lunes, 1 de septiembre de 2014

Marta Becker



El guiso Mágico Marta Becker

El restaurante El Guiso Mágico era famoso no sólo en el pueblo sino en todas las localidades aledañas. La gente venía especialmente de lugares lejanos para degustar sus platos y disfrutar de una buena velada.

Lucrecia era la dueña del local. Lucre, como a veces le decían, había nacido en La Esperanza, pueblo ubicado al lado de una estación de ferrocarril ahora abandonada desde que levantaron el servicio. Cincuentona y soltera, dedicó su vida primero al cuidado de sus padres, los primeros dueños del restaurante y, cuando ambos  fallecieron, se hizo cargo  del lugar, le cambió el nombre y se hizo famosa por sus comidas.

Lucrecia no era muy agraciada, según el decir de sus vecinos. Alta, delgada, de pecho casi liso, ojos un poco juntos, nariz aguileña y labios finos, llevaba siempre el cabello recogido y atado con un lazo negro.

Muy pulcra en el vestir, mantenía de igual manera el local. Decorado con sobriedad ofrecía la garantía de un buen servicio y, sobre todo, a precios moderados.

En el aire ondulaban los efluvios de los platos elaborados con tanto esmero. El paladar anticipaba su degustación que luego se convertía en un verdadero placer al consumir las comidas. Lucre decía que quien probara sus comidas no se las olvidaba jamás y quería repetir la experiencia. Y no se equivocaba, porque la gente volvía.

Ustedes se preguntarán en qué consistía su éxito. Se los diré yo, conocedor del tema y asiduo concurrente al lugar. Uno comía y al poco tiempo se sentía transportar, una sensación de placidez invadía cuerpo y mente y la vida se volvía mejor, más liviana, menos triste. Siempre reinaba un ambiente de alegría y las risas, que al comienzo eran discretas, al rato subían de tono.

Consultada la dueña de El Guiso Mágico sobre los detalles de su cocina, se ponía seria, un poco bizca y respondía –el secreto está en los condimentos-.

-Pero un tuco es un tuco-, le decían,  -sí, cebolla, ajo, tomates, pimiento rojo, orégano, ají molido, laurel, una pizca de azúcar, sal y pimienta… y el condimento secreto- contestaba.

Ah, el famoso condimento secreto: unas cuantas hebras de marihuana, de la buena, por supuesto completaban la mezcla de todas las comidas. Yo lo sabía porque la ayudaba a veces en la cocina.

Pero claro, era un secreto.

Cierto día apareció en El guiso mágico un hombre alto, elegante, cabello y ojos oscuros y una expresión seria. Supe enseguida que era el ingeniero agrónomo que había contratado la compañía lechera y, cuando el Diablo mete la cola… la Lucre se enamoró inmediatamente de él.

El ingeniero –hombre de ciudad- medio desconfiado y poco hablador, pidió comida. Al rato estaba conversando con su vecina de mesa como si se conocieran de siempre.

Se transformó.

A partir de ese mediodía el Ing. Sosa -así su apellido- comenzó a concurrir diariamente al restaurante. Se convirtió en un vicio. Y también Lucrecia se transformó.

Se soltó el cabello, puso color en sus ropas, amplió las sonrisas y lo atendía en forma especial. Sosa era indiferente a las deferencias de Lucre, sólo consumía y hablaba con los otros comensales.

En su desesperación, la Lucre decidió aumentar en los platos del ingeniero el condimento secreto. Así, con cada comida Sosa aumentaba su alegría.

Ocurrió que un día se pasó con la dosis, Sosa terminó el almuerzo y se puso a bailar con la Sra. De Grandoli, la mujer del dueño de la lechería, que estaba en el local. Al Sr. Grandoli no le resultó graciosa la situación.

Calmados los ánimos, salieron y cada uno siguió con sus cosas.

El hecho fue el comentario de todos los comensales de El guiso mágico y sus alrededores. Lucrecia estaba como loca. Loca de amor, un amor no correspondido.

Al día siguiente decidió jugarse a todo y puso en el tuco del ingeniero una sobredosis del condimento secreto.

Lo observó comer tranquilo y mientras lo vigilaba no entrevió ninguna reacción especial. Internamente, su corazón palpitaba de alegría.

Terminado el almuerzo Sosa atravesó la puerta de El guiso mágico, tomó una bocanada de aire fresco y echó a correr como una liebre. Sus pies casi no tocaban el suelo, tal era la velocidad, al tiempo que gritaba y gritaba palabras incoherentes.

Nadie sabe dónde y cuándo terminó de correr el Ingeniero Sosa, sólo se sabe que desde entonces Lucrecia se la pasa llorando.


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