por prolijísimas columnas de eucaliptus. Las tejas coloniales se encendían más en los días de claro cielo y sol. Casi un lugar celestial, la tranquilidad se afanaba por marcar el aire de la estancia.
Así eran todos los días que enhebraban un tiempo lento en ese lugar. Eso fue hasta que un día lunes, el primero del mes de octubre, Julia había despertado sobresaltada. Estaba sola, su esposo había salido muy temprano. Una sombra azabache se alejó de la ventana y se perdió en el campo abierto.
Era la primera vez que ocurría. Ahora entendía por qué despertó asustada.
Le pareció ver una cinta renegrida que sacudió la ventana y que se alejó después.
Un relincho de cadenas, vampiros galopando, planetas diabólicos errantes. Toda una mezcla de confusión.
Se levantó malhumorada, confundida, turbada. Ese día para Julia fue tan oscuro, un refugio de fieras en su alma la torturaba. Temblaba como una hoja en el ojo de un huracán y para colmos estaría todo el día sola. Su esposo regresaría recién el fin de semana. Un ardor de filosos diamantes parecían hincarse en todo su cuerpo.
No quería que llegara la noche. Quiso prolongar la claridad de ese día. Pero las inexorables horas marchaban... Otra vez una noche cerrada, de sonidos extraños y otra vez la cinta negra se agigantaba llegando hasta la alcoba de Julia. Se había depositado en el umbral de piedra en la ventana.
Julia recostada en su cama estaba congelada de miedo, casi conteniendo la respiración, el aire hería su entorno. Estaba prisionera en ese misterio que quería develar.
Llegando la medianoche, la cinta negra casi con la voz de un sepulcro abierto y entre quejidos, empezó a contar que había sido una cinta alegre y colorida cuando andaba libre por esos campos que eran suyos aún sin títulos, sin papeles.
Una cinta coronando la frente de un nativo, una cinta que siguió la historia por el viento, enlutándose, perdiendo su color de libertad, cuando ya su lugar no era el rostro del dueño de estas tierras.
Allí donde estaba la estancia, las tribus hermanadas habían respirado los amaneceres, adorando a la tierra, las ráfagas de viento le pertenecían, las aves del cielo compartían su libertad. ¿Por qué robaron la libertad? -preguntaba la cinta negra. ¿Por qué nos arrebataron el suelo y nos desplazaron?¿Por qué el hombre, con su ambición, sembró dolor e injusticia?
¿Por qué? ¿Por qué?Y todos los por qué, retumbaron en las estrellas y cosían respuestas sin hilos, porque todo lo robaron, hasta los hilos de la historia nativa.


