El despertar de Nelson
Tovares
Marcos Rodrigo Ramos
¿Qué os espanta/ si fue mi maestro un
sueño/ y estoy temiendo en mis ansias/ que he de despertarme y hallarme/ otra
vez en mi cerrada prisión? Calderón de
la Barca
Fue en mi
época de estudiante universitario que conocí a Nelson Tovares. Solíamos
ir juntos de la Facultad de Derecho por Pueyrredón hasta Once caminando. Él
vivía en la Capital, yo en Haedo. Casi siempre surgía en nuestras
conversaciones el tema de los sueños. Le contaba que en la mayoría de ellos
solía aparecer la casa en la que vivía con mis padres. Los de él en cambio
ocurrían en lugares exóticos como alguna isla del Caribe. Él pensaba que esto
se debía a que vivía en un departamento
muy pequeño, la falta de espacio físico hacía que su alma viajara en sueños a
lugares amplios en los que se sentía más libre, respirando un aire que no
tenía, disfrutando de una vida que no era la suya. A mí me ocurría lo opuesto
porque mi casa era un lugar grande y placentero, no me era necesario (en esa
época) irme a otros mundos para ser feliz.
Abandoné
la facultad y no volví a ver a Nelson
más hasta el fin de semana pasado en que lo encontré sentado en un banco
de la plaza de Once. Estaba cabizbajo, con un gorro de lana negro y los ojos
fijos en la nada. Desaliñado y sucio parecía un pordiosero.
Cuando
me paré enfrente de él tuve la extraña sensación de que, aunque lo había hecho,
no quería reconocerme. Me sonrió de costado y
quedó con la mirada fija en un punto invisible del cielo. Lo tomé del
brazo y fuimos a un bar. No ofreció resistencia pero seguía en silencio.
Cuando
trajeron las facturas y el café con leche entendí que bañarse no era lo único
que no hacía desde bastante tiempo. Al tercer tazón de café su semblante ya había cambiado bastante
aunque seguía con esa expresión triste y preocupada. Comenzó a hablarme, pensé que lo hacía por
agradecimiento, más tarde comprendería que fue por resignación. Trataré de
reproducir con sus propias palabras lo que me dijo:
“La
última vez que te vi fue hace casi más de veinte años. Los dos íbamos a la Facultad,
desconozco las razones que te llevaron a dejar los estudios. Abandoné al año
siguiente tentado por el ofrecimiento de un buen trabajo en una Auditora de Haedo. Fui un empleado muy
idóneo en mi tarea y junto a un ascenso vertiginoso de escalafón en mi empresa
vino el dinero, mucho dinero. Conocí en uno de mis viajes a España a Marina que
sería mi esposa y la madre de mis dos hijos: Madeleine y Emanuel. Mis suegros, que eran descendientes de nobles
de allá, me regalaron un Rolex de oro auténtico, me imagino que tendrás idea de
lo qué salen esos relojes, ¿no? La vida me brindaba su mejor sonrisa, tenía
todo para ser el hombre más feliz del universo y realmente creía serlo. Todo
era bueno y cada día parecía ser mejor. Todo, menos algo.
Nunca
podía descansar bien cuando dormía. En mis sueños solía aparecer tirado en algún
callejón entre bolsas de basura y sentía mucho frío. Vestido como pordiosero me
sentaba en el banco de alguna plaza y tenía mucha hambre. Cuando despertaba siempre sentía un dolor intenso en la cabeza y
el cuerpo.
Lo
terrible comenzó la semana pasada. Marina estaba con los mellizos durmiendo en
nuestra cama y no quise despertarlos, entonces me acosté en el sofá del
living. Al despertar me hallaba tirado
en medio de un baldío con ropa sucia y
maloliente. Había varias botellas tiradas a mi alrededor. Tenía un dolor de
cabeza terrible idéntico al que produce una borrachera, sólo que hacía más de
dos años que no probaba alcohol. Estaba cerca del Parque Centenario. Caminé por
Hidalgo en dirección a Caballito. En el camino me cruce con unos vagabundos que
me saludaron como si me reconocieran. Me colé en el primer tren que vino y fui
hasta Haedo. Sólo quería llegar a mi casa lo antes posible, bañarme y sacarme
los harapos que vestía.
Cuando
llegué a Giménez 3215, dirección en donde estaba mi chalet de dos plantas,
había un inmenso supermercado. Las casas vecinas estaban distintas. Llamé en
una de ellas pero nadie me contestó. Al rato vino la policía y me invitó en
forma no muy amable a irme bien lejos de ahí, dijeron que los vecinos se habían
quejado por mi presencia en los alrededores. Procuré explicarle
donde
debería estar mi casa pero sacó su cachiporra y comenzó a golpearme mientras me
echaba del lugar a las patadas.
Intenté
ordenar el torbellino de ideas que circulaban por mi cabeza.
Utilicé
las pocas monedas que tenía en el pantalón para llamar a familiares, a amigos,
al trabajo y... nada. En todos los casos me contestaban voces desconocidas que
no sabían de mi existencia. Fui a la Auditora, el personal de seguridad no me
dejó entrar. Hice guardia cerca de la puerta para ver si encontraba a alguno de
mis compañeros, a mi secretaria, a mis empleados y... nada. Ninguno apareció.
Desde
entonces me dediqué a buscar a parientes, amigos, alguien que me conociera pero pareciera que todos se han esfumado.
Donde estaban sus casas hay otras construcciones. Hasta el colegio de mis hijos ya no existe.
Por
un momento pensé en quitarme la vida pero luego se me ocurrió una hipótesis no
tan descabellada que justifica todo lo que me está pasando. ¡Estoy soñando
Rodrigo! ¡Es evidente! Por eso no está mi mujer, ni mis hijos, ni mis amigos,
ni mi trabajo, ni nada. Aparecés vos. Vos sos lo único que pertenece a mi
realidad de hombre. Vos.... y algo más. Tomá, agarrá esto. Tengo que irme,
alejarme de vos. El saber que no
reconocía a nada ni nadie me había dado cierta tranquilidad porque reafirmaba
mi creencia de estar dormido, pero ahora que apareciste tengo miedo. No me sigas. Pronto voy a
despertar. Pronto...
“Pronto”
fue la última palabra que dijo antes de salir corriendo como un
desesperado. Algo dentro de mí me detuvo
y no lo seguí. Todavía aún me cuestionó si hice bien en dejarlo ir, cualquiera
pensaría que Nelson está loco, pero yo me permito dudar un poco cada vez que
miro el Rolex de oro que me dejó aquella tarde en el café.
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