martes, 6 de diciembre de 2011

ALICIA INÉS CHILIFONI


EL HUEVO MÁGICO
 
 Esas charlas con Carmencita tienen derivaciones tan insospechadas como deliciosas. Aquella vez, hablando de cómo los objetos más insignificantes sobreviven largamente a sus dueños, se levantó de su silla como activada por una palanca eyectora, desapareció por la puerta de su dormitorio, y en seguida volvió portando una cajita de lata pintada. La abrió regocijada informándome que había sido el costurero de su mamá. Y eso es mucho decir.
Carmen nació en Barcelona, y padeció los avatares de la guerra civil española. Ya casada y con un hijo pequeño, vino a la Argentina y aquí se quedó, con su Paco, en Matanza, agrandando la familia. Extraje con delicadeza algo del interior del costurero.
Me preguntó si sabía yo qué era. ¡Cómo no saberlo! Me resultaba tan familiar, aunque su recuerdo había permanecido ausente durante tanto tiempo. Era un huevo de madera, de los que se usaban para zurcir medias, en el tiempo en que las medias se zurcían. Ahora como que son descartables.
Este huevo en cuestión estaba rayoneado de surcos, en cuyo fondo se notaban restos de pintura blanca. Mientras yo lo acariciaba lentamente entre mis manos, me develó la historia del por qué de las marcas blancas.
Hay una época del año, que antecede a la Pascua, en que las gallinas casi no ponen huevos. Escasean y por lo tanto se encarecen. Para peor, su mamá había descubierto que una de ellas, no sabía cuál, tenía la mala costumbre de comérselos, y dejar sólo restos de cáscara. Entonces, para escarmentarla, pintó de blanco el huevo de madera, y lo depositó en el nido. Haya sido cual haya sido, la devoradora de huevos escarmentó, y el impostor volvió al costurero, donde perdura.
Mientras escuchaba la historia, no cesaron mis caricias, sintiendo que había tanta energía, de tantas manos que en distintas épocas y latitudes deslizaron sobre él medias y más medias, y en cada puntada del zurcido habrán puesto lágrimas, y alborozos, amores, odios, sentires…
Al despedirme le pedí que me dejara tocar otra vez el huevo, para cargarme de energía. Desde entonces, antes de terminar cada visita mía, Carmencita me presenta el costurero abierto, como en ofrenda solemne, y radiante, viéndome tomar con unción la reliquia de madera lustrosa, me dice: "¡Anda, mujer, cárgate las pilas mi linda!"

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