-San Jorge, Santa Fe-

NOLO VASA KRER


LA BRASA Y LA BRISA

Lucía como lo que era, o mejor dicho, como él creía que era: Brasa en los restos de una hoguera. Interpretemos con justicia lo dicho. Una masa grisáceo-cenicienta que indicaba a todas luces que allí hubo un fuego que quizás fue de mediana magnitud.
Otro dato a tener en cuenta es que emanaba un suave calor desde su interior. En ese rescoldo caliente se podían mantener abrigados, y de hecho lo hacían, otros componentes de aquella hoguera.
De tanto en tanto, alguna chispa salía estrepitosa como respuesta a pequeños estímulos. Nada de importancia.
Era de prever que así transcurriría el tiempo restante de vida hasta que se apagara totalmente, con la satisfacción de haber dado todo su calor a quienes lo merecían (y a otros que no tanto).
¿Qué está pasando? !!!
¡Esto es nuevo! Jamás lo había sentido. Y, ojo, que "jamás" es completamente cierto, por lo menos desde que comenzó a cubrirse de cenizas (cosa que ocurre inmediatamente después de encenderse, al comienzo de los tiempos).
La respuesta parece sencilla pero se complica por los efectos. Se trata de una Brisa que casualmente, o no, si creemos en la fuerza del destino, acertó a pasar por allí.
Se trataba de una corriente con atributos especiales. Era suave, muy suave, pero intensa a la vez. Acariciaba, pero era arrolladora. Más que desplazarse, danzaba. Todas estas apreciaciones y cualidades surgieron después que la Brasa analizara los efectos. Comenzó inmediatamente, no bien llegó a las cenizas. Las removió como sin querer. No se sabe si ella era consciente del cambio que producía. Es de suponer que, para cualquier observador, ese remolino que se elevaba significaba algo importante. Lo cierto es que, en poco tiempo, la Brasa quedó expuesta y desnuda ante la Brisa y así pudo sentir los efectos con mayor intensidad.
Ella tenía perfume, y era muy dulce. Sus caricias rozaban la Brasa de tal forma que incrementaban su fuego interior. ¿Cuánto hace que no experimentaba esto? A ver si lo podemos explicar. Hace mucho tiempo que se decidió a dar calor, como corresponde a toda Brasa, aunque, en los comienzos de la hoguera, la materia misma se quemaba intensamente. Lo que hoy es Brasa antes estuvo cubierta de llamas que la envolvían y el calor la consumía. En ese punto, quien se acercaba se quemaría.
Y allí está la Brisa, alegre y despreocupada. Es más, disfrutando el calor que la Brasa le brinda. Cada giro, susurro, elevación y descenso conforman la danza que mencionamos. La Brasa siente que esas caricias lo envuelven y le llegan a los lugares más escondidos de su ser.
No sólo la superficie se abrillanta, el interior, que es lo más vulnerable, se incendia como antes.
¡No puede ser! ¡Qué maravilla! ¡Llamas otra vez! Una sorpresa espléndida e inquietante. No debería extrañar ya que se había dado la conjunción que durante mucho tiempo fue esquiva. Esa Brisa tenía todos los atributos que esta Brasa siempre admiró. El caso es que, en su historia, desde el comienzo de la hoguera, creyó haber encontrado todo lo deseado y ahora descubría que no. Es por eso que se niega a adjetivar. Las palabras amor, deseo, pasión y otras, se fueron desgastando en el tiempo y ninguna de ellas, ni cualquier combinación y suma, pueden describir este nuevo ahogo. No hay momento del día en que la Brisa, aunque lejana, no esté presente. Llena, y a veces genera, las noches de insomnio. Hace correr el riesgo de que las llamas, tan luminosas, sean percibidas por otros que reaccionarían mal ante este evento.
Ahora comienza el dilema. Hay que dejar que la naturaleza se imponga sobre la razón y, sin más, envolver con las llamas a la Brisa. O, por el contrario, preguntarse por el derecho a quema esa frescura y cambiar su paseo por los prados. Las llamas tienen esa coloración azul, amarilla, naranja y roja y esa energía, calor y poder capaces de envolver a la Brisa en un abrazo apasionado. La Brasa sabe que es posible que, al primer intento, ella escape de entre sus largas lenguas de fuego y que, sorprendida y horrorizada, huya para siempre. Es un riesgo. Pero también tiene la esperanza de encontrar una Brisa predispuesta a incendiarse y bailar junto a él la antiquísima danza del fuego.
Siguen los cuestionamientos.
Para la Brasa, morir en este intento es bien morir. Durante mucho tiempo vio como, a su alrededor, los otros tizones se fueron apagando y le fueron negando el acompañamiento de calor.
Algunos formaron sus propias hogueras en lugares apartados. Revivir, en este momento, es más que lo esperado (y recuerda la historia del ave Fénix).
Para la Brisa, ¿cuál es el premio? Ella realmente no sabe, y de esto podemos dar fe, que lo que ha generado es muy superior a cualquier otra creación que se le atribuya. Nunca pudo haber engendrado una pasión tan fuerte y desbocada. Recoger ese premio puede halagarla. Pero debemos considerar que ella ha venido recorriendo prados en los que dio vida y frescura a muchos que hoy la rodean. Sucumbir a esta locura podría hacerle perder parte de ese cortejo. La Brasa se aferra a la idea de que quizás la locura sea un mal contagioso y le haya llegado también a ella.
Por último, ¿qué futuro espera a estos actores? ¿Por cuánto tiempo se podría mantener este sueño? Sin duda no importa medirlo en la escala convencional de días, meses o años. Un segundo de tamaña intensidad vale una vida. Así la Brasa sigue confundida y afiebrada, adorando y deseando una Brisa-Ángel.

