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lunes, 1 de septiembre de 2014
Yeni Pérez Zamora
CinemaYeni
Pérez Zamora
a Lucrecia Martel
Hacía
tanto que no iba al cine… Con el corazón en la boca bajó del micro. Miró su
relojito. Faltaban quince minutos. Empezaba a las tres de la tarde. No quería
llegar cuando hubiera comenzado porque “Miss Mary” era toda una historia. Había
leído el libro con avidez y ahora vería en la pantalla, a lo mejor lo que se
había imaginado al leer, mientras comiera pochoclo, sintiéndose la protagonista
durante una hora y media, sumergida en la butaca de cuero con olor a naftalina.
Pero,
cuando llegó a la esquina, dos policías le impidieron pasar. Pensó que estaba soñando.
Explicó que debía llegar al cine antes de las tres. Corrió la media cuadra que
la separaba de la puerta. Subió la escalinata, al tiempo que abría la cartera.
Se colgó de la ventanilla de la boletería. Compró la entrada; no esperó el
vuelto.
Volvió la
cabeza para saludar a un conocido y fue entonces cuando vio el espectáculo: la
película estaba en su apogeo en medio de la calle. Quedó petrificada.
Oía los
gritos de la directora, quien, trepada en una plataforma que subía o bajaba con
lentitud, tenía el ojo pegado a la lente de una cámara que registraba todo.
“¡Corten!”,
“¡Repetimos todo!”, “¡Escena Teremin 28, de nuevo!”, eran los mensajes sin
conexión, para ella que no entendía nada, disparados por el altavoz. El grupo
de extras repetía con resignación la escena del músico loco y su Teremin,
especie de órgano electrónico sin teclado, al que no era necesario tocarlo para
que sonara. Sólo acercar las manos y el sonido comenzaba a fluir. El personaje
movía las manos dibujando curiosas piruetas en el aire, como si en lugar de
manos tuviera alas. Según la vehemencia y la gracia, el sonido se volvía más
estridente.
Un grupo
de extras curiosos caminaba por la vereda, se paraba a escuchar, contaba hasta
diez y reanudaba su camino, justo cuando la directora le pedía a Carlos, el
protagonista, distraído en firmar autógrafos y recibir besos, que cruzara la
calle y avanzara en dirección al extraño casi ejecutante del Teremin. Ella
entendió que la escena debía ser una pieza del rompecabezas de la historia
total.
Se sentó
en las escalinatas de mármol del cine para ver mejor la filmación. Entendió por
qué el policía le había impedido pasar en la esquina. Zafó porque iba al cine.
Siguió atenta el despliegue. Sin embargo, quería entender la historia. Imaginó
tres tramas diferentes. En eso, apareció una adolescente de rostro alucinado a
la que un peluquero le acomodaba el mechón que le caía sobre la frente. Dos
muchachos fleteros y un señor con portafolio cruzaron la escena, mientras un
auto se detenía, se abría la puerta trasera y el primer actor subía, fingiendo
realidad. Pero ningún argumento le cerraba.
Se fue
metiendo en la filmación, atraída por el desarrollo de la acción. De nuevo ese
loco deseo de ser la protagonista. El corazón le brincaba en el pecho.
“¡Corten!”, gritó, en eso, la directora. Advirtió que había pasado más de una
hora. Recién entonces se acordó del cine y de la película que tanto deseó ver.
Todavía
tenía la entrada en la mano. La arrugó, la hizo una pelota y la tiró. Ya no le
servía: estaba viendo otra película.
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