El guiso Mágico Marta Becker
El
restaurante El Guiso Mágico era famoso no sólo en el pueblo sino en todas las
localidades aledañas. La gente venía especialmente de lugares lejanos para
degustar sus platos y disfrutar de una buena velada.
Lucrecia
era la dueña del local. Lucre, como a veces le decían, había nacido en La Esperanza,
pueblo ubicado al lado de una estación de ferrocarril ahora abandonada desde
que levantaron el servicio. Cincuentona y soltera, dedicó su vida primero al
cuidado de sus padres, los primeros dueños del restaurante y, cuando ambos fallecieron, se hizo cargo del lugar, le cambió el nombre y se hizo famosa
por sus comidas.
Lucrecia
no era muy agraciada, según el decir de sus vecinos. Alta, delgada, de pecho
casi liso, ojos un poco juntos, nariz aguileña y labios finos, llevaba siempre
el cabello recogido y atado con un lazo negro.
Muy
pulcra en el vestir, mantenía de igual manera el local. Decorado con sobriedad
ofrecía la garantía de un buen servicio y, sobre todo, a precios moderados.
En el
aire ondulaban los efluvios de los platos elaborados con tanto esmero. El
paladar anticipaba su degustación que luego se convertía en un verdadero placer
al consumir las comidas. Lucre decía que quien probara sus comidas no se las
olvidaba jamás y quería repetir la experiencia. Y no se equivocaba, porque la
gente volvía.
Ustedes
se preguntarán en qué consistía su éxito. Se los diré yo, conocedor del tema y
asiduo concurrente al lugar. Uno comía y al poco tiempo se sentía transportar,
una sensación de placidez invadía cuerpo y mente y la vida se volvía mejor, más
liviana, menos triste. Siempre reinaba un ambiente de alegría y las risas, que
al comienzo eran discretas, al rato subían de tono.
Consultada
la dueña de El Guiso Mágico sobre los detalles de su cocina, se ponía seria, un
poco bizca y respondía –el secreto está en los condimentos-.
-Pero un
tuco es un tuco-, le decían, -sí,
cebolla, ajo, tomates, pimiento rojo, orégano, ají molido, laurel, una pizca de
azúcar, sal y pimienta… y el condimento secreto- contestaba.
Ah, el
famoso condimento secreto: unas cuantas hebras de marihuana, de la buena, por
supuesto completaban la mezcla de todas las comidas. Yo lo sabía porque la
ayudaba a veces en la cocina.
Pero
claro, era un secreto.
Cierto
día apareció en El guiso mágico un hombre alto, elegante, cabello y ojos
oscuros y una expresión seria. Supe enseguida que era el ingeniero agrónomo que
había contratado la compañía lechera y, cuando el Diablo mete la cola… la Lucre
se enamoró inmediatamente de él.
El
ingeniero –hombre de ciudad- medio desconfiado y poco hablador, pidió comida.
Al rato estaba conversando con su vecina de mesa como si se conocieran de
siempre.
Se
transformó.
A partir
de ese mediodía el Ing. Sosa -así su apellido- comenzó a concurrir diariamente
al restaurante. Se convirtió en un vicio. Y también Lucrecia se transformó.
Se soltó
el cabello, puso color en sus ropas, amplió las sonrisas y lo atendía en forma
especial. Sosa era indiferente a las deferencias de Lucre, sólo consumía y
hablaba con los otros comensales.
En su
desesperación, la Lucre decidió aumentar en los platos del ingeniero el
condimento secreto. Así, con cada comida Sosa aumentaba su alegría.
Ocurrió
que un día se pasó con la dosis, Sosa terminó el almuerzo y se puso a bailar
con la Sra. De Grandoli, la mujer del dueño de la lechería, que estaba en el
local. Al Sr. Grandoli no le resultó graciosa la situación.
Calmados
los ánimos, salieron y cada uno siguió con sus cosas.
El hecho
fue el comentario de todos los comensales de El guiso mágico y sus alrededores.
Lucrecia estaba como loca. Loca de amor, un amor no correspondido.
Al día
siguiente decidió jugarse a todo y puso en el tuco del ingeniero una sobredosis
del condimento secreto.
Lo
observó comer tranquilo y mientras lo vigilaba no entrevió ninguna reacción
especial. Internamente, su corazón palpitaba de alegría.
Terminado
el almuerzo Sosa atravesó la puerta de El guiso mágico, tomó una bocanada de
aire fresco y echó a correr como una liebre. Sus pies casi no tocaban el suelo,
tal era la velocidad, al tiempo que gritaba y gritaba palabras incoherentes.
Nadie
sabe dónde y cuándo terminó de correr el Ingeniero Sosa, sólo se sabe que desde
entonces Lucrecia se la pasa llorando.
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