Mini cuentos Horacio Laitano
El tercer ojo
El tercer ojo calcula la
distancia a medida que se alejan las carretas. En la primera de ellas, un
sheriff de cuarenta años, empobrecido por su trabajo, grita far west a los
cuatro vientos. Primeramente en inglés, luego en español y por último en árabe.
Esta vez, algo turbado por las dificultades del idioma, recuerda que, en
realidad, nunca fue feliz... En la segunda carreta, atestada de bolsos y
valijas, el conductor castiga sin piedad a los caballos, hasta que la sangre
que brota de las bestias le anticipa su propio sufrimiento. Después de cuarenta
y ocho horas sin novedades, el conductor da muerte a los animales y se arroja
desde un puente... En la tercera carreta, que, a su vez, guarda relación con el
tercer ojo, una familia procedente de San Francisco, aconseja encerrar a los
ancianos cada vez que el invierno se aproxima.
(Marque con una cruz en qué
carreta viajaría usted, si tuviera cuarenta años como el sheriff, cuarenta y
ocho horas sin novedades y cuatro ancianos a cargo.)
Los invitados
Al llegar los invitados,
levantaron las manos y salieron. Nivelaron sus zapatos a la altura de la puerta
y corrieron sobre el pasto mal cortado.
Después de la comida, se reunieron en la casa
de uno de ellos. “El menor” para los grandes. “El mayor” para los chicos. “El
émbolo aceitado” para todos los vecinos.
Por último, (para qué contar los detalles de
la espera) un llamado congregó a los escasos concurrentes:
“Pocas pacas lechosas y
aclaradas. Las calaras no son maravillosas”.
Un hombre sensible
Al decir que la quería,
golpeaba una mano contra otra. Se apretaba los dedos con el borde de la puerta
y gemía de dolor pegado al pasto. Era raro encontrarlo mal dispuesto. Sus
piernas se agitaban al llegar la primavera o cambiaban de color como su
espalda... No podía ocultar que, pese a todo, era un hombre sensible a los
afectos.
La tormenta
-Siempre tuve temor a las
tormentas –desgranó el Sr. Aravolazo ante un núcleo apretado de vecinos.
-¿La cala es una flor o es
una planta? -preguntó la hermana de la viuda.
A medida que las nubes
cubrían el entorno, los niños corrían montados en triciclos. El agua salpicaba
pantalones y polleras, hasta tomar el color de las baldosas.
Un rumor silencioso recorría
el vecindario. Una especie de reptil amarillento, que entraba y salía de las
casas.
Algo más sobre la Srta. Dixi
Quienes conocen a la Srta.
Dixi aseguran que no es como nosotros suponemos. La Srta. Dixi es una mujer
fogosa y decidida, capaz de triturar entre sus piernas a cuanto hombre se le
acerque. Ah, si no fuera por la Srta. Dixi, qué sería de esos señores
impecables que buscan un sexo cauto y reservado después de su trabajo.
¿Se pueda acaso decir lo
mismo de la Srta. Dixi? ¿Necesita ella de esos respetables caballeros, cuyas
vidas familiares son un ejemplo de armonía?… Seguramente, no es esto lo que más
preocupa a la Srta. Dixi
-Bah, mujeres como ella hay
en todas partes.
-Sí, pero ninguna como la
Srta. Dixi.
-Sí, sí, la verdadera Srta.
Dixi, no la que nosotros suponemos.
Una charla inconclusa
-Dolorosa recurrencia
–manifestó ante el auditorio la Srta. Dilty.
El encuestador sacó su
cuaderno del maletín y anotó la frase entre comillas.
La Srta. Dilty prosiguió la
charla, tratando de observar al encuestador disimuladamente. Poco después,
alguien formuló una pregunta que despertó su interés por un momento. Aprovechando
la situación, el encuestador volvió a tomar nota en su cuaderno de tapas
negras. La Srta. Dilty lo miró esta vez con insistencia, hasta que uno de los
presentes le sugirió que guardara su cuaderno.
-Mi verdadera intención no
era ésa –comentó el encuestador en voz alta. Existe la creencia generalizada de
que no cumplimos la función que nos corresponde.
-¿Y entonces? –preguntó el
otro-. ¿Cuál es la función que cumplen?
-La que mejor se ajuste a
las circunstancias –respondió el encuestador, poniéndose de pie.
La Srta. Dilty se preparó
para continuar la charla, pero tuvo la impresión de que nadie la escuchaba. Las
palabras del encuestador habían concitado la atención del auditorio.
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