martes, 6 de diciembre de 2011

JOSÉ ALEJANDRO ARCE


HISTORIA EN UN JARDÍN
 
La flor estaba triste, algo marchita y sin ganas de seguir alegrando los ojos de los seres que la rodeaban. En su sufrida imagen quedaban aun vestigios de su esplendor, de su tallo pleno de elegancia y solidez, sus pistilos eran representantes sublimes de su alma, envueltos en pétalos celestiales; ahora todo eso se iba perdiendo junto a su aroma encantador, denota una sonrisa angelical solo percibida por algunos.
Todo su frágil ser se encontraba aferrado al sueño de que algún día apareciera la abeja adecuada que la sepa polinizar, como ella precisa para sentirse plena en su propia naturaleza.
A lo largo del tiempo siempre tuvo una sola abeja que lo hacía, pero al hacerlo demostraba que solo la quería para eso, no para cuidarla, estar pendiente de ella, agasajarla y halagarla a cada instante.
Con el paso del tiempo cayeron de ella varias semillas que no volaron lejos, solo a su alrededor, y son parte de su alegría, son las que hacen que la bella flor ocupe su tiempo olvidando el desaire y el engaño con otras flores de parte de su propia abeja. Las semillas estaban en constante crecimiento y colmaban de alegría sus días con sus noches, pero de a ratos, volvía a caer en lo mismo que la en-tristecía, y a causa de ello pasaba gran parte de sus días y sus noches penando en silencio y soñan-do con la llegada de algún príncipe azul convertido en abeja.
Tenía poco cuidado, solo la cuidaba la lluvia y se fortificaba viendo crecer a sus semillas que ya eran pimpollos.
Por aires cercanos pero lejos a la vez, revoloteaba una abeja, surcando los tiempos en vuelo solitario, polinizando a cuanta flor pudiera, de todas las especies y en cualquier jardín; pero esta abeja siempre se sentía sola, vacía y cayendo en la cuenta de que nunca había dado aún con la flor ade-cuada, la que llame su atención por completo, la que despierte brillo en sus ojos y provoque su aleteo enérgico y sus ansias de sentirse útil en la polinización.
Hasta que un día, en su distraído volar, percibe un aroma cautivante, un aroma que más que aroma era un llamado, una súplica. Por primera vez en su vida se dejó envolver por él hasta llegar al estado en el que se encuentra hoy, cautivado y cautivo.
Llegó hasta ella y ella lo dejó venir, la atracción fue mutua y grandiosa, a la vez que sincera y transparente, sin malicia alguna.
La danza del cortejo fue eficaz, ella lentamente iba recuperando vigor, belleza y candidez; día a día aumentaba el encanto entre los dos, a tal punto de llegar a un pacto de silencio y sutilezas entre am-bos; el resto del jardín lo percibió y comenzaron a enviarse señales, sin respetar a dos almas puras que eligieron vivir sus naturalidades sumergidos en placer, pasión y encanto.
En sucesivas danzas envueltas en distintos soles, el acercamiento fue en aumento hasta que por fin, a la caída de la tarde y con las estrellas a cuestas, se produjo la tan ansiada polinización, llena de delirio y nerviosismo por ser la primera vez. Estas se sucedieron con más asiduidad, siempre cuidando que la otrora abeja dueña en un principio de la flor, no se percatara de los "sucesos".
Pasaron sus días felices plenos de polen y encanto, y siempre cuidando de no ser descubiertos.
Pero tanto la flor como la abeja eran seres vivos y como tales después de cumplir con su misión en el mundo deberían dejar de ser para dar paso a otras flores y otras abejas y otras historias.
El final para ambos llegó. No se sabe bien a ciencia cierta cual se adelantó en la partida, pero si se sabe que pronto continuó el otro ser. La cuestión es que ya no están y quedó una bella historia, de la cual están encargadas de transmitir de generación en generación las semillas dejadas por la flor, que por cierto ya son flores, esbeltas, especiales, fuertes e inmersas en belleza y sabiduría, siendo el fiel reflejo de su flor madre.