Todo lo que les relato lo recibí de primerísima mano. La Brasa me abrió su alma y me dio la alegría de poder contárselos.
Lamentablemente, mi tarea de relator me lleva por otros caminos y me alejo de la Brasa sin poder contarles el final de esta historia. Creo que la sensatez y la cobardía (cuya mezcla suele ser la prudencia) dejará que la Brasa se consuma en su propio fuego. Sólo la Brisa puede cambiar este final.


ALICIA CHILIFONI


UNA TACITA DE AZÚCAR

Con este frío, dan ganas de cocinar... ¡y de comer!
Voy a preparar scones. Empiezo ya, así cuando vuelve Malén del colegio encuentra algo casero, tibio, para merendar, como cuando mis hijos tenían su edad. Se regocijaban tanto al encontrarse con el bizcochuelo, las rosquitas, o lo que fuera, hecho por mamá!
Tengo que batir la manteca con... ¡ay! ¡Qué macana! No tengo suficiente azúcar. Son las cuatro. El mercado todavía está cerrado. Si espero a que abra, se me corta la inspiración y no hago nada. Eso no sería fiel a mis características taurinas: cuando se me ocurre algo, es sí o sí.
¿Qué hago? ¡Pero claro! ¿Por qué no? Cruzo y le pido a Lucy, mi vecina de enfrente. Y... sí. No podía fallar. Me colgué de los recuerdos. Cuándo era chiquita llamaba a la vecina de al lado por el fondo, donde las casas estaban separadas (¿separadas?) Por un tejido de alambre. La tía Ángela, como la llamábamos mi hermano y yo, me facilitaba el ingrediente faltante, sea cual fuere, y se lo alcanzaba a la mami.
Un rato después volvía a llamarla, esta vez con un plato conteniendo pastelitos, y al verla aparecer le decía "te manda mi mamá, para que pruebes".
Era esa solidaridad, esos pequeños gestos que embellecen la convivencia. Si se siente uno feliz al poder ayudar, tanto o más feliz todavía se siente al pedir, y ser complacido con sincero gusto.
Así, al placer de la merienda casera, se suma el de necesitar de Lucy, y también la alegría con que ella corre, casi, a buscar el paquete de azúcar empezado. Yo extiendo la taza vacía. "¡No! Lleváte el paquete", me dice, y sé que está contenta de poder hacer algo por mí.
Al final es una suerte no haber tenido azúcar. Mis scones serán mucho más ricos, con estos ingredientes invisibles que se van incorporando a la masa, aparte de los que se ven a simple vista. Ingredientes que me cambiaron el enfoque del día, al recordarme que formo parte de un todo que me contiene. Al sentir que nunca estoy sola. Y para eso sólo necesité pronunciar esa frase: "¿me prestás una tacita de azúcar?". Es tan poca cosa, qué serán, ¿doscientos gramos?
Parece tan poca cosa y sin embargo significa tanto para mí, que alcanza, ella solita, para endulzarme el alma.

-Buenos Aires-

CARLOS ESTEBAN CANA


....................................MINICUENTOS


Acéfala

La muerte causó la debacle. El director nunca nombró quien habría de sucederle en caso de cualquier emergencia. Y un ataque fulminante al corazón dejó a la agencia acéfala. A partir de ese momento en el registro demográfico no se emitió ningún documento más. Incluso el documento que certificaba la defunción del fenecido funcionario fue imposible tramitarla. No hubo quien firmara el acta.

