lunes, 1 de septiembre de 2014

Marcos Rodrigo Ramos



El despertar de Nelson Tovares
Marcos Rodrigo Ramos

¿Qué os espanta/ si fue mi maestro un sueño/ y estoy temiendo en mis ansias/ que he de despertarme y hallarme/ otra vez en mi cerrada prisión?   Calderón de la Barca
Fue  en mi  época de estudiante universitario que conocí a Nelson Tovares. Solíamos ir juntos de la Facultad de Derecho por Pueyrredón hasta Once caminando. Él vivía en la Capital, yo en Haedo. Casi siempre surgía en nuestras conversaciones el tema de los sueños. Le contaba que en la mayoría de ellos solía aparecer la casa en la que vivía con mis padres. Los de él en cambio ocurrían en lugares exóticos como alguna isla del Caribe. Él pensaba que esto se debía  a que vivía en un departamento muy pequeño, la falta de espacio físico hacía que su alma viajara en sueños a lugares amplios en los que se sentía más libre, respirando un aire que no tenía, disfrutando de una vida que no era la suya. A mí me ocurría lo opuesto porque mi casa era un lugar grande y placentero, no me era necesario (en esa época) irme a otros mundos para ser feliz.
Abandoné la facultad y no volví a ver a Nelson  más hasta el fin de semana pasado en que lo encontré sentado en un banco de la plaza de Once. Estaba cabizbajo, con un gorro de lana negro y los ojos fijos en la nada. Desaliñado y sucio parecía un pordiosero.
Cuando me paré enfrente de él tuve la extraña sensación de que, aunque lo había hecho, no quería reconocerme. Me sonrió de costado y  quedó con la mirada fija en un punto invisible del cielo. Lo tomé del brazo y fuimos a un bar. No ofreció resistencia pero seguía en silencio.
Cuando trajeron las facturas y el café con leche entendí que bañarse no era lo único que no hacía desde bastante tiempo. Al tercer tazón de café  su semblante ya había cambiado bastante aunque seguía con esa expresión triste y preocupada.  Comenzó a hablarme, pensé que lo hacía por agradecimiento, más tarde comprendería que fue por resignación. Trataré de reproducir con sus propias palabras lo que me dijo:  
“La última vez que te vi fue hace casi más de veinte años. Los dos íbamos a la Facultad, desconozco las razones que te llevaron a dejar los estudios. Abandoné al año siguiente tentado por el ofrecimiento de un buen trabajo en una   Auditora de Haedo. Fui un empleado muy idóneo en mi tarea y junto a un ascenso vertiginoso de escalafón en mi empresa vino el dinero, mucho dinero. Conocí en uno de mis viajes a España a Marina que sería mi esposa y la madre de mis dos hijos: Madeleine y Emanuel.  Mis suegros, que eran descendientes de nobles de allá, me regalaron un Rolex de oro auténtico, me imagino que tendrás idea de lo qué salen esos relojes, ¿no? La vida me brindaba su mejor sonrisa, tenía todo para ser el hombre más feliz del universo y realmente creía serlo. Todo era bueno y cada día parecía ser mejor. Todo, menos algo.
Nunca podía descansar bien cuando dormía. En mis sueños solía aparecer tirado en algún callejón entre bolsas de basura y sentía mucho frío. Vestido como pordiosero me sentaba en el banco de alguna plaza y tenía mucha hambre.  Cuando despertaba  siempre sentía un dolor intenso en la cabeza y el cuerpo.
Lo terrible comenzó la semana pasada. Marina estaba con los mellizos durmiendo en nuestra cama y no quise despertarlos, entonces me acosté en el sofá del living.  Al despertar me hallaba tirado en medio de un baldío con ropa sucia  y maloliente. Había varias botellas tiradas a mi alrededor. Tenía un dolor de cabeza terrible idéntico al que produce una borrachera, sólo que hacía más de dos años que no probaba alcohol. Estaba cerca del Parque Centenario. Caminé por Hidalgo en dirección a Caballito. En el camino me cruce con unos vagabundos que me saludaron como si me reconocieran. Me colé en el primer tren que vino y fui hasta Haedo. Sólo quería llegar a mi casa lo antes posible, bañarme y sacarme los harapos que vestía.
Cuando llegué a Giménez 3215, dirección en donde estaba mi chalet de dos plantas, había un inmenso supermercado. Las casas vecinas estaban distintas. Llamé en una de ellas pero nadie me contestó. Al rato vino la policía y me invitó en forma no muy amable a irme bien lejos de ahí, dijeron que los vecinos se habían quejado por mi presencia en los alrededores. Procuré explicarle
donde debería estar mi casa pero sacó su cachiporra y comenzó a golpearme mientras me echaba del lugar a las patadas.
Intenté ordenar el torbellino de ideas que circulaban por mi cabeza.
Utilicé las pocas monedas que tenía en el pantalón para llamar a familiares, a amigos, al trabajo y... nada. En todos los casos me contestaban voces desconocidas que no sabían de mi existencia. Fui a la Auditora, el personal de seguridad no me dejó entrar. Hice guardia cerca de la puerta para ver si encontraba a alguno de mis compañeros, a mi secretaria, a mis empleados y... nada.  Ninguno apareció.
Desde entonces me dediqué a buscar a parientes, amigos, alguien que me conociera  pero pareciera que todos se han esfumado. Donde estaban sus casas hay otras construcciones.  Hasta el colegio de mis hijos ya no existe.
Por un momento pensé en quitarme la vida pero luego se me ocurrió una hipótesis no tan descabellada que justifica todo lo que me está pasando. ¡Estoy soñando Rodrigo! ¡Es evidente! Por eso no está mi mujer, ni mis hijos, ni mis amigos, ni mi trabajo, ni nada. Aparecés vos. Vos sos lo único que pertenece a mi realidad de hombre. Vos.... y algo más. Tomá, agarrá esto. Tengo que irme, alejarme de vos.  El saber que no reconocía a nada ni nadie me había dado cierta tranquilidad porque reafirmaba mi creencia de estar dormido, pero ahora que apareciste  tengo miedo. No me sigas. Pronto voy a despertar. Pronto...
“Pronto” fue la última palabra que dijo antes de salir corriendo como un desesperado.  Algo dentro de mí me detuvo y no lo seguí. Todavía aún me cuestionó si hice bien en dejarlo ir, cualquiera pensaría que Nelson está loco, pero yo me permito dudar un poco cada vez que miro el Rolex de oro que me dejó aquella tarde en el café.


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