Un sueño con violines Nacho Fernández
Ese
día en Cerdido para muchos era un día más. Para el cartero tenía un sabor
diferente, era su primer día de reparto. La gente lo recibía con entusiasmo. Él
rompía su habitual frialdad derramando su alma en cada corazón que le ofrecían.
Pero la historia del cartero tiene toda una vida de contenido.
Vino
al mundo en una mañana de otoño cuando el sonido del gélido invierno se escuchaba
al fondo en una aldea del norte de Galicia, en plena montaña, desde donde con
un olfato fino se puede escuchar el sonido frío y bravío del Océano Atlántico
en el horizonte. La aldea la llenaban de vida sus 500 habitantes, todos ellos
de origen, menos Olga "la habanera".
Olga
era la maestra del pueblo. Procedía de Ferrol, un bello lugar del norte de
España cerca de donde el Océano Atlántico baila sus ultimas danzas y donde el
Mar Cantábrico empieza a golpear con su fuerza bruta. Debía su apodo a las
continuas historias que contaba de cuando su abuelo estuvo en la guerra de
Cuba. Su llegada al pueblo vino después de recorrer una parte de su vida
mutilada por las desgracias: con la orfandad recibiéndola con prontitud, y
rematada por un embarazo no deseado producto del encuentro con un joven de
noble cáscara pero podrido por dentro.
Olga
decidió limpiar el moho que le tapaba su corazón con el aire puro que se
respiraba en este lugar que los dioses definieron cuando hablaron de paraíso.
Y
este aire puro fue el que recibió a Nacho, así se llamó el hijo de Olga. Eran
las doce y cuarto del mediodía. En el pueblo el nacimiento de un nuevo ser
espolvoreaba de felicidad a la gente, provocando un alborozo orballesco que
hacía sumergirse a la oscuridad que había cubierto de pena el pasar de los días
de esta novelesca estación. Las nieves que habían caído los días anteriores
parecían no querer decir adiós en lo alto de la montaña como esperando saludar
a Nacho, que justo a las doce y veintidós minutos comenzó a escribir la
historia personal que para cada uno de nosotros es el tiempo que pasamos en
esta vida.
La
casa donde vivían Olga y Nacho era de piedra, quizá demasiado grande para dos
cuerpos que la habitaban, quizá demasiado pequeña para dos almas que la
llenaban. Bajo el frío que transpiraba la piedra que cubría la casa estaba el
calor que derramaba el amor madre-hijo que Olga y Nacho transmitían.
Durante
los primeros meses se dedicó a saltar, reír, jugar. No habló hasta más allá de
los tres años, donde empezó a balbucear alguna que otra palabra, más que nada
era un conjunto de letras inconexas. Se llegó a pensar que se iba a quedar
mudo. Así lo decía Paco, "el partos", el curandero del pueblo;
incluso Elvira, "la bruja", intento echarle alguno de sus conjuros
para que el niño pudiera hablar. Elvira era odiada por todos los vecinos, pero
al final todos acudían a ella. Decía que hablaba con la Virgen todas las
noches, y que incluso se le apareció un día mientras daba de comer a sus
caballos. Lo que esta claro es que todas "las brujerías" de Elvira
nunca tuvieron resultado.
Cuando
Nacho ya pudo hablar y caminar le gustaba mucho salir por las mañanas a recibir
a Pepe a la puerta, hombre impenetrable de rostro quemado por el sol, esperando
dar su paseo matinal en burro, cuya cuadra estaba adosada a la casa. El sonido
del burro, junto con el de los pájaros y algún que otro gallo que había por la
zona daban un carácter sinfónico a los despertares matinales. Al lado de Pepe,
estaba su mujer, Inés, de ojos de luciérnaga y corazón de leona. Los dos,
además del burro, tenían varias vacas. Recibían todas las noches la visita de
Olga y Nacho en busca de la leche, el ordeño de las vacas era uno de los
momentos más felices para Nacho.
Además
de Pepe e Inés, nuestro protagonista disfrutaba de la gente que día a día
pasaba por su casa. Así tenemos a Maruja, hermana de Inés, y Vicente, dos
naturales del pueblo que emigraron a Suiza en busca de trabajo y que fueron los
que por su vecindad en Ferrol con Olga le abrieron la puerta a este idílico
destino. José Manuel y Lourdes eran los dos chicos más próximos en edad a
Nacho, con los que aprovechaba éste para jugar desde que salía hasta que se
ponía el sol: fútbol, baloncesto y su autentica debilidad, la bicicleta. De los
golpes recibidos en ella recuerda el primero que le dejó mas de un mes sin
poder moverse, y varios más sin poder jugar al ritmo de antes. Pero eso no le
resto un ápice para perder la felicidad. Olga le enseñaba todos los días que la
felicidad no te la da el poder saltar y jugar, la felicidad te la da el poder
sentir, y el sentimiento esta en el corazón, y mientras uno tenga sano el
corazón tiene que ser feliz. Ahí aprendió una gran lección.
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