La chica de la tauromaquia

Se asustó de ver tanta verdad en sus ojos.


Para paliar

El gobierno, para paliar la crisis económica que azotaba particularmente a la clase trabajadora, decidió aumentar de tres a seis días los sorteos de la lotería electrónica.

Top-tueni

¡Soy una perra!, le dijo. Afirmación en la que reconocía lo mal que había tratado al hombre que abandonaba. ¡Soy una perra!, se dijo cuando conducía a toda velocidad por el expreso. Por alguna razón que ella desconocía era inevitable no disimular en su rostro, durante el trayecto, una amplia sonrisa. También, esporádicamente, su mente acudía hacia una época, hacia otro hombre (aquel que la había dejado años atrás en el altar) mientras cantaba, a viva voz, el más reciente éxito en el Top 20 que se escuchaba en la radio.

Pretensión

Con los años, nadie, ni siquiera los teólogos, que esgrimieron teorías de diversos escribas interviniendo en el corpus literario, pudieron darse cuenta. Cuando decidí recoger las leyendas dispersas de nuestro pueblo, los viejos testimonios que remontaban a mitos antiquísimos, no resistí la tentación de insertarme en la valiosa antología que iba recogiendo. Por eso imaginé, magnifiqué mis andanzas y minimicé mis errores. Busqué la forma de atribuir a otros mis fracasos (en cuanto lo anterior, utilizar a Dios como comandante en jefe solucionó la situación). Y de manera un poco melodramática -tengo que confesarlo- imaginé hasta mi propia muerte. Solitario, en el umbral de una montaña. Ahora, en esta dimensión, veo los frutos de mi pretensión.

-Puerto Rico-

HORACIO LAITANO


.....................................MINICUENTOS


El Vigésimo Primero

Designado el Vigésimo Primero, se abocó a ordenar su portafolio. A las nueve menos cuarto sería la penúltima entrevista. Un jefe encargado del ingreso se ocuparía de evaluarlo: la forma de tomar la lapicera o el timbre de voz que se exigía para atender las llamadas importantes. No obstante sus temores, él pensaba que esta vez lo aceptarían. Aún recordaba los consejos de su padre y todo lo aprendido en los cursos anteriores.
Cuando escuchó que lo llamaban, una rara sensación se coló por sus oídos. Su apellido sonaba diferente. De tanto escucharlo en otras entrevistas, parecía una palabra apolillada. Una suma de letras sin sentido que apenas lograba convocarlo.
Al oírlo nuevamente, una duda feroz atenazó su cuerpo. Sin saber hacia dónde dirigirse, giró sobre sus pies hasta perderse.


El mayor de los hermanos

El mayor de los hermanos siempre lucubraba. Disponía regímenes y dietas, a los cuales se ataban sus parientes. Ordenaba con cuidado los títulos y acciones, en los que luego sus padres invertían. Cuando la bolsa de valores vibraba de contenta, la familia entera se reunía. El mayor de los hermanos presidía los encuentros. Mojaba en el tintero la pluma de los días y armaba silencioso su propio calendario. Semanas inquietantes cubiertas de papeles y meses enroscados en su oscuro maletín. Una forma pertinaz de darle a cada cosa el sello personal de sus hermanos.


Lamento de Azucena

Lamento estar tan sola - murmuró Azucena… Y sin hacerse esperar se desgranó en el aire. Sus brazos recorrieron la distancia que luego la separó del cuerpo. Sus piernas se agitaron por un rato hasta apagarse con el viento. Una figura lívida y acuosa ocupó el espacio de su ausencia.
Al cabo de unas horas, su voz atravesó la sonrisa de todos los presentes y se alejó riendo.


Sopa de hortalizas

Cuando cuento historias truculentas las ancianas se horrorizan. Se cubren los oídos con sus manos y corren a través de los pasillos.
Del otro lado de la casa, mi madre las aguarda con paciencia. A medida que sus cuerpos se desplazan, prepara silenciosa su sopa de hortalizas. Un aroma persistente se expande por la casa, aplacando las voces y los gritos.

