lunes, 6 de septiembre de 2010

MARISA PRESTI

GUISO DE NADA

Los tacos de Josefina avanzan con apuro sobre las imprevisibles baldosas. Los jeans ajustados delatan un temperamento atrevido, de los años en que las arrugas aún no habían delineado su rostro y las manos eran suavemente lisas. Aún así, el cabello largo, abundante y rojizo, le impide pasar desapercibida. Y justo esa tarde, nublada y cálida, en que ella alcanza la parada del 60, no quiere hacerse notar. Mira a las personas que esperan delante de ella, no reconoce a ninguna. Disminuye la tensión, aliviada, y recién entonces afloja el brazo derecho que sostiene la bolsa de las compras.
Sentada en el primer asiento, repasa la mercadería: papas, cebolla, tomates, puerro... Todo lo necesario para el guiso de la noche. Antes compraba a último momento, pero el temor de olvidar algo la había vuelto prudente. Acomoda la espalda contra el asiento y deja que la vista se diluya en esas imágenes que revive una y otra vez.
Aníbal besándole la piel, susurrando en su oído, deslizando el cuerpo contra el suyo en medio de forcejeos gozosos. La penumbra de la intimidad, el placer de saberse libre por algunas horas y el deseo exacerbado por varios días de separación, le dibujan una sonrisa sedienta. Abre los ojos, sabe que está recordando los mejores momentos. Evita pensar en los otros, en los que de a poco fueron deteriorando el placer.
¿Nunca pensás decírselo? ¿Cuánto tiempo me voy a bancar que duermas con tu marido? ¿Así que son como hermanos? ¿Me tomás por boludo?
No entendés, piensa. Tantas veces le había explicado que lo de ella y Germán era costumbre, casi pena. Dejarlo después de veintitrés años era como matarlo; sin hijos, sin amigos, no podría sobrevivir sin ella.
Baja del colectivo pensativa, pero a medida que se acerca al departamento de Aníbal un cosquilleo por todo el cuerpo engolosina sus sentidos. Sus tacos retumban por el largo pasillo. Se detiene en el último; no tiene que sacar la llave, la puerta abierta le anticipa que la está esperando.
La ropa cae sobre el piso, arrancada con impaciencia. Zapatos que resbalan sin destino debajo de los sillones. La bolsa de las compras derrama zapallitos al lado de la cama. Nunca había sido así, piensa ella, pero me gusta.
Se recorren con violencia hasta agotarse. La cama sostiene los dos cuerpos que por unos minutos quedan quietos, quietos y en silencio. Pasa su mano por el hombro masculino, para decirle algo sin decirlo. Aníbal se da vuelta, dándole la espalda.
El dolor después del amor presagia tormentas, por eso se levanta y busca el refugio de la ducha; deja que el agua resbale por su rostro, deja que prolongue el placer que sabe que está perdiendo. Se queda un largo rato, espera; al fin, envuelta en una toalla sale y empieza a juntar su ropa.
Sentado en el borde de la cama, él agarra el paquete de cigarrillos que está sobre la mesa de luz, toma unos fósforos y enciende un cigarrillo con gesto adusto. Detiene su vista en los fósforos. El dibujo de dos cuerpos entrelazados le hace recordar aquella vez, hace más de dos años, en el hotel Los Amantes. Abre la pequeña solapa y encuentra la letra femenina: Al único hombre de mi vida, José. La guardó mucho tiempo, pero ahora tira la cajetilla de fósforos al suelo, indiferente a su destino entre las verduras abandonadas. Josefina está a punto de repetir lo que siempre pide: No fumes, por favor, mi marido me va a sentir olor a cigarrillo. Pero no dice nada.
Aníbal se levanta. Con esfuerzo, recoge las verduras sueltas y las pone dentro de la bolsa. Mejor no vengas la semana que viene, voy a estar afuera por unos días. El cielo se convierte en infierno dentro de Josefina, una angustia desconocida se clava en su respiración quitándole el aliento. No sabe si es apenas una amenaza, pero quiere creerlo, por eso disimula la seguridad que no tiene: Como quieras.
El dolor del placer convertido en miedo nubla su vista mientras camina hasta la parada del colectivo. No consigue asiento, apretada entre muchos que van y vienen en la rutina diaria, prefiere creer que fue sólo un mal día. Ya se le pasará, se auto convence, mientras el peso de las compras lastima su mano izquierda.
Deja la bolsa sobre la mesada de la cocina. Mira el reloj, tiene el tiempo justo para preparar el guiso. Antes que nada, se lava las manos minuciosamente. El espejo del baño le devuelve una imagen angustiada, ensaya unas sonrisas. Mientras pasa un peine sobre su cabello siente el ruido de la llave en la cerradura.
Se saludan con módico cariño: Llegaste más temprano. Él asiente con un gesto, sin pronunciar palabra. Parece cansado, pobre. Nerviosa, ella prende la radio, se ajusta el delantal de cocina y dice con tono cariñoso: ¿Me alcanzás las verduras de la bolsa?Prolijamente, él saca las papas, el puerro, las zanahorias. Se detiene. Entre las últimas verduras, encuentra una pequeña cajetilla de fósforos.

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