lunes, 6 de septiembre de 2010

JUAN CARLOS DE ROSA


LOS HUEVO FRITO


Todo empezó hace unos dos años. Fue a partir de entonces en que se iniciaron mis pesadillas. Mejor dicho, mi única y reiterada pesadilla.
Trato de dormir lo menos posible. A veces puedo evitarla durmiendo durante el día. Nunca en las noches. Apenas me duermo sueño con que estalla.
Estalla la burbuja, repleta de rostros aplastados, inundada de gemidos; me parto en mil sangrientos pedazos. Y sueño que muero así, descuartizado al estallar la burbuja, la maldita burbuja. Estaban siempre, (digo siempre porque cada vez que por allí pasaba, allí estaban), en la tranquera o caminando rumbo al pueblo.
Cuando los encontraba en la tranquera era por la mañana, temprano.
Estaba ella, de unos treinta años (aunque su edad era indefinible), con "la de diez" y con "el de ocho"; con sus caras de huevo frito, inexpresivas, moqueantes. Mogólicos, como los llamábamos hace años; "con síndrome de Down", como se los llama ahora, aunque a ellos les importe un bledo porque nada comprenden, o fingen no comprender.
Esperaban la llegada del camión de la leche junto a los míseros tres tarros. Ciento ochenta litros diarios (cuando lograban llenar los tarros).
Semana por medio venía la paga. Unos trescientos cincuenta pesos por quincena. La mitad para el patrón, la mitad para ellos.
Con eso vivían los cinco. Él, ella, "la de quince", "la de diez" y "el de ocho". Con eso y con las gallinas.
Los veía casi a diario. Cuando iba a González Catan los encontraba en el camino, haciendo señas para que los llevara hasta Marcos Paz. Entonces los subía a la camioneta. Ella y "el de ocho", en su falda, se sentaban adelante. "La de diez" se sentaba en el asiento de atrás.
Todos con sus caras (ya insoportablemente deformes para mi criterio) de huevo frito.
Él siempre se quedaba en el campo, con "la de quince".
Ordeñaban entre los dos, padre e hija. A las cuatro de la mañana y a las tres de la tarde, todos los días. Luego del ordeñe lavaban el tambo, llevaban las vacas a pastar y mateaban.
La madre iba a la tranquera, a esperar el camión y entregar la leche, para después partir con los críos al pueblo, a buscar pan y carne para todos, vino para él y a dejar que el tiempo pasara, para sí misma.
Él se quedaba en la casa, con "la de quince".
Nunca supe cómo se llamaban. Sólo supe de las edades de los chicos porque ella, en su media lengua, me las mencionó en un viaje.
Cada vez que los veía parados en la ruta me invadía un profundo fastidio. Parecía que estaban allí esperándome desde siempre, para castigarme con la visión de sus rostros. Su presencia me asqueaba. Las caras deformes, las sonrisas vacías, los ojos que miraban sin ver, la boca babosa del "de diez". Despedían un olor penetrante, a leche cortada, que quedaba impregnado en la camioneta por un largo tiempo, tal vez hasta el día siguiente en el que, maldito sea, los volvía a recoger en el camino.
Si los subía a la chata me sentía mal. Cuando no los subía también, pues la conciencia me remordía. Sentía que se iban a quedar ahí, petrificados en el camino, esperando; hasta que yo volviera a pasar.
Intentaba evadir el asco y la congoja pensando que el ser más inmundo puede atraer a un semejante, fornicar, ser amado, constituir una familia. Llegar a ser feliz. Porque era evidente que tras la imbecilidad se escondía la dicha. Así lo señalaban esas sonrisas permanentes, incesantes, de la boca de ella, que asomaba entre sus pocos dientes, de la boca leporina de "la de diez" y de entre las comisuras babosas del "de ocho".
Hasta que un día dejé de verlos. No los vi en la tranquera, ni camino al pueblo.
Lo supe, de pura casualidad, poco tiempo después. Un parroquiano se lo contó a otro, en el almacén "La Protegida", y yo pude escucharlo.
Ella había ido a Marcos Paz con "la de quince" y "el de ocho", pues él decidió que "la de diez", ya bien grandecita, debía comenzar a ordeñar.
Regresó del poblado llevando en su bolsa dos kilos de pan, un poco de asado y osobuco, algo de perejil.
Abrió la tranquera y se encaminó a la casa, la seguían "la de quince" y el "de ocho".
Dejó la bolsa en la cocina y entró a la habitación.
De su garganta surgió un grito, el primer grito de su vida.
Allí, sobre la cama, estaba él, dormido, desnudo y borracho. Allí, bañada en sangre, "la de diez", sollozando.
La policía lo detuvo en la tarde de ese mismo día, acusado de estupro.
El patrón se encargó, también en la misma tarde, de despedir a ella, a "la de quince", "a la de diez" y "al de ocho".
Desde entonces no están más en el camino.
Desde entonces han dejado de molestarme.
Desde entonces he dejado de encontrarlos durante el día.
Ahora nos encontramos por la noche, pero sigo sin dormir.

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