-Pergamino, Buenos Aires-

Publicados en la revista virtual con voz propia, dirigida por Analia Pescaner


MARISA PRESTI


EL VISITANTE

Después de mucho vagar, el hombre llegó a la capital. Su aspecto era lamentable; largos kilómetros recorridos se le notaban en el cuerpo encorvado y los ojos cansados.
Aturdido, se sentó en el banco de una plaza. Si sólo pudiera refrescarme un poco, pensó. Pero al meter las manos en los bolsillos apenas encontró un viejo billete de dos pesos y tres monedas de diez centavos.
Ensimismado en sus pensamientos, no se dio cuenta que un niño de entre 5 y 6 años lo miraba desde atrás. El chico se acercó más a su nuca, y el presentimiento de una mirada extraña alertó al hombre. Giró la cabeza, y al verlo, sonrió por primera vez en muchos días. Quizás por ver la carita de susto con que el niño lo observaba. Trató de romper el hielo ofreciéndole un único caramelo que guardaba en su bolsillo derecho. Y entonces se dio cuenta de la pobreza del visitante; como él, en esa fría tarde de invierno hubiera necesitado un buen abrigo, un refugio hogareño con el fuego crepitando en esas viejas estufas de leña. Y una madre, sí, una igual a la que a él le faltó casi desde la misma edad. Y entonces, se atrevió a preguntarle: ¿Y tu mamá? El chico no dijo palabra. Sólo chupeteaba el caramelo, lentamente, quizás con miedo de terminarlo.
Al final, el hombre se levantó tambaleante. Vio de golpe a su padre, borracho como siempre, acercándose a él con el gastado cinturón en la mano. Pensó si al chico le pasaría lo mismo. Quiso saber: ¿Estás solo? ¿Y tus padres? Un gesto de indiferencia se dibujó en los dos hombros que se levantaron al mismo tiempo. Mudo de voz, los ojos negros y profundos se clavaron en los suyos.
No pudo evitar recordar la culposa alegría que sintió cuando una vez, al regresar al rancho, su vecina le dijo que su padre había muerto. Nadie lo quería en realidad, pero como buenos vecinos trataron de darle una sepultura digna. Buscaron al cura del pueblo más cercano, que ofició un funeral breve y sencillo que apenas duró media hora, pero tanto le insistieron en que se quede a cenar que terminó partiendo tres días después.
Miró al niño y volvió a preguntarle: ¿Tenés papá, vos? El chico lo miró con desconfianza; sin contestarle se puso a patear unas piedritas. De pronto, el hombre se dio cuenta que habían quedado solos; en las calles reinaba el silencio. El tiempo había transcurrido sin darse cuenta, quizás era demasiado tarde para que el niño siguiera allí. Bueno, le dijo, es hora que vuelvas a tu casa. El chico siguió pateando piedritas como si no lo escuchara, hasta que de pronto se sentó en el suelo, de cuclillas frente a él. El hombre sonrió para sus adentros. El gato encogió las patas, pensó, sin decirlo. Éste tiene el mismo miedo que yo, seguro no tiene dónde ir. Podría hacerle un lugar en el banco, taparlo con algunos diarios viejos y hasta darle un poquito de calor. Cuando se disponía a acomodar sus pocas pertenencias para hacerle lugar, el chico salió corriendo y se perdió en la oscuridad de la noche. Un grito se le ahogó en la garganta. Tembloroso, se aferró con ambas manos al viejo banco de plaza. ¿Lo volvería a ver otra vez? Sintió que el calor de aquellos ojos infantiles lo calentaban un poco en la fría noche de invierno. Quiso decirle tantas cosas, tanto que no dijo…Gritó un nombre en silencio, un nombre inventado. Y se durmió tiritando. Esa noche soñó que un ángel le decía: Existe otro que oirá lo que nunca hayas